V
ía Crucis compuesto por el venerable
Primera
estación
Jesús es condenado a muerte
Salir de casa de Caifás, arrastrado ante Pilato y Herodes, ridiculizado,
golpeado y escupido; su espalda rota por los azotes, su cabeza coronada de
espinas… Jesús, que en el último día juzgará al mundo, es Él mismo condenado por
jueces injustos al tormento y a una muerte abyecta.
Jesús es condenado a muerte. Su sentencia está firmada; y ¿quién la ha firmado
más que yo, cada vez que caigo en el pecado? Caí, perdí la gracia que me habías
dado en el bautismo. Mis pecados mortales fueron vuestra sentencia de muerte, oh
Señor. El inocente sufrió por los culpables. Esos pecados míos fueron las voces
que gritaron "¡crucifícale!".
Ese afecto, ese gusto del corazón con que los cometí fueron el asentimiento que
Pilato dio a la multitud vociferante. Y la dureza de corazón que vino luego, mi
disgusto, mi inquietud, mi orgullosa impaciencia, mi terca insistencia en
ofenderte, el amor al pecado que se apoderó de mí, ¿qué eran si no los golpes y
blasfemias con que los soldados y la plebe te recibieron? ¿No ejecutaron estos
sentimientos míos, rebeldes e impetuosos, la sentencia que Pilato había
pronunciado?
Segunda estación
Jesús carga con la cruz
Sobre sus hombros rotos le ponen una Cruz pesada y maciza, que ha de soportar su
peso cuando llegue al Calvario. Él la toma con dulzura, mansamente y con el
corazón alegre, porque esa Cruz va a ser la salvación de la humanidad.
Eso es cierto; pero recuérdalo: esa Cruz agobiante es la carga de nuestros
pecados. Al caer sobre sus hombros y su cuello, cayó como un trallazo. ¡Qué peso
tan brutal he descargado sobre Ti, Jesús! Aunque estabas completamente preparado
–porque todo lo ves en la tranquila visión de tu mente clara–, tu cuerpo frágil
se tambalea cuando la Cruz cae sobre Ti. ¡Qué miserable he sido alzando mi mano
contra Dios! ¿Cómo iba a pensar siquiera que me perdonaría, de no ser porque Él
mismo anunció que esta amarga Pasión la sufría para poder perdonarnos? Yo
reconozco, Jesús –y siento angustia en mi corazón arrepentido–, que mis pecados
te han golpeado la cara, han llenado de moratones tus brazos adorables, han
destrozado tu carne con hierros, te han clavado a la Cruz y te han dejado morir
ahí lentamente.
Tercera estación
Jesús cae por primera vez
Jesús, doblado bajo el peso del madero alargado e irregular que lleva
arrastrando, avanza lentamente entre las burlas e insultos de la multitud. La
agonía en el huerto, suficiente para extenuarle, fue sólo el principio de otros
muchos sufrimientos. Con todo su corazón, sigue adelante pero le fallan las
fuerzas y cae.
Sí; es lo que temía. Jesús, mi Señor fuerte y poderoso, es por un momento más
débil que nuestros pecados. Jesús cae, pero llevó el peso. Se tambalea, pero se
levanta con la Cruz de nuevo y sigue adelante. Él ha caído para que tú, alma
mía, tengas un anuncio y un recordatorio de tus pecados.
Me arrepentí de mis pecados y, durante un tiempo, fui adelante; pero al final la
tentación
me venció y me vine abajo. De repente, pareció que todos mis buenos hábitos
desaparecerían; como si me despojaran de un vestido, así de rápida y
completamente perdí la gracia. En ese momento miré a mi Señor… Se había
desplomado. Me cubrí la cara con las manos, en un estado de tremenda confusión.
Cuarta estación
Jesús encuentra a su madre
Jesús se pone en pie; se ha herido en la caída, pero sigue adelante con la Cruz
sobre los hombros. Va encorvado, pero alza la cabeza un momento y ve a su Madre.
Se miran sólo un instante, y Él avanza.
De ser posible, María hubiera preferido padecer ella todos los sufrimientos de
su Hijo, antes que estar lejos y no haberlos presenciado. También para Él fue un
alivio, una brisa fresca y consoladora, verla, ver su triste sonrisa entre las
miradas y ruidos que le cercan. Ella le había visto en su plenitud humana y en
su gloria, había contemplado su rostro, fresco de paz e inocencia divinas. Ahora
le veía tan cambiado, tan deformado que lo reconoció con dificultad, sólo por
esa mirada que le dirigió, profunda, intensa, llena de paz. Ahora me cargaba con
el peso de los pecados del mundo, el rostro de Jesús, santidad absoluta, exhibía
la imagen de todas las maldades. Parecía un criminal
que esconde una culpa horrible. Él, que no conoció pecado, fue hecho pecado por
nosotros. Ni uno solo de sus rasgos, ninguno de sus miembros expresaba sino
culpa, maldición, castigo, angustia.
¡Qué encuentro entre Madre e Hijo! Uno y otra se consolaron porque existía un
mismo sentir. Jesús y María: ¿llegarán a olvidar, en toda la eternidad, aquella
marea de dolor?
Quinta
estación
Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz
Las fuerzas terminan por fallarle del todo y ya no puede seguir. Los verdugos,
perplejos,
se quedan parados. ¿Qué hacer? ¿Cómo va a llegar al Calvario? Pronto se fijan en
uno que parece fuerte y ágil, Simón de Cirene. Lo agarran y le obligan a llevar
la Cruz con Jesús. Mirar al dolor en persona taladra el corazón de aquel hombre.
¡Qué honor! ¡Feliz tú, predilecto de Dios! Y con alegría carga con su parte de
la Cruz.
Ha sido por la oración de María. Jesús oraba, pero no por Él; sólo que pudiera
beber hasta el final el cáliz del dolor y cumplir la voluntad de su Padre. Pero
ella actuó como una madre: fue tras Él con la oración, ya que no podía ayudarle
de otra manera. Ella envió a aquel hombre a ayudarle. Ella hizo que los soldados
vieran que podían acabar con Él. Madre amable, haz lo mismo con nosotros. Pide
siempre por nosotros, Madre Santa; mientras estemos en el camino, ruega por
nosotros, sea cual sea nuestra Cruz. Pide por nosotros, caídos, y nos
levantaremos. Pide por nosotros cuando el dolor, la angustia o la enfermedad nos
lleguen. Pide por nosotros cuando nos hunda el poder de la tentación y envíanos
un fiel siervo tuyo a socorrernos. Y si merecemos reparar por nuestros pecados
en la otra vida, mándanos un Angel bueno que nos dé momentos de respiro. Ruega
por nosotros, Santa Madre de Dios.
Sexta
estación
La Verónica limpia el rostro de Jesús
Mientras
Jesús asciende la colina lenta y pesadamente, bañado en el sudor de la muerte,
una mujer se abre paso entre la muchedumbre y le seca el rostro con un lienzo.
En pago por su compasión, el sagrado rostro queda impreso en la tela.
Aquella ayuda enviada por la ternura de una Madre no fue todo. Sus oraciones
llevaron a Verónica, lo mismo que a Simón, hasta Jesús. A Simón para un trabajo
de hombre; a Verónica, de mujer. Ella le sirvió mientras pudo con su afecto. Lo
mismo que la Magdalena vertió el ungüento en el banquete, Verónica le ofreció su
lienzo en la Pasión. "¿Qué más no haría yo?", decía. "Ojalá tuviera la fuerza de
Simón, para cargar yo también con la Cruz". Pero sólo los hombres pueden
ayudarle a Él, Sumo Sacerdote, cuando ofrece el solemne sacrificio. Jesús,
concédenos servirte según nuestra situación y, lo mismo que aceptaste ayuda en
tu hora de dolor, danos el apoyo de tu gracia cuando el Enemigo nos ataque.
Siento que no puedo resistir la tentación, el cansancio, el desaliento y el
pecado; entonces, ¿de qué sirve buscar a Dios? Caeré, Amado Salvador mío, es
seguro que caeré, si Tú no renuevas mis fuerzas, como las águilas, y me llenas
de vida por dentro con el amoroso toque de tus sacramentos.
Séptima
estación
Jesús cae por segunda vez
A cada paso crecen el dolor de sus heridas y la pérdida de sangre. Los miembros
le fallan otra vez y Jesús cae al suelo.
¿Qué ha hecho Él para merecer esto? ¿Es este el pago que el tan esperado Mesías
recibe del pueblo elegido, los hijos de Israel? Sé la respuesta: Él cae porque
yo he caído. He caído otra vez. Yo sé bien que sin Tu gracia, Señor, no puedo
mantenerme en pie; creía estar cerca de Ti pero he perdido tu gracia una vez
más. He dejado enfriar mi devoción, he cumplido tus mandamientos de manera
rutinaria y formal, sin afecto interior; así he ido también a los sacramentos, a
la Eucaristía. Me volví tibio. Creí que la batalla había terminado, y dejé de
luchar. No tenía una fe viva, perdí el sentido de lo espiritual. Cumplía mis
deberes por puro hábito y porque los demás lo vieran. Yo debía ser una criatura
completamente renovada, vivir de fe, de esperanza, de amor; pero pensaba más en
este mundo que en el que ha de venir. Terminé por olvidar que soy siervo de
Dios, seguí el camino ancho que lleva a la destrucción y no el otro, estrecho,
que lleva a la vida. Así me aparté de Ti.
Octava
estación
Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
Al ver
los sufrimientos de Jesús, las santas mujeres sienten tal punzada de dolor que,
sin importarles las consecuencias, gritan su pena y le compadecen a voces. Jesús
se vuelve a ellas: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí sino por vosotras y
por vuestros hijos".
Señor, ¿soy yo uno de esos hijos pecadores por los que Tú invitas a llorar? "No
lloréis por Mí, que soy el Cordero de Dios y, por voluntad propia, estoy pagando
por los pecados de los hombres. Sufro ahora, pero después triunfaré, y cuando
triunfe, las almas por las que ahora muero serán mis amigos más queridos o
enemigos inmerecidos".
¿Es posible? ¿Cómo soportar el pensamiento de que Tú, Señor, lloraste por mí
–¡Tú lloraste por mí!– como lloraste por Jerusalén? ¿Es posible que, por tu
Pasión y Muerte, yo me pierda en vez de ser rescatado? Señor, no me dejes. ¡Soy
tan poca cosa, hay tal miseria en mi corazón y tan poca fuerza en mi espíritu
para hacerle frente! Señor, ten piedad de mí. Es tan difícil apartar de mi
corazón el espíritu del mal. Sólo Tú puedes echarlo lejos.
Novena estación
Jesús cae por tercera vez
Ya casi había alcanzado lo alto del Calvario, pero antes de llegar al punto
donde va a ser crucificado, Jesús cae otra vez; y de nuevo es arrastrado y
empujado brutalmente por los soldados.
La Escritura habla de tres caídas del diablo. La primera fue al comienzo del
mundo; la segunda, cuando el Evangelio y el Reino de los Cielos se anunciaban al
mundo; la tercera cuando acaben todas las cosas. La primera la cuenta el
evangelista San Juan: "Se produjo un gran combate en los cielos. Miguel y sus
ángeles luchaban contra el dragón, y el dragón luchaba, y sus ángeles. Pero no
lograron vencer y perdieron su lugar en los cielos. El gran dragón fue
expulsado, la serpiente antigua, la que se llama diablo y Satanás". La segunda
caída, en tiempos del Evangelio, la cuenta el Señor: "Veía a Satanás, como el
rayo, caer desde el cielo". La tercera, también San Juan: "Cayó del cielo fuego
divino y el diablo fue arrojado al estanque de fuego".
Cuando el Maligno movió a Judas a traicionar a nuestro Señor, pensaba en estas
tres caídas, la pasada, la presente y la futura. Esta fue su hora. Nuestro
Señor, al ser apresado, dijo a sus enemigos: "Esta es vuestra hora y el poder de
las tinieblas". Satanás sabía que su tiempo era corto y se aprestó a emplearlo;
pero sin advertir que sus actos apresuraban la salvación del mundo que nuestro
Señor traía con su Pasión y Muerte. Como venganza, y –eso pensaba– seguro de su
triunfo, le golpeó una, dos, tres veces, cada vez con más fuerza. El peso de la
Cruz, la brutalidad de los sayones y la turba no fueron más que instrumentos.
Jesús, Hijo único de Dios, Verbo Encarnado, Te alabamos, Te adoramos, Te
ofrecemos nuestro amor porque te has abajado tanto, hasta someterte al poder del
enemigo de Dios y del hombre, para salvarnos así a nosotros de ser eternamente
siervos suyos.
Esta es la peor caída de las tres. Las fuerzas le fallan completamente y pasa un
poco hasta que los soldados le levantan. No es más que un signo de lo que me
pasará a mí, cada vez más tibio. Desde el principio Jesús ve el final. Pensaba
en mí mientras se arrastraba subiendo la colina del Calvario. Veía que yo
volvería a caer, a pesar de tantas advertencias y ayudas. Vio que pondría la
confianza en mí mismo y que entonces el enemigo me sorprendería con tentaciones.
Yo creía conocer mis defectos; sabía dónde era fuerte, pero Satanás fue hacia
ese punto débil, mi autosuficiencia, e hizo estragos.
Me faltaba humildad. Creía que a mí el mal no podía tocarme, que había superado
el peligro de pecar; pensaba que era fácil ir al cielo y no estaba vigilante.
Todo por orgullo. Por eso caí de nuevo, por tercera vez.
Décima estación
Jesús es despojado de sus vestiduras
Por fin
llega al lugar del sacrificio y se preparan para crucificarle. Desgarran sus
vestiduras sobre su cuerpo sangrante, que queda expuesto –Él, Santo de los
Santos– a la mirada y al burdo griterío de la multitud.
Tú, Señor, fuiste despojado de todo en tu Pasión y expuesto a la curiosidad y a
la burla de la gente; haz que me desprenda de mí mismo, aquí y ahora, para que
en el último día no me cubra de bochorno ante los ángeles y los hombres. Tú
soportaste la vergüenza del Calvario para librarme a mí de la vergüenza del
Juicio Final. Tú, que nada tenías de que avergonzarte, sufriste vergüenza por
haber tomado la naturaleza humana. Cuando te quitaron los vestidos, tu cuerpo
inocente fue humilde y amorosamente adorado por los ángeles más escogidos: te
rodearon mudos de asombro, atónitos de tu belleza, temblando ante tu
anonadamiento.
Señor, ¿qué sería de mí si me tomaras y, despojado del ropaje de tu gracia, me
vieran tal como soy realmente? ¡Cuánta suciedad! Incluso limpio de pecado
mortal, ¡cuánta miseria en mis pecados veniales! ¿Cómo voy a presentarme ante
los ángeles y ante Ti si Tú no quemas tanta lepra con el fuego del Purgatorio?
Undécima
estación
Jesús, clavado en la Cruz
Fijan a
Jesús en la Cruz, tendida sobre el suelo. Con mucho esfuerzo y después de
bandearse
pesadamente a un lado y otro, la Cruz acaba por hincarse en el hueco abierto en
la tierra. O quizá –como piensan otros– la Cruz es primero erguida y luego,
Jesús alzado y clavado al madero. Mientras los verdugos clavan salvajemente los
enormes clavos, Él se ofrece al Padre Eterno en rescate por la humanidad. Caen
los martillazos, la sangre salta.
Sí; pusieron en alto la Cruz, colocaron una escalera y habiéndole desnudado, le
hicieron subir. Agarrando débilmente con las manos la escalera, los peldaños,
subiendo con esfuerzo, lentos e inseguros los pies, y resbalando, si los
soldados no estuvieran allí para sujetarle, habría caído al suelo. Al alcanzar
la base para apoyar los pies, se giró con modestia y dulzura hacia la
muchedumbre enfurecida, alargando las manos como si quisiera abrazarles.
Después, con amor, puso sus manos en el travesaño esperando a que los verdugos,
con clavos y martillos, perforaran sus manos y le clavaran a la Cruz. Ahí cuelga
ahora, enigma para el mundo, temor de los demonios, asombro inexplicable, pero
también alegría y adoración de los Ángeles.
Duódécima
estación
Jesús muere en la Cruz
Jesús,
tres horas colgado. En ese tiempo, reza por quienes le matan, promete el Paraíso
al ladrón arrepentido y entrega su Madre Bendita al cuidado de San Juan. Con
todo ya cumplido, inclina la cabeza y entrega el espíritu.
Ya ha pasado lo peor. El Santo, muerto, se ha ido. El más compasivo de los hijos
de los hombres, el que ha derrochado más amor, el más santo, ya no está. Jesús
ha muerto y en su muerte ha muerto mi pecado. De una vez por todas, ante los
hombres y ante los ángeles, rechazo el pecado para siempre. En este momento me
entrego a Dios del todo. Amar a Dios será mi primordial empeño. Con la ayuda de
su gracia crearé en mi corazón aborrecimiento y dolor profundo por mis pecados.
Me empeñaré en detestar el pecado, tanto como antes lo amé. En las manos de Dios
me pongo, y no a medias sino del todo, sin reservas. Te prometo, Señor, con la
ayuda de tu gracia, huir de las tentaciones, evitar toda ocasión de pecado,
escapar enseguida de la voz del Maligno, ser constante en la oración: morir al
pecado, para que Tú no hayas muerto en la Cruz por mí, en vano.
Decimotercera estación
Bajan a Jesús de la cruz y lo entregan a su madre
La gente se ha ido a casa. El Calvario queda solitario y en silencio; sólo Juan
y las santas mujeres están allí. Llegan José de Arimatea y Nicodemo, bajan de la
Cruz el cuerpo de Jesús, y lo ponen en brazos de María.
Por fin, María, tomas posesión de tu hijo. Ahora que sus enemigos ya no pueden
hacer más, te lo dejan, como un despojo. Mientras esos amigos inesperados hacen
su difícil tarea, tú le miras con pensamientos que jamás encontrarán palabras.
Tu corazón lo atraviesa aquella espada de que habló Simeón. Madre dolorosa, en
tu dolor hay una alegría aún más grande. La alegría que iba a venir te dio
fuerzas para permanecer junto a Él colgado de la Cruz. Con más fuerza ahora, sin
desvanecerte, sin temblar, recibes su cuerpo en tus brazos, en tu regazo
maternal.
Eres inmensamente feliz ahora que ha vuelto a ti. De tu casa salió, oh Madre de
Dios, con toda la fuerza y la belleza de su Humanidad; a ti vuelve descalabrado,
hecho pedazos, mutilado, muerto. Y, a pesar de todo, Madre Bendita, más feliz
eres en este momento atroz que aquel día de las bodas, cuando estaba a punto de
irse; pero a partir de ahora, el Salvador Resucitado nunca más se separará de
ti.
Decimocuarta estación
El cuerpo de Jesús es puesto en el sepulcro
Sólo tres
cortos días, un día y medio… María tiene que dejarte. Todavía no ha resucitado.
Los amigos lo toman de sus brazos y lo ponen en una sepultura digna. Y la
cierran con cuidado, hasta que llegue el momento de su Resurrección.
Reposa, duerme en paz un poco, en la quietud del sepulcro, amado Señor nuestro,
y después levántate y reina sobre tus hijos para siempre. Como las fieles
mujeres, también nosotros te velaremos, porque todo nuestro tesoro, nuestra vida
entera, está puesta en Ti. Y cuando nos llegue la hora de morir, concédenos,
dulce Jesús, dormir en paz nosotros también el sueño de los santos. Que durmamos
en paz ese breve intervalo entre nuestra muerte y la resurrección de todos los
hombres. Guárdanos del enemigo, sálvanos del castigo eterno. Que nuestros amigos
nos recuerden y recen por nosotros, Señor. Que por el sacrificio de la Misa las
penas del Purgatorio –que hemos merecido y que sinceramente aceptamos– pasen
pronto. Concédenos momentos de alivio allí, envuélvenos en santas esperanzas y
acompáñanos mientras reunimos fuerzas para subir a los Cielos. Permite a
nuestros Ángeles Custodios que nos ayuden a remontar aquella escala de gloria
que vio Jacob y que lleva de la tierra al cielo.
Y al llegar, que las puertas de lo Eterno se abran ante nosotros con música de
Ángeles, que nos reciba san Pedro y que nuestra Señora, la gloriosa Reina de los
santos, nos abrace y nos lleve a Ti y tu Padre Eterno y a tu Espíritu, tres
Personas, Un solo Dios, para participar en su Reino por los siglos de los
siglos.