Autor: Norberto Rivera Carrera, Cardenal


El Vía Crucis, el camino de la cruz

La importancia del via crucis. Carta Cardenal Norberto Rivera

 

Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta. Dice Pilatos a los judíos: “Aquí tenéis a vuestro Rey”. Ellos gritaron: “¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!”. Les dice Pilatos: “¿A vuestro Rey voy a crucificar?” Replicaron los sumos sacerdotes: “No tenemos más rey que el César”. Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús, y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí lo crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio (Juan 19, 14-18).

Una de las tradiciones religiosas más arraigadas en nuestra nación es la representación de la Pasión del Señor. En ella interviene todo el pueblo para crear un espectáculo visual en el que se reviven los últimos momentos de la vida de Jesucristo, desde la entrada gloriosa en Jerusalén hasta la Resurrección. Es una costumbre que sirve para recordar el misterio pascual de Cri sto y, en definitiva, es una catequesis viviente. Desde muy antiguo, los cristianos han sentido este deseo de representar y hacer viva la Pasión del Señor. Así fue como nació el Vía Crucis (“camino de la cruz”) en Jerusalén, una forma de oración en la que se recorría el itinerario que siguió Jesucristo desde el cuartel de Pilatos hasta el Calvario y el Sepulcro, deteniéndose a rezar en algunos puntos o “estaciones” señalados con una cruz y adornados con representaciones que explicaban lo que sucedió en cada una de ellas. Se acompañaba a Jesucristo en su Pasión de forma física caminando por donde Él caminó, y de forma espiritual con la oración contemplativa en diálogo con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 2669 nos dice: “La oración cristiana practica el Vía Crucis siguiendo al Salvador. Las estaciones desde el Pretorio, al Gólgota y al Sepulcro jalonan el recorrido de Jesús que con su Santa Cruz nos redimió”. Este es el sentido del Vía Crucis, seguir a Jesucristo en su camino hasta la cruz.

El Vía Crucis pretende reavivar, en la mente y en el corazón, la contemplación de los momentos supremos de la entrega de Cristo por nuestra redención, propiciando actitudes íntimas y cordiales de compunción de corazón, de confianza, de gratitud, de generosidad y de identificación con Jesucristo. La atención de esta oración se centra en la contemplación de la actitud de amorosa entrega de Jesucristo y en la petición de fe, confianza, fortaleza y amor, para abrazar la cruz de cada día y ser auténticos seguidores suyos (Cf Mateo 16, 24; Marcos 8, 34; Lucas 9, 23). No debe ser nunca un acto de piedad precipitado y vacío de contenido, sino un momento sereno y profundo de reflexión en el que se pretende conocer mejor a Cristo para amarlo con mayor intensidad respondiendo a su amor infinito. Es una oración en la que seguimos a Cristo como lo quisiéramos seguir en la vida de todos los días, en la que buscamos experimentar los mismos sentimientos de Cristo: el dolor, el abandono, el quebranto, la pena, valorando que todo eso lo hizo por amor a mí, para limpiarme de mis pecados. Es hacer mío todo lo que encuentro en su corazón, especialmente su amor a los hombres, mis hermanos, hasta dar la vida entera por ellos.

El Vía Crucis se puede rezar de varias formas: en grupo recorriendo juntos las estaciones ya señaladas en una forma de meditación casi escenificada incluyendo cantos y oraciones, o bien en una iglesia donde sólo un grupo de fieles se mueve de estación en estación llevando una cruz mientras los demás presentes siguen, desde sus lugares, el recorrido, dirigiendo su mirada hacia cada estación. También se puede rezar de forma individual utilizando alguna guía para ir meditando y dialogando con Cristo y con María Santísima a lo largo del recorrido. Al inicio de cada estación se suele decir la frase: “te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa cruz redimiste al mundo”, y entre una estación y otra se recitan algunas estrofas de la secuencia “Stabat Mater Dolorosa”, del Salmo 50 o de otro canto apropiado.

Esta oración bien hecha nos lleva a crecer en el amor a Jesucristo contemplan-do lo que hizo por amor a cada uno de nosotros, por ti y por mí. Nos ayuda a recordar los sufrimientos de Cristo y a descubrir la profundidad y el misterio sumamente complejo, en el que el dolor humano en su más alto grado, el pecado en su más trágica repercusión, el amor en su expresión más generosa y heroica, y la muerte en su más cruel victoria y en su definitiva derrota, adquieren la evidencia más impresio-nante (Cf Pablo VI, 24 de marzo de 1967). En el Vía Crucis, la Iglesia acompaña a Jesús que lleva su cruz y acompaña al hombre de hoy que sufre y se enfrenta con el pecado en su vida. De acuerdo a una antiquísima tradición de la Iglesia, las estaciones del Vía Crucis son 14. Vamos a recorrerlas inspirándonos en el Vía Crucis romano del Viernes Santo de 1984 escrito por Juan Pablo II:

I. Jesús es condenado a muerte (Cf Mateo 27, 24-26; Lucas 23, 24-25; Juan 19, 13-16). El Vía Crucis de Jerusalén parte de la Torre Antonia, el cuartel desde el que los soldados romanos vigilaban la ciudad (Cf Hechos de los Apóstoles 21, 27-40). Según la tradición fue allí donde Jesucristo recibió la condena a muerte, una condena sin juicio, basada sólo en la opinión del pueblo enardecido y mentalizado. Él, que no había venido a juzgar, sino a salvar (Cf Juan 3, 17), es sometido a una injusticia y desde esa injusticia se realiza la redención. El Eterno Amor obra la salvación por medio de la injusticia del ser humano.

II. Jesús es cargado con la cruz (Cf Mateo 27, 31; Marcos 15, 16-20; Juan 19, 17). El tiempo que pasaba entre la declaración de la sentencia y la ejecución servía para que los soldados se divirtiesen a costa del condenado. Con él pagaban sus frustraciones y sus deseos de venganza de aquel pueblo hostil para ellos. Después de la flagelación y la burla con la corona de espinas, Cristo recibió el travesaño horizontal de la cruz sobre sus espaldas y salió de nuevo a la calle donde le esperaba una multitud que le gritaba y escupía. Jesús encarna los cantos del Siervo de Yahveh (Cf Isaías 42, 1-9; 49, 1-7; 50, 4-11; 52, 13 - 53, 12).

III. Jesús cae por primera vez. La caída de Jesús expresa la verdad de la cruz. La cruz es un peso que supera las fuerzas del hombre; por eso, el ser humano cae bajo el peso de la cruz. Jesucristo, el que había resucitado a Lázaro y había dominado el viento y la tempestad, cae tres veces durante su camino para mostrarnos su amor en la debilidad, para redimirnos con lo que a nosotros más nos escandaliza de la condición humana: nuestra debilidad.

IV. Jesús encuentra a su Madre. María se encuentra con su Hijo igual que lo encontró en Jerusalén cuando Él tenía 12 años. Ahora comprende cuáles son las cosas del Padre de las que debía ocuparse (Cf Lucas 2, 46-50) . María Santísima aparece como la siempre fiel, que edificó su vida desde la fe. No nos podemos imaginar este encuentro lleno de dolor y de esperanza. El Hijo siente el ver sufrir a su Madre y Ella, en su impotencia, sólo puede ayudar a su Hijo adhiriéndose también a la voluntad del Padre y aceptando aquel dolor de su Hijo por amor a sus hijos. María está siempre presente en nuestro sufrimiento como Madre del consuelo y la esperan-za.

V. Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la cruz (Cf Marcos 15, 20-21). Jesús ya no puede llevar el travesaño de la cruz, está al límite de sus fuerzas físicas. Nadie quiere ayudarle, es un condenado a muerte. Tienen que obligar a un curioso que venía del campo y se detuvo a ver qué pasaba. Cuánto daríamos por haber estado allí y haber ayudado a Cristo en ese trance tan doloroso y, sin embargo, no nos damos cuanta de que sin necesidad de haber pisado la Vía Dolorosa en aquel primer Viernes Santo, podemos ayudar a Cristo a llevar su cruz. É l lleva sobre sí nuestros pecados, nuestros egoísmos, la cruz que carga se la hemos construido nosotros. Los hombres somos muchas veces insensibles ante el dolor de nuestros semejantes, fácilmente encontramos disculpas para no ayudarles a llevar su cruz, como las encontraban los contemporáneos de Jesús.

VI. La Verónica enjuga el rostro de Jesús. El Evangelio no recoge este episodio, pero las más antiguas tradiciones lo reportan recordando incluso el nombre de la mujer. Sólo una mujer era capaz de este finísimo acto de amor y compasión, sólo ellas tienen esta capacidad de amar que se expresa en gestos de extrema delicadeza. A ella no la obliga nadie, lo hace por amor. La tradición dice que en el paño quedó trazada la imagen del rostro de Cristo. Así es siempre, en cada acto de amor, de misericordia, de compasión, se revela el rostro del Señor.

VII. Jesús cae por segunda vez. Jesucristo está ofreciendo a Dios un sacrificio por nuestras ofensas a su amor. Su entreg a absoluta repara nuestras faltas de amor. Él, el sin-pecado, el anti-pecado, se ha unido a cada hombre en esta caída. El hombre cae y le cuesta levantarse, llega a la aberración de amar la caída. Jesucristo cae para levantar al ser humano; paradójicamente cae para levantarnos; no nos quita las dificultades, pero nos da la fuerza para superarlas. De aquí debe nacer nuestra resolución de levantarnos siempre, de buscar su misericordia y amar la lucha por Él, no la comodidad de la caída.

VIII. Jesús consuela a las santas mujeres (Cf Lucas 23, 27-31). Jesucristo es consuelo. Dios no quiere el dolor del ser humano (Cf Catequesis del Papa Juan Pablo II, 24 de marzo de 1999) que es consecuencia del pecado, del poderío del mal en el mundo, de la imperfección humana. Todos los sufrimientos del ser humano, ligados a la herencia del pecado, confluyen en el sufrimiento de Cristo. Desde ese sufrimiento nos dice: “no lloren”, “no teman”, el mal no va a triunfar. Él ha vencido a todo lo que nos amenaza.

IX. Jesús cae por tercera vez. La tercera caída, quizás la más dolorosa, a pocos metros del Calvario. Cada vez está más exhausto. Cae abrumado por el peso de los pecados que carga sobre sí (Cf II Corintios 5, 21). No hay que olvidar que todo esto lo hace por mí, por amor a mí, para pagar todas mis culpas y abrirme las puertas de la vida eterna junto al Padre (Cf Juan 14, 1-3). El que no conocía el pecado experimentó en el camino de la cruz los terribles sufrimientos que causa la desobediencia a Dios. Paga con su obediencia (Cf Hebreos 10, 5-7) y con el dolor de su corazón, lo que los seres humanos hemos destruido con nuestra desobediencia y nuestra sober-bia.

X. Jesús es despojado de sus vestiduras (Cf Mateo 27, 33-36; Marcos 15, 24; Juan 19, 23-24). Llegan al Monte de la Calavera (hasta la forma del monte era siniestra). Los soldados le ofrecen posca, una bebida que usaban los legionarios romanos para mitigar el dolor de las heridas en el comba te y poder seguir luchando. Él lo rechaza, quiere apurar el cáliz hasta el final, no quiere disminuir el sufrimiento por nada; lo ha aceptado libremente y por amor. Le quitan sus vestiduras y se abren de nuevo las heridas de la flagelación. Le despojan de todo; los seres humanos sabemos lo difícil que es despojarse de todo, especialmente de uno mismo. Jesucristo lo hace por amor, la única fuerza que puede llevar al ser humano a prescindir de sí mismo.

XI. Jesús es clavado en la cruz (Cf Mateo 27, 33-34; Marcos 15, 27-28; Lucas 23, 33-34; Juan 19, 18-20). El instrumento de tortura y de muerte se convierte en el signo de nuestra victoria desde el momento en que clavan en él al Hijo de Dios. La cruz es inevitable en nuestra vida llena de sufrimientos, pero podemos tomarla con Cristo o sin Él. Con Cristo se hace más llevadera, menos absurda; es signo de redención. Sin Cristo, sólo lleva a la desesperación.
XII. Jesús muere en la cruz (Cf Mateo 27, 50; Lucas 23, 44-48; Jua n 19, 28-30). Después de entregarnos a su Madre como Madre nuestra, Jesucristo expira su último aliento. Contemplando esta estación, nos viene a la mente una pregunta: ¿Era necesario para la salvación del hombre que Dios entregase a Su Hijo a la muerte en la cruz? El Papa nos responde: “¿Podía ser de otro modo? ¿Podía Dios, digamos, justificarse ante la historia del hombre, tan llena de sufrimientos, de otro modo que no fuera poniendo en el centro de esa misma historia la misma Cruz de Cristo? Evidentemente, una respuesta podría ser que Dios no tiene necesidad de justificarse ante el hombre: es suficiente con que sea todopoderoso; desde esa perspectiva, todo lo que hace o permite debe ser aceptado. Esta es la postura del bíblico Job. Pero Dios, que además de ser Omnipotencia, es Sabiduría y -repitámoslo una vez más- Amor, desea, por así decirlo, justificarse ante la historia del hombre. No es el Absoluto que está fuera del mundo y al que, por tanto, le es indiferente el sufrimient o humano. Es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, un Dios que comparte la suerte del hombre y participa de su destino” (Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, cap. 10).

XIII. Jesús es bajado de la cruz (Cf Mateo 27, 57-59; Marcos 15, 43-46; Juan 19, 34-39). La cara de la Piedad de Miguel Ángel nos lo dice todo: hay un profundo dolor, pero también hay una esperanza, no todo acaba ahí. Cristo vuelve a los brazos de su Madre. Ella nos lo entregó en Belén cuando no quisimos darle alojamiento en nuestras casas y ahora se lo devolvemos ensangrentado, muerto. Una espada ha atravesado su alma (Cf Lucas 2, 34). El dolor de la Madre es también esperanza de salvación para sus hijos. El que vive unido a María, no puede temer en el momento de la muerte. Ella, la Madre del Redentor, intercede por aquellos por los que murió su Hijo, por nosotros.

XIV. Jesús es colocado en el sepulcro (Cf Mateo 27, 59-66; Marcos 15, 46-47; Lucas 23, 50-54; Juan 19, 40-42). Parece que todo ha terminado, que han triunfado los enemigos de Cristo, pero el sepulcro de Cristo es semilla de nueva vida, es el germen del hombre nuevo creado según Dios en la santidad de la verdad. El sepulcro de Cristo es una llamada constante a despojarnos del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de nuestra mente y a revestirnos del hombre nuevo formado a imagen de Cristo (Cf Efesios 4, 20-24; Filipenses 3, 8-15). Hoy, en Jerusalén y en muchos lugares, se suele terminar el Vía Crucis incluyendo otra estación: la XV, la Resurrección del Señor.