Benedicto XVI hace un balance de su viaje apostólico a Brasil
Para inaugurar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 23 mayo 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este
miércoles dedicada a hacer un balance de su visita apostólica a Brasil.
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Queridos hermanos y hermanas:
En esta audiencia general quisiera recordar mi viaje apostólico a Brasil del 9
al 14 de este mes. Después de dos años de pontificado, finalmente he tenido la
alegría de visitar América Latina, a la que tanto quiero, y donde vive, de
hecho, una gran parte de los católicos del mundo.
La meta fue Brasil, pero he querido abrazar a todo el gran subcontinente
latinoamericano, pues el acontecimiento eclesial que me ha llamado para ir hasta
allí ha sido la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe.
Deseo renovar mi profunda gratitud por la acogida recibida a los hermanos
obispos, en particular a los de Sao Paulo y de Aparecida. Doy las gracias al
presidente de Brasil y a las demás autoridades civiles por su cordial y generosa
colaboración. Con gran afecto, doy las gracias al pueblo brasileño por la
calidez con la que me ha acogido --era verdaderamente conmovedora-- y por la
atención que ha dedicado a mis palabras.
Mi viaje ha tenido ante todo el valor de un acto de alabanza a Dios por las
«maravillas» obradas en los pueblos de América Latina, por la fe que ha animado
su vida y su cultura durante más de quinientos años.
En este sentido, ha sido una peregrinación que ha tenido su momento culminante
en el santuario de la Virgen Aparecida, patrona principal de Brasil. El tema de
la relación entre fe y cultura ha sido siempre muy importante para mis venerados
predecesores, Pablo VI y Juan Pablo II. He querido retomarlo confirmando a la
Iglesia que está en América Latina y el Caribe en el camino de una fe que se ha
hecho y se hace historia vivida, piedad popular, arte, en diálogo con las ricas
tradiciones precolombinas además de con las múltiples influencias europeas y de
otros continentes.
Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que
acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano: no es
posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los
colonizadores a la población indígena, pisoteadas a menudo en sus derechos
fundamentales. Pero el deber de mencionar esos crímenes injustificables,
condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y teólogos
como Francisco de Vitoria de la Universidad de Salamanca, no debe impedir
reconocer con gratitud la maravillosa obra que ha llevado a cabo la gracia
divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos.
El Evangelio en el continente se ha transformado de este modo en el elemento
clave de una síntesis dinámica que, con matices diversos según las naciones,
expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos. Hoy, en la
época de la globalización, esta identidad católica sigue presentándose como la
respuesta más adecuada, a condición de que esté animada por una seria formación
espiritual y por los principios de la doctrina social de la Iglesia.
Brasil es un gran país que custodia valores cristianos profundamente arraigados,
pero vive también enormes problemas sociales y económicos. Para contribuir a su
solución la Iglesia debe movilizar a todas las fuerzas espirituales y morales de
su comunidad, buscando convergencias oportunas con las energías sanas del país.
Entre los elementos positivos hay que indicar ciertamente la creatividad y la
fecundidad de esa Iglesia, en la que nacen continuamente nuevos movimientos y
nuevos institutos de vida consagrada. También es de alabar la entrega generosa
de tantos fieles laicos, que son sumamente activos en las diferentes actividades
promovidas por la Iglesia.
Brasil es también una nación que puede proponer al mundo un nuevo modelo de
desarrollo: la cultura cristiana puede inspirar una «reconciliación» entre los
seres humanos y la creación, a partir de la recuperación de la dignidad personal
en la relación con Dios Padre.
En este sentido, un ejemplo elocuente es la «Fazenda da Esperança», una red de
comunidades de recuperación para jóvenes que quieren salir de túnel tenebroso de
la droga. En la que visité, que me impresionó profundamente y que me ha dejado
un vivo recuerdo en el corazón, es significativa la presencia de un monasterio
de hermanas clarisas. Esto me ha parecido emblemático para el mundo de hoy, que
necesita una «recuperación» ciertamente psicológica y social, pero sobre todo
profundamente espiritual.
Y emblemática ha sido también la canonización, celebrada en la alegría, del
primer santo nativo del país: Fay Antonio de Santa Ana Galvão. Este sacerdote
franciscano del siglo XVIII, devotísimo de la Virgen María, apóstol de la
Eucaristía y de la Confesión, fue llamado mientras vivía «hombre de paz y de
caridad». Su testimonio es una confirmación más de que la santidad es la
verdadera revolución, que puede promover la auténtica reforma de la Iglesia y de
la sociedad.
En la catedral de Sao Paulo encontré a los obispos de Brasil, la conferencia
episcopal más numerosa del mundo. Testimoniarles el apoyo del sucesor de Pedro
era uno de los objetivos principales de mi misión, pues conozco los grandes
desafíos que el anuncio del Evangelio tiene que afrontar en ese país. Alenté a
mis hermanos a proseguir y reforzar el compromiso de la nueva evangelización,
exhortándoles a difundir, de forma capilar y metódica, la Palabra de Dios para
que la religiosidad innata difundida entre la población se haga más profunda y
se transforme en fe madura y en adhesión personal y comunitaria al Dios de
Jesucristo.
Les alenté a recuperar por doquier el estilo de la primitiva comunidad
cristiana, descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles: asidua en la
catequesis, en la vida sacramental y en la caridad operante.
Conozco la dedicación de estos fieles servidores del Evangelio, que lo quieren
presentar sin cortapisas ni confusión, custodiando el depósito de la fe con
discernimiento; y conozco también su preocupación constante por promover el
desarrollo social, principalmente mediante la formación de laicos, llamados a
asumir responsabilidades en el campo de la política y la economía. Doy las
gracias a Dios por haberme permitido profundizar en la comunión con los obispos
brasileños, que siguen estando siempre presentes en mi oración.
Otro momento característico del viaje fue, sin duda, el encuentro con los
jóvenes, esperanza no sólo para el futuro, sino fuerza vital también para el
presente de la Iglesia y de la sociedad. Por este motivo, la vigilia que
animaron en Sao Paulo de Brasil fue una fiesta de la esperanza, iluminada por
las palabras de Cristo dirigidas al «joven rico», quien le había preguntado:
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» (Mateo 19, 16).
Jesús le indicó, ante todo, «los mandamientos», como el camino de la vida, y
después le invitó a dejar todo para seguirle.
Hoy la Iglesia sigue haciendo lo mismo: ante todo vuelve a presentar los
mandamientos, auténtico camino de educación en la libertad y en el bien personal
y social; y sobre todo propone el «primer mandamiento», el del amor, pues sin
amor los mandamientos no darán pleno sentido a la vida ni procurarán la
verdadera felicidad. Sólo quien encuentra en Jesús el amor de Dios emprende este
camino para recorrerlo entre los hombres, se convierte en su discípulo y su
misionero. Invité a los jóvenes a ser apóstoles de sus coetáneos; y por esto a
cuidar siempre de su formación humana y espiritual; a tener gran estima del
matrimonio y del camino que conduce a él, en la castidad y en la
responsabilidad; a estar abiertos también a la llamada a la vida consagrada por
el Reino de Dios. En definitiva, les alenté a hacer fecunda la gran «riqueza» de
su juventud, para ser el rostro joven de la Iglesia.
Cumbre del viaje fue la inauguración de la Quinta Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en el santuario de Nuestra Señora
Aparecida. El tema de esta grande e importante asamblea, que se concluirá a
finales de mes, es «Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros
pueblos en Él tengan vida. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”». El binomio
«discípulos y misioneros» corresponde a lo que el Evangelio de Marcos dice sobre
la llamada de los apóstoles: «[Jesús] instituyó doce, para que estuvieran con
él, y para enviarlos a predicar» (Marcos 3, 14-15). La palabra «discípulos» hace
referencia, por tanto, a la dimensión formativa y al seguimiento, a la comunión
y a la amistad con Jesús; el término «misionero» expresa el fruto del
discipulado, es decir el testimonio y la comunicación de la experiencia vivida,
de la verdad y el amor conocidos y asimilados. Ser discípulos y misioneros
implica un vínculo íntimo con la Palabra de Dios, con la Eucaristía y los demás
sacramentos, vivir en la Iglesia en escucha obediente de sus enseñanzas. Renovar
con alegría la voluntad de ser discípulos de Jesús, de «estar con Él», es la
condición fundamental para ser misioneros «recomenzando desde Cristo», según el
lema del Papa Juan Pablo II a toda la Iglesia tras el Jubileo del 2000.
Mi venerado predecesor siempre insistió en una evangelización «nueva en su
ardor, en sus métodos, en su expresión», como afirmó hablando precisamente a la
asamblea del CELAM, el 9 de marzo de 1983, en Haití (Cf. «Insegnamenti» VI/1
[1983], 698). Con mi viaje apostólico, he querido exhortar a proseguir por este
camino, ofreciendo como perspectiva de unificación la de la encíclica «Deus
caritas est», una perspectiva inseparablemente teológica y social, que se resume
en esta expresión: «es el amor quien da la vida». «La presencia de Dios, la
amistad con el Hijo de Dios encarnado, la luz de su Palabra, son siempre
condiciones fundamentales para la presencia y eficiencia de la justicia y del
amor en nuestras sociedades» (Discurso
inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, 4).
A la materna intercesión de la Virgen María, venerada con el título de Nuestra
Señora de Guadalupe, como patrona de toda América Latina, y al nuevo santo
brasileño, Fray Antonio de Santa Ana Galvão, encomiendo los frutos de este
inolvidable viaje apostólico.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español,
dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
En esta audiencia quisiera recordar con gratitud y alegría mi reciente viaje a
Brasil para la inauguración de la Quinta Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, en el gran centro mariano de Aparecida. Ha sido un
encuentro muy enriquecedor, tanto con los pastores y fieles brasileños como con
los representantes de la Iglesia que camina en esa querida tierra americana, en
la que el Evangelio ha echado raíces muy hondas y donde vive, de hecho, la mayor
parte de los católicos del mundo.
Por eso he animado a todos a cultivar con esmero el tesoro de la fe en Cristo y
a hacerlo fecundo tanto en la vida personal como en los diversos ámbitos de la
vida social. He invitado a los jóvenes a que sean el rostro joven de la Iglesia;
a los pastores a dar nuevo impulso a la evangelización, al estilo de la
primitiva comunidad cristiana: perseverando en la catequesis, en la vida
sacramental y en la práctica de la caridad; he señalado a todos la importancia
de ser verdaderos discípulos de Cristo, de estar con Él y aprender siempre de
Él, para ser sus testigos y misioneros del Evangelio en la sociedad, para que la
luz de la Palabra de Dios abra en ella caminos de justicia, de paz y de amor
verdadero.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los
venidos de España, México, El Salvador, Guatemala y otros países
latinoamericanos. Deseo a todos que la estancia en Roma les ayude a reforzar la
fe transmitida por los Apóstoles Pedro y Pablo, que aquí dieron su vida por
Cristo.
Muchas gracias por vuestra visita.
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