San Basilio, obispo de Cesarea en Capadocia «lumbrera de la Iglesia»
Catequesis del Papa Benedicto XVI, sobre la relación entre Cristo y la Iglesia y los padres apostólicos. Miércoles 4 de julio 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy queremos recordar a uno de los grandes padres de la Iglesia, san Basilio,
definido por los textos litúrgicos bizantinos como una «lumbrera de la
Iglesia» Fue un gran obispo del siglo IV, por el que siente admiración tanto
la Iglesia de Oriente como la de Occidente por su santidad de vida, por la
excelencia de su doctrina y por la síntesis armoniosa de capacidades
especulativas y prácticas.
Nació alrededor del año 330 en una familia de santos, «verdadera Iglesia
doméstica», que vivía en un clima de profunda fe. Estudió con los mejores
maestros de Atenas y Constantinopla. Insatisfecho por los éxitos mundanos, al
darse cuenta de que había perdido mucho tiempo en vanidades, él mismo
confiesa: «Un día, como despertando de un sueño profundo, me dirigí a la
admirable luz de la verdad del Evangelio…, y lloré sobre mi miserable vida»
(Cf. Carta 223: PG 32,824a).
Atraído por Cristo, comenzó a tener ojos sólo para él y a escucharle solo a él
(Cf. «Moralia» 80,1: PG 31,860bc). Con determinación se dedicó a la vida
monástica en la oración, en la meditación de las Sagradas Escrituras y de los
escritos de los Padres de la Iglesia y en el ejercicio de la caridad (Cf.
Cartas. 2 y 22), siguiendo también el ejemplo de su hermana, santa Macrina,
quien ya vivía el ascetismo monacal. Después fue ordenado sacerdote y, por
último, en el año 370, consagrado obispo de Cesarea de Capadocia, en la actual
Turquía.
Con la predicación y los escritos desarrolló una intensa actividad pastoral,
teológica y literaria. Con sabio equilibrio supo unir al mismo tiempo el
servicio a las almas y la entrega a la oración y a la meditación en la
soledad. Sirviéndose de su experiencia personal, favoreció la fundación de
muchas «fraternidades» o comunidades de cristianos consagrados a Dios, a las
que visitaba con frecuencia (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,29 in laudem
Basilii»: PG 36,536b). Con la palabra y los escritos, muchos de los cuales
todavía hoy se conservan (Cf. «Regulae brevius tractatae», Proemio: PG
31,1080ab), les exhortaba a vivir y a avanzar en la perfección. De esos
escritos se valieron después no pocos legisladores de la vida monástica, entre
ellos, muy especialmente, San Benito, que considera a Basilio como su maestro
(Cf «Regula» 73, 5).
En realidad, san Basilio creó un monaquismo muy particular: no estaba cerrado
a la comunidad de la Iglesia local, sino abierto a ella. Sus monjes formaban
parte de la Iglesia local, eran su núcleo animador que, precediendo a los
demás fieles en el seguimiento de Cristo y no sólo de la fe, mostraba su firme
adhesión a él, el amor por él, sobre todo en las obras de caridad.
Estos monjes, que tenían escuelas y hospitales, estaban al servicio de los
pobres y de este modo mostraron la vida cristiana de una manera completa. El
siervo de Dios Juan Pablo II, hablando del monaquismo, escribió: «muchos
opinan que esa institución tan importante en toda la Iglesia como es la vida
monástica quedó establecida, para todos los siglos, principalmente por san
Basilio o que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan
propiamente definida sin su decisiva aportación» (carta apostólica «Patres
Ecclesiae» 2).
Como obispo y pastor de su extendida diócesis, Basilio se preocupó
constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que vivían los
fieles; denunció con firmeza el mal; se comprometió con los pobres y los
marginados; intervino ante los gobernantes para aliviar los sufrimientos de la
población, sobre todo en momentos de calamidad; veló por la libertad de la
Iglesia, enfrentándose a los potentes para defender el derecho de profesar la
verdadera fe (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,48-51 in laudem Basilii»: PG
36,557c-561c). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la
construcción de varios hospicios para necesitados (Cf. Basilio, Carta 94: PG
32,488bc), una especie de ciudad de la misericordia, que tomó su nombre «Basiliade»
(Cf. Sozomeno, «Historia Eclesiástica». 6,34: PG 67,1397a). En ella hunden sus
raíces las los modernos hospitales para la atención de los enfermos.
Consciente de que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de
la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» («Sacrosanctum
Concilium» 10), Basilio, si bien se preocupaba por vivir la caridad, que es la
característica de la fe, fue también un sabio «reformador litúrgico» (Cf.
Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,34 in laudem Basilii»: PG 36,541c). Nos dejó
una gran oración eucarística [o anáfora] que toma su nombre y que ha dado un
orden fundamental a la oración y a la salmodia: gracias a él, el pueblo amó y
conoció los Salmos e iba a rezarlos incluso de noche (Cf. Basilio, «In Psalmum»
1,1-2: PG 29,212a-213c). De este modo, podemos ver cómo liturgia, adoración,
oración están unidas a la caridad, se condicionan recíprocamente.
Con celo y valentía, Basilio supo oponerse a los herejes, quienes negaban que
Jesucristo fuera Dios como el Padre (Cf. Basilio, Carta 9,3: PG 32,272a; Carta
52,1-3: PG 32,392b-396a; «Adversus Eunomium» 1,20: PG 29,556c). Del mismo
modo, contra quienes no aceptaban la divinidad del Espíritu Santo, afirmó que
también el Espíritu Santo es Dios y «tiene que ser colocado y glorificado
junto al Padre y el Hijo» (Cf. «De Spiritu Sancto»: SC 17bis, 348). Por este
motivo, Basilio es uno de los grandes padres que formularon la doctrina sobre
la Trinidad: el único Dios, dado que es Amor, es un Dios en tres Personas, que
forman la unidad más profunda que existe, la unidad divina.
En su amor por Cristo y su Evangelio, el gran capadocio se comprometió también
por sanar las divisiones dentro de la Iglesia (Cf. Carta 70 y 243), tratando
siempre de que todos se convirtieran a Cristo y a su Palabra (Cf. «De iudicio»
4: PG 31,660b-661a), fuerza unificadora, a la que todos los creyentes tienen
que obedecer (Cf. ibídem 1-3: PG 31,653a-656c).
Concluyendo, Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la Iglesia en el
multiforme servicio del ministerio episcopal. Según el programa que él mismo
trazó, se convirtió en «apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los
misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y regla de piedad, ojo del cuerpo
de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico piadoso, padre y
nodriza, cooperador de Dios, agricultor d Dios, constructor del templo de
Dios» (Cf. «Moralia» 80,11-20: PG 31,864b-868b).
Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la Palabra,
tanto ayer como hoy, un programa que él mismo se comprometió generosamente por
vivir.
En el año 379, Basilio, sin haber cumplido los cincuenta años, agotado por el
cansancio y la ascesis, regresó a Dios, «con la esperanza de la vida eterna, a
través de Jesucristo, nuestro Señor» («De Bautismo» 1, 2, 9). Fue un hombre
que vivió verdaderamente con la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor
por el prójimo. Lleno de la esperanza y de la alegría de la fe, Basilio nos
muestra cómo ser realmente cristianos.