Vivir según el domingo


Manuel Ureña Pastor
 



 

 

Sumario

Introducción.- 1. Transformación en Cristo y culto espiritual. La vida en Cristo.- 2. La vida según Cristo. La forma eucarística de la existencia cristiana.

 

Introducción

El Señor Jesús, la noche misma en que se entregaba, llamó a sus discípulos para celebrar la Cena de Pascua. Y, sentado con ellos a la mesa, "tomó pan, dando gracias, lo bendijo y lo partió, diciendo: ‘Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Del mismo modo, después de la cena, tomó el cáliz, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis hacedlo en memoria mía’" (1 Cor 11, 23-26)

De este modo, Nuestro Salvador instituyó aquella noche el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, con el que iba a perpetuar por los siglos el sacrificio de la Cruz y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y de su resurrección (cf SC 47).

Fiel al precepto del Señor, la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha venido celebrando la Eucaristía en el domingo, día de la semana en el que se conmemora el día santo de la resurrección del Señor.

Un testimonio de esta práctica necesaria y dominical de la Eucaristía lo encontramos en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Los primeros cristianos -leemos en un paso de este texto sagrado- "perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42).

Necesidad absoluta de la Eucaristía y urgencia de celebrar ésta, cada ocho días, en el domingo, el primer día de la semana, el día del Señor y el señor de los días, el tiempo eje en torno al cual y desde el cual giran todos los días de la semana. Estas dos convicciones han sido constantes a lo largo de toda la historia de la Iglesia.

Tanto es así, que más de una vez los cristianos comprometieron su propia vida y fueron llevados al martirio por confesar abiertamente su fe en la Eucaristía y por participar en ella, desobedeciendo las leyes civiles que la prohibían.

Recordemos el ejemplo del conocido grupo de cristianos norteafricanos de principios del siglo IV, llevados a la muerte por celebrar la necesaria Eucaristía dominical.

Como se sabe, entre los años 303 y 304, el emperador Diocleciano, después de un período de relativa calma en el que la comunidad cristiana había podido crecer y difundirse en las distintas regiones del Imperio Romano, desencadenó una violenta persecución contra los cristianos y ordenó se procediera a requisar los santos Testamentos del Señor y las divinas Escrituras, para arrojarlos al fuego. Y ordenó también destruir las Basílicas y prohibir la celebración de los ritos sagrados y de las muy santas asambleas eucarísticas.

Pues bien, en este tiempo sucedió la conocida historia de los mártires de Abitinia, localidad de la provincia romana llamada África Proconsular (hoy Túnez), situada, según una indicación de San Agustín, al suroeste de la antigua Mambresa (la actual Medjez el-Baba), junto al río Medjerba, a 80 kms. más o menos de Cartago.

En aquella coyuntura, un grupo de 49 cristianos, integrado por hombres, mujeres, jóvenes y niños, pertenecientes a distintas clases sociales y con ministerios distintos en el seno de la comunidad, desobedecieron las órdenes del Emperador y se reunieron el día del Señor en la casa de Octavio Félix para celebrar la Eucaristía. Lamentablemente, fueron descubiertos e inmediatamente arrestados y conducidos a Cartago para que el procónsul Anulino procediera a interrogarles y a juzgarles.

El relato de los hechos que nos ofrecen las Actas de los Mártires es iluminador. A la pregunta que el procónsul Anulino formula a un tal Emérito sobre si, en contra del edicto del Emperador, se habían celebrado asambleas eucarísticas en su casa, el mártir responde afirmativamente y añade que él no las había impedido porque nosotros, los cristianos, "desfallecemos sin el domingo", "sine dominico, non possumus" [1]. Dicho más explícitamente, lo que Emérito vino en responder al procónsul era esto: sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, no nos mantenemos en pie. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, los 49 mártires de Abitinia fueron llevados al suplicio. De este modo, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron. Ahora los contemplamos en la gloria de Cristo resucitado.

Trayendo a colación el caso de los mártires de Abitinia, el Papa Benedicto nos decía en Bari, el 29 de mayo de 2005, que su ejemplo es aleccionador también para los cristianos del siglo XXI, pues tampoco para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no se den hoy aquellas prohibiciones del Emperador. Porque, desde el punto de vista espiritual, el mundo en que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede significar, y está significando, una persecución, si se quiere, más sutil, pero no menos fuerte que la desencadenada por Diocleciano en los albores del siglo IV.

¿Por qué los mártires de Abitinia preferían morir a verse privados de la Eucaristía? ¿Qué vínculo creían ellos existe entre Eucaristía y vida, para estar tan convencidos de que no podían vivir sin el alimento del Cuerpo y de la Sangre del Señor? ¿No será que, como dice Spe salvi aduciendo un epitafio antiguo, la vida del hombre parte de la nada y desemboca muy pronto en la nada? [2] Por tanto, ¿no será que la Eucaristía injerta en los hombres un principio de vida que, al hacernos partícipes de la misma vida de Dios, del Dios uno y trino de Nuestro Señor Jesucristo, nos saca de la nada, da consistencia a nuestra vida, otorga a ésta horizonte y evita que caigamos irremisiblemente en la nada?

Si los abitinios del tiempo de Diocleciano hubieran pensado que la Misa dominical constituía una superestructura ajena en sí a su vida diaria, ¿habrían estado dispuestos a sufrir el martirio por celebrar aquélla?

Justo a estas cuestiones quiere responder la tercera parte de la Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia [3], de cuyo estudio se ocupan este año los ya muy conocidos ‘Diálogos de Teología’, organizados en esta ocasión por nuestra Facultad y por la Biblioteca sacerdotal Almudí de Valencia.

El tema abordado en esta amplia sección del texto pontificio es la espiritualidad eucarística. ¿Qué aporta la Eucaristía a la vida del bautizado y, a la postre, a la vida de todo hombre? ¿Qué comportamiento moral se exige de la persona que comulga el Cuerpo y la Sangre del Señor?

1. Transformación en Cristo y culto espiritual. La vida en Cristo

La persona humana, llamada desde la creación a la comunión íntima con Dios y, desde ésta, a la comunión con los hombres, con el cosmos y consigo misma, entra por el pecado en flagrante contradicción con su propio ser, hasta el punto de no poder cumplir la vocación trascendente inscrita en su naturaleza por el Creador. Tanto es así, que sólo el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por los pecadores, nos ha obtenido la reconciliación con Dios y se ha convertido en fuente de vida para todo hombre que viene a este mundo.

Ahora bien, el misterio pascual de Cristo, fuente de perdón y de vida para la humanidad, se actualiza en el tiempo de la Iglesia por los sacramentos de la iniciación cristiana, cuya puerta es el bautismo y cuya cima y hontanar primero es la Eucaristía.

Esto supuesto, Cristo espera al bautizado en la Eucaristía para hacerle plenamente partícipe del tesoro de su vida y de su amor. Quien no se acerca a la Eucaristía, permanece en su indigencia y no alcanzará nunca el verdadero amor ni el agua de la Vida. Por otra parte, quien se acerca indignamente a este sacramento, come su propia condenación (cf 1Cor 11, 27-29). Por último, quien participa con dignidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor, se ve transformado en el mismo Cristo y es hecho partícipe de su vida. De este modo, en la mesa de la Eucaristía se produce una inversión completa respecto de lo que ocurre en la mesa de todos los días. En ésta, el alimento que ingerimos se transforma en nosotros; en aquélla, somos nosotros quienes nos transformamos en el alimento que tomamos. Digámoslo con palabras de san Agustín puestas por él en labios de Jesús, al que el santo Doctor imagina diciendo a quien se va a alimentar de su Cuerpo: "Yo soy el manjar de los grandes; tú creces, y me comerás, sin que por eso me transforme yo en ti, como ocurre con el alimento de tu carne, sino que tú te transformarás en mi" [4].

Pero, al obrarse la trasformación del ser del hombre en el ser de Cristo, toda la persona, alma y cuerpo, es hecha capaz de ofrecer al Padre el culto en espíritu y en verdad al que aquélla está llamada según las palabras del Señor a la Samaritana: "Llega la hora en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23-24).

Tal es la esencia del culto espiritual, de la ‘?????? ???????’ o ‘rationabile obsequium’, al que urge san Pablo a quienes han sido transformados en Cristo por la Eucaristía: "Os exhorto, hermanos -dice el Apóstol- a que, por la misericordia de Dios, ofrezcáis vuestros cuerpos como ofrenda viva, santa, agradable a Dios. En esto consiste vuestro culto espiritual (‘??? ??????? ???????? ????’)" (Rm 12,1). Lo cual implica que el justificado, esto es, aquel que ha comido del Cuerpo del Señor y está en gracia de Dios, debe caminar en santidad de vida y no amoldarse a este mundo, sino transformarse con la renovación de la mente, para poder discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo agradable, lo perfecto (cf Rm 12, 2 y SCA 70).

Dicho en síntesis, nosotros nos acercamos a la Eucaristía rindiendo ante Cristo todo lo que somos y tenemos. Y, al participar de su Cuerpo y de su Sangre, nos vemos transformados en Él y convertidos en culto espiritual grato a Dios, un culto que es participación del mismo culto que el Verbo divino, encarnado, muerto y resucitado, ofrece al Padre en el Espíritu. No otra es la malicia de la expresión griega ‘?????? ???????’, tan difícil de traducir.

2. La vida según Cristo. La forma eucarística de la existencia cristiana

El culto espiritual derivado de la transformación obrada por la Eucaristía en las personas abarca todos los aspectos de la vida, que queda, así, iluminada y transfigurada. El cristiano está llamado a manifestar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. Por eso, la naturaleza de la vida cristiana es intrínsecamente eucarística. El hombre cristiano muestra en su actuar que no vive de sí mismo ni para sí mismo. Él vive la vida a partir de la vida de Cristo, de la que ha sido hecho partícipe en la Eucaristía. Él ama desde el amor de Cristo, que se inmola por la salvación de todos. Él vive desde la resurrección del Señor, de cuyas primicias ya goza en este mundo. Él ve la realidad, no desde el aparecer empírico de ésta, sino con los ojos con que Cristo la ve. Y él no absolutiza nada del mundo presente, pues se contempla a sí mismo y al mundo como insertos en el misterio pascual de Cristo y, por tanto, como sepultados con Él en su muerte. De este modo, todo lo auténticamente humano encuentra en el sacramento eucarístico la forma adecuada para ser vivido en plenitud, lo que significa que el culto a Dios tiende a impregnar cualquier aspecto de la realidad del individuo (cf SCA 71).

Esta forma eucarística de la vida cristiana totaliza la vida moral de la persona (cf SCA 82); determina el comportamiento del cristiano, cualquiera que sea la vocación que éste haya recibido del Espíritu: sacerdocio ministerial (cf SCA 80), vida consagrada, religiosa o secular (cf SCA 81), y estado seglar (cf SCA 79); impulsa al cristiano a la misión (cf SCA 84), pues éste no puede guardar sólo para sí el amor que ha celebrado en la Eucaristía y del que ha sido hecho partícipe; y, finalmente, nos urge a dar testimonio ‘usque ad sanguinem’ de la autodonación de Cristo hasta la muerte obrada en la cruz, celebrada místicamente en la Eucaristía y participada por ésta a nosotros (cf SCA 85).

Dicho en síntesis, nuestra transformación por la Eucaristía en el ser de Cristo, que nos faculta para dar a Dios el verdadero culto espiritual, exige de nosotros una forma eucarística de vivir, lo que implica observar la coherencia perfecta entre Eucaristía y vida (SCA 83). No es la Eucaristía la que ha de cambiar al contacto con nuestra vida, sino nuestra vida la que ha de cambiar al quedar inserta en la Eucaristía.

3. La eucaristía dominical, fuente de la forma de la vida cristiana

Ciertamente, el cristiano alcanza la forma de su vida en la Eucaristía, pero la encuentra sobre todo en la Misa del domingo, un día que posee un valor paradigmático respecto de cualquier otro día de la semana, pues en él se hace memoria de la radical novedad traída por Cristo. De ahí que san Ignacio de Antioquia calificara a los cristianos como ‘los que han llegado a la nueva esperanza’ y los presentara como ‘los que viven según el domingo’ (‘iuxta dominicam viventes’) [5].

No en vano la Iglesia ha venido afirmando constantemente la importancia del precepto dominical para todos los fieles, llamados a vivir cada día según lo que han celebrado en el domingo. A este respecto, es bueno demos gracias a Dios por la Carta Apostólica Dies Domini del Papa Juan Pablo II otorgada por el Espíritu a la Iglesia hace ahora 10 años. El domingo -venía a decir el muy llorado Pontífice- es un día poliédrico, pues ofrece muchas dimensiones. Es, en primer lugar, ‘dies Domini’, pues en él se conmemora el día de la creación. Es también ‘dies Christi’, pues hace presente el día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo por el Señor resucitado. Es, así mismo, ‘dies Ecclesiae’, por cuanto que es el día en que la comunidad cristiana se congrega para la celebración eucarística. Y, finalmente, el domingo es ‘dies hominis’, a saber, un día de alegría, de caridad fraterna, de descanso y de solaz.

Con respecto a esto último, dice el Papa ser "particularmente urgente en nuestro tiempo recordar que el día del Señor es también el día del descanso del trabajo" (SCA 74), lo que contribuye poderosamente a la relativización del trabajo, el cual debe estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cf SCA 74).

Pues bien, habida cuenta de la importancia de la Eucaristía y, en concreto, de la Misa dominical, nos sale al paso enseguida un problema ya tratado por el Papa Juan Pablo II en Ecclesia de Eucharistia [6]. Es el problema de las comunidades cristianas carentes de sacerdote, en las que no es posible, muchas veces, celebrar la Eucaristía en domingo.

Para cuando esto ocurra, el Santo Padre, con los Obispos del pasado Sínodo, establece esta práctica a seguir.

A) Se recomienda encarecidamente a los fieles acercarse a una de las iglesias de la diócesis en donde esté garantizada la presencia del sacerdote, aun cuando esto requiera un cierto sacrificio (cf SCA 75).

B) Cuando, por las grandes distancias, resulte esto imposible, la comunidad parroquial se reunirá en el templo para alabar al Señor y hacer memoria del día dedicado a Él, lo que se habrá de viabilizar a través de la celebración de una Liturgia de la Palabra.

Pero, en este caso, deberá instruirse bien a los fieles acerca de la diferencia entre la Santa Misa y la liturgia de la Palabra que se celebre. Más todavía: tal Liturgia de la Palabra, que se organizará bajo la dirección de un diácono o de un responsable de la comunidad, consagrado o seglar, deberá atenerse a las exigencias de un ritual específico elaborado por las Conferencias Episcopales y aprobado por ellas para este fin. Habrá de quedar bien claro que corresponde sólo a los Ordinarios conceder la facultad de distribuir la comunión en dichas liturgias de la Palabra. Finalmente, se habrá de poner el máximo cuidado en evitar que la función de los seglares y de los consagrados no ordenados en el servicio a la comunidad se confunda con el ministerio ‘in nomine et in persona Christi’ del sacerdocio ordenado, que es ontológica y cualitativamente distinto del sacerdocio real, intrínsicamente necesario para la vida de la Iglesia, dado su carácter constituyente, y no puede nunca ser velado, minimizado ni sustituido. "Ubi non sunt sacerdotes -decía San Jerónimo- non est Ecclesia". El hambre de la Eucaristía no puede ser apagada con fórmulas pastorales que, al fin y al cabo, son coyunturales y transitorias (cf SCA 75).

Ojalá estas palabras mías, que han intentado ser fieles al espíritu y a la letra de la Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis, nos ayuden a todos a creer, a celebrar y a vivir cada vez mejor la Santa Misa.

A ello apunto precisamente el Compendio Eucarístico pedido por los Padres Sinodales al Santo Padre y que éste ha creído oportuno otorgar a la Iglesia. Preparado por los Dicasterios competentes, el referido ‘Compendio’ recoge textos del Catecismo de la Iglesia Católica, oraciones y explicaciones de las Plegarias Eucarísticas del Misal, así como también todo lo que es útil para la correcta comprensión, celebración y adoración del Santísimo Sacramento del Altar (cf SCA 93).

"Tibi post haec, fili mi, ultra quid faciam?", gozaba en decir San Juan de Ribera, citando literalmente Gn 27, 37 e interpretando dicho versículo en sentido teológico-proléptico. Que, por la intercesión de tan Santo Patriarca y de tan buen Pastor de la Iglesia Valentina, el Espíritu nos otorgue la luz necesaria para comprender que en la Eucaristía el Padre nos lo ha dado todo, pues nos ha entregado a su mismo Hijo Jesucristo, Icono perfecto de Dios, en quien reside corporalmente la plenitud de la divinidad y, por tanto, cima de la verdad, de la vida y del amor.

Notas

[1] Cf Acta Sanctorum Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, XI-XII.

[2] "In nihilo ab nihilo, quam cito recidimus", en Corpus Inscriptionum Latinarum, vol. VI, 26003.

[3] Citaré la Exhortación por medio de las siglas SCA.

[4] Confesiones, VII, 10, 16.

[5] A los Magnesios, 9, 1-2; cf SCA 72.

[6] Cf Juan-Pablo II, Carta-Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 32-34.