Andrés Torres Queiruga

un dios para hoy

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0. Introducción: cambio de paradigma

"Un Dios para hoy". El título suena irremediablemente pretencioso. Pero, en realidad, sólo intenta apuntar a la necesidad de repensar continuamente nuestras imágenes de Dios, y de hacerlo, por tanto, también para nosotros hoy. En la conciencia de que todo intento acabará naufragando irremisiblemente en su afán de remitirnos a Misterio tan grande. Y, sin embargo, con la secreta esperanza de hacerlo, al menos en algún aspecto, de modo un poco menos malo.

En todo caso, es claro que a cada tiempo le toca apostar en su intento de dar una respuesta mínimamente significativa a sus precisas preguntas: sólo así podrá suscitar actitudes y promover praxis que le ayuden en las precisas urgencias de su momento. Contribuir a eso, en una visión sintética, que ayude al lector a encuadrar los propios interrogantes y acaso a suscitar las propias complementaciones, es la principal intención de estas páginas*.

El futuro presiona irresistible a las puertas de la actualidad, pero su perfil concreto nadie puede todavía ni comprenderlo ni, menos, dibujarlo. La humanidad camina, en efecto, hacia nuevas configuraciones culturales, sociales, económicas, políticas y religiosas de una novedad tan radical, que rompe todos los esquemas del presente. Lo hace, además, en el seno de una transformación no lineal y pacífica, sino en el torbellino de una situación trágicamente conflictiva, azotada hasta la sangre y la muerte de millones por los que Adam Schaff ha llamado los nuevos Jinetes del Apocalipsis: el paro estructural, el deterioro ecológico, la amenaza de la "bomba demográfica" y el conflicto latente entre Norte y Sur.

Un panorama duro, en el que es preciso colocar todavía problemas enormes como el conflicto de los nacionalismos (dilacerados entre justas aspiraciones y desvíos totalitarios), el militarismo persistente (dilapidando en armas el pan que no llega a las bocas hambrientas), las contradicciones del estado de bienestar (fracturado entre conquistas irrenunciables y un déficit insostenible), los obstáculos al nuevo protagonismo de la mujer (con una conciencia irreversible, enfrentada a resistencias que parecen insuperables)...

Para bien y para mal, de nada de eso están excluidas las religiones, ellas mismas en crisis interna y, demasiadas veces, en horribles confrontaciones externas. Lo cual significa que tampoco ellas pueden quedar inmutadas: tienen que someterse a una auténtica "conversión", revisando sus actitudes y repensando su herencia.

En esa tarea la reflexión teológica tiene que contentarse con un cierto papel de mediación: no le corresponde hacer una descripción detallada de todas las heridas, fracturas y contradicciones que marcan a fuego el rostro de nuestro tiempo; pero tampoco puede subirse a una abstracción aséptica o moverse en una consideración atemporal. Está llamada a situarse en ese terreno intermedio, que, recogiendo hacia atrás el impulso de sus experiencias fundantes, las proyecta con pasión en la realidad concreta que tiene ante sí, tratando de propiciar su comprensión y contribuir al enorme e inacabable trabajo de las soluciones (siempre precarias y parciales).

Al hacerlo, no se trata de renunciar a la fe o de cuestionar la verdad profunda de la experiencia cristiana, sino de actualizarla y refundirla en una teología nueva y en unas instituciones actualizadas. Renovación en la continuidad, pues; pero también continuidad que sólo se preserva de verdad en la renovación permanente. De ese modo, tiene que convertirse, por un lado, en una teología de urgencia, pues los problemas son sangrantes; y, por otro, en una teología de búsqueda, dispuesta a una conversión continua, puesto que las soluciones no están hechas ni son fáciles, y ni siquiera podrán ser casi nunca unívocas.

Se comprende, pues, estas reflexiones tienen que renunciar de antemano a todo asomo de descripción acabada, de diagnóstico definitivo o de respuesta inmutable. Situándose de manera expresa y consciente entre lo nuevo de este mundo y lo heredado de su tradición, tratarán tan sólo de clarificar algunos aspectos fundamentales. Lo harán con dos acentos distintos, pero unidos e inseparables. Un acento teórico, en primer lugar, que llevará el peso mayor del discurso, pues el mejor servicio de la teología radica siempre en su servicio a la verdad, tratando de responder, en sintonía de tiempo y de cultura, a las preguntas actuales. Un acento práctico, en segundo lugar, que será siempre más breve y casi a modo de aplicación insinuativa, pues buscar concreciones efectivas corresponde ante todo a la creatividad de la comunidad cristiana, en los frentes concretos donde, codo a codo con todos los hombres y mujeres "de buena voluntad", se libran las grandes batallas en favor de lo humano.

Conjunción necesaria —la de lo teórico y lo práctico—, porque si algo nos han enseñado las últimas décadas, es que no existe otra fe verdaderamente cristiana –ni por consiguiente otra teología ni otras iglesias— que aquella que "obra desde el amor" (Gál 5,6). (Al mismo tiempo, permítaseme expresar en este punto mi convicción de que no existirán ni una teología ni una iglesia a la altura de los tiempos, mientras no se impliquen en ella tanto los sacerdotes como los laicos, tanto los hombres como las mujeres creyentes).

Eso aclara el proceso de la exposición, que constará de los siguientes puntos: 1) la nueva imagen de Dios que se nos descubre desde la situación actual; 2) la nueva relación de cristianismo con las demás religiones y con el mundo; 3) desde ahí, indicar algo acerca de algunas tareas concretas.

Soy también muy consciente de que esta es una reflexión situada y que por lo tanto la selección va a estar influida no sólo por mi situación en un punto muy determinado de la iglesia y del mundo, sino incluso por mis propias preocupaciones teológicas. Sólo me cabe esperar que no sea excesivamente subjetiva, puesto que, en definitiva, esas preocupaciones nacen de la confrontación con una situación que de algún modo nos es común a todos.

 

1. La nueva imagen de Dios

Dime cómo es tu Dios, y te diré como es tu visión del mundo. Dime cómo es tu visión del mundo, y te diré como es tu Dios. Dos proposiciones obvias y estrictamente correlativas, que, sin embargo, nos sitúan ante una tarea sólo en muy pequeña parte realizada. La razón está en que nuestra visión actual de Dios está marcada desde su raíz por las experiencias y los conceptos de un mundo que ha dejado de ser el nuestro, puesto que nos separa de él uno de los cortes más profundos en la historia de la humanidad: la emergencia del paradigma moderno. Permitidme, por eso, detenerme con cierta calma en este problema que lo condiciona todo.

 

1.1 De repetir la tradición a la responsabilidad intelectual

1) Esa distancia entre nuestra actualidad y nuestro pasado es el precio que debemos pagar por algo que constituye una de las mayores riquezas del cristianismo: su antigüedad. Ella supone un enorme tesoro de experiencias y de saberes, tanto teóricos como prácticos. Pero significa también que nuestra comprensión de la fe nos llega en un molde cultural que pertenece a un pasado que en gran parte se ha hecho caduco. Para darse cuenta de la magnitud del problema, basta con pensar en que la inmensa mayoría de los conceptos intelectuales, representaciones imaginativas, directrices morales y prácticas rituales del cristianismo se forjaron en los primeros siglos de nuestra era, y en que a lo sumo fueron parcialmente refundidos en la Edad Media.

En realidad, a nuestro tiempo se le está exigiendo nada menos que una remodelación total de los medios culturales en los que comprendemos, traducimos, encarnamos y tratamos de realizar la experiencia cristiana. No cabe duda de que algo se ha hecho en esta dirección. Pero, cuando observamos la historia del cristianismo desde el Renacimiento y la Ilustración, hemos de confesar que ha sido muy poco. En las encrucijadas decisivas se han ido imponiendo, de manera casi fatal, los movimientos de restauración: persecución o marginación de los humanistas, restauración barroca de la escolástica, condenación del Modernismo, re-imposición de la Neoescolástica, silenciamiento de la Nouvelle Théologie... Se nos pedía una revolución hacia el futuro, y se ha optado casi siempre por una vuelta al pasado.

Este es, sin duda, el desafío fundamental que a nivel teórico se le plantea hoy a la intelectualidad cristiana, y de manera especial a la católica. El Vaticano II ha supuesto una ruptura, pero más que nada en el sentido de abrir una puerta y señalar una meta lejana. El camino está en muy grande parte por hacer, y los últimos tiempos no se han distinguido precisamente por el avance. Como es natural, aquí no se trata de afrontar esa tarea global. Pero sí resulta indispensable señalar un punto decisivo que, de alguna manera, condiciona toda nuestra reflexión: el cambio radical que el paradigma moderno impone en la manera de comprender las relaciones de Dios con el mundo.

2) El advenimiento de la ciencia y la emancipación de la razón filosófica han hecho patente para la conciencia, y consolidado de manera ya irreversible para la vida, el hecho de la autonomía de las realidades creadas. La naturaleza, la sociedad, la psicología, la misma moral obedecen a leyes propias y específicas, que funcionan por sí mismas, con racionalidad propia, en el entramado de la legalidad intramundana. En esta legalidad ha de buscarse la explicación de cualquier fenómeno que se produzca, y no cabe esperar en ese nivel ninguna aclaración por influjo de fuerzas extramundanas o sobre-naturales. Tampoco por influjo de Dios.

Los Salmos todavía podían afirmar que Yavé "llovía" o "tronaba", que Él causaba la guerra o mandaba la peste. Y todavía el Nuevo Testamento —y, dentro de él, el mismo Jesús— podía suponer que determinada enfermedad era producida por el demonio. Hoy ya no es posible: aunque lo quisiéramos, no podemos ignorar que la lluvia y el trueno tienen causas atmosféricas bien definidas; que la enfermedad obedece a virus, bacterias o disfunciones orgánicas; y que las guerras nacen del egoísmo de los humanos. Mientras hablemos de fenómenos acaecidos en el mundo, se ha impuesto la evidencia de que la "hipótesis Dios" (Laplace) es superflua como explicación; más todavía, que es ilegítima y obstinarse en ella acaba fatalmente dañando la credibilidad de la fe.

Se trata, como queda insinuado, de un cambio radical de paradigma, y sería ingenuo no percibir que esto tiene consecuencias muy serias para la religión. Podrán ser negativas o positivas; pero antes de evaluarlas conviene dejar sentado que se trata de un hecho que está configurando de manera decisiva nuestra cultura y cuya legitimidad es indiscutible mientras se mantenga dentro de su ámbito específico. Sólo teniéndolo en cuenta y repensado desde él nuestra concepción de Dios y de sus relaciones con el mundo, cabe hoy una fe coherente y responsable.

Esto conviene sostenerlo con energía absoluta, pues hacer estas afirmaciones no significa "entregarse atado de pies y manos al espíritu de la modernidad". El hecho de reconocer que existen, sin lugar a dudas, muchos elementos discutibles y aun claramente errados en el proceso moderno (si en algo tiene razón indiscutida la post-modernidad, es en este punto), no puede tomarse como excusa para no reconocer asimismo aquellos aspectos que representan un avance claro e irrenunciable. Tan irrenunciable que, quiérase o no, de él depende ya nuestra vida en el mundo: podrá haber abusos y los hay, pero hoy sin la ciencia y la técnica la humanidad no podría sobrevivir.

Y lo cierto es que, en el fondo, todos somos conscientes del cambio (los mismos que dicen lo contrario, es muy probable que lo hagan con un ordenador y que, en todo caso, usen el teléfono y la moderna difusión escrita). Lo que sucede es que, dada la íntima solidaridad de los fenómenos culturales, un cambio de tal magnitud tiene unas consecuencias de larguísimo alcance, que no se ven desde el primer momento y que, cuando se ven, tienden a suscitar fuertes reacciones encontradas. Un paradigma no se cambia de la noche para la mañana. En concreto, respecto de la fe, justo por lo hondo y complejo de su enraizamiento en la cultura y en la sociedad, resulta muy difícil asimilar la transformación y rehacer una nueva coherencia.

Era inevitable que se produjesen resistencias frontales: tal es el caso de los fundamentalismos. No cabe negar su fuerza, y habrá que contar todavía con duras reviviscencias. Pero, dentro del cristianismo y atendiendo a sus formas más duras e integristas, cabe afirmar que en la conciencia general han perdido la batalla decisiva. El problema más sutil y por eso mismo la tarea más difícil aparece más bien por el costado de las posturas de compromiso, que o bien aceptan los principios pero no sacan las consecuencias o bien admiten unos elementos pero se resisten a aceptar otros que, sin embargo, son solidarios. Así no se piensa que Dios "llueva", pero en algunos puntos u ocasiones se hacen rogativas para pedir la lluvia; no se cree que Dios mande la guerra, pero se celebran misas de campaña; se reconocen los géneros literarios en la Biblia, pero se sigue tomando a la letra el sacrificio de Isaac. La intención puede ser buena, pero los daños acaban siendo muy graves. Hasta el punto de que cabe hablar de un peligro sutil: el de una "impiedad de los piadosos"; en el sentido de que, en la superficie, una prudencia mal entendida puede parecer más "pía y religiosa", pero, en realidad, está impidiendo a muchos el acceso a la fe. La historia de la crítica bíblica muestra dolorosamente —no sólo con Galileo y Darwin— que el peligro es muy real y las consecuencias nefastas.

Por eso no es exagerado afirmar que aquí reside uno de los desafíos más serios para la teología actual. Y no, claro está, por simple escrúpulo de precisión teórica, sino ante todo por la importancia de las consecuencias prácticas. En mi parecer, del modo en que los cristianos y las cristianas concibamos y proclamemos la relación de Dios con el mundo van a depender en muy honda medida tanto la actitud que tomemos nosotros ante los grandes problemas de la humanidad como el sentido que los demás atribuyan a nuestro esfuerzo y a nuestra colaboración.

Trataré de mostrarlo en dos dimensiones fundamentales: la que atañe al problema del mal y la que remite a la realización integral de la realidad creada.

 

1.2 De la omnipotencia arbitraria a la compasión solidaria

1) El problema del mal afecta desde siempre la humanidad. Por veces la teología ha podido olvidarlo o, al menos, suavizarlo. Nuestro tiempo no puede permitirse eso: Auschwitz y el Gulag lo han subrayado con tal violencia, que ya no es posible esquivar su desafío. Un desafío universal y perenne, porque Auschwitz y Gulag son de alguna manera el mundo. ¿Es posible rezar después de Auschwitz? ¿Es posible creer en Dios ante el panorama que nos abruma con guerras y genocidios, con crímenes y terrorismo, con hambre y explotación, con dolor, enfermedad y muerte?

Dietrich Bonhoeffer, gran diagnosticador desde el ojo mismo del huracán, anunció la respuesta que está exigiendo nuestro tiempo: "Sólo el Dios sufriente puede salvarnos". Pero, más allá de la simple proclamación, entre la pregunta y la respuesta queda todavía un amplio vacío, que clama por una mediación teológica. Porque esa afirmación sólo es válida, si se sitúa con plena consecuencia dentro del nuevo paradigma de un Dios no intervencionista y exquisitamente respetuoso de la autonomía del mundo. Mientras se mantenga, de modo acrítico y acaso inconsciente, el viejo presupuesto de una omnipotencia abstracta y en definitiva arbitraria, en el sentido de que Dios, si quisiera, podría eliminar los males del mundo, la respuesta se convierte en pura retórica, que a la larga mina de raíz la posibilidad de creer.

En efecto, no sería ni humanamente digno ni intelectualmente posible creer en un Dios que, pudiendo, no impide que millones de niños mueran de hambre o que la humanidad siga azotada por la guerra y el cáncer. Si el mal puede ser evitado, ninguna razón, por muy alta y misteriosa que se pretenda, puede valer contra la necesidad primaria e incondicional de hacerlo.

De nada sirve siquiera la misma proclamación de que Dios sufre con nuestros males, si antes pudo haberlos evitado, pues en ese caso su compasión y su dolor llegarían demasiado tarde. Puede incluso provocarse el escarnio, como en aquel dicho español que se burla del señor rico y piadoso que hizo un hospital para los pobres, pero que "antes hizo a los pobres". (Y hemos de tener en cuenta que en un tiempo de cristiandad estas objeciones podían quedar diluidas en la credibilidad ambiental, pero que eso no sucede ya en un mundo secularizado; con la agravante de que, dada la presencia ubicua de los mass media, ya no quedan reducidas a minorías críticas, sino que alcanzan con facilidad creciente al gran público).

Los cristianos y las cristianas debemos tomar con seriedad mortal esta objeción que, antes incluso que a la verdad de nuestra fe, afecta a su mismo sentido. El espacio no permite entrar aquí en grandes desarrollos. Pero acaso baste con observar que el descubrimiento de la autonomía de las realidades mundanas, al mostrar su consistencia, muestra también lo infranqueable de sus límites y por lo mismo el carácter estrictamente inevitable del mal en un mundo finito.

Como decía Spinoza, en lo finito "toda determinación es una negación", de suerte que una propiedad excluye necesariamente a la contraria. Por eso un mundo en evolución no puede realizarse sin choques y catástrofes; una vida limitada no puede escapar al conflicto, el dolor y la muerte; una libertad finita no puede excluir a priori la situación-límite del fallo y la culpa. Dada su decisión de crear, Dios "no puede" evitar estas consecuencias en la creatura: equivaldría a anular con una mano lo que habría creado con la otra. Eso no va contra su omnipotencia real y verdadera, porque, hablando con propiedad, no es que Dios "no pueda" crear y mantener un mundo sin mal, es que eso "no es posible": sería tan contradictorio como hacer un círculo-cuadrado.

Lo grave es que tanto nuestros hábitos de pensamiento como nuestros usos de piedad y de oración están cargados del presupuesto contrario. De ese modo, incluso cuando teóricamente se acepta la imposibilidad de que el mundo pueda existir sin mal, se sigue alimentando el inconsciente con la creencia contraria. Así, cada vez que pedimos a Dios que acabe con el hambre en África o que cure la enfermedad de un familiar, estamos suponiendo que puede hacerlo y, en consecuencia, que, si no lo hace, es porque no quiere. Lo cual, en la actual situación cultural, está teniendo unas consecuencias terribles.

Porque, vista la enormidad de los males que aquejan al mundo, un Dios que, pudiendo, no los elimina acaba por fuerza apareciendo como un ser tacaño, indiferente y aun cruel. Porque, ¿quién, si pudiese, no eliminaría —sin pregunta previa de ningún tipo— el hambre, las pestes y los genocidios que asolan el mundo? ¿Seremos nosotros mejores que Dios? Como dice Jürgen Moltmann, ante el recuerdo de Verdún, Stalingrado, Auschwitz o Hiroshima, "un Dios que ‘permite’ tan espantosos crímenes, haciéndose cómplice de los hombres, difícilmente puede ser llamado ‘Dios’".

2) Urge, pues, sacar con todo rigor la consecuencia justa, que consiste en dar un vuelco radical a la comprensión. Un Dios que crea por amor, es evidente que quiere el bien y sólo el bien para sus creaturas. El mal, en todas sus formas, es justamente lo que se opone idénticamente a Él y a ellas; existe porque es inevitable, tanto físicamente como moralmente, en las condiciones de un mundo y una libertad finitas. Por eso no debe decirse jamás que Dios lo mande o lo permita, sino que lo sufre y lo padece como frustración de la obra de su amor en nosotros.

Pero, por fortuna, el mal no es un absoluto: podemos y debemos luchar contra él, sabiendo que Dios está a nuestro lado, limitándolo y superándolo en lo posible ya ahora dentro de los límites de la historia y asegurándonos el triunfo definitivo cuando esos límites sean rotos por la muerte. Por eso, en elemental rigor teológico, no tiene sentido que nosotros "pidamos", intentando "convencer" a Dios para que nos libre de nuestros males. Al contrario, Él es el primero en luchar contra ellos y es Él quien nos llama y "suplica" a que colaboremos en esa lucha. ¿Qué otra cosa significa el mandamiento del amor —¡a nosotros mismos y al prójimo!—, sino una llamada a unirnos a su acción salvadora, a su estar siempre trabajando (Jn 5,17) para vencer el mal y establecer el Reino?

Esta es la imagen de Dios que los cristianos y las cristianas actuales debemos grabar en nuestro corazón y transmitir a los demás, que acaso lo necesiten más que nunca en un mundo tan cruelmente fracturado y crucificado. No un Dios de omnipotencia arbitraria y abstracta que, pudiendo librarnos del mal no lo hace, o lo hace sólo a veces o en favor de unos cuantos privilegiados. Sino un Dios solidario con nosotros hasta la sangre de su Hijo; un Dios Anti-mal, que, como admirablemente dijera Whitehead, no es el soberano altivo e indiferente, sino "el Gran compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende".

Si logramos ver las cosas de este modo, el escándalo del mal —¡no negado, ni suavizado!— puede convertirse en su contrario: en la maravilla misteriosa del Dios de Jesús que ante todo restablece la dignidad del pobre, del que llora, del que sufre y del que es perseguido.

Tal es, por lo demás, el sentido más radical de las Bienaventuranzas. Porque una de las perversiones que amenazan a toda religión es justamente la de agravar con el recurso a Dios el drama del dolor natural y, peor aun, de legitimar con la sanción divina la perversión de la injusticia social: convertir al enfermo en maldito y al pobre en pecador. Contra lo primero se rebela ya el libro de Job y contra lo segundo se dirigen directamente las palabras de Jesús. Justo porque está mordido por el sufrimiento, el enfermo sabe que Dios se pone prioritariamente a su lado; justo porque es marginado y explotado por los hombres, el oprimido escucha que Dios se pone a su lado con la justicia de su Reino.

Y con la dignidad, Dios ofrece el coraje y la esperanza: la persona humana sabe que puede estar en pie sobre la tierra, que tiene siempre derecho a luchar y que, aunque sea derrotada, puede esperar con Job y con Jesús de Nazaret que en la carne traspasada por la cruz verá al Dios de la resurrección. Sólo porque se ha mantenido, sin corregirla a tiempo, la falsa imagen de una omnipotencia arbitraria, pudieron algunos creyentes pensar que después de Auschwitz era imposible rezar. Desde el Dios vivo y verdadero comprendemos lo contrario: sólo rezando es posible esperar a pesar de Auschwitz, porque sólo la fe en Dios —y ningún otro sistema o ideología sobre la tierra— es capaz de mantener viva la esperanza de las víctimas dentro del terror brutal de la historia. Antes de que la reflexión moderna —sobre todo en el diálogo entre M. Horkheimer y W. Benjamin— se viese obligada a reconocerlo, lo había intuido el alma judía en los Cánticos del Siervo y lo experimentaron los cristianos en la resurrección de Jesús.

El desarrollo de estas ideas ha sido acaso demasiado extenso para el espacio disponible y, aun así, resulta demasiado esquemático. Espero que al menos sirva de fondo a la reflexión global y nos permita ser algo más breves en adelante.

 

1.3 De la insistencia en la Salvación a la centralidad de la Creación

También por el otro costado, el de la realización positiva, aparece la necesidad de un repensamiento radical.

1) La visión tradicional en las religiones tiende a ver a Dios como el "Señor" que nos crea para que le sirvamos; añadiendo acaso, como en los Ejercicios ignacianos, y para que "mediante esto" salvemos nuestra alma. La realidad se divide entonces en dos zonas: una sagrada, la que le corresponde a Dios, y otra profana, la que nos corresponde a nosotros. A la primera pertenece todo lo "religioso", es decir, aquello que hacemos para la salvación, tratando mientras tanto de ganar el favor de Dios o de obtener su perdón. En la segunda se mueve nuestra vida ordinaria, "pro-fana" (exterior al templo), que, en el fondo, no interesaría a Dios o que incluso es mejor negar y "sacrificar".

Comprendo que la descripción es demasiado cruda y esquemática, y de hecho resulta injusta en muchos aspectos. Pero, como toda caricatura, no deja de expresar algo muy verdadero. Por fortuna, también en este caso la teología ha iniciado la superación, sobre todo cuando habla de la continuidad entre creación y alianza o entre creación y salvación. Sin embargo, igual que en el problema del mal, no cabe ignorar la existencia de un vacío entre la afirmación teórica y la realización práctica y vivencial. Sería poco realista desconocer que el dualismo entre lo sagrado y lo profano sigue dominando en buena medida los esquemas del imaginario cristiano, conformando muchos de sus hábitos intelectuales e influyendo los modelos de su praxis.

Urge, pues, llenar ese vacío, buscando una coherencia más plena. Algo que la situación actual a un tiempo pide y propicia. La nueva conciencia de la autonomía humana, por un lado, y la aguda crítica filosófica de la "ontoteología", por otro, alertan sobre las desviaciones alienantes de este tipo de religión. Una religión que, mirando al cielo, se hace "infiel a la tierra" y que, concibiendo a Dios como un gran Ente (a eso se refiere la crítica de la ontoteología), como Señor que manda y que pide o necesita ser servido, acentúa nuestra "conciencia desgraciada". Sería antihistórico ver en estas críticas sólo el aspecto negativo de un posible ataque a la religión. En realidad, en lo que tienen de maduración de la conciencia histórica, pueden —y creo que deben— ser vistas como una ocasión para descubrir el rostro más genuino del Dios de Jesús.

Un Dios que Jesús hereda ya como Creador del cielo y de la tierra, pero que enriquece con su vivencia filial, al proclamarle como creador en cuanto que "Abbá", es decir, como padre/madre que sólo por amor a nosotros nos trae a la existencia y que única y exclusivamente por amor y desde el amor actúa en nuestra historia. Un Dios que por ser Plenitud, no tiene carencias, sino que todo Él es don: que consiste en ser agape (1 Jn 4,8.16) y cuya acción es por tanto infinitamente transitiva, sin sombra de egoísmo, pura afirmación generosa del otro.

Por eso Hegel insistió con toda razón que en el cristianismo era preciso protestar, con más vigor todavía de lo que hicieran Platón y Aristóteles contra el dicho, bastante corriente entre los griegos, de que los dioses "tienen envidia" de la felicidad humana. Y, desde luego, este Dios nada tiene, ni puede tener, en común con un dios que, como el babilónico Marduk, hace al hombre "para que le sean impuestos los servicios de los dioses y que ellos estén descansados". El Dios de Jesús no crea para ser servido, sino, en todo caso y si queremos hablar así, para servirnos Él a nosotros (cf. Mc 10,45 y par.). Y si la aplicación parece demasiado osada, escuchemos nada menos que a san Juan de la Cruz:

"Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma —¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!—, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor, y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!".

2) Claro está, esto no niega sin más la visión anterior, que a su manera sabe también que la gloria y servicio de Dios se identifican con el bien del hombre. Pero introduce un importante cambio de acentos. La idea de creación desde el amor, que se hace única y exclusivamente por nosotros, elimina todo equívoco y rompe de raíz todo dualismo. Hablar de salvación tiende a inducir el pensamiento de que a Dios le interesa sólo lo "religioso", aquello que se relaciona con Él. En cambio, hablar de creación permite caer en la cuenta de que lo que le interesa somos nosotros, todo en nosotros: cuerpo y espíritu, individuo y sociedad, cosmos e historia.

Para aclararlo con un ejemplo simple: ¿no es eso lo que, ya en el nivel humano, sucede con un padre y una madre normales? Lo que buscan es el bien integral de sus hijos: que tengan salud y se instruyan en la escuela, que sean honrados y tengan lo necesario para vivir... Mucho más, infinitamente más, en nuestro caso. Dios no crea hombres o mujeres "religiosos": crea simplemente hombres y mujeres humanos. Me atrevería a decir, un poco paradójicamente, que en este sentido "Dios no es nada religioso". Porque, si la religión es pensar en Dios y servir a Dios, el Abbá de Jesús no piensa en sí mismo ni busca ser servido. Él piensa en nosotros y busca exclusivamente nuestro bien.

Las consecuencias son importantes, porque de esa visión nace un modo abierto y positivo de situarse en el mundo. Resulta evidente que todo lo que ayude a la realización auténtica de nuestro ser y propicie algún tipo de verdadero progreso en el mundo, responde al dinamismo creador. Del mismo modo que se opone al mal, es decir, a todo aquello que impide de algún modo la realización —física o espiritual, individual o social— de sus creaturas, Dios está también volcado en la promoción de todo lo bueno y positivo para las personas y para el mundo.

Nada más opuesto al cristianismo que la actitud negativa ante un avance en la maduración personal o un progreso científico, político o económico en la vida social. Al revés de lo que, por desgracia, ha solido suceder, todo cristiano y toda cristiana debieran situarse espontáneamente al lado de cuanto suponga un avance para la humanidad, conscientes de que de esa manera están acogiendo el impulso divino y colaborando con él. De hecho, cuando la fe logra comprenderse y realizarse así, despierta una enorme sintonía en lo mejor de la sensibilidad moderna. El impacto de una espiritualidad como la de Teilhard de Chardin tiene aquí su verdadero secreto y, pese a ciertos límites, su perenne legitimidad. Lo mismo que, en otra dimensión, sucede con la acogida mundial que ha tenido la teología de la liberación, con su insistencia en la salvación integral de las personas y de los pueblos.

Hoy mismo la visión de este Dios que al crear por amor, es, en expresión de Whitehead, el "poeta del mundo" que atrae a todos los seres hacia la máxima perfección posible, ofrece el mejor fundamento para algo tan decisivo y actual como son las preocupaciones ecológicas. Sobre todo porque, como había notado Bergson, la idea de creación, justo por ser infinitamente transitiva, no crea objetos pasivos, sino que "crea creadores", es decir, no sólo nos entrega totalmente a nosotros mismos, sino que nos convoca a colaborar con Él en la construcción del mundo. Algo que acaso debiera ir ya suscitando nuestra creatividad, abriéndola responsablemente a la nueva espacialidad del planeta tierra, e incluso orientar nuestra fantasía creadora hacia su expansión cósmica (que empieza a dejar de ser ficción y puede convertirse en realidad antes de lo que pensamos).

No cabe duda de que para todos los interesados por el destino de la fe en el mundo se ofrece aquí una tarea auténticamente exaltante.

 

2. La nueva imagen del cristianismo

Resulta obvio que tomar en serio esta nueva imagen de Dios lleva de la mano a una nueva imagen del Cristianismo. Una imagen que le exige repensar a fondo su relación con las demás religiones, así como elaborar un nuevo modelo de las relaciones iglesia(s)-mundo.

 

2.1 El diálogo de las religiones: de la "elección" a la "estrategia del amor"

De manera casi inevitable, la visión dualista de lo religioso era solidaria del particularismo de la "elección". Hasta ayer mismo se nos enseñaba en los seminarios y facultades de teología que Dios había escogido un pueblo y que sólo a él había entregado la revelación sobre-natural, dejando a todos los demás en el estado de una religión puramente "natural".

1) En la raíz estaba un modelo de la revelación como "dictado" divino, que exigía una lectura literal de la Escritura y una aceptación de sus verdades sin otra razón que la obediencia al testimonio profético. Resultaba entonces coherente pensar que "fuera de la Iglesia no hay salvación" (al menos, salvación sobre-natural); con el consiguiente modelo de la misión como encargo de llevar a Dios al desierto de un mundo que nada sabía de Él o que, a lo sumo, tenía la vaga noticia "natural" —y casi siempre muy deformada— propia de todas las demás religiones.

No podemos ser demasiado crueles con esta teología, cuyas consecuencias, sólo enunciadas, nos producen hoy escalofríos. El particularismo salvífico se apoyaba en una visión del mundo que le confería una cierta verosimilitud: la humanidad se limitaba en el tiempo a los cuatro mil años que separaban a Cristo de la creación de Adán, y se reducía en el espacio al ámbito de la ecumene, cuyos extremos soñaba con abarcar ya de alguna manera el mismo san Pablo (cf. Rm 15,22-29). Por su parte, la concepción literalista de la revelación-dictado no había sido cuestionada todavía por la crítica histórica y literaria de la Biblia. Por fortuna, todo esto ha sido superado, y el Vaticano II ha hablado ya —aunque fuese con timidez— de la verdad y de la eficacia salvadora de las otras religiones.

De todos modos —y pido disculpa por la inevitable reiteración de este recurso expositivo—, también ahora es preciso constatar el vacío que media entre las afirmaciones de principio y los hábitos mentales que siguen dominando el imaginario creyente y teológico. Estamos muy lejos de sacar todas las consecuencias de la nueva visión, remodelando de acuerdo con ella todos nuestros prejuicios. Las reacciones fundamentalistas son el síntoma mayor de una situación desconcertada, temerosa de perder la identidad ante la nueva universalidad que se impone. Pero, sin llegar a ellas, se producen de continuo resistencias más sutiles que van en idéntica dirección.

Sin embargo, nada más opuesto a la universalidad radical y a la generosidad irrestricta del Abbá Creador, que cualquier tipo de elitismo egoísta o de particularismo provinciano. Un Dios que crea por amor, es evidente que vive volcado con generosidad irrestricta sobre todas y cada una de sus creaturas. No cabe pensar en la imagen cruel de un padre egoísta, que, engendrando muchos hijos, se preocupa sólo de sus preferidos y deja a los demás abandonados en la inclusa. Dios, que nos crea para la felicidad en comunión con Él, llama a todos y desde siempre: no ha habido desde el comienzo del mundo un solo hombre o una sola mujer que no hayan nacido amparados, habitados y promovidos por su revelación y por su amor incondicional.

2) En el fondo, la humanidad siempre lo ha comprendido así. ¿Qué son, si no, las religiones, más que modos de configurar socialmente este descubrimiento? Por eso, de hecho y con razón, todas se consideran a sí mismas reveladas. Y por eso es preciso partir siempre del principio de que todas las religiones son verdaderas y que por lo mismo constituyen un camino real de salvación para los que honestamente las practican.

Eso no significa que todas lo sean por igual, pues, aunque Dios se da totalmente y sin discriminación, la receptividad humana pertenece también, y de manera esencial, a la constitución misma de la revelación. El estadio evolutivo, la situación histórica, las circunstancias culturales e incluso la malicia del corazón limitan, condicionan y deforman continuamente la manifestación divina. Por eso ni existe religión sin alguna verdad ni religión absolutamente perfecta, pues ninguna puede agotar en su traducción humana la riqueza infinita del misterio divino; y el mismo san Pablo, a pesar del lógico entusiasmo de los comienzos, subraya que también la culminación cristiana está vertida en pobres "vasijas de barro" (2 Cor 4,7).

Ahí, y no en un pretendido "favoritismo" divino, radican las diferencias entre las religiones. Dios se da "cuanto puede" en todas ellas, pero la acogida es, por fuerza, diferente en cada una. Y eso significa no sólo que no existe nada parecido a una "elección" divina arbitraria, sino también que, cuando, dentro de la propia religión y las propias posibilidades, alguien responde honestamente a Dios, tiene derecho a sentirse único para Él y, en ese sentido, "elegido"; aunque mejor sería evitar tan peligrosa palabra, pues ni el amor discrimina (cf. 1 Cor 12) ni "en Dios hay acepción de personas" (Rm 2,11). Las diferencias existen, pues, realmente; pero sólo porque son un hecho inevitable, dada la diversidad humana. Por eso se las pervierte, cuando se ven como privilegio y no como algo destinado también, y con igual derecho, a los demás.

Situándonos ya en el punto de vista cristiano, la convicción de que la revelación divina ha alcanzado su culminación en Cristo debe alejar de sí cualquier rastro de "favoritismo", para ser concebida más bien como una auténtica "estrategia del amor", que mediante esa particularidad busca justamente llegar mejor a todos. Tal vez un ejemplo ayude a aclararlo. Sucede muchas veces que un profesor durante una explicación difícil percibe que en un alumno —por el motivo que sea: formación, familia, inteligencia, atención...— ha saltado la chispa de la comprensión. Lo normal entonces es que inicie un diálogo con él, haciéndole avanzar en el tema lo más posible. Pero, si es un buen pedagogo, lo hará no con la intención de crear un "favorito", sino con el propósito generoso de aprovechar su avance para llegar mejor a toda la clase.

Algo parecido sucede con la revelación: Dios, que en las religiones llevaba milenios tratando de revelarse a todos —¡y que sigue haciéndolo sin interrupción!—, encontró un pueblo que, por situación geográfica, ocasión histórica, talante cultural y modo de ser, le permitió iniciar un tipo de relación, que —acaso debido sobre todo a su personalismo y su enfoque ético— iba a hacer posible la culminación insuperable acontecida en Jesús de Nazaret. No por ello los demás pueblos dejaron de seguir recibiendo, de acuerdo con sus propias posibilidades, la revelación de Dios y de experimentar su presencia salvadora. Pero ahora, además, pudieron contar con una nueva y magnífica posibilidad: la de recibir también, como un regalo que les llega por los caminos de la historia, la profundidad alcanzada en aquella otra tradición (a la que ellos, a su vez, podrán ofrecer los aspectos específicos descubiertos en la propia).

3) Es claro que esto está enunciado desde el punto de vista cristiano. Pero se apoya en una estructura formal que vale para cualquier religión: en principio, todo creyente parte del supuesto de que su religión es la más verdadera y de que su fundador es, como de Mahoma dice el Islam, "el sello de los profetas". La lección decisiva radica en que, tomadas en serio, estas ideas propician no sólo un diálogo real y honesto, sino también una colaboración efectiva. Algo que, por fortuna, ha penetrado de manera muy viva tanto en la filosofía de la religión como en la teología actuales.

Y lo cierto es que el diálogo ha avanzado de manera notable en dos frentes: 1) el de la inculturación, por el que toda religión comprende que ha de respetar la especificidad de aquellas culturas donde es proclamada, buscando expresarse en sus categorías y encarnarse en sus instituciones; y 2) el del inclusivismo, que, con diversos matices según los autores, reconoce que toda religión es verdadera y que por lo mismo todos podemos aprender de todos.

Personalmente me atrevo incluso a aventurar un tercer paso: el de la inreligionación. La palabra —hecha sobre el modelo de la "in-culturación"— suena un tanto extraña, pero su significado resulta claro. Pretende simplemente tomar en serio la convicción de que, dentro de los propios límites, toda religión es revelada y de que en ella acontece la salvación real de Dios. Porque entonces es obvio que la religión que entre en diálogo con ella no puede pretender anular esa verdad y esa salvación, sino, en todo caso, vivificarlas y completarlas con su aportación (al par que ella se enriquece y completa con los elementos que ésta le aporte).

En efecto, igual que, con toda razón, sobre todo las iglesias de Asia y de África insisten en la necesidad de que, para encarnarse, el cristianismo debe asumir los elementos culturales autóctonos, ¿por qué no ha de asumir también los religiosos? Unamos dos datos profundamente tradicionales: por un lado, el mismo san Pablo hablaba no de sustitución, sino de "injerto" en la relación del cristianismo con el judaísmo (cf. Rm 11,16-24); por otro, los padres alejandrinos hablaban de la filosofía como "antiguo testamento" de los griegos; ¿no resulta obvio que idéntica aplicación debe hacerse respecto de las religiones? No, pues, anulación o simple sustitución, sino injerto vivo, por el que la nueva religión aprovecha y potencia la savia de la otra, viviendo en ella y desde ella, al tiempo que trata de enriquecerla —en la generosidad y el respeto— con todo lo que ella pueda ofrecerle. Además, casos como el del español R. Panikkar o el del francés H. Le Saux, viviéndose a la vez como hindúes y cristianos, muestran que no se trata de meras teorías, sino de potencialidades que tal vez estén esperando su ocasión para madurar con plenitud.

Pero el diálogo de poco valdría, en definitiva, si no desembocase en colaboración. La presencia masiva del ateísmo y la tarea inmensa de construir una nueva humanidad en trance de unificación han impuesto la urgencia de algo evidente por sí mismo: la necesidad de que las religiones se comprendan hoy en relación con las demás y unan sus esfuerzos en favor del mundo. Paul Tillich proclamó en la última conferencia que pronunció en su vida, que, de volver a empezar, tendría que reescribir su teología desde el diálogo con la historia de las religiones. Y Hans Küng, que lo cita, está consagrando gran parte de su última obra a mostrar que "no puede haber paz entre las naciones sin paz entre las religiones"; algo que sólo podrán conseguir dialogando y colaborando entre sí, tomando como criterio lo humanum, el bien de la humanidad.

La verdad es que no existe para ellas ni otro sentido ni otra esperanza de presencia eficaz y significativa.

 

2.2 Iglesia y humanidad: "fuera del mundo no hay salvación"

Cuando nos situamos en esta perspectiva, el espíritu se ensancha y aparece con fuerza la necesidad de nuevos planteamientos. Hablar, por ejemplo, de "iglesia" desde la nueva conciencia del universalismo religioso produce hoy cierta incomodidad. Es preciso hacerlo, puesto que no existe "la religión en general", sino siempre una concreción de la misma: la religión sólo existe en las religiones. Pero no puede seguir haciéndose con mentalidad estrecha, que se encierra en la propia religión, sino en la amplia y abierta red de una comunión viva con las demás. La incomodidad se acentúa, cuando se acentúa la nota de "catolicismo", pues hoy esa simple denominación evoca una ruptura dolorosa; y acaso, a estas alturas, un escándalo injustificable, que tiene que hacer pensar a las partes en conflicto.

1) Se impone por lo mismo, como primera exigencia, la recuperación del sentido originario de "católico", como lo kath’holon, es decir, como la particularidad vivida en cuanto manifestación de una universalidad que la engloba sin excluir otras particularidades. Ser católicos, pero como una forma generosa y abierta de vivir con los hermanos y hermanas ortodoxos y evangélicos el cristianismo común, olvidados de divisiones "demasiado humanas" y unificados por la urgencia "verdaderamente divina" de abrir hacia la humanidad la experiencia del Dios de Jesús. Incluso tal vez esté llegando el momento de acoger con decisión la generosa propuesta de Karl Rahner, al menos respecto de las grandes confesiones: en lugar de tanta discusión ecuménica buscando la unidad uniforme, unirnos ya vitalmente como una única iglesia articulada en el respeto de las diferencias.

De hecho, desde una mirada atenta a los dinamismos profundos de la historia no resulta imposible descubrir dentro del mismo catolicismo la presencia en acto de un movimiento de universalización creciente. En el modo de situarse ante el mundo cabe, en efecto, distinguir tres etapas de apertura creciente: a) de una iglesia a la defensiva en el siglo XIX, se ha pasado b) a una iglesia que en el Vaticano II intenta la normalización, de modo que hoy, a pesar de las resistencias, se está gestando c) una iglesia que intenta vivir en franca colaboración y servicio. En la reflexión eclesiológica se ha producido un proceso claramente paralelo: del énfasis en la Iglesia se ha pasado a la insistencia en el Reino, que a su vez se concibe cada vez más como presencia efectiva en el Mundo, no como simple expectativa apocalíptica, sino bajo el modelo escatológico de una esperanza activa y liberadora ya en el presente.

Existen dos frases recientes que en su expresividad concreta aclaran muy bien lo que este apresurado diagnóstico teológico pudiera dejar en una abstracción difícil y poco comprensible. La primera es esta: "una iglesia que no sirve, no sirve para nada"; pertenece al obispo Jacques Gaillot y expresa muy bien la necesidad de un descentramiento de sí misma, para, conforme al encargo y al ejemplo de Jesús, encontrar su esencia auténtica en la entrega a la misión salvadora en el mundo. La segunda es de Edward Schillebeeckx y, por su expreso contraste con el antiguo paradigma, indica admirablemente la profundidad del repensamiento que se nos exige: "fuera del mundo no hay salvación". Desde la idea del Dios Creador en cuanto Abbá comprendemos bien que esa afirmación no tiene nada de un secularismo barato, sino más bien todo lo contrario: evoca una visión del mundo que, sin negar su consistencia propia, lo ve todo él desde Dios, rompiendo los límites de una falsa sacralización: "ni en este monte ni en Jerusalén", sino "en espíritu y verdad" (Jn 4, 21.23).

2) Permite además aclarar algo muy importante, a saber, una nueva comprensión de la identidad cristiana. Un movimiento espontáneo, fuertemente enraizado en el pensamiento tradicional, cree que el único modo de preservar la identidad consiste en marcar las distancias y las diferencias con los demás. Es lo mismo que pasaba con la figura de Cristo: su divinidad parecía tanto mejor asegurada cuanto más se lo alejaba de la humanidad común, sin búsquedas ni ignorancias, sin debilidades ni angustias. Por eso la cristología puede ser aquí una buena ayuda.

En efecto, la cristología actual ha descubierto la trampa, al comprender que la verdadera divinidad de Jesús no está en su negación de lo humano sino, por el contrario, en su plenificación auténtica: sólo porque era Hijo de Dios pudo Jesús de Nazaret ser tan plenamente humano. Lo mismo exactamente debe suceder con la auténtica identidad eclesial: no se preserva ésta ni cultivando una mentalidad de ghetto ni marcando continuamente las diferencias con el mundo. Lo que pide es, más bien, la afirmación a fondo de lo que verdaderamente nos humaniza como hombres y mujeres. No, pues, la renuncia negativa sino la profundización de los valores auténticos, no un estrechar la vida sino ampliarla, abriéndola hacia la profundidad infinita de la trascendencia.

Cualquiera puede ver con facilidad la importancia capital de las consecuencias que de aquí se derivan. Demasiadas veces la diferencia eclesial ha servido y sirve de pretexto para mantener instituciones arcaicas o modos de gobierno superados por el auténtico progreso humano, cuando debiera ser justamente al revés.

Tal el caso de la democracia en la Iglesia: la afirmación de que "la iglesia no es una democracia" en sentido político, se ha utilizado no para avanzar hacia lo más humano sino para retroceder hacia lo menos, siendo así que las palabras del mismo Jesús orientan sin lugar a dudas en el sentido contrario: "Ya sabéis que los jefes de los pueblos tiranizan; y que los poderosos avasallan. Pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos. Quien quiera ser importante, que sirva a los otros, y quien quiera ser el primero, que sea el más servicial. Que también el Hijo del Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir, y entregar su vida en rescate por todos" (Mc 10,42-45; cf. Mt 20,25-28; Lc 22,25-27). Es decir, que quien quiera seguir manteniendo la afirmación de que la Iglesia no es una democracia, sólo podrá hacerlo legítimamente si lo traduce no como un deber ser menos, sino mucho más que una democracia política.

Con idéntica razón la diferencia eclesial no puede llevar a una realización más deficiente, sino mucho más generosa y efectiva de los derechos humanos en la Iglesia, cuando hoy sabemos que su proclamación en la Revolución Francesa y Americana obedecía a una eclosión de semillas claramente evangélicas.

Y lo mismo se diga de una cuestión candente como la de la situación eclesial de la mujer. Constituye hoy una auténtica tragedia el que una interpretación intemporal e incorrectamente diferencialista no sólo pierde la sintonía con uno de los más bellos avances de nuestro mundo, sino que corta el movimiento íntimo de las propias raíces. Por un lado, se retrotrae muy atrás de las actitudes vivas del propio Jesús y, por otro, impide el dinamismo de la más honda y dogmática proclamación teológica al respecto: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, pues que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28).

No vale la pena insistir en más aplicaciones particulares, pues interesa ante todo subrayar el dinamismo fundamental: si la Iglesia se comprende a sí misma como aquel punto humano donde la intención del Creador se hace conciencia expresa y misión aceptada, entonces ella, como decía Karl Barth, ha de esforzarse por ser una realización tal de lo humano que constituya de verdad "la manifestación provisional de lo que Dios quiere para todo el mundo".

 

3. Las grandes tareas actuales

En realidad, lo fundamental ha quedado dicho, y, una vez aclarados los principios de fondo, estas consideraciones conclusivas se limitarán ya a señalar dos de los ejes fundamentales que pueden encuadrar el diálogo y la búsqueda.

 

3.1 Hacia la verdadera universalización del sujeto humano

Si fuese preciso señalar un solo vector que marque sin lugar a dudas un avance inequívoco en el proceso de la humanización a lo largo de la historia, ese podría ser el acceso creciente de los distintos grupos e individuos a la categoría de sujeto real y efectivo. Existen mecanismos feroces de poder y privilegio que excluyen a la mayoría de los individuos y estamentos de la participación efectiva en la gestión y disfrute de los bienes y libertades sociales. El intento de superarlos constituye el lento y durísimo esfuerzo de la historia verdaderamente humana. Esfuerzo que tiene todavía un largo camino por delante, en el que no es lícito pararse hasta que de verdad alcance a todos, sin que nadie quede excluido. Y aunque se trate de un sueño irrealizable en su totalidad, no nos es lícito renunciar al empuje crítico de su llamada.

La humanidad lo ha intuido con cierta claridad a partir de ese período con perfiles un tanto vagos pero enormemente sugestivo que es el "tiempo eje", alrededor del siglo VII a. C., cuando se forjan las grandes religiones y conceptos universales. Y al cristianismo le ha cabido sin duda alguna un rol determinante en su consolidación y elaboración expresa. Hegel lo ha expresado en una afirmación famosa: "los orientales sólo han sabido que uno es libre, el mundo griego y romano que algunos son libres, y nosotros [los cristianos] que todos los hombres son en sí libres, que el hombre es libre como hombre". No se trata de una mera contingencia histórica, sino de algo que nace del mismo núcleo de la fe en un Dios único, creador, padre-madre de todo hombre y mujer: cada individuo es así único ante Dios, persona con un valor absoluto e irrepetible; lo cual corta de raíz la legitimidad de cualquier discriminación.

Por algo en el centro mismo del mensaje de Jesús de Nazaret está la proclamación de que el Reino llega también y prioritariamente a los "pobres", es decir, a aquellos a los que la sociedad somete a cualquier tipo de marginación. Y no como un nuevo particularismo, sino por todo lo contrario: como el único modo de asegurar la universalidad para todos, pues es obvio que sólo empezando por abajo es posible universalizar de verdad, rompiendo la cadena de los privilegios.

Principio tan fundamental e irrenunciable para nosotros los cristianos y cristianas como extraordinariamente difícil de poner en práctica y lleno de trampas ideológicas y resistencias egoístas. Si para demostrarlo no llegase el hecho terrible de que el haberlo tomado en serio le costó la vida al mismo Jesús, bastaría una mirada somera a nuestro pasado, con la tolerancia de la esclavitud hasta el mismo siglo XIX, las justificaciones teológicas de la servidumbre medieval o la resistencia eclesiástica a la revolución social...

Naturalmente, la natural alerta que esto produce no debe llevar a la inhibición, sino, por el contrario, a comprender la urgencia irrenunciable de afrontar esta tarea literalmente trascendental, pues sólo incluyéndola a ella podrán tener sentido y legitimidad otras tareas particulares. Resulta casi tópico, pero no podemos silenciarlo: toda iniciativa en favor de los derechos humanos, como posibilidad real y para todos, debe encontrar en los cristianos y cristianas o bien promotores creativos o bien aliados incondicionales.

De hecho, esta actitud clara y decidida es lo que confiere fuerza de llamada epocal al proyecto de aquellas teologías que la colocan en la base de su reflexión. La teología política lo ha hecho desde Europa, recordándole a la Iglesia que no puede ser universal mientras consienta no sólo el monopolio del "sujeto burgués" dentro de ella, sino, más allá, la división Norte-Sur con su opresión e inhumanidad, "que impide a numerosísimos habitantes de regiones enteras del planeta alcanzar su condición de sujetos". La teología de la liberación lo expresa más dramáticamente poniendo al "pobre" como sujeto radical, para rescatarle en nombre de Dios de su condición de "no hombre" impuesta por la opresión humana. Y su llamada, verdadero grito evangélico, se ha extendido a los demás continentes, como fuerza de subjetivación liberadora en favor de las enormes bolsas de sufrimiento de África y Asia.

Como era de esperar, desde ese marco global la exigencia se hace sentir también hacia el interior de la sociedad y de la misma Iglesia. Ante todo, como proyecto global: en la sociedad, promoviendo una democracia verdaderamente real y participativa; en la Iglesia, asumiendo en toda consecuencia su carácter de "pueblo de Dios", con pleno protagonismo del laicado. Y más en concreto, como necesidad de descubrir y potenciar desde la fe los nuevos sujetos que están emergiendo de su marginación secular: las mujeres, los jóvenes, los niños, los indígenas, la gente de color...

La simple enumeración indica su importancia y la riqueza de su aportación. Teniendo en cuenta el proceso de globalización de la cultura, la política y la economía, acaso serán ellos los encargados de promover en el futuro la auténtica universalización de la historia. En efecto, únicamente la riqueza de los movimientos sustentados por estos grupos, como el ecológico, el feminista, los indígenas y los juveniles, o, de una manera más difusa y abarcante, el rico movimiento del voluntariado y las organizaciones no gubernamentales, pueden ir abriendo la posibilidad de una democracia viva, participativa y real, rompiendo la uniformidad anónima de una sociedad administrada.

 

3.2 La lógica de la fraternidad

Es evidente que un proyecto de tal envergadura necesita un clima espiritual que lo envuelva, lo oriente y lo alimente. Porque además no todo ha sido bueno y positivo en la entrada del paradigma moderno. De hecho, el mismo proceso de la cultura secular lo ha comprendido, como aparece sobre todo en los intentos de "crítica de la Ilustración". Intentos que, afortunadamente, no empiezan ni acaban con Adorno y Horkheimer, sino que se remontan ya a los grandes idealistas y prosiguen en la viva discusión de nuestros días. Si hasta aquí nuestras reflexiones desde el punto de vista cristiano han insistido en la necesidad de asumir en toda su consecuencia la realidad del nuevo paradigma, ahora para concluir deberán insistir con no menor energía en que tal asunción ha de hacerse de modo crítico, uniéndose a todos aquellos esfuerzos que van en idéntico sentido.

1) Y lo cierto es que el cristianismo, sin pretensiones monopolistas, tiene mucho que aportar, aunque sea por el simple hecho de contar con la sabiduría y la perspectiva de una historia milenaria. Contra el ingenuo optimismo de la primera Ilustración, por ejemplo, esa historia le ha enseñado que la verdadera esperanza no necesita contar siempre con la seguridad del triunfo, sin que por ello pierda valor el esfuerzo. Lo cual puede contribuir a preservar a la humanidad de las dos tentaciones terribles que la han asolado y siguen asolándola: el desánimo, que abandona ante el fracaso, cayendo en el desencanto y la apatía o desentendiéndose egoístamente del sufrimiento de los demás; y el absolutismo, capaz de sacrificar millones de vidas presentes en aras de un futuro ilusorio.

La postmodernidad, que ha reconocido con lucidez el segundo peligro (el absolutismo), puede ofrecer una falsa salida acercándose demasiado al primero (el desánimo). Mientras que la inicial generosidad de ciertas revoluciones puede pervertirse, acercándose demasiado al segundo. La dialéctica cruz-resurrección, tan específica del cristianismo, puede resultar aquí de una ayuda impagable, pues, al quitarle el valor absoluto al fracaso, permite mantener viva la esperanza humilde y realista del trabajo por lo posible.

Algo semejante cabría afirmar acerca de la dificultad tan actual de encontrar una salida humanamente equilibrada al dilema relativismo-absolutismo en los valores morales o a la tensión tolerancia-intolerancia-indiferencia en las relaciones sociales; para no hablar ya del sangrante problema del racismo y la xenofobia. Incluso de nuestros dolorosos errores en la historia, los cristianos y cristianas debemos esforzarnos por sacar lecciones en favor de equilibrios creativos, que de verdad ayuden a la humanidad.

Existe otro capítulo global que merece ser al menos aludido. Ya Hegel había comprendido que el gran peligro de la Ilustración residía en su tendencia a cortarse de la profundidad infinita de lo humano, cayendo en el chato pragmatismo de lo meramente útil. Algo que ha sido confirmado tanto por la crítica de Heidegger a la técnica como por la de la Escuela de Frankfurt a la "razón instrumental", y cuya verdad verificamos cada día en demasiados aspectos de nuestra realidad cultural, ecológica, social y económica.

Se trata de una dificultad estructural, que nunca resultará del todo eliminable, pues el avance técnico y científico van siempre por delante del progreso moral y espiritual. Husserl, con su alerta contra "la crisis de las ciencias europeas"; Habermas, con su denuncia de la colonización técnica del "mundo de la vida"; o Alain Touraine, situando el problema fundamental de la sociedad y la cultura actuales en la diástasis terrible entre la eficacia instrumental, por un lado, y la identidad subjetiva y de sentido, por el otro, son algunos de los diagnósticos que apuntan con vigor hacia una carencia decisiva. Se comprende bien que, en la búsqueda de un equilibrio menos precario, deben juntar sus esfuerzos todas las instancias humanistas; y, en ese sentido, no cabe duda de que a la religión le compete un rol muy especial, acaso el de proporcionar ese "suplemento de alma" de que hablaba Bergson.

2) Pero sería peligroso no dar todavía un paso más hacia una mayor concreción. Las proclamas de principio, siendo importantes, corren siempre el riesgo de ser anuladas por las relaciones pragmáticas que regulan la vida social, económica y política. En este sentido, la caída del "socialismo real" puede inducir hoy un pragmatismo de segundo grado, que, en nombre de la eficacia y la racionalidad, eclipse valores más fundamentales, e incluso el valor absoluto de la persona. Expresándolo de un modo acaso demasiado grosero, digamos que ahí puede ocultarse la gran trampa de un neo-liberalismo, que absolutiza el mercado y eleva a principio rector la consecución del grado máximo de riqueza, sin preocuparse ni de los costos humanos de su producción ni de la justicia de su reparto. El peligro puede hacerse muy sutil, cuando sus propugnadores se presentan como defensores de los valores religiosos tradicionales, acaso de modo sincero, pero supeditándolos a esa eficacia como principio supremo.

Desde luego los cristianos y cristianas no podemos caer en la ingenuidad de negar toda validez a ese tipo de propuesta, oponiéndole tan sólo una retórica de grandes ideales abstractos. No se trata de negar el valor de la eficacia, sino de jerarquizarla, incluyéndola en una lógica más amplia, que busque de verdad el servicio de todos.

Y la experiencia cristiana marca sin lugar a dudas la dirección, que nace de su núcleo más íntimo: la lógica de la fraternidad. Tomada en serio, esta lógica no puede rehuir la eficacia, y basta recordar la gran parábola del juicio final, para comprender que se la toma con mortal seriedad: "apartaos de mí..., porque tuve hambre y no me disteis de comer" (Mt 25,41-42). Pero esa misma lógica, al estar dirigida hacia los pequeños, los pobres y los marginados, tampoco puede ignorar que la eficacia sólo es humana, si se deja regir por la universalidad, y esta sólo se hace de verdad efectiva si está vivificada por la fraternidad

Por eso el criterio último de la actuación no es la ganancia —propia o del propio grupo—, sino el servicio que se dirige a todos; aunque, para ello, sea preciso renunciar al crecimiento ilimitado, dando, si es preciso, "la mitad de los bienes a los pobres" y "devolviendo el cuádruplo" a los explotados (cf. Lc 19,8). Y ya se comprende que, tomado en serio, esto nada tiene que ver con un "idealismo religioso", despreocupado de la eficacia o remitiéndola simplemente a un "más allá" inverificable: se nos llama a amar "no de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18), "pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1 Jn 4,20). El Vaticano II lo ha expresado con rango de principio irrenunciable: "La espera de una nueva tierra no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra".

Lo cual, ciertamente, exige de nosotros implementar esta lógica de la fraternidad, buscando de manera creativa nuevas formas y concreciones. No cabe, por ejemplo, renunciar a la racionalidad instrumental, pero sí podemos y debemos ampliarla y humanizarla, traspasándola con criterios de responsabilidad y compasión solidaria (por cierto, algo que, según Walter Kern, fue lo que en su día supo hacer el monaquismo).

No cabe tampoco ignorar que el avance económico impone sacrificios; pero es preciso romper la lógica egoísta de imponerlos siempre a los demás, tratando, en cambio, de asumirlos sobre nosotros en una lógica del servicio, según aquello de Jesús: "los jefes de los pueblos tiranizan (...); pero entre vosotros no puede ser así, ni mucho menos" (Mc 10,42).

Algo parecido cabría decir de la ayuda internacional. No puede, ciertamente, ser hecha de manera arbitraria e indiscriminada. Pero ante un estilo de imponer condiciones interesadas, que en definitiva pueden acabar convirtiéndose en un nuevo modo de intercambio desigual, en una explotación encubierta o en una auténtica cautividad babilónica mediante la deuda externa, es preciso buscar mecanismos que introduzcan la gratuidad de aquel amor evangélico, capaz de "prestar sin esperar nada a cambio" (Lc 6,35) o de dar "a los que no pueden corresponder" (Lc 14,14).

Ya se comprende que las concreciones podrían continuar. Pero lo decisivo es el principio: los cristianos y las cristianas, al reconocernos junto a todos los hombres y mujeres como hijos e hijas de un mismo e idéntico Padre, estamos llamados a aportar al mundo la urgencia, a un tiempo realista y utópica, de esta lógica fraternal. Una lógica que, por un lado, cuenta con la cruz de la historia, sometiéndose a la paciencia de las mediaciones y aun a su posible fracaso; y, por otro, no cede a la resignación ni renuncia a la urgencia. Porque, contra lo que dice el tópico, "el cielo no puede esperar", pues el Reino está ya aquí "entre nosotros" (cf. Lc 17,21), presente en un simple de vaso de agua dado a un pequeño (Mt 10,42), esperando ser conquistado con la incruenta pero tenaz "violencia" del amor (Mt 11,12; Lc 16,16), acelerando el avance, hasta que la creación "sea liberada de la servidumbre de la corrupción" (Rm 8,21) y Dios pueda, por fin, "ser todo en todo" (1 Cor 15,28).

Hacer presente en alguna medida la fuerza de esta llamada, uniéndola a los esfuerzos de todas las personas de buena voluntad, constituye sin duda el mejor modo de testimoniar nuestra fe en el Dios padre/madre creador y la mejor aportación que podemos hacer a este mundo en trance de alumbramiento de un futuro que nos gustaría más igualitaria, libre y fraternamente humano.