San Gregorio de Nisa, pensador original y
profundo
Catequesis del Papa Benedicto XVI, sobre la relación entre Cristo y la Iglesia y los padres apostólicos. Miércoles 29 de agosto 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del
siglo IV, Basilio y Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual
Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de Basilio, san Gregorio de
Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una
inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Se convirtió así en
un pensador original y profundo de la historia del cristianismo.
Nació en torno al año 335; su formación cristiana fue atendida particularmente
por su hermano Basilio, definido por él «padre y maestro » (Epístola 13,4: SC
363,198), y por su hermana Macrina. En sus estudios, le gustaba
particularmente la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a
la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se dedicó
totalmente a la vida ascética. Más tarde, fue elegido obispo de Nisa,
convirtiéndose en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad.
Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que
abandonar brevemente su sede episcopal, pero después regresó triunfalmente
(Cf. Epístola 6: SC 363,164-170), y siguió comprometiéndose en la lucha por
defender la auténtica fe.
Tras la muerte de Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó
sobre todo en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató
de dirimir los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la
reorganización eclesiástica y, como «columna de la ortodoxia», fue uno de los
protagonistas del Concilio de Constantinopla del año 381, que definió la
divinidad del Espíritu Santo.
Tuvo varios encargos oficiales por parte del emperador Teodosio, pronunció
importantes homilías y discursos fúnebres, compuso varias obras teológicas. En
el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla.
Se desconoce la fecha de su muerte.
Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo supremo
al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a cosas banales, sino
encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (Cf. «In
Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).
Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es posible «la
imitación de la naturaleza divina» («De professione christiana»: PG 46, 244C).
Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y
teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes, que negaban la
divinidad del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela
de juicio la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada
Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para él un
tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a partir de aquí
encontraba el camino hacia Dios.
Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien
presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión hacia el Monte Sinaí
se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana
hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la
oración del Señor, el Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran
discurso catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas
fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada en sí
misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de referencia para sus
enseñanzas, como una especie de marco en el que se mueve después la
interpretación pedagógica de la fe.
Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era
una reflexión académica, sino la expresión de una vida espiritual, de una vida
de fe vivida. Como gran «padre de la mística» presentó en varios tratados
--como el «De professione christiana» y el «De perfectione christiana»-- el
camino que los cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera
vida, la perfección.
Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un modelo
insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él siempre una guía,
un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios discursos y homilías,
escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, Gregorio subraya
que Dios, «el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que
sea capaz del ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y
gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea realmente
idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis opificio» 4: PG 44,136B).
Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de
la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este motivo, para desempeñar
una verdadera responsabilidad ante las criaturas, tiene que ser penetrado por
Dios y vivir en su luz. El hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza
original que es Dios: «Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo
obispo. Y añade: «Lo testimonia la narración de la creación (Cf. Génesis 1,
31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una
belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser
tan bella como la que era semejante a la belleza pura e incorruptible?...
Reflejo e imagen de la vida eterna, él era realmente bello, es más, bellísimo,
con el signo radiante de la vida en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG
44,1020C).
El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda criatura: «El
cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de
las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana)
has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia,
semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad,
espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte
te conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene
de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan
grande que pueda ser comparado a tu grandeza» («Homilia in Canticum 2»: PG
44,805D).
Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre ha sido
degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria: sólo
si Dios está presente, el hombre alcanza su verdadera grandeza.
El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina:
purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida
de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio catechetica 6»: SC 453,174). De este
modo, el hombre purificándose, puede ver a Dios, como los puros de corazón
(Cf. Mateo 5, 8): «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las
fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza
divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás
feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que lavar las
fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en
nosotros mismos la luz de Dios.
El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella
podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto sentido este objetivo ya
en esta vida tiene que avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una
vida de diálogo con Dios. En otras palabras --y esta es la lección importante
que nos deja san Gregorio de Nisa-- la plena realización del hombre consiste
en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de este modo
se hace luminosa también para los demás, también para el mundo.