"Esta pregunta se hace eco de un temor, muy
habitual entre los creyentes, ante el auge de las ciencias naturales que
contradicen en no pocos puntos su credo religioso, al tiempo que
manifiesta una esperanza avivada periódicamente por el ateísmo militante.
Ese temor fue el que indujo a los rectores de la Iglesia a condenara
Galileo, no a la hoguera, ciertamente, sino a una especie de "arresto
domiciliario", castigo que no deja de tener su ironía referido á un hombre
que se mostraba seguro de estar dando vueltas alrededor del sol. Para
aquellos eclesiásticos, la tierra debía ocupar el centro del mundo
universo, y pretender lo contrario suponía infligir a la Escritura santa
un agravio lindante con la blasfemia. Tuvo que pasar un siglo para que se
reconociera el error y para que se cayera en la cuenta de que la
importancia de la tierra no dependía de su localización en el espacio. Los
creyentes sufrieron mucho en el siglo XIX ante las declaraciones de
Marcelin Berthelot en el sentido de que "en adelante, el universo no
guardará secreto alguno para los sabios". En esa línea, es razonable
pensar que llegue el día en, que se prescinda de "la hipótesis de Dios"
forjada en los siglos oscuros de la ignorancia."
Sin embargo, el objeto de la ciencia no es más que lo observable y lo
medible, y Dios no es ni lo uno ni lo otro.
Para demostrar que Dios no existe, sería menester que lo que vosotros
llamáis "la ciencia" descubriera un primer elemento que no tuviera causa,
que existiera por él mismo, y cuya presencia explicara todo lo demás sin
dejar nada fuera. Y justamente ese elemento es lo que nosotros llamamos
Dios.
El autor, André Frossard
André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar
Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer
secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en
un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años, de un modo
sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y
salió minutos más tarde "católico, apostólico y romano".
Ateo perfecto, ni se planteaba el problema de Dios
El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se
entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta
él mismo: "Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su
ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban
contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un
poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores
esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia
más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la
razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de
Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)
El mundo: material y explicable
Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en
parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (...) No había
Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos
químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y
de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos,
entre los que no había en absoluto Dios.
¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios
avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería
mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba
bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las
apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea.
De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido
educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a
encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la
infancia... Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas
oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel...
Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la
habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un
retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista
que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y
una fotografía de Jaurès.
Fascinado por Marx
Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl
Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era,
transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de
dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)
El domingo
El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al
templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la
mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo
general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi
abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla..."
Navidad sin sentido
En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco
entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña
muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir
a ninguna parte (...) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco
mantel de los días señalados.
Sus padres unidos por el socialismo
Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad
del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin
embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado.
Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del
socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco
años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella
le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la
alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para
mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen
podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la
natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la
idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había
tenido comienzo.
La política llenaba la vida familiar
Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista,
completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por
amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba
la vida de mi padre. (...)
Jesucristo hubiera sido de los suyos
Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción
para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del
partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de
sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos,
pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su
severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que
había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más
alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión".
Encontró a Dios sin buscarlo
Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra
razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no
buscaba a Dios. Se lo encontró: "Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la
más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe.
Yo me lo encontré.
Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese
en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar
una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada
habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese
ante él hasta el infinito.
Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la
existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del
Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía
de una amistad que no era de la tierra.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que
escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy
distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal
punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas
y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir,
algunos minutos más tarde, "católico, apostólico, romano", llevado,
alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.
Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el
bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo
habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a
pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso
desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos,
mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me
había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían
desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
Cómo lo encontró
No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter
improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los
espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a
los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de
lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de
alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una
elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar
las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque
esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha
conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba
en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento
cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré.
(...)
Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene
sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera
persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese
enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia
conversión. (...)
Una revolución exraordinaria
Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria,
cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir,
transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje
tan insólito que mi familia se alarmó. Se creyó oportuno, suponiéndome
hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista.
Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme
indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la
"gracia", dijo, un efecto de la "gracia" y nada más. No había por qué
inquietarse.
Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales
y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No.
La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad
evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a
la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no
dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.
Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto,
como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo
en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al
catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella".
Best-seller mundial
Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo
encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia
en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.
En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del
Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido
uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en
el presente siglo.
De André Frossard. Dios existe