¿Y si el cristianismo no hubiera existido?

El cristianismo aportó a la sociedad del Imperio Romano unos vectores que cambiaron el mundo

Josep Miró i Ardèvol

¿Y si el cristianismo no hubiera existido? Hubiera quedado como una minúscula secta judía, los nazarenos, como tantas otras surgieron y desaparecieron. ¿Cómo sería nuestra cultura, la sociedad en la que vivimos? Este ejercicio de identificación y desarrollo de tendencias para construir escenarios tiene una utilidad limitada, pero importante, porque ayuda a pensar más allá de los tópicos, las inercias intelectuales, las ideas “zombi.

El cristianismo aportó a la sociedad del Imperio Romano (y más allá de sus límites territoriales pero en términos más modestos) unos vectores que cambiaron el mundo, y reforzó y transformó otros ya presentes en la cultura romana y griega. Apuntaré algunos, más como ejemplo que con pretensión de inventario.

La emergencia de la interioridad, y de ella la “otredad”, el valor y significación del otro. Demasiadas personas cultas ignoran la influencia decisiva de San Pablo y San Agustín en nuestra forma de pensar en uno mismo y en los demás, que surge del sentido del prójimo de los Evangelios de Jesús. En Taylor y su monumental Fuentes del yo. Para Hegel, el cristianismo es “la religión perfecta” y radicalmente diferente a toda las demás.

La “des-deificación”del Estado, y la apertura a nuevos espacios sociales de libertad. Desde las corrientes ilustradas antirreligiosas, porque no todas lo fueron ni mucho menos, se presenta a la cristiandad como intolerante ante la convivencia religiosa del Imperio. Es una simplificación excesiva que deforma la realidad. Es como alabar al régimen chino porque controla las religiones como distracción útil al servicio del Estado totalitario. Porque eso mismo hizo Roma: las religiones convivían como entretenimiento con un límite claro: el reconocimiento del dios-emperador, el poder del Estado en términos absolutos. Y ese fue el choque cristiano, y la razón de su proscripción durante siglos. El concepto de laicidad y la separación entre Iglesia y Estado. Ambas solo surgen en Occidente, porque ahí está la matriz cultural cristiana, las condiciones objetivas previas que lo hacen posible.

El amor solidario al desconocido necesitado, la parábola del samaritano. Cuando el emperador Juliano intenta que el imperio vuelva atrás y retorne al paganismo, dicta detalladas instrucciones para que los templos imiten a los cristianos ayudando a los pobres, viudas, huérfanos e inmigrantes. Fracasó, claro, porque no era una “técnica”, ni una “estrategia”, sino un sentido de la vida.

La desacralización de la naturaleza, el paso previo que permitió el progreso científico (y otra vez Taylor y su La Era Secular es cita obligada). Con el cristianismo, el árbol, el estanque, el Sol y las estrellas se convirtieron en lo que son y dejaron de ser diosecillos, espíritus, brumas de la mente.

La trasmisión de la cultura greco romana. Se explica en términos exactos, pero incompletos, qué fue el Islam, quién trasmitió el legado filosófico griego a Europa. Esto es cierto, pero solo hasta el siglo XIII, porque a partir de esa fecha el Islam llega a la conclusión de que es incompatible con la Filosofía y acaba con ella. El libro del sufí Algacel, La destrucción de los Filósofos, señala el fin. Pero a partir del siglo XIII es precisamente cuando en Europa empieza el fulgor del Renacimiento. Nuestras universidades son la mejor herencia y verificación histórica de ello.

El sentido de la historia como avance, como progreso, una categoría ausente del pensamiento helénico y propio de la concepción mesiánica del judaísmo, que el cristianismo aporta y seculariza, y que hoy nos parece un patrimonio político y, para ser más exactos, una idea propiedad de la izquierda. El marxismo es la traducción secular más ambiciosa de esta idea cristiana del sentido de la historia.

 

La trascendencia. La idea de la relación personal con Dios, a través del propio yo, que no surge tanto del cumplimiento de la ley como del reconocimiento de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo y su carácter salvífico, dan lugar a ese salir de uno mismo. San Pablo y su Epístola a los Romanos no es solo un pieza religiosa monumental, sino la matriz cultural de muchas dinámicas posteriores. No existiría la Filosofía sin este sentido de ascender más allá, salir de uno mismo. Kant, Husserl, Jaspers, entre otros, manejan distintos sentidos de trascendencia para construir su filosofía. La trascendencia es, en el planos social, económico, político, por consiguiente antropológico, el contrapeso del individualismo al que necesariamente nos conduce la interiorización a la que antes me refería. Es el déficit de trascendencia de nuestro tiempo que conduce a la interioridad humana a convertirse en un hiperindividualismo hedonista y narciso.

 

La concepción de infinitud desarrolla todo su potencial en el marco referencial de la cultura cristiana, aunque este no sea su origen. La idea de las perfecciones de Dios, o su concepción como contraria a la finitud del Dios cristiano, construyen las condiciones para pensar y desarrollar lo infinito como algo distinto al vacío, a la nada. Al final de nuestro proceso encontramos como persona la plenitud en la infinitud e inefabilidad de Dios, que entonces pasa a ser conocido. Esta visión del proceso humano lógicamente conlleva una idea de la persona y de la sociedad distinta de aquellas otras culturas que encuentran su realización al fundirse mediante la extinción del sujeto en el mas allá absoluto, el nirvana, y resulta todavía más diferente del materialismo que ve en el devenir personal su simple y total desaparición, el convertirse en nada.

 

La razón es inherente al pensamiento cristiano mucho antes de la referencia obligada a Descartes. La idea paulina de ley natural por la que la Escritura coincide con lo que “está inscrito en nuestros corazones atestiguado por la conciencia” (Rom 2,15) es la base para la ulterior definición de ley natural de San Agustín y la capacidad de razonar para conocer de la existencia de Dios. La razón se despliega junto con la fe y no contra ella. La fe no niega la razón, sino que la reafirma y la conduce. El itinerario a favor de la razón, es largo, tanto que se llega hasta ahora mismo cuando precisamente un Papa, Juan Pablo II, en Fides et Ratio, ha escrito el ultimo y más importante alegato a favor de la racionalidad, precisamente en estos tiempos donde la llamada postmodernidad rechaza mucho de la aportación de la razón, como consecuencia del fracaso histórico de la secularidad que Europa experimentó durante la primera mitad del siglo XX.

 

La emancipación de la mujer como sujeto distinto y no dependiente en todo del hombre, propio de la tradición griega y también romana, y que se manifiesta en todas las grandes culturas del mundo, es una aportación cristiana que otorga a la mujer un estatus y visibilidad social desconocidas. Y así podríamos añadir muchas más concepciones distintivas: la idea coetánea de justicia e igualdad, esta última tan conectada al implícito católico, que no ve -a diferencia de la Reforma- en la riqueza un don de Dios. Esto desempeña también un papel negativo, al caer algunos en el error histórico de pensar que como la riqueza no justifica la pobreza tampoco es una carga injusta. En cualquier caso, no es una consecuencia menor que el estado del bienestar sea una aportación práctica de Europa al mundo, una singularidad que solo se explica a través de estas raíces. Y tampoco es gratuito pensar que su actual crisis no está desligada de su negación.

 

Instituciones clave como “la universidad”, “el hospital”, “el hospicio”, son concreciones de una determinada visión cristiana del ser humano y de la respuesta a sus inquietudes y necesidades en este mundo.

 

También la posibilidad de libertad y de democracia. Estas singularidades, propias de Europa y de su gemelo occidental en América del Norte, que no encuentran equivalente en ningún otro ámbito de civilización, ni en el mundo musulmán, pérsico, hindú y sínico.

 

Y ahora que la globalización lo afecta casi todo, es obligado recordar su otra versión, la humanista: el universalismo, la igualdad radical, indignidad y conciencia de todos los seres humanos y la consiguiente organización que lo exprese en términos individuales y de libre adhesión. Esto es la Iglesia católica. El universalismo surge conceptual y prácticamente del cosmos cristiano, y especialmente encuentra acomodo en la configuración de la Iglesia católica, que se autodesigna con su nombre precisamente universal, avant la letre. Todavía hoy la Iglesia es la única organización realmente universal, formada por personas adscritas directamente, sin intermediarios de los estados.

 

He enumerado unos vectores que surgen del fundamento cristiano y crecen y desarrollan, contrapesándose unos a otros, buscando nuevos equilibrios en su avance y realización histórica, equivocándose en algunas interpretaciones momentáneas, constituyendo primero el “elan" europeo y después universal.

 

El cristianismo es mucho más que el aleteo de una mariposa que se transforma en huracán con el paso del tiempo, es el huracán mismo que ha transformado la historia y continua haciéndolo.