Benedicto XVI: Matrimonio y virginidad se iluminan
mutuamente
Intervención con
motivo del Ángelus
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 30 de agosto de 2009 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención que dirigió Benedicto XVI este domingo a mediodía a
los peregrinos congregados en el patio de la residencia pontificia de Castel
Gandolfo con motivo del Ángelus.
Queridos hermanos
y hermanas:
Hace tres días, el 27 de agosto, celebramos la memoria litúrgica de Santa
Mónica, madre de San Agustín, considerada modelo y patrona de las madres
cristianas. Sobre ella, su hijo nos da muchas informaciones en el libro
autobiográfico “Las confesiones”, obra maestra entre las más leídas de todos los
tiempos. Aquí aprendemos que San Agustín bebe el nombre de Jesús con la leche
materna y fue educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios
mantendrá impresos en él también en los años de desliz espiritual y moral.
Mónica no deja nunca de rezar por él y por su conversión, y tuvo el consuelo de
verlo volver a la fe y recibir el bautismo. Dios recompensa las oraciones de
esta santa mamá, a la que el obispo de Tagaste había dicho: “Es imposible que un
hijo de tantas lágrimas se pierda”. De hecho, San Agustín no sólo se convirtió,
sino que decidió abrazar la vida monástica y, al volver a África, fundó él mismo
una comunidad de monjes. Conmovedores y edificantes son los últimos coloquios
espirituales entre él y su madre en la tranquilidad de una casa de Ostia, a la
espera de embarcarse para África. En aquel momento, Santa Mónica se convertía,
para su hijo, en “más que madre, la fuente de su cristianismo”. Su único deseo
había sido durante años la conversión de Agustín, a quien en ese momento veía
orientado incluso hacia una vida de consagración al servicio de Dios. Podía por
tanto morir contenta y efectivamente murió el 27 de agosto del 387, a los 56
años, después de haber pedido a los hijos no preocuparse por su sepultura sino
acordarse de ella, donde quiera que se encontrara, en el altar del Señor. San
Agustín repitió que su madre lo había “engendrado dos veces”.
La historia del cristianismo está llena de innumerables ejemplos de padres
santos y de auténticas familias cristianas que han acompañado la vida de
generosos sacerdotes y pastores de la Iglesia. Piénsese en los santos Basilio
Magno y Gregorio Nacianceno, ambos pertenecientes a familias de santos.
Pensamos, muy cerca de nosotros, en los cónyuges Luigi Beltrame Quattrocchi y
Maria Corsini, que vivieron entre el final del siglo XIX y la mitad del 1900,
beatificados por mi venerado predecesor Juan Pablo II en octubre de 2001,
coincidiendo con los veinte años de la Exhortación Apostólica Familiaris
consortio. Este documento, además de ilustrar el valor del matrimonio y las
funciones de la familia, solicita a los esposos un particular compromiso en el
camino de santidad, que, sacando gracia y fuerza del sacramento del matrimonio,
les acompaña a lo largo de toda su existencia (cf. N. 56). Cuando los cónyuges
se dedican generosamente a la educación de los hijos, guiándoles y orientándoles
en el descubrimiento del plan de amor de Dios, preparan ese fértil terreno
espiritual en el que florecen y maduran las vocaciones al sacerdocio y a la vida
consagrada. Se revela cuán íntimamente están ligadas y se iluminan mutuamente el
matrimonio y la virginidad, a partir de su común arraigo en el amor esponsal de
Cristo.
Queridos hermanos y hermanas: en este Año Sacerdotal oramos para que, “por
intercesión del Santo Cura de Ars, las familias cristianas se conviertan en
pequeñas iglesias, en las que todas las vocaciones y todos los carismas, dados
por el Espíritu Santo, puedan ser acogidos y valorados” (de la oración del Año
Sacerdotal). Nos obtenga esta gracia la Virgen María, que ahora juntos
invocamos.