Respuestas ante el sufrimiento y la pérdida

Gran parte de la manera en que aprendemos a vivir y a crecer a través del sufrimiento de nuestros adioses se relaciona con la forma en que encaramos la causa de ese sufrimiento. Cuando la gente atraviesa momentos difíciles, cuando trata de explicarse los "accidentes de la vida" (esos hechos no planificados, impredecibles), o trata de encontrar a alguien o a algo que justifiquen su causa. Por lo general, la gente que sufre llega a la conclusión que la vida es injusta. Pero lo que en realidad quiere significar es: ¿Por qué Dios no es justo? Se tiene la esperanza de que lo bueno debería sucederle a los buenos, y lo malo a los malos. Si hemos sido buenos, no deberíamos recibir los golpes crueles y desagradables de la vida. ¿No es así como debería actuar Dios? ¿Por qué Dios no es justo? ¿No es Dios quien, en última instancia, es el responsable de este dolor? ¿Por qué ese Dios, que todo lo puede, no lo detuvo instantáneamente?


Con cuánta asiduidad proclaman esa actitud hacia el sufrimiento quienes fueron heridos por los adioses. Padres que se dedicaron tanto a sus hijos, e hicieron todo lo posible para compartir lo bueno con ellos, sufren por el estilo de vida que eligieron sus hijos y por los abusos que cometen. Sus voces interiores son una mezcla de culpabilidad y de rabia por las injusticias de la vida: "¿En qué nos equivocamos? ¿Por qué la vida nos da esta humillante bofetada? ¿Por qué Dios permitió que esto sucediera?". Lo mismo se pregunta la mujer que toda su vida lucha contra la depresión. Algo en ella aniquila su autoestima y le arranca la alegría a medida que va diciendo adiós a su energía interior y a su entusiasmo. Observa a otros, que nunca pasaron por esa prolongada lucha emocional, y se pregunta: "¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho? ¿Qué más puedo hacer? ¿Por qué Dios no me libra de esto?".


A un hombre, que ama profundamente a su esposa y lucha con todas sus fuerzas para brindarles una buena vida, a ella y a sus cinco hijos, lo invade la soledad después que su mujer muere en un accidente automovilístico. Grita con ira y angustia: "¿Por qué mi esposa? ¿Por qué yo? ¿Por qué nosotros? ¿Por qué no evitaste el accidente, Dios? O la mujer que despierta una mañana y descubre que el marido, a quien ella sintió tan cercano, eligió llevar una nueva vida con una de sus empleadas. Se siente atormentada por el dolor de la traición y el desprecio personal; ella también se lamenta por haber recibido algo que no merecía. El agricultor que ha trabajado duramente para aferrarse a su tierra, recibe la devastadora decisión de su banco de privarlo del derecho de renovar su hipoteca. Los precios del mercado, la sequía y las tormentas lo destruyeron. Camina por última vez a través de su tierra diciéndole adiós a esa vida que tanto significó para él, y se pregunta qué hizo de malo para que la vida lo tratara de manera tan cruel. Toda esa gente se ha enfrentado con una realidad de la condición humana: la vida es injusta.


No siempre la vida nos trata bondadosamente. Ellos también se enfrentaron con las profundas cuestiones que plantean los adioses: ¿Qué tiene que ver Dios con mi sufrimiento? ¿Por qué la vida tiene que ser así?


Teorías falsas sobre el sufrimiento


Si escuchamos con atención a los que sufren, o a quienes tratan de consolar a los que sufren, oiremos que sus comentarios encierran la indudable creencia de quién es el causante del sufrimiento y por qué lo hace. En general, sus creencias giran alrededor de las siguientes razones: Primera, Dios manda el dolor, la pérdida amarga, por lo mucho que él nos ama. Por ello, cuanto mayor sean nuestras dificultades, más grande será el amor que Dios siente por nosotros, porque el sufrimiento es una purificación y un medio de transformación. (A una hermana de mi comunidad, operada varias veces de tumores malignos, le dijeron una vez: "Dios te debe amar muy especialmente para darte todo este sufrimiento". Ella contestó: "Bueno, si es así, desearía que Dios no me amara tanto"). Otra creencia supone que Dios nos manda el dolor para castigarnos por algún pecado del pasado. Esa creencia encierra culpabilidad, a la cual, a menudo, acompaña la aflicción, porque se siente que quienes sufren provocaron indirectamente a Dios para que les mandara el sufrimiento. Ellos creen que el sufrimiento no se hubiera producido de no haber sido por sus pecados. (Una pareja de jóvenes sufría profundamente la muerte de su hijito de dos años. Cuando el niño murió, los padres llegaron a la conclusión que Dios se los había arrebatado porque ese hijo había nacido fuera del matrimonio). Tercera, algunos piensan que Dios les envía el dolor para ponerlos a prueba, para ver si realmente tienen fe, y para probar su amor por Dios en momentos difíciles. Por último, existe una creencia que Dios manda el sufrimiento por alguna razón que nosotros no entendemos. La gente suele decir: "Dios lo quiere así y nosotros debemos simplemente aceptarlo si queremos ser buenos y fieles creyentes".


Ninguna de estas cuatro creencias representa un enfoque correcto que nos permita llegar a comprender el sufrimiento que provocan nuestras situaciones de ruptura, o para vivir a través de ellas. La principal premisa de estas creencias es falsa. Dios no nos manda el sufrimiento. Todavía tenemos muchas opiniones malsanas en nuestra teología del sufrimiento. Cada vez que decimos "Dios manda el sufrimiento", entramos en un territorio teñido de paganismo. Los habitantes de la antigüedad también lucharon contra los males y las penas que les obstaculizaban su existencia humana. Ellos ponían en tela de juicio a los elementos naturales: ¿Por qué los rayos y las tormentas destructoras? ¿Por qué la falta de lluvia o el exceso de sol para los cultivos? ¿Por qué la infertilidad para algunas mujeres y no para otras? ¿Por qué la muerte, las enfermedades y otras calamidades que dañan y arrebatan la vida? Empezaron a darse cuenta que todos esos conflictos misteriosos provenían de algún poder que se ocultaba en esos incidentes. Algo o alguien les mandaba las cosas buenas o las malas. Desarrollaron la teoría siguiente: si ellos apaciguaban los poderes misteriosos, que presumían eran los causantes de que sucediera lo bueno o lo malo, se les perdonarían las fatigas y los dolores de la vida. Los dioses, como posteriormente se denominaron esos poderes, a su vez, serían buenos con ellos y no les mandarían el sufrimiento.


Esa teología del sufrimiento, basada en apaciguar a los dioses cuyos poderes influían sobre ellos, se incluyó en los relatos del Antiguo Testamento. Recordemos la historia de Abraham, a quien se le pidió que matara a su único hijo en el altar de los sacrificios, para que probara su fe en el Dios verdadero (Gn. 22). Se presentó un mensajero de Dios y detuvo a Abraham. Este hecho rompió con una tradición en la forma de pensar: ya no eran necesarios los sacrificios humanos para apaciguar al único Dios verdadero. Fue una ruptura y un adelanto, pero la idea de sacrificios con fines de apaciguamiento persistió durante muchísimo tiempo, como vemos en el Nuevo Testamento, que se refiere a Jesús como la víctima propiciatoria o como el sacrificio que apaciguará al Padre (1 Cor. 6, 20; 1 Ped. 1, 19; Heb. 10, 1-18).


También el concepto de ser puesto a prueba por medio del sufrimiento se mantuvo durante muchos años. En la historia de Job, el autor nos dice que Dios puso a prueba a Job destruyendo a todos aquellos a quienes Job amaba y a todas las cosas de valor que Job poseía. ¿Qué clase de Dios haría una cosa así? El conflicto que el autor del libro de Job tenía con el misterio del sufrimiento era el mismo que nosotros tenemos ahora, mas él llegó a la conclusión de que Dios era un Dios que ponía a prueba.


La idea de que Dios manda el sufrimiento como castigo por nuestros pecados se manifiesta a través de la historia de la humanidad, a lo largo del Antiguo Testamento, y en el Nuevo Testamento. Cuando Jesús estaba con sus discípulos, ellos le preguntaron por un hombre ciego: "Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?". Jesús les contestó: "Ni él ni sus padres han pecado, nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios" (Jn 9, 2-3). En otra oportunidad, el propio Jesús planteó el mismo tipo de pregunta para disipar la teoría de que el sufrimiento era el castigo del pecado. Cuando "se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilatos mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios", Jesús les respondió: "¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no" (Lc 13, 1-3). En ambos casos, Jesús rechaza la creencia tan difundida de que el sufrimiento del hombre que nació ciego, o el de los galileos asesinados, o el de cualquiera en situación similar, sea un castigo por haber pecado. En cada una de esas circunstancias, Jesús llega a señalar la necesidad del arrepentimiento de lo pecaminoso de cada uno, y sugiere que casos como estos pueden ser invitaciones para un cambio profundo o para una conversión interior. Al hacerlo, él da a entender que el sufrimiento puede brindarnos una oportunidad para que reflexionemos sobre nuestra vida, la clase de persona que somos, cómo nos relacionamos con los demás, lo que valemos; pero Jesús se niega de lleno a ratificar la teoría tradicional de que el sufrimiento sea mandado como un castigo por los pecados de alguien.


¿Qué decir de la voluntad de Dios? ¿Es que Dios desea nuestro sufrimiento? Dios no nos manda nuestro sufrimiento ni desea que lo padezcamos, sino que Dios permite que se manifieste. Jesús mismo luchó con la "voluntad del Padre" cuando padeció sus propias angustias (Lc 22, 39-46). Jesús era totalmente humano. No quería sufrir el dolor. Le rogó a su Padre que participara de su momento del adiós y que lo privara del dolor: "Padre", le dijo, "si quieres, aleja de mí este cáliz". Cuando Jesús continuó diciendo "Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya", estaba aceptando su dolorosa situación. El Padre no intervino, no hizo un milagro y le evitó la cruz; no salvó a Jesús de ser un humano. Él permitió que Jesús participara plenamente de la condición humana de la misma manera que todos nosotros participamos plenamente de ella. Dios quiere nuestra felicidad, nuestra paz mental y espiritual. Dios no quiere ni necesita que nosotros suframos los pesares de la vida, pero Dios permite que el sufrimiento se produzca porque, como lo dijo con tanta claridad el maestro Kushner, si Dios actuara de otra manera bloquearía nuestra naturaleza humana y nuestra condición humana. Los accidentes ocurren, la muerte nos llega, las enfermedades son frecuentes en nuestro mundo, pero Dios no nos hace esas cosas. Somos seres humanos totales y finitos, que vivimos en una tierra donde suceden desastres naturales, donde existen las condiciones genéticas, donde a veces optamos por cosas mezquinas o lamentables, donde la vida no siempre se desarrolla como lo habíamos planeado o como lo deseábamos. Poseemos la gracia divina y nos agobia nuestra humanidad, el misterio de llegar a integrar nuestra individualidad mediante continuos adioses. Somos frágiles e incompletos, estamos siempre sujetos a posibles pesares. Vivimos en un mundo donde sabemos que no podemos huir de nuestra propia muerte, nuestro último adiós antes de la bienvenida eterna.

Joyce Rupp