SUJETO, COMUNIDAD Y UTOPÍA


Juan José Tamayo

 

            La historia del pensamiento moderno es un viaje tortuoso que va del individuo al individualismo, de las macro-utopías a la anti-utopía, de los grandes ideales a las micro-utopías. El presente artículo es una reflexión sobre este viaje que va en tres direcciones no siempre coincidentes: del descubrimiento del sujeto al individualismo, del descubrimiento de la subjetividad a la utopía, de la persona a la comunidad.

 

    I. DEL DESCUBRIMIENTO DEL SUJETO AL INDIVIDUALISMO

                 1. El giro antropológico

            Una de las principales aportaciones de la filosofía moderna europea ha sido el descubrimiento de la subjetividad, el reconocimiento de la persona como sujeto y la valoración del ser humano como fin en sí mismo. El ser humano se auto-identifica como sujeto con identidad propia, no reductible a Dios, ni a la naturaleza, ni a otros seres humanos. Se concibe como libre, autónomo, dueño de su futuro, creador y responsable único en la construcción de la historia y de sí mismo. El sujeto emerge, según A. Touraine, "como libertad y como creación" [1] . El ser humano se encuentra a solas consigo mismo, sin dioses ni demonios, sin padre divino que le proteja en las dificultades o le saque de apuros cuando el agua le llega al cuello. La historia de la salvación trascendente da paso a la historia de la emancipación histórica de mujeres y hombres. El ser humano deja de creer que "sólo Dios puede salvarle". Se encuentra, así, ante su responsabilidad histórica, a la que no puede renunciar y que no puede delegar.

            En la sociedad moderna, el fundamento de los valores morales no se encuentra ya en Dios, sino en el ser humano devenido sujeto. Este se constituye principio moral autónomo en libertad.

            Hay un salto auténticamente revolucionario en el terreno del pensamiento: se pasa de un sistema sin sujeto a un mundo con sujeto. Ello tiene su traducción política en el reconocimiento de las libertades públicas.

            Muy al principio de la Edad Moderna, Pico della Mirandola anunciaba ya el giro antropológico que estamos describiendo y que iba a ser el santo y seña del renacimiento e iba a tener su fundamentación filosófica y política en la Ilustración y la Revolución Francesa. He aquí su lúcido testimonio, que data de 1492: "Dios se complace creando al hombre como un ser que no tiene ninguna imagen claramente discernible. Lo puso en el medio del mundo y le dijo: No te hemos dado ningún lugar determinado para habitar, ningún rostro propio, ninguna dote especial... Para los demás seres, su naturaleza está determinada por las leyes que les hemos prescrito y se mantienen en los límites. Tú, en cambio, no tienes una sola barrera insuperable, sino que tú mismo has de determinar tu propia naturaleza según tu libre albedrío, en cuyas manos yo he puesto tu destino. Te hemos creado como un ser que no es ni celestial ni terrenal; ni mortal ni inmortal. Antes bien, tú, como escultor y poeta de ti mismo plenamente libre y que trabaja para su propio honor, te darás la forma en que tú mismo quieras vivir" [2] .

            La antropología no es una disciplina más de la filosofía, sino que llega a constituirse en disposición fundamental que ordena y guía el pensamiento filosófico moderno. Ello se aprecia con total nitidez cuando Kant añade a -y relaciona con- sus tres preguntas: "qué puedo saber, qué debo hacer y qué me cabe esperar", una cuarta: qué es el ser humano.

            Pero la filosofía de la subjetividad va a acentuar la dimensión interna del ser humano sobre la externa. Con la distinción de Descartes entre res cogitans y res extensa, se inicia una corriente filosófica dualista que abrirá una sima cada vez más honda entre lo interior y lo exterior, entre el individuo y la sociedad. El individuo es pensado fuera de la sociedad y ésta fuera de los individuos. El ser humano es pensado como mónada (Leibniz). La autonomía del sujeto se torna clausura de éste sobre sí mismo para así protegerse del mundo exterior.

            Aristóteles había definido al ser humano bajo una doble caracterización, no excluyente sino complementaria: "animal político" y  "animal del logos". Sin embargo, la modernidad disocia una de otra. El logos, observa atinadamente C. París, es entendido "como expresión de nuestra racionalidad o del uso de nuestra palabra, independientemente de la dimensión ciudadana (política)" [3] . Hay un confinamiento del logos en la interioridad y un alejamiento de la ciudad. Descartes considera al ser humano como un yo racional, como pensamiento puro no mediado por determinación espacial o material alguna. El pensamiento puro en que se conceptualiza el ser humano huye del cuerpo y de la ciudad y se queda solo ante sí.

                      2. El utilitarismo

            Así se desemboca en el individualismo, característica de las corrientes liberales y utilitaristas extremas. El utilitarismo de Jeremy Bentham (1748-1832) concibe la sociedad como agregado de átomos individuales. El primer principio de la ética es el interés: el ser humano actúa movido por su propio interés con el deseo de combatir el dolor y de lograr el máximo de placer. El segundo principio es la felicidad: el ser humano actúa movido por el deseo de conseguir el máximo de felicidad. Pero ambos principios no se quedan, dirá Bentham, en el plano individual; deben extenderse a la sociedad y producir sus efectos en el mayor número de individuos. En otras palabras: la suma de intereses individuales da como resultado el interés general; de la suma de las "felicidades" de cada uno resulta la felicidad del conjunto.

            Aun reconociendo las aportaciones de esta teoría, creo hay que plantearle tres objeciones. Por una parte, la realidad humana y social desmiente la relación simétrica que Bentham establece entre intereses individuales y colectivos: la suma de los intereses individuales no da como resultado el bienestar general; el interés individual no trasciende al individuo. Por otra, el utilitarismo no se rige por criterios de igualdad y justicia. En tercer lugar, la razón del utilitarismo no es una razón integradora, sino calculadora; su principal referente no es precisamente un mundo más humano regido por el principio de la fraternidad, sino un mundo mercantil, regido por las reglas de juego del beneficio particular.

                 3. Individualismo liberal

            La historia del pensamiento político liberal es la historia de las relaciones entre individuo, sociedad y Estado, y de la demarcación de los respectivos ámbitos de actuación. El individualismo se encuentra en la base de la tradición ilustrado-liberal. "El culto al individuo -asevera C. Molina Petit- es uno de los elementos esenciales que consagra el liberalismo a partir de la tradición ilustrada. El individualismo se afirma frente a la colectividad y 1elizfrente al Estado" [4] . La teoría liberal defiende la libertad individual, acentúa la independencia del ser humano y minusvalora la sociabilidad; subraya la autosuficiencia y devalúa la interdependencia. De nuevo aparece el ser humano separado, alejado de la comunidad.

            Pero hay un hecho que la teoría ilustrada-liberal no puede esquivar: los individuos viven en sociedad, en grupos humanos. La pregunta no puede reprimirse: ¿Cómo son las relaciones de los individuos dentro de los grupos? El liberalismo extremo responde que son relaciones artificiales, interesadas, de contigüidad, de asociación externa, de interdependencia mecánica. Lo que cada uno pretende es la defensa de sus intereses. En esta teoría no se tienen en cuenta las bases profundas en que se sustentan la cohesión e interacción sociales.

            Veamos un par de ejemplos típicos de la mentalidad individualista liberal: Th. Hobbes y J. Stuart Mill.

            Thomas Hobbes (1588-1679) es un cualificado representante del individualismo ético. La idea extendida entre los científicos de su tiempo era el atomismo mecanicista, según el cual todo cuerpo material es una suma de átomos independientes entre sí. Hobbes traslada esta idea científica al ámbito de la sociedad. El cuerpo social es un agregado de individuos que buscan su propio interés. El ser humano se rige en su vida y sus actuaciones por impulsos egoistas, que le llevan a entrar en conflicto con los demás seres humanos. "Si dos individuos desean lo mismo y no pueden poseerlo junto -afirma-, se convierten en enemigos y se esfuerzan por destruir o someter al otro" [5] . La lucha de todos contra todos es tan permanente y feroz, cree Hobbes, que, a la hora de garantizar la seguridad total al individuo, los pactos que no recurren a la espada se quedan en meras palabras no vinculantes. La naturaleza del ser humano es antisocial.

            John Stuart Mill (1806-1873) se mueve en el horizonte del utilitarismo de Bentham, pero críticamente. A éste le matiza que la búsqueda y consecución de la propia felicidad y de los propios intereses no desembocan, de facto, en la felicidad y el interés generales, sino que generan injusticia.

            Stuart Mill distingue dos planos en la vida humana: el interno y el social. El plano interno comprende el mundo propio del individuo: sentimientos, deseos, pensamientos, etc; es el mundo de la conciencia personal donde nadie puede penetrar, ni inmiscuirse: ni el poder político, ni otros individuos.

            La libertad del individuo es omnímoda y no puede ser limitada ni por nada ni por nadie. El único dique son "los derechos e intereses de los demás". "El hombre con carácter extremadamente individualizado, distinto, independiente y autosuficiente es el verdadero individuo para Mill -resume C. Molina Petit- [6] .

                  4. Liberalismo económico

            El individualismo liberal desde el punto de vista filosófico y político desemboca derechamente en el individualismo económico. Los fisiócratas aplican las leyes de la naturaleza al orden social y excluyen toda intervención del Estado en la actividad económica; ésta se auto-regula y auto-equilibra. El criterio que rige la actividad económica es el interés personal; pero al proseguir el interés personal -argumenta el liberalismo económico-, se promueve "necesariamente" el bien común. Hay una "mano invisible" que armoniza el beneficio individual y el beneficio del conjunto social. He aquí un texto paradigmático de Adam Smith al respecto: "Todo individuo se esfuerza constantemente por hallar el empleo más ventajoso del capital de que puede disponer. Se trata, por supuesto, de su ventaja personal, y no de la social. Pero la consideración de su provecho individual le conduce, de un modo natural o mejor necesario, a perseguir el empleo que resulte más beneficioso de la sociedad... Con frecuencia, buscando su propio interés, promueve el de la sociedad de un modo más eficaz que cuando intenta potenciarlo de una manera consciente y deliberada" [7] .

            De nuevo reitera la misma idea Smith relacionando libertad, interés propio, competitividad y justicia en estos términos:

            "Debe permitirse a todo hombre, en la medida en que no viole las leyes de la justicia, que persiga con toda libertad su propio interés y que compita con otros seres humanos u órdenes de seres humanos en el campo de la industria y del capital" [8] .

            Otros representantes del liberalismo económico se olvidan de la justicia en las relaciones económicas y no ponen límite alguno a la competitividad o competencia. Es el planteamiento de F. Bastiat, para quien "competencia es libertad" y "libertad es competencia".

            Llegamos así a la categoría de competencia que, para el liberalismo económico clásico, constituye la clave de la auto-regulación y del auto-equilibrio y es el puente de unión entre los intereses individuales de los actores económicos y el bien social. Stuart Mill considera negativa cualquier restricción de la competencia. Poner límites a ésta puede perjudicar por algún tiempo a los trabajadores, matiza, pero "es siempre un bien definitivo" [9] . La competencia defiende y refuerza la libertad económica individual y la igualdad de oportunidades en el terreno mercantil.

            Una de las críticas más severas y certeras al liberalismo en sus diferentes vertientes viene de R. P. Wollf, en su obra La pobreza del liberalismo, donde llama la atención sobre la ausencia del sentido comunitario en dicho sistema. El individuo del liberalismo es una especie de Robinson Crusoe, cuya naturaleza nada tiene de social. La relación contractual no responde al bien común, sino a la satisfacción de las propias necesidades. La incapacidad para hacerse cargo de la idea de comunidad social, afirma J. Muguerza citando a R.-P. Wolff, es el mejor exponente de la "miseria del liberalismo" [10] .      

                          5. El neo-liberalismo

            El neo-liberalismo actual constituye una reencarnación del liberalismo clásico, pero sin las iniciales señas humanistas de éste y con una tendencia a radicalizar el individualismo hasta extremos insospechados. El modelo neo-liberal tiene como bases estas cuatro: la libertad individual como valor absoluto, la libre iniciativa como despliegue de la libertad individual, la privacidad como espacio privilegiado de realización humana y la competitividad orientada al triunfo y a la superación individuales. La insensibilidad ante las abismales diferencias sociales y económicas es una de las actitudes más notorias del modelo neo-liberal, que elimina de su lógica individualista valores como el compartir, la participación, la gratuidad y la solidaridad. Las relaciones humanas se rigen por el beneficio y el interés propios.

            Nada escapa a la influencia del liberalismo. Su jerarquía de valores no se queda en la esfera económica, sino que penetra en la órbita de la vida privada, familiar y lúdica; ésta comienza a guiarse por el propio interés, el carácter venal de las cosas y la utilidad de las personas.

            En su versión económica, el neoliberalismo tiene características peculiares que conviene subrayar. Da prioridad a los agentes individuales en las actuaciones económicas sobre los agentes colectivos: sindicatos, organizaciones no gobernamentales, gobiernos, etc. Consecuentemente con ello pone el acento en la libertad de actuación de los agentes económicos individuales y apenas se ocupa del control de dichas actuaciones. Cuestiona la importancia del Estado en la regulación de la economía, en su papel social y en su función redistribuidora.

            El neo-liberalismo económico considera que el Estado no es la solución a los problemas macro-económicos, sino el problema. Es una "carga sin funciones". De ahí la necesidad de reducirlo al mínimo. A dicha reducción debe acompañar, en legítima correspondencia, la reducción de los impuestos que sostienen al Estado, dando como razón la salvaguardia de la libertad individual. A la reducción de impuestos sigue, en la lógica neo-liberal, la negativa a ampliar los servicios públicos, no así la limitación en los gastos de la defensa. Empieza por criticar la ineficacia de las empresas públicas como primer paso para su privatización. Hace una apología de la empresa privada sobre la pública, motivándola en los beneficios y en la eficacia de la gestión. 

            Uno de los blancos contra quien dirige la crítica es el estado del bienestar. Dicha crítica se basa en el elevado gasto público que ocasiona y en la amenaza que comporta para la libertad del individuo y la libre iniciativa; ésta se ve limitado, cuando no negada, por el papá-Estado [11] .

            Esta concepción insolidaria de la economía desemboca en un darwinismo social inmisericorde, que genera marginación y exclusión social.

            La crítica al neo-liberalismo se sustenta en dos principios: a) el humanismo ético universalista, que defiende el destino universal de los bienes de la tierra, -sin discriminación alguna-, a partir de la igualdad dignidad de todos los seres humanos; b) la propia racionalidad económica, que requiere la intervención de instancias sociales exteriores al mercado en el conflicto de intereses entre los diferentes agentes económicos. Así se evita el triunfo de la razón del más fuerte y la eliminación de los más débiles [12] .   

                   6. Del individualismo a la disolución del sujeto

            La sociedad moderna caracterizada por el consumismo, la unidmensionalidad y la razón instrumental termina por disolver el sujeto, como ya viera perspicazmente Max Horkheimer: "Es un hecho que nadie puede hoy vivir por sí mismo y que cualquiera (que lo haga) puede ser sospechoso en una sociedad de masas. Cualquier persona necesita una coartada permanente. El individuo... sólo debe estar listo para adaptarse y recibir órdenes" [13] .

            El humanismo moderno ha ido perdiendo su identidad y carácter autónomo para, como afirma S. Natole, transformarse en la envoltura de una potencia superior que le controla y domina: la técnica. Ésta, que fue creación del sujeto libre y creador, se ha convertido, a la postre, en su mordaza, en el caldo de cultivo de su propia disolución.

            En un clima así, el ser humano vive una experiencia empobrecida, difusa, quebrada, que inevitablemente desemboca en una pobreza antropológica, descrita bellamente por Walter Benjamin con la imagen de la "casa de empeño": "Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual" [14] . El ser humano vive acelerado en un clima de frivolidad depresiva y va jadeante a uña de caballo tras la presa de lo inmediato, perdiendo una de las dimensiones fundamentales de lo real y de sí mismo: la profundidad.

            El ser humano aislado y cerrado sobre sí mismo termina por convertirse en un monstruoso insecto, como el personaje Gregorio Samsa de La metamorfosis, de Kafka. De la razón autosuficiente, única y homogénea de la modernidad se pasa a la quiebra de la estabilidad y de la permanencia del sujeto [15] . "La razón humana -afirma Colli- carece de autonomía, no es más que una resonancia y una manifestación de esa mayor intensidad, es la espuma de una onda expansiva más larga, que luego rompe con más violencia en lo más alto de la escolladera" [16] .

            En la década de los sesenta de nuestro siglo, el filósofo francés M. Foucault anunciaba la "muerte del hombre", la disolución de la identidad última del ser humano. El ser humano deja de ocupar el lugar central en que la modernidad le había colocado y deja de ser objeto epistemológico privilegiado. El sueño antropológico de la Ilustración se quedaba en eso, en mero sueño, sin viso alguno de realidad. El hombre no es el centro de la creación, ni ocupa el punto medio del espacio; no parece encontrarse en la cumbre de la vida. En ese sentido, sentencia Foucault, "la 'antropologización' es en nuestros días el gran peligro interior del saber" [17] .

            El filósofo francés concluye su iconoclasta reflexión sobre las ciencias humanas con una no menos iconoclasta aseveración contra la centralidad del ser humano: "... una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el ser humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido -la cultura europea a partir del siglo XVI- puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante lago tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos... El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin" [18]

                 7. Individualismo posmoderno

            Más que de una nueva ideología, la posmodernidad es un talante de vida, un clima cultural cada vez más extendido, que viene a constatar el fracaso de los grandes ideales de la modernidad y el final de los grandes relatos. La cultura que preconiza es la del fragmento, frente a la de la totalidad del proyecto moderno. No se queda en el ámbito de la reflexión filosófica, sino que tiene su traducción en actitudes y comportamientos vitales concretos.

            El clima cultural posmoderno da prioridad a la experiencia sobre el discurso racional, al goce del presente sobre los ideales de futuro, a la singularidad de cada persona sobre la colectividad anónima y la burocracia despersonalizadora, a lo individual sobre lo institucional, a lo personal sobre lo colectivo, al pluralismo sobre el monolitismo, al relativismo sobre el absolutismo, a la tolerancia sobre el dogmatismo. La experiencia se convierte en fuente de saber y aliento para vivir. Hay un protagonismo de los sentidos, de la imaginación y de la intuición.

            Uno de las actitudes negativas que fomenta el clima posmoderno es el individualismo. La recuperación de la singularidad personal constituye un valor irrenunciable, pero puede desembocar, como de hecho sucede, en egoismo e insolidaridad. La renuncia a los grandes relatos puede llevar irreversiblemente al olvido de las grandes causas de la justicia, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad-sororidad, y a renunciar a las "causas perdidas" de los pobres y marginados del sistema.

            El anclaje en un presente puntual conduce a la pérdida de la memoria histórica y, en consecuencia, al olvido de las víctimas del pasado, cuya rehabilitación no importa. Se corta, así, toda relación con la tradición de los oprimidos, sobre la que se tiende a echar un tupido velo. No hay mirada salvadora dirigida sobre la noche de los vencidos, como dijera Benjamin.          La instalación en un presente inmediato cierra toda posibilidad de mirar hacia el futuro y de colaborar en la construcción de una sociedad venidera más justa y fraterna. El ser humano se queda sólo, recluido en su aquí y ahora, sin horizonte histórico, sin utopías ni sueños que den sentido al futuro y animen a recorrer el itinerario humano con la mirada puesta en la meta. No hay motivos para el compromiso.

 

                II. SUBJETIVIDAD Y UTOPIA

            La dirección de la subjetividad descrita hasta aquí no es la única que ha seguido el pensamiento moderno europeo, ni la mejor guiada. Hay otra que ofrece perspectivas más prometedoras: la subjetividad abierta a la utopía, al cambio, al futuro. Esta ha sido la dirección seguida por el pensamiento utópico desde el Renacimiento con la literatura utópica hasta nuestros días con los filósofos y teólogos de la esperanza: G. Marcel, E. Bloch, H. Marcuse, P. Laín Entralgo, J. Moltmann, etc.

            La utopía no es un adhesivo externo al sujeto, sino que está inserta en lo más profundo del ser humano, que bien puede ser definido como animal utópico y ser en esperanza [19] . La utopía, observa Paul Tillich, "expresa la esencia del hombre, el fin propio de su existencia". En la misma línea se define Ernst Bloch: "El futuro es la cualidad del ser".

            La esperanza, en cuanto impulso de la utopía concreta, no es un simple movimiento anímico circunstancial, sino que es constitutiva de la persona ("el más importante constitutivo de la existencia humana", matiza Jürgen Moltmann), está radicada en las zonas más profundas del ser humano. Este es criatura en el tiempo y ser histórico; por ende, sigue el curso de la historia en medio de la oscuridad del presente hasta desembocar en el futuro. El ser humano vive en cuanto espera.

            La razón que emerge de esta concepción del ser humano es una razón utópica, que no encierra al individuo sobre sí mismo ni le orienta hacia el pasado, sino que está abierta a la comunidad y a la esperanza. La razón utópica cuestiona las estrecheces de la razón instrumental y amplia el mundo (horizonte) de la racionalidad a zonas secuestradas por la concepción cerradamente racionalista de la razón. La razón sin esperanza es ciega y vaga sin rumbo, con peligro de caer en el precipicio. "La razón -dirá aforísticamente Bloch- no puede florecer sin esperanza ni la esperanza puede hablar sin razón" [20] .

            La razón utópica lleva a luchar contra todo derrotismo, contra los optimismos ingenuos, contra el pragmatismo acomodaticio y contra todo intento de programar el futuro.

            La filosofía racionalista ha contrapuesto razón y esperanza, pensamiento y utopía, colocando del lado de la razón y del pensamiento los comportamientos lúcidos, el cálculo, la utilidad, la formalización, la ciencia, la técnica, la racionalización, la organización, la mecanización. La utopía y la esperanza se colocan del lado de la irracionalidad, de los impulsos incontenidos,de las reacciones viscerales, de los ciegos instintos.

     Quienes más han contribuido a abrir la razón a la utopía en nuestro siglo han sido los filósofos y teólogos de la esperanza. Las aportaciones más relevantes corresponden al filósofo Bloch y al teólogo Moltmann. El primero ha liberado a la utopía de sus connotaciones peyorativas e incluso despectivas y la ha rehabilitado, convirtiéndola en categoría mayor de su filosofía y en el núcleo básico de su antropología.

            Bloch se aparta de la interpretación más extendida del marxismo como movimiento teórico y práctico anti-utópico, y lo considera como "ciencia de la esperanza" y como "praxis de la utopía concreta". El marxismo, en su opinión, no sacrifica la utopía por la ciencia, ni opone ésta a aquella, sino critica la utopía abstracta y apuesta por la utopía concreta.

            A Bloch le debemos el original descubrimiento de dos corrientes complementarias y mutuamente fecundantes dentro del marxismo: la "corriente fría" y la "corriente cálida" [21] . La primera indaga en las condiciones objetivas de la realidad histórica para fijar una estrategia sensata y precisa; desenmascara las ideologías y desmitifica la apariencia metafísica con que éstas se revisten. La segunda tiene la mirada puesta en la meta, que es la naturalización del ser humano y la humanización de la naturaleza. El filósofo de la esperanza considera necesarias ambas, si bien en toda su filosofía concede prioridad a la "corriente cálida".

            El teólogo alemán Moltmann, siguiendo críticamente a Bloch, redescubre la dimensión utópica del cristianismo. La utopía pertenece a la entraña de la tradición judeo-cristiana. Más aún, es un elemento constitutivo de Dios. El Dios de la tradición bíblica (patriarcas, éxodo, profetas) y cristiana (Jesús de Nazaret, primeras comunidades,  movimientos proféticos) no puede confundirse con el Dios estático, distante, apático y a-histórico de la filosofía griega, sino que es Deus spei, Dios de la esperanza y del futuro. Tal concepción se basa en la religión bíblica de la promesa, que experimenta la realidad como historia en tensión hacia el futuro.

            Para Moltmann, la esperanza no es un simple fragmento terminal del pensamiento creyente; constituye un principio teológico; más aún, el principio teológico por excelencia. Ello comporta una modificación fundamental en la concepción del conocimiento teológico: se pasa del anselmiano fides quaerens intellectum al spes quaerens intellectum. La esperanza sostiene a la fe y la impulsa hacia adelante; es resorte del pensar, pero también del actuar, e influye en el pensar y actuar humanos transformándolos. "Resulta imposible -afirma Moltmann- un obrar creador basado en la fe, sin un nuevo pensar y proyectar desde la esperanza" [22] .

                   3. La utopía cuestinada

            La razón utópica ha sido objeto de críticas severas por parte de la filosofía y de la teología, de las ciencias sociales y de las ciencias naturales. Una de las más generalizadas es la que echa en cara a la utopía su carácter totalitario y absolutista tanto en el terreno social como en el epistemológico. Así lo ha puesto de manifiesto Karl Popper [23] , cuya crítica puede resumirse así: quien busca el cielo en la tierra, provoca el infierno en la tierra. La utopía se interesa por el desarrollo de la sociedad en cuanto totalidad. No le importan los aspectos particulares, que se diluyen en el conjunto. El modo de pensar holístico, propio de la epistemología utópica, según Popper, lejos de representar una fase avanzada en la evolución del pensamiento humano, nos retrotrae a una "fase precientífica" y se basa en un grave error metodológico.          

            Otra crítica apunta a la imposibilidad de realización de los proyectos utópicos y a su falta de realismo. Es la que procede del pensamiento conservador, que no comparte los presupuestos de la filosofía utópica. Al carácter idealista del pensamiento utópico opone un pensamiento "realista". A la política guiada por móviles de trasformación histórica opone una política pragmática y de respeto al orden establecido.

            A la utopía se la considera una secularización de las escatologías religiosas trascendentes. En consecuencia, sus críticos la atribuyen similar grado de fanatismo al de las creencias religiosas. Uno de los ejemplos más socorridos al respecto es el utopismo quiliástico de Th. Müntzer, que llevó a los campesinos alemanes revolucionarios hacia una muerte colectiva irremisible.

            Hay todavía una última objeción a la utopía: la que la acusa de evadirse de las responsabilidades históricas del aquí y ahora, renunciar al principio de realidad, tenderse en brazos de la imaginación y soñar con islas maravillosas alejadas del mundanal ruido.

          4.  Postmodernidad: adiós a los grandes relatos

            Otra crítica s la que procede de la posmodernidad. La posmodernidad cierra las pocas puertas que la modernidad dejaba abiertas a la utopía.

            Más que de una nueva ideología, que haya que situar entre las grandes ideologías de la humanidad, la postmodernidad es un clima cultural cada vez más extendido que viene a constatar el fracaso de los grandes ideales y propuestas de la modernidad y el final de los grandes relatos que describían las grandes gestas de la igualdad, de la fraternidad universal, del progreso ilimitado, de la felicidad para todos.

            La postmodernidad da lugar a una nueva cultura, que es la del fragmento, y a una nueva modalidad de pensamiento, el pensamiento débil. El nuevo discurso postmoderno se caracteriza por su provisionalidad, la parcialidad y la contigencia, ya que tiene su base en la experiencia, y éste posee esos mismos rasgos.

            La posmodernidad disuelve el concepto de verdad, renuncia al fundamento, rechaza la filosofía de la sospecha y se opone a toda pretensión totalizadora -considerada totalitaria- de razón. El resultado final de esta concepción deconstructiva es la renuncia a todo intento de formular un proyecto global de transformación de la sociedad y la quiebra de las utopías.

            La postmodernidad muestra una faz anti-utópica y niega todo valor a las utopías, apoyándose en dos argumentos. Por una parte, se opone al idealismo y al trascendentalismo que definen a la utopía. "Tomar partido por una conciencia y una sociedad a-utópicas es algo necesario hoy. El fin de la utopía, a fin de cuentas, tiene una virtud incuestionable: nos baja del cielo a la tierra" [24] . La utopía, se dice, no es de este mundo. Por eso se la excluye del ámbito de la política, que queda a merced de las soluciones inmediatas, sin horizonte de futuro. Es el día a día lo que impera, más que los proyectos de emancipación a largo plazo. No hay perspectiva histórica.

            Por otra parte, la postmodernidad no reconoce un sentido a la historia: "No existe telos alguno de la historia, sino que ésta, al contrario, se presenta como experiencia repetitiva -a través de mediaciones simbólicas siempre nuevas y con distintos grados de conciencia- de la misma imposibilidad de conciliación" [25] .

        5. De la crítica a la utopía al cinismo anti-utópico

            Hay que tener muy en cuenta las diferentes críticas a la utopía, para no caer en utopismos ingenuos o en concepciones igualitarias de corte totalitario, que no respetan la libertad individual ni la diferencia. Pero las críticas deben asumirse críticamente, y no de manera absoluta. No se olvide que algunas de las críticas se hacen desde un lugar y con un interés bien concretos: mantener el orden establecido y frenar el descontento de los desfavorecidos. Tal motivación se aprecia en el juego de sustitución de palabras, al que asistimos: idealismo por realismo, revolución por evolución, socialismo por capitalismo democrático, libertad por civilización, sujeto por individuo, comunidad por sociedad, convicciones por responsabilidad, y así sucesivamente. Estamos pisando la raya del cinismo anti-utópico.

            La utopía es un referente ético irrenunciable y constituye el horizonte privilegiado en que ha de moverse la acción humana. La utopía es, a su vez, el motor de la historia. Sin ella, la historia vagaría sin rumbo y el ser humano caería en las voraces fauces del destino. La renuncia a la utopía desemboca en la trivialidad, como ya advirtiera perspicazmente Jürgen Habermas: "Cuando se secan los manatiales utópicos, se difunde un desierto de trivialidad y perplejidad" [26] .

            Para que ello no suceda hay que partir de una concepción utópica del ser humano en el mundo y en la historia. Éste es precisamente el planteamiento de Bloch, para quien el ser humano es el "guardaagujas de la ruta del mundo" y -añado yo- de la historia.

 

III. INDIVIDUO Y COMUNIDAD

       1. Universalismo jurídico y relaciones dinerarias

            En la primera parte de este estudio veíamos que la miseria del liberalismo radicaba en haberse enrocado en el individualismo y en mostrarse incapaz de generar un tejido comunitario en clave solidaria. El individualismo liberal ha eliminado la comunidad tradicional, al romper los lazos que le servían de cohesión. Pero no ha dejado expedito el camino para construir la comunidad de iguales que propiciaron algunas corrientes utópicas de la modernidad. La burocracia del Estado moderno y el formalismo sistémico han convertido casi en "misión imposible" dicha tarea.

            He aquí el certero testimonio de Erich Fromm al respecto:

            "Se han pedido los lazos naturales de la solidaridad y de la comunidad sin que se hayan encontrado otros nuevos. El hombre moderno está solo y atemorizado. Es libre pero al mismo tiempo tiene miedo a esa libertad. vive, como dijo el gran sociólogo Émile Durkheim, en la anomía. Está caracterizado por la fratmentación o la anulación., que no hacen de él precisamente un individuo, sino un átomo, que ya no lo individualizan, sino lo atomizan. Al fin y al cabo, átomo' e 'individuo' significan lo mismo . Aquella palabra viene del griego y ésta del latín. Pero el sentido que han venido a tener en nuestro lenguaje es contrapuesto. El hombre moderno esperaba llegar a ser un individuo, cuando en realiodad ha llegado a ser un átomo zarandeado y temeroso" [27] .

            El individualismo se reviste hoy de universalismo jurídico, que, según Pietro Barcellona, "se rige por la reducción de las relaciones interpersonales a relaciones dinerarias" [28] . No hay un reconocimiento personal recíproco, sino "una relación de indiferencia recíproca" (G. Mazzett). Se respeta la libertad formal, es verdad, pero no la libertad real. Al disolverse las diferentes formas de sociabilidad, no resulta posible la consecución de fines comunes. El universalismo jurídico y la economía dineraria no sólo eliminan toda idea de comunidad, sino que obstaculizan el acceso a una vida individual liberada.

    2. Cristianismo y marxismo: tradiciones comunitarias a recuperar

     Sin embargo, la partida no puede darse por perdida. La creación de la comunidad es necesaria y posible, aunque no está exenta de dificultades. Vamos a recurrir a dos tradiciones, en buena medida olvidadas dentro del pensamiento filosófico, que pueden ayudarnos en dicha reconstrucción: la cristiana y la marxista. Si recurrimos a ellas no es para canonizarlas; ambas dejan mucho que desear dada su práctica anti-comunitaria histórica. Pero en sus núcleos originarios cuenta con una experiencia comunitaria nada desdeñable.

            En el cristianismo convergen dos revoluciones culturales: la de la subjetividad y la de la comunidad, que dan lugar a un cambio religioso y cultural importante en el entorno en que se desarrolla y se incultura. El cristianismo se inicia con el movimiento igualitario de seguidores y seguidoras de Jesús, se desarrolla a través de una amplia red de pequeñas comunidades y se presenta como alternativa comunitaria de vida frente a las estructuras legalistas del judaísmo y a la

            El sujeto de la fe en el cristianismo no son las instituciones, ni el Estado, ni siquiera la Iglesia; es el yo personal e irrepetible que presta su adhesión a Jesús de Nazaret libremente y hace el camino del seguimiento responsablemente. Pero la fe de la persona cristiana está enraizada en la fe de la comunidad. El yo creyente es sujeto, cree Metz, pero no en cuanto individuo aislado sino "en su carácter originario subjetivo, en su condición de 'hermano'" [29] . Más aún, la intersubjetividad del acto de fe es "la determinación central" del sujeto cristiano.

            En la concepción cristiana del sujeto entra una nueva categoría: la de projimidad. El prójimo constituye el horizonte y el referente de la fe. Una fe no referida al prójimo se queda en la esfera íntima de la persona y tiende fácilmente a convertirse en una especie de auto-consuelo.

            La salvación en el cristianismo es personal pero, al mismo tiempo, comunitaria. Lo expresa acertadamente el concilio Vaticano II en dos textos antológicos: Uno, de la constitución "Luz de las Gentes": "Quiso el Señor santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente" (Lumen gentium, n. 9) [30] . Otro, de la constitución "Sobre la Iglesia en el mundo actual": "Es la persdona del ser humano la que hay que renovar. Es la sociedad humana la que hay que renovar" (Gaudium et Spes, n. 2). Si acabamos de decir que el prójimo es horizonte y referente de la fe, ahora damos un paso más y afirmamos que el prójimo es el horizonte y el referente de la salvación cristiana.

            Sin embargo, no es comunidad todo lo que reluce en el cristianismo. La fe tiende a recluirse en el ámbito privado de la persona, sin apenas contacto con el exterior. La espiritualidad suele configurarse de manera intimista y aislada del entorno social. La moral cristiana tiende a centrarse en los problemas del individuo. La salvación suele entenderse de manera espiritualista.

            Con todo, hoy se están haciendo importantes esfuerzos por devolver al cristianismo su faz comunitaria, y ello no para la propia satisfacción de los cristianos y cristianas. El tejido comunitario constituye un cauce adecuado para reconstruir las alteridades negadas: mujeres discriminadas, clases expoliadas, etnias y razas sojuzgadas, religiones olvidadas, culturas destruidas. El cristianismo está contribuyendo hoy a redescubrir de la riqueza de las culturas pisoteadas, a devolver la dignidad negada a las mujeres oprimidas, a reconocer la categoría de sujetos históricos a las clases marginadas, a la recuperación de sus señas de identidad a las etnias y razas sojuzgadas.

            Las comunidades de base y otros movimientos cristianos han sabido captar la vertiente comunitaria del Dios cristiano así como la centralidad de la koinonía (=comunidad de vida, de fe, de bienes...) en la experiencia cristiana [31] .

            Otra aportación nada desdeñable viene de Marx, quien cree que la sociedad de clases elimina a un tiempo la individualidad, porque el ser humano es considerado como objeto y mercancía, y la comunidad, porque los intereses no son comunes, sino contrapuestos. La relación de los seres humanos en el proceso del trabajo no les une en cuanto individuos, sino en cuanto miembros de una clase. He aquí una buena síntesis de la teoría marxista al respecto hecha por Marx y Engels:

            "Solamente dentro de la comunidad (con otros) tiene todo individuo los medios necesarios para desarrollar sus dotes en todos los sentidos; solamente dentro de la comunidad es posible, por tanto, la libertad personal. En los sustitutivos de la comunidad que hasta ahora han existido, en el estado, etc., la libertad personal sólo existió para los individuos desarrollados dentro de la clase dominante y sólo en cuanto eran individuos de esta clase. La aparente comunidad en que se han asociado hasta ahora los individuos ha cobrado siempre una existencia propia e independiente frente a ellos y, por tratarse de la asociación de una clase en contra de otra, no sólo era, al mismo tiempo, una comunidad puramente ilusoria para la clase dominada, sino también una nueva traba. Dentro de la comunidad real y verdadera, los individuos adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación" [32] .

            Sin embargo, la antropología comunitaria de Marx ha sido objeto de todo tipo de perversiones y falseamientos en los regímenes comunistas y se ha convertido, en la práctica, en una negación de la persona sometida a la dictadura de la "clase" y en una eliminación de la comunidad sometida al control del "aparato". El intento de instaurar por vía autoritaria -y muchas veces violenta- la sociedad sin clases ha suprimido la libertad individual y ha impedido la liberación integral de la sociedad. Y, (lo más paradógico!, no logró construir la sociedad sin clases.

            Con todo, y tras la crisis del marxismo producida por la caída del socialismo real en los países del Este europeo, hay que volver la vista a la antropología marxista más genuina para recuperar sus componentes emancipatorios de cara al ser humano en su doble vertiente, personal y comunitaria.

            3. Hacia una comunidad racional y de comunicación

            Como alternativa al individualismo liberal, R. P. Wolff propone la creación de una comunidad racional basada en el interés público y caracterizada por ser "una actividad, una experiencia, una reciprocidad de conciencia entre agentes racionales moral y políticamente iguales que libremente se congregan y deliberan, con la finalidad de concertar sus voluntades en la propuesta de objetivos y en la realización de acciones comunes" [33] . Dicha comunidad debe cumplir estos requisitos: el reconocimiento de cada ciudadano como agente moral racional, como sujeto que es fin en sí mismo, y nunca medio para lograr otro fin superior; el reconocimiento de cada persona a la igualdad y a la libertad en el diálogo político; la capacidad de réplica sin coacción en el diálogo o, en expresión de J. Muguerza, la "concordia discorde" [34] .

            Una comunidad así entendida salva tanto al sujeto, en cuanto fuente de moralidad, como a la comunidad entre personas, movida por objetivos comunes. La persona no se diluye en la comunidad, sino que se siente enriquecida por ella, al tiempo que la comunidad no es el resultado de la suma de unos individuos anexados externamente, sino un grupo de comunicación interhumana con experiencias, intereses, e ideales comunes a construir y a compartir.

            Habermas propone la construcción de una comunidad de comunicación, donde todas las personas sean interlocutores en la acción comunicativa. Con ello introduce el concepto de "racionalidad comunicativa", que viene a corregir "las reducciones cognitivo-instrumentales que se hacen de la razón" [35] .

            R. Mate subraya ecuánimemente la consistencia y las aportaciones de la teoría de la acción comunicativa de Habermas, considerada en amplios sectores como el más logrado y actualizado paradigma de la modernidad. Mate distingue dos tipos de solidaridad y de intersubjetividad: la simétrica o descendente (o por consenso entre iguales) y la asimétrica o descendente, que tiene en cuenta preferentemente los derechos de las personas no-iguales. A este segundo tipo de solidaridad no parece prestarle la debida atención la teoría habermasiana de la acción comunicativa. De ahí que sobre la solidaridad universal de dicha teoría caiga "la sospecha de ser insolidaria en el sentido de que su solidaridad es particular" [36] . Como correctivo a Habermas, Mate habla de la "solidaridad compasiva", que tiene en cuenta de manera prioritaria los intereses de los no-sujetos, no defendidos en la mesa del consenso social. 

            El individualismo liberal elimina la comunidad tradicional, al romper los lazos que le servían de cohesión. Pero no ha sido capaz de facilitar el camino para construir la comunidad de iguales que propiciaron algunas corrientes utópicas de la modernidad.

            Coincido con Pietro Barcellona en la necesidad de construir una "nueva comunidad", capaz de compaginar la autonomía y libertad del sujeto, la dimensión social del ser humano y la utopía de una sociedad liberada de las múltiples opresiones que la esclavizan. Dicha comunidad ha de ser fruto de una profundización comunitaria en la democracia y ha de alimentarse en los movimientos sociales. Ninguna de las tradiciones emancipatorias, religiosas o laicas, pueden ser excluidas de este proyecto, tan difícil como necesario e irrenunciable para el futuro de la humanidad.


 


     [1] . A. Touraine, Crítica de la modernidad, Temas de Hpy, Madrid 1993, 265.

     [2] . N. Pico della Mirandola, De dignitate hominis, Florencia 1492.

     [3] . C. París, El animal cultural. Biología y cultura en la realidad humana, Crítica, Barcelona 1994, 22. Esta idea es desarrollada en el sugerenteapartado que lleva por título "El 'logos' y la ciudad", pp. 22-24. Me he ocupado de este libro en La cultura como desarrollo de la biología: El Ciervo 531 (junio 1995) 33-34.

     [4] . C. Molina Petit, Dialéctica feminista de la Ilustración, Anthropos, Barcelona 1994, 161. Esta obra constituye una de las aportaciones más relevantes de la filosofía feminista en nuestro país.

     [5] . Th. Hobbes, Leviatán, citado en M. Rader, Etica y democracia, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1975, 162.

     [6] . O. c., 163.

     [7] . A. Smith, The Walth of Nations, Modern Library, Nueva York 1937, 421.423; citado en M. Rader, o. c., 321.

     [8] . Ibid., 651; cita en M. Rader, 321-322.

     [9] . J. Stuart Mill, Principios de política económica, libro IV, cap. VII, par. 7.

     [10] . J. Muguerza, Desde la perplejidad, FCE, México-Madrid 1990, 259.

     [11] . J.-K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Madrid 1992; L. de Sebastián, La gran contradicción del neo-liberalismo moderno, Cristianismo y Justicia/Ayuntamiento de Barcelona 1989; id., Mundo rico, mundo pobre, Sal Terrae, Santander 1992.

     [12] . Cf. L. de Sebastián, El neoliberalismo. Argumentos a favor y en contra, en Varios, El neoliberalismo en cuestión, Sal Terrae, Santander 1993, 27-29.

     [13] . M. Horkheimer, "The End of Reason", en A. Arato y E. Gebhardt (eds.), The Essential Frankfurt School Reader, Urizen Books, N. York 1977, 8.

     [14] . W. Benjamin, Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid 1973, 173.

     [15] . Esta idea es desarrollada con lucidez por J. Jiménez, La vida como azar, Mondadori, Madrid 1989, en el capítulo 9: "Metamorfosis  y crisis de identidad", que tengo muy presente y sigo aquí.

     [16] . Citado por J. Jiménez, o. c., 178.

     [17] . M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, Madrid 1978, 338.

     [18] . Ibid., 375.

     [19] . He estudiado la antropología en clave de esperanza en J.-J. Tamayo-Acosta, Para comprender la escatología cristiana, Verbo Divino, Estella 1993, especialmente el capítulo 1 (pp. 19-33).

     [20] E. Bloch, El principio esperanza III, Aguilar, Madrid 1980, 491-492. El propio Bloch reitera en otro lugar: "Sólo cuando la razón comienza a hablar, comienza, de nuevo, florecer la esperanza en la que no hay falsía", El principio esperanza I, Aguilar, Madrid 1977, 133. He estudiado la filosofía utópica de la religión de Bloch en: Religión, razón y esperanza. El pensamiento de Ernst Bloch, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1992.

     [21] . Cf. E. Bloch, El principio esperanza I, o. c., 197-203.

     [22] . J. Moltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969, 28.

     [23] . Las obras donde Popper fundamenta su crítica a las utopías son: La miseria del historicismo, Alianza, Madrid 1973; La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona 1992.

     [24] . M. Porta, El final de la utopía: EL PAIS, 11.6.1986.

     [25] . F. Crespi, "Ausencia de fundamento y proyecto social", en G. Vattimo y P. A. Rovati (eds.), El pensamiento débil, Cátedra, Madrid 1988, 345.

     [26] . Citado por J.-L. Yuste, Política y utopía: EL PAIS, 3.3.95, p. 14.

     [27] E. Fromm, El humanismo como utopía real, Paidós, Barcelona 1998, 24.

     [28] . P. Barcellona, Postmodernidad y comunidad, Trotta, Madrid 1992, 112.

     [29] . J.-B. Metz, La incredulidad como problema teológico: Concilium 6 (1965) 77.

     [30] . Esta misma idea era expresada por Peguy con cierta tonalidad poética: "Hay que salvarse juntos; hay que llegar juntos a la casa del Padre. Porque, )qué nos diría Dios si llegáramos separados los unos de los otros?".

     [31] . He desarrollado esta idea en J.-J. Tamayo, Presente y futuro de la teología de la liberación, San Pablo, Madrid 1994, 159.

     [32] . K. Marx-F. Engels, La ideología alemana, Barcelona 1980, 86.

     [33] . R. P. Wolff, The Poverty of Liberalism, Boston 1968, 182.

     [34] . J. Muguerza, o. c., 330.

     [35] . J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa I, Taurus, Madrid 1987, 10. 

     [36] . R. Mate, Mística y política, Verbo Divino, Estella 1991, 61.