Todos estamos llamados a cumplir una misión en esta Tierra. Por ejemplo, los enfermos. ¿Cuántas veces no levantamos el puño al cielo y objetamos a Dios la enfermedad mía o de un ser querido? Dejamos pasar de lado la misión de la enfermedad, que es la conversión de los sanos, de los que me rodean si soy el enfermo yo o de los que rodeamos al enfermo. Lo mismo la muerte, los accidentes. Sabiamente el arzobispo Szymanski nos dijo una ocasión a mi familia (tras un accidente carretero): «No se pregunten por qué sino para qué».

Sabiduría cristiana: la misión que debemos cumplir en la tierra está llena de signos: Dios nos los deja ver desde el primer paso de nuestra conciencia, frente a nosotros. Pero educamos a los hijos como nos educaron a nosotros: incapaces de reconocer los signos de Dios, los que de verdad cuentan. Los hacemos hábiles, eso sí, para saber reconocer los signos del mundo, sobre todo, hábiles para el éxito. Pero si se trata de aquello que Dios pide de cada uno, ni lo notamos ni lo hacemos notar. Somos ciegos ante lo esencial.

A los jóvenes Su Santidad Juan Pablo ll les dijo en Chile: «Señor, toma mi vida nueva / antes de que la espera / desgaste años en mí». Me parece una bellísima provocación. Así, en la floración del ser, cuando el mundo huele a pan recién horneado; antes del desgaste del tiempo, de los compromisos egoístas, del placer por encargo (o por obligación), entregar la vida a Dios, para que la misión de Dios se cumpla en esa vida. Lejos de escudriñar al cielo, volvemos los ojos al mundo y, en el mejor de los casos, pedimos al Señor que el hijo triunfe, que la niña pesque buen marido, que tengan una carrera admirable, salgan en la tele, sean afamados o, al menos, temidos..., pero que no sean santos ni misioneros.

¿Y la misión? ¿La vocación? Esa ruptura de la esperanza divina en nuestra carne y nuestra sangre mortales. «Llévame donde los hombres / necesiten de tus palabras», dice el Papa a los jóvenes. Nosotros, neciamente, decimos: «Llévalos a donde haya oportunidad de éxito; donde sean independientes, libres de toda atadura, poderosos». Y los conducimos allá, de espaldas al Amor, hasta que se atiborran de nada, se miran a las manos y dicen: «Jamás fui lo que quería ser».