Benedicto XVI presenta a san Atanasio de Alejandría
Intervención en la audiencia
general del miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 junio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la
intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles dedicada
a presentar la figura de san Atanasio de Alejandría, padre de la Iglesia, nacido
hacia el año 300 y fallecido en el 373.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia antigua,
queremos dirigir hoy nuestra atención a san Atanasio de Alejandría. Este
auténtico protagonista de la tradición cristiana, ya pocos años antes de su
muerte, era aclamado como «la columna de la Iglesia» por el gran teólogo y
obispo de Constantinopla, Gregorio Nazianceno («Discursos» 21, 26), y siempre ha
sido considerado como un modelo de ortodoxia, tanto en Oriente como en
Occidente.
No es casualidad, por tanto, que Gian Lorenzo Bernini colocara su estatua entre
las de los cuatro santos doctores de la Iglesia oriental y occidental
--Ambrosio, Juan Crisóstomo, y Agustín--, que en el maravilloso ábside de la
Basílica vaticana rodean la Cátedra de san Pedro.
Atanasio ha sido, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia antigua más
importantes y venerados. Pero sobre todo, este gran santo es el apasionado
teólogo de la encarnación del «Logos», el Verbo de Dios que, como dice el
prólogo del cuarto Evangelio, «se hizo carne, y puso su morada entre nosotros»
(Juan 1, 14).
Precisamente por este motivo Atanasio fue también el más importante y tenaz
adversario de la herejía arriana, que entonces era una amenaza para la fe en
Cristo, reducido a una criatura «intermedia» entre Dios y el hombre, según una
tendencia que se repite en la historia y que también hoy constatamos de
diferentes maneras.
Nacido probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300, Atanasio
recibió una buena educación antes de convertirse en diácono y secretario del
obispo de la metrópolis egipcia, Alejandro.
Cercano colaborador de su obispo, el joven eclesiástico participó con él en el
Concilio de Nicea, el primero de carácter ecuménico, convocado por el emperador
Constantino en mayo del año 325 para asegurar la unidad de la Iglesia. Los
Padres de Nicea pudieron de este modo afrontar varias cuestiones, principalmente
el problema originado unos años antes por la predicación del presbítero de
Alejandría, Arrio.
Éste, con su teoría, amenazaba la auténtica fe en Cristo, declarando que el «Logos»
no era verdadero Dios, sino un Dios creado, un ser «intermedio» entre Dios y el
hombre y de este modo el verdadero Dios siempre permanecía inaccesible para
nosotros. Los obispos, reunidos en Nicea, respondieron redactando el «Símbolo de
la fe», que completado más tarde por el primer Concilio de Constantinopla, ha
quedado en la tradición de las diferentes confesiones cristianas y en la
liturgia como el «Credo niceno-constantinopolitano».
En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia sin división, y que
todavía recitamos hoy, todo domingo, en la celebración eucarística, aparece el
término griego «homooúsios», en latín «consubstantialis»: indica que el Hijo, el
«Logos», es «de la misma naturaleza» del Padre, es Dios de Dios, es su
naturaleza, y de este modo se subraya la plena divinidad del Hijo, que era
negada por los arrianos.
Al morir el obispo Alejandro, Atanasio se convirtió en el año 328 en su sucesor
como obispo de Alejandría, e inmediatamente rechazó con decisión todo compromiso
con las teorías arrianas condenadas por el Concilio de Nicea. Su intransigencia,
tenaz y a veces muy dura, aunque necesaria, contra quienes se habían opuesto a
su elección episcopal y sobre todo contra los adversarios del Símbolo de Nicea,
le provocó la implacable hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.
A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había afirmado con claridad
que el Hijo es de la misma naturaleza del Padre, poco después estas ideas
equivocadas volvieron a prevalecer --incluso Arrio fue rehabilitado-- y fueron
apoyadas por motivos políticos por el mismo emperador Constantino y después por
su hijo Constancio II. Éste, que no se preocupaba tanto de la verdad teológica
sino más bien de la unidad del Imperio y de sus problemas políticos, quería
politizar la fe, haciéndola más accesible, según su punto de vista, a todos los
súbditos del Imperio.
La crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea, continuó durante
décadas con vicisitudes difíciles y divisiones dolorosas en la Iglesia. Y en
cinco ocasiones, durante 30 años, entre 336 y 366, Atanasio se vio obligado a
abandonar su ciudad, pasando 17 años en exilio y sufriendo por la fe.
Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría, el obispo tuvo la posibilidad
de sostener y difundir en Occidente, primero en Tréveris y después en Roma, la
fe de Nicea así como los ideales del monaquismo, abrazados en Egipto por el gran
eremita, Antonio, con una opción de vida por la que Atanasio siempre se sintió
cercano.
San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más importante que apoyaba
la fe de Atanasio. Al volver a tomar posesión definitivamente de su sede, el
obispo de Alejandría pudo dedicarse a la pacificación religiosa y a la
reorganización de las comunidades cristianas Murió el 2 de mayo del año 373, día
en el que celebramos su memoria litúrgica.
La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es el tratado sobre
«La encarnación del Verbo», el «Logos» divino que se hizo carne, como nosotros,
por nuestra salvación. En esta obra, Atanasio, afirma con una frase que se ha
hecho justamente célebre, que el Verbo de Dios «se hizo hombre para que nosotros
nos volviéramos Dios; se hizo visible corporalmente para que tuviéramos una idea
del Padre invisible y soportó la violencia de los hombres para que heredásemos
la incorruptibilidad» (54, 3). Con su resurrección, el Señor hizo desaparecer la
muerte como si fuera «paja entre el fuego» (8, 4). La idea fundamental de toda
la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la de que Dios es accesible.
No es un Dios secundario, es el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión
con Cristo, podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente «Dios con
nosotros».
Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en buena parte están
ligadas a las vicisitudes de la crisis arriana, recordamos también las cuatro
cartas que dirigió al amigo Serapión, obispo de Thmuis, sobre la divinidad del
Espíritu Santo, en las que es afirmada con claridad, y unas treinta cartas
«festivas», dirigidas al inicio de cada año a las Iglesias y a los monasterios
de Egipto para indicar la fecha de la fiesta de Pascua, pero sobre todo para
intensificar los vínculos entre los fieles, reforzando la fe y preparándoles
para esta gran solemnidad.
Por último, Atanasio es también autor de textos meditativos sobre los Salmos,
muy difundidos, y sobre todo de una obra que constituye el «best seller» de la
antigua literatura cristiana, la «Vida de Antonio», es decir, la biografía de
Antonio abad, escrita poco después de la muerte de este santo, precisamente
mientras el obispo de Alejandría, en el exilio, vivía con los monjes del
desierto egipcio. Atanasio fue amigo del grande eremita hasta el punto de
recibir una de las dos pieles de oveja dejadas por Antonio como herencia suya,
junto al manto que el mismo obispo de Alejandría le había regalado.
Tras hacerse pronto sumamente popular y traducida inmediatamente dos veces en
latín y en varias lenguas orientales, la biografía ejemplar de esta figura muy
querida por la tradición cristiana contribuyó decisivamente a la difusión del
monaquismo, en Oriente y en Occidente. La lectura de este texto, en Tréveris,
forma parte central de una emocionante narración de la conversión de dos
funcionarios imperiales que Agustín presenta en las «Confesiones» (VIII, 6, 15)
como premisa para su misma conversión.
De hecho, el mismo Atanasio demuestra que tenía clara conciencia de la
influencia que podría ejercer sobre el pueblo cristiano la figura ejemplar de
Antonio. Escribe en la conclusión de esta obra: «El hecho de que llegó a ser
famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida
fue sentida aún por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios
le tenía. Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras
ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar
que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió
escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y África,
sino por Dios, que en todas partes hace conocidos a los suyos, que, más aún,
había dicho esto en los comienzos? Pues aunque hagan sus obras en secreto y
deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente como
lámparas a todo los hombres, y así, los que oyen hablar de ellos, pueden darse
cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor
por la senda que conduce a la virtud» («Vida de Antonio» 93, 5-6).
¡Sí, hermanos y hermanas! Tenemos muchos motivos para dar gracias a san
Atanasio. Su vida, como la de Antonio y la de otros innumerables santos, nos
muestra que «quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace
realmente cercano a ellos» («Deus caritas est», 42).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Atanasio, Obispo de Alejandría, es sin duda uno de los Padres de la Iglesia
antigua más importantes y venerados. Teólogo apasionado de la Encarnación del
Verbo de Dios, fue también el más importante adversario contra la herejía
arriana, que entonces amenazaba la fe en Cristo al minimizar su divinidad.
Siendo diácono participó con su Obispo en el Concilio de Nicea, el cual subrayó
la plena divinidad de Cristo negada por los arrianos. Después de ser elegido
Obispo de Alejandría, padeció la hostilidad de los arrianos; fue obligado a
abandonar la diócesis en cinco ocasiones y sufrió el exilio durante diecisiete
años. De esta manera, pudo difundir en Occidente la fe proclamada en el Concilio
de Nicea. Entre los diversos escritos de san Atanasio, como cartas y textos de
meditación sobre los salmos, destaca su tratado sobre la Encarnación, en el que
afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegásemos a ser
Dios. Su biografía sobre san Antonio Abad, del que fue gran amigo, contribuyó de
modo decisivo a la difusión del monaquismo tanto en Occidente como en Oriente.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, venidos de
Latinoamérica y de España. En particular, saludo a los distintos grupos
parroquiales y escolares de España; así como a los peregrinos de Honduras,
México y otros Países Latinoamericanos. Que vuestra visita a Roma consolide
vuestra fe en Cristo, iluminados por el testimonio de vida y del martirio de los
apóstoles Pedro y Pablo, y sintiéndoos cada vez más en comunión con toda la
Iglesia. ¡Que Dios os bendiga!
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