San Máximo, obispo de Turín
Catequesis del Papa Benedicto XVI, sobre la relación entre Cristo y la Iglesia y los padres apostólicos. Miércoles 31 octubre 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Entre el final del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la Iglesia, después
de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la difusión y a la consolidación
del cristianismo en Italia del norte: se trata de san Máximo, quien era obispo
de Turín en el año 398 un año después de la muerte de Ambrosio. Quedan muy
pocas noticias de él; ahora bien, nos ha llegado una colección de unos noventa
«Sermones». En ellos se puede constatar la profunda y vital unión del obispo
con su ciudad, que atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio
episcopal de Ambrosio y el de Máximo.
En aquel tiempo graves tensiones turbaban la convivencia civil. Máximo, en
este contexto, logró unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor
y maestro. La ciudad estaba amenazada por grupos desperdigados de bárbaros
que, al penetrar por las entradas orientales, avanzaban hasta los Alpes
occidentales. Por este motivo, Turín estaba constantemente rodeada de
guarniciones militares, y se convirtió, en los momentos críticos, en refugio
para las poblaciones que huían del campo y de los centros urbanos sin
protección.
Las intervenciones de Máximo, ante esta situación, testimonian el compromiso
de reaccionar ante la degradación civil y ante la disgregación. Aunque es
difícil determinar la composición social de los destinatarios de los
«Sermones», parece que la predicación de Máximo, para superar el riesgo de ser
genérica, se dirigía específicamente a un núcleo seleccionado de la comunidad
cristiana de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían
sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión
pastoral del obispo, quien concibió esta predicación como el camino más eficaz
para mantener y reforzar sus lazos con el pueblo.
Para ilustrar en esta perspectiva el ministerio de Máximo en su ciudad,
quisiera presentar como ejemplo los «Sermones» 17 y 18, dedicados a un tema
siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades cristianas.
También en este sentido se daban agudas tensiones en la ciudad. Se acumulaban
y ocultaban riquezas. «Uno no piensa en las necesidades del otro», constataba
amargamente el obispo en su «Sermón» número 17.
«De hecho, muchos cristiano no sólo no distribuyen lo que tienen, sino que
roban a los demás. No sólo no llevan a los pides los apóstoles lo que han
recogido, sino que además apartan de los pies de los sacerdotes a sus hermanos
que buscan ayuda». Y concluye: «En nuestra ciudad hay muchos huéspedes y
peregrinos. Haced lo que habéis prometido» adhiriendo a la fe, «para que no se
diga también de vosotros lo que se dijo de Ananías: “No habéis mentido a los
hombres, sino a Dios”» («Sermón» 17, 2-3).
En el «Sermón» sucesivo, el número 18, Máximo critica las formas comunes de
depredación de las desgracias de los demás. «Dime, cristiano», exhorta el
obispo a sus fieles, «dime, ¿por qué has tomado la presa abandonada por los
predadores? ¿Por qué has metido en tu casa una “ganancia” depredada y
contaminada?». «Pero», añade, «quizá dices que la has comprado y por esto
crees que evitas así la acusación de avaricia. Pero de este modo no hay
relación entre lo que se compra y lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero
en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo que ha
sido robado en un saqueo… Compórtate, por tanto, como cristiano y como
ciudadano que compra para devolver» («Sermón» 18, 3).
Sin mostrarlo mucho, Máximo predicó una relación profunda entre los deberes
del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana significa
también asumir los compromisos civiles. Por el contrario el cristiano que, «a
pesar de que puede vivir con su trabajo, atrapa la presa del otro con el furor
de las fieras» o «acecha a su vecino, tratando cada día de arañar parte de sus
confines, de adueñarse de sus productos», no le parece ni siquiera semejante a
la zorra que degolla las gallinas, sino al lobo que se lanza contra los cerdos
(«Sermón» 41,4).
Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por Ambrosio
para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra,
se pueden ver con claridad los cambios históricos que tuvieron lugar en la
relación entre el obispo y las instituciones ciudadanas. Contando ya con el
apoyo de una legislación que pedía a los cristianos redimir a los prisioneros,
Máximo, ante el derrumbe de las autoridades civiles del Imperio Romano, se
sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido un auténtico poder
de control sobre la ciudad.
Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta llegar a
suplir la ausencia de magistrados y de las instituciones civiles. En este
contexto, Máximo no sólo se dedica a alentar en los fieles al amor tradicional
hacia la patria ciudadana, sino que proclama también el preciso deber de
afrontar los gastos fiscales, por más pesados y desagradables que parezcan
(«Sermón» 26, 2).
En definitiva, el tono y la esencia de los «Sermones» implican una mayor
conciencia de la responsabilidad política del obispo en las específicas
circunstancias históricas. Es la «atalaya» de la ciudad. ¿Acaso no son estas
atalayas, se pregunta Máximo en el «Sermón» 92, «los beatísimos obispos que,
colocados por así decir en una roca elevada de sabidurías para la defensa de
los pueblos, ven desde lejos los males que llegan?».
Y en el «Sermón» 89 el obispo de Turín ilustra a los fieles sus tareas,
sirviéndose de una comparación singular entre la función episcopal y la de las
abejas: «Como la abeja», dice, los obispos «observan la castidad del cuerpo,
ofrecen la comida de la vida celestial, utilizan el aguijón de la ley. Son
puros para santificar, dulces para reconfortar, severos para castigar». De
este modo, san Máximo describe la tarea del obispo en su época.
En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una conciencia cada
vez mayor de la responsabilidad política de la autoridad eclesiástica, en un
contexto en el que estaba sustituyendo de hecho a la civil. Es el desarrollo
del ministerio del obispo en el noroeste de Italia, a partir de Eusebio, que
«como un monje», vivía en su ciudad de Verceli, hasta Máximo de Turín, que
«como un centinela» se encontraba en la roca más elevada de la ciudad.
Es evidente que el contexto histórico, cultural y social hoy es profundamente
diferente. El actual contexto es más bien el descrito por mi venerado
predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal «Ecclesia in
Europa», en la que ofrece un articulado análisis de los desafíos y de los
signos de esperanza para la Iglesia en Europa hoy (6-22). En todo caso,
independientemente del cambio de circunstancias, siguen siendo válidas las
obligaciones del creyente ante su ciudad y su patria. La íntima relación entre
el «ciudadano honesto» y el «buen cristiano» sigue totalmente vigente.
Para concluir quisiera recordar lo que dice la constitución pastoral «Gaudium
et spes» para aclarar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida
del cristiano: la coherencia entre la fe y el comportamiento, entre Evangelio
y cultura. El Concilio exhorta a los fieles «a cumplir con fidelidad sus
deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan
los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues
buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin
darse cuenta de que la propia fe les obliga al más perfecto cumplimiento de
todas ellas según la vocación personal de cada uno» (n. 43).
Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres, hagamos
nuestro el deseo del Concilio, que haya cada vez más fieles que quieran
«ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del
esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores
religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (ibídem),
y de este modo al bien de la humanidad.