Spe gaudentes, alegres en la esperanza
2007-12-21- Tercera Predicación de Adviento a la Casa Pontificia
1. Jesús, el Hijo
En esta tercera y última meditación, dejando ya a los profetas y a Juan el
Bautista, nos concentramos exclusivamente en el punto de llegada de todo: el
«Hijo». Desde esta perspectiva, el texto de Hebreos evoca de cerca la parábola
de los viñadores infieles. También ahí, Dios envía primero a siervos; después,
«por último», envía al Hijo diciendo: «A mi Hijo le respetarán» (Mt 21, 33-41).
En un capítulo del libro sobre Jesús de Nazaret, el Papa ilustra la diferencia
fundamental entre el título «Hijo de Dios» y el de «Hijo» sin más añadidos. El
sencillo título de «Hijo», al contrario de cuanto se podría pensar, es mucho más
rico de significado que «Hijo de Dios». Este último llega a Jesús tras una larga
hilera de atribuciones: así había sido definido el pueblo de Israel y,
singularmente, su rey; así se hacían llamar los faraones y los soberanos
orientales, y de tal forma se proclamará el emperador romano. De por sí, no
habría sido suficiente por eso para distinguir a la persona de Cristo de
cualquier otro «hijo de Dios»
Es distinto el caso del título de «Hijo», sin otro añadido. Aparece en los
evangelios como exclusivo de Cristo y es con él que Jesús expresará su identidad
profunda. Después de los evangelios es precisamente la Carta a los Hebreos la
que testimonia con más fuerza este uso absoluto del título «el Hijo»; está
presente allí cinco veces.
El texto más significativo en el que Jesús se define a sí mismo «el Hijo» es
Mateo 11, 27: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar». La frase, explican los exégetas, tiene un
claro origen arameo y demuestra que los desarrollos posteriores que se leen, al
respecto, en el evangelio de Juan tienen su origen remoto en la conciencia misma
de Cristo.
Una comunión de conocimiento tan total y absoluta entre Padre e Hijo, observa el
Papa en su libro, no se explica sin una comunión ontológica o del ser. Las
formulaciones posteriores culminantes en la definición de Nicea, del Hijo como
«engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre», son por lo tanto
desarrollos osados, pero coherentes con el dato evangélico.
La prueba más fuerte del conocimiento que Jesús tenía de su identidad de Hijo es
su oración. En ella la filiación no está sólo declarada, sino vivida. Por el
modo y la frecuencia con que recurre en la oración de Cristo, la exclamación
Abbà da testimonio de una intimidad y familiaridad con Dios sin igual en la
tradición de Israel. Si la expresión se ha conservado en su lengua originaria y
se ha convertido en la característica de la oración cristiana (Ga 4,6; Rm 8,15)
es porque hubo el convencimiento de que se trató de la forma típica de la
oración de Jesús [1].
2. ¿Un Jesús de los ateos?
Este dato evangélico proyecta una luz singular sobre el debate actual en torno a
la persona de Jesús. En la introducción de su libro, el Papa cita la afirmación
de R. Schnackenburg según el cual «sin el arraigo en Dios la persona de Jesús es
fugaz, irreal e inexplicable». «Éste -declara el Papa-- es también el punto de
apoyo en que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el
Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad» [2].
Ello evidencia, en mi opinión, la problemática de una investigación histórica
sobre Jesús que no sólo prescinda, sino que excluya de partida la fe; en otras
palabras, la plausibilidad histórica de aquello que se ha definido a veces «el
Jesús de los ateos». No hablo, en este momento, de la fe en Cristo y en su
divinidad, sino de fe en la acepción más común del término, de fe en la
existencia de Dios.
Lejos de mí la idea de que los no creyentes no tengan derecho a ocuparse de
Jesús. Lo que desearía poner de manifiesto, partiendo de las afirmaciones del
Papa citadas, son las consecuencias que se derivan de un punto de partida tal,
esto es, cómo la «precomprensión» de quien no cree incide en la investigación
histórica enormemente más que la del creyente. Lo contrario de lo que los
estudiosos no creyentes piensan.
Si se niega o se prescinde de la fe en Dios, no se elimina sólo la divinidad, o
el llamado Cristo de la fe, son también al Jesús histórico tout court; no se
salva ni el hombre Jesús. Nadie puede contestar históricamente que el Jesús de
los evangelios vive y actúa en continua referencia al Padre celestial, que ora y
enseña a orar, que funda todo sobre la fe en Dios. Si se elimina esta dimensión
del Jesús de los evangelios no queda de Él absolutamente nada.
Así que si se parte del presupuesto, tácito o declarado, de que Dios no existe,
Jesús no es más que uno de tantos ilusos que oró, adoró, habló con su propia
sombra, o con la proyección de la propia esencia, en términos de Feuerbach.
Jesús sería la víctima más ilustre de lo que el ateo militante Dawkins define
«la ilusión de Dios» [3]. Pero ¿cómo se explica entonces que la vida de este
hombre "haya cambiado el mundo" y que, a dos mil años de distancia, siga
interpelando a los espíritus como ningún otro? Si la ilusión es capaz de obrar
lo que hizo Jesús en la historia, entonces Dawkins y los demás tal vez deben
revisar su concepto de ilusión.
Existe una sola vía de salida para esta dificultad, la que se abrió camino en el
ámbito del «Jesus Seminar» de Berkeley, en los Estados Unidos. Jesús no era un
creyente judío; en el fondo era un filósofo itinerante, al estilo de los cínicos
[4]; no predicó un reino de Dios, ni un cercano final del mundo; sólo pronunció
máximas sapienciales al estilo de un maestro Zen. Su objetivo era reavivar en
los hombres la conciencia de sí, convencerles de que no tenían necesidad ni de
él ni de otro dios, porque ellos mismos llevaban en sí una chispa divina [5].
¡Se trata de las cosas -mira por dónde- que lleva décadas predicando la Nueva
Era! Una enésima imagen de Jesús producto de la moda del momento. Es verdad: sin
el arraigo en Dios, la figura de Jesús es «fugaz, irreal e inexplicable».
3. Preexistencia de Cristo y Trinidad
También en este punto, igual que en la reducción de Jesús a un profeta, el
problema no se plantea sólo en la discusión con la crítica no creyente; se
suscita, de manera y con espíritu distinto, incluso en el debate teológico
dentro de la Iglesia. Veamos en qué sentido.
Acerca del título de Hijo de Dios se asiste a una especie de vuelta al origen en
el Nuevo Testamento: al principio se pone en relación con la resurrección de
Cristo (Rm 1, 4); Marcos da un paso atrás y lo sitúa en relación con su bautismo
en el Jordán (Mc 1, 11); Mateo y Lucas lo remontan a su nacimiento de María (Lc
1, 35). La Carta a los Hebreos obra el salto decisivo, afirmando que el Hijo no
empezó a existir en el momento de su venida entre nosotros, sino que existe
desde siempre. «Por medio de Él --dice-- [Dios] hizo también el mundo», Él es
«resplandor de su gloria e impronta de su sustancia». Una treintena de años
después Juan consagrará esta conquista iniciando su evangelio con las palabras:
«En el principio era el Verbo...».
Pero sobre la preexistencia de Cristo como Hijo eterno del Padre se han
planteado, en el ámbito de algunas de las llamadas «nuevas cristologías», tesis
bastante problemáticas. En ellas se afirma que la preexistencia de Cristo como
Hijo eterno del Padre es un concepto mítico derivado del helenismo. En términos
modernos, esto significaría sencillamente que «la relación entre Dios y Jesús no
se desarrolló sólo en un segundo tiempo y por así decirlo casualmente, sino que
existe a priori y está fundada en Dios mismo».
En otras palabras, Jesús preexistía en sentido intencional, no real; esto es, en
el sentido de que el Padre, desde siempre, había previsto, elegido y amado como
hijo al Jesús que un día nacería de María. Preexistía, por lo tanto, no de
manera distinta a la de cada uno de nosotros, dado que todo hombre, dice la
Escritura, ha sido «elegido de antemano» por Dios como su hijo, ¡antes de la
creación del mundo! (Ef 1,4).
Junto a la preexistencia de Cristo entra, en esta perspectiva, también la fe en
la Trinidad. Ésta se reduce a algo heterogéneo (una persona eterna, el Padre,
más una persona histórica, Jesús, más una energía divina, el Espíritu Santo);
algo, además, que no existe ab aeterno, sino que se hace en el tiempo.
Me limito a observar que tampoco esta tesis es nueva. La idea de una
preexistencia sólo intencional y no real del Hijo fue planteada, debatida y
rechazada por el pensamiento cristiano antiguo. Así que no es verdad que venga
impuesta por concepciones nuevas, ya no míticas, que tenemos de Dios, igual que
no es cierto que la idea contraria, de una preexistencia eterna, era la única
solución concebible en el contexto cultural antiguo y que los Padres no tenían,
entonces, posibilidad de elección.
Fotino, en el siglo IV, ya conocía la idea de una preexistencia de Jesús «a modo
de previsión» (kata prôgnosin) o «a modo de anticipación» (prochrestikôs).
Contra él decretó un sínodo: «Si alguien dice que el Hijo, antes de María,
existía sólo según previsión y que no es generado por el Padre antes de los
siglos para ser Dios y por medio suyo hacer llegar a la existencia toda las
cosas, que sea anatema» [6]. La intención de estos teólogos era elogiable:
traducir a un lenguaje comprensible para el hombre de hoy el dato antiguo. Pero
lamentablemente, una vez más, lo que se traduce en lenguaje moderno no es el
dato definido por los concilios, sino el condenado por los concilios.
Ya san Atanasio observaba que la idea de una Trinidad formada de realidades
heterogéneas compromete precisamente la unidad divina que con aquella se quiere
asegurar. Si además se admite que Dios «se hace» en el tiempo, nadie nos asegura
que su crecimiento y su transformación hayan terminado. Quien deviene, devendrá
todavía [7]. ¡Cuánto tiempo y esfuerzo nos ahorraría un conocimiento menos
superficial del pensamiento de los Padres!
Desearía concluir esta parte doctrinal de nuestra meditación con una nota
positiva, a mi entender de extraordinaria importancia. Durante casi un siglo,
desde que Wilhelm Bousset, en 1913, escribió su famoso libro sobre el Kyrios
Christos [8], en el ámbito de los estudios críticos ha dominado la idea de que
el origen del culto de Cristo como ser divino habría que buscarlo en el contexto
helenístico, por lo tanto mucho después de la muerte de Cristo.
En el ámbito de la llamada «tercera investigación» sobre el Jesús histórico,
recientemente ha retomado la cuestión desde sus fundamentos Larry Hurtado,
profesor de lengua, literatura y teología del Nuevo Testamente en Edimburgo. He
aquí la conclusión a la que llega, al término de una investigación de más de 700
páginas:
«La veneración de Jesús como figura divina irrumpió de improviso y rápidamente,
no poco a poco y tardíamente, entre círculos de seguidores del siglo I. Más
específicamente, los orígenes están en los círculos cristianos judaicos de los
primerísimos años. Sólo un modo de pensar iluso sigue atribuyendo la veneración
de Jesús como figura divina decisivamente a la influencia de la religión pagana
y a la influencia de los gentiles conversos, presentándola como un desarrollo
tardío y gradual. Más aún, la veneración de Jesús como "Señor", que encontraba
expresión adecuada en la veneración cultual y en la obediencia total, era además
general, no limitada ni atribuible a círculos particulares, por ejemplo los
"helenistas" o los cristianos gentiles de un hipotético "culto de Cristo sirio".
Con toda la diversidad del primer cristianismo, la fe en la condición divina de
Jesús era sorprendentemente común» [9].
Esta rigurosa conclusión histórica debería poner fin a la opinión, aún dominante
en una cierta divulgación, según la cual el culto divino de Cristo sería un
fruto posterior de la fe (impuesto por ley por Constantino en Nicea, en el año
325, ¡según Dan Brown y su Código da Vinci!)
4. La «niña Esperanza»
Además del libro sobre Jesús de Nazaret, el Santo Padre este año nos ha hecho
regalo igualmente de la encíclica sobre la esperanza. La utilidad de un
documento pontificio, además de su altísimo contenido, está también en el hecho
de que concentra en un punto la atención de todos los creyentes, estimulando
sobre él la reflexión. En esta línea, querría hacer aquí una pequeña aplicación
espiritual y práctica del contenido teológico de la encíclica, mostrando cómo el
texto que hemos meditado de la Carta a los Hebreos puede contribuir a alimentar
nuestra esperanza.
En la esperanza -escribe el autor de la Carta con una bellísima imagen destinada
a hacerse clásica en la iconografía cristiana-- «tenemos como segura y sólida un
ancla de nuestra alma, que penetra hasta más allá del velo del santuario, donde
entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6, 17-20). El fundamento de esta
esperanza es precisamente el hecho de que «en estos últimos tiempos Dios nos ha
hablado por medio del Hijo». Si nos ha dado al Hijo, dice san Pablo, «¿cómo no
nos dará con Él todas las cosas?» (Rm 8,32). He aquí por qué «la esperanza no
falla» (Rm 5,5): el don del Hijo es prenda y garantía de todo lo demás y, en
primer lugar, de la vida eterna. Si el Hijo es «heredero de todo» (heredem
universorum) (Hb 1,2), nosotros somos sus «coherederos» (Rm 8,17).
Los viñadores inicuos de la parábola, viendo llegar al hijo, se dicen: «Éste es
el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia» (Mt 21,38). En su
omnipotencia misericordiosa, Dios Padre ha transformado en un bien este proyecto
criminal. ¡Los hombres han matado al Hijo y han alcanzado de verdad la herencia!
Gracias a esa muerte, se han convertido en «herederos de Dios y coherederos de
Cristo».
Nosotros, criaturas humanas, necesitamos de la esperanza para vivir como del
oxígeno para respirar. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, pero también
es cierto al revés: mientras hay esperanza hay vida. La esperanza ha sido
durante mucho tiempo, y lo es aún, de las tres virtudes teologales, la hermana
menor, la pariente pobre. Se habla con frecuencia de la fe, aún más a menudo de
la caridad, pero bastante poco de la esperanza.
El poeta Charles Péguy tiene razón cuando compara las tres virtudes teologales
con tres hermanas: dos adultas y una niña pequeña. Van caminando de la mano
(¡las tres virtudes teologales son inseparables!), las mayores a los lados, la
niña en medio. Todos, viéndolas, están convencidos de que son las mayores -la fe
y la caridad-- las que llevan a la niña esperanza. Se equivocan: es la niña
esperanza la que tira de las otras dos; si ella se detiene, todo se para [10].
Lo vemos también en el plano humano y social. En Italia se ha frenado la
esperaza y con ella la confianza, el impulso, el crecimiento, también económico.
El «declive» del que se habla nace de aquí. El miedo al futuro ha ocupado el
lugar de la esperanza. La falta de nacimientos es su reflejo más claro. Ningún
país necesita meditar la encíclica del Papa como Italia.
La esperanza teologal es el «hilo de lo alto» que sostiene desde el centro todas
las esperanzas humanas. «El hilo de lo alto» es el título de una parábola del
escritor danés Johannes Joergensen. Habla de la araña que se descuelga de la
rama de un árbol a lo largo del hilo que ella misma produce. Posándose en un
cercado teje su red, obra maestra de simetría y funcionalidad. Tensa por los
lados por otros tantos hilos, todo se sostiene en el centro por ese hilo del que
ha bajado. Si se truca uno de los filamentos laterales, la araña interviene, lo
repara; pero si se rompe el hilo de arriba (una vez pude comprobarlo con mis
propios ojos) todo se distiende y la araña desaparece porque ya no hay nada que
hacer. Es una imagen de lo que sucede cuando se truca el hilo de lo alto que es
la esperanza teologal. Sólo ésta puede «anclar» las esperanzas humanas a la
esperanza «que no falla».
En la Biblia asistimos a verdaderos estremecimientos y sobresaltos de esperanza.
Uno de ellos se encuentra en la tercera Lamentación: «Yo -dice el profeta-- soy
el hombre que ha visto la miseria... Digo: "¡Ha fenecido mi vigor, y la
esperanza que me venía de Yahveh!"».
Pero he aquí el impulso de esperanza que vuelca todo. En cierto momento, el
orante se dice: «Pero las misericordias del Señor no se han acabado, ni se ha
agotado su ternura; por ello esperaré»; desde el instante en que el profeta
decide volver a esperar, el tono del discurso cambia por completo: la
lamentación se transforma en súplica confiada. «Porque no desecha para siempre a
los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor»
(Cf. Lm 3, 1-32).
Nosotros contamos con un motivo mucho más fuerte para tener este sobresalto de
esperanza. Dios nos ha dado a su Hijo: ¿cómo no nos dará todo junto a Él? A
veces es necesario gritarse: «¡Dios existe y eso basta!». El servicio más
precioso que la Iglesia en Italia puede hacer en este momento al país es
ayudarle a tener un impulso de esperanza. Contribuye a este fin quien (como ha
hecho Benigni en su reciente espectáculo en televisión) no teme contrarrestar el
derrotismo, recordando a los italianos los muchos y extraordinarios motivos,
espirituales y culturales, que poseen para tener confianza en sus propios
recursos.
La vez pasada hablaba de una aromaterapia basada en el óleo de alegría que es el
Espíritu Santo. Necesitamos esta terapia para curar la enfermedad más perniciosa
de todas: la desesperación, el desaliento, la pérdida de confianza en sí, en la
vida y hasta en la Iglesia. «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz
en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm
15,13): así escribía el Apóstol a los Romanos de su tiempo y lo repite a los de
hoy.
No se abunda en la esperanza sin la virtud del Espíritu Santo. En un canto
spiritual afro-americano no se hace más que repetir continuamente estas pocas
palabras: «Hay un bálsamo en Gilead que cura las almas heridas» (There is a balm
in Gilead / to make the wounded whole...). Gilead, o Galaad, es una localidad
famosa en el Antiguo Testamento por sus perfumes y ungüentos (Jr 8,22). El canto
prosigue: «A veces me siento desalentado y pienso que todo es inútil, pero llega
el Espíritu Santo y devuelve la vida al alma mía». Gilead es para nosotros la
Iglesia, y el bálsamo que sana es el Espíritu Santo. Él es la estela de perfume
que Jesús ha dejado tras de sí, al pasar por esta tierra.
La esperanza es milagrosa: cuando renace en un corazón, todo es diferente,
aunque nada haya cambiado. «Los jóvenes se cansan, se fatigan -se lee en
Isaías--, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en
Yahveh él les renueva el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin
fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 30-31).
Donde renace la esperanza renace sobre todo la alegría. El Apóstol dice que los
creyentes son spe salvi, «salvados en esperanza» (Rm 8, 24) y que por ello deben
ser spe gaudentes, «alegres en la esperanza» (Rm 12, 12). No gente que espera
ser feliz, sino gente que es feliz de esperar; feliz ya, ahora, por el simple
hecho de esperar.
Que esta Navidad, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, el Dios
de la esperanza, por virtud del Espíritu Santo y por intercesión de María «Madre
de la esperanza», nos conceda estar alegres en la esperanza y abundar en ella.
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[1] J. D.G. Dunn, Christianity in the Making, I. Jesus remembered, Grand Rapids.
Mich. 2003, parte III, cap. 12, trad. ital. Gli albori del Cristianesimo, I, 2,
Paideia, Brescia 2006, p. 746 ss.
[2] Benedetto XVI, Gesú di Nazaret, Rizzoli 2007, p.10.
[3] R. Dawkins, God Delusion, Bantam Books, 2006.
[4] Sobre la teoría de Jesús cínico, v. B. Griffin, Was Jesus a Philosophical
Cynic? [http://www-oxford.op.org/allen/html/acts.htm].
[5] V. el ensayo de Harold Bloom, "Whoever discovers the interpretation of these
sayings...", publicado en apéndice a la edición del Evangelio copto de Tomás a
cargo de Marvin Meyer: The Gospel of Thomas. The Hidden Sayings of Jesus, Harper
Collins Publishers, San Francisco 1992.
[6] Fórmula del sínodo di Sirmio de 351, en A. Hahn, Bibliotek der Symbole und
Glaubensregeln in der alten Kirche, Hildesheim 1962, p.197.
[7] Cf. S. Atanasio cf. Contro gli ariani, I, 17-18 (PG 26, 48).
[8] Wilhelm Bousset, Kyrios Christos, 1913.
[9] L. Hurtado, Lord Jesus Christ. Devotion to Jesus in Earliest Christianity,
Grand Rapids, Mich. 2003, cit. en la edición italiana Signore Gesù Cristo, 2
vol. Paideia, Brescia 2007, p. 643.
[10] Ch. Péguy, Il portico del mistero della seconda virtù, Oeuvres poétiques
complètes, Gallimard, París 1975, pp. 531 ss.
Traducción del original italiano por Marta Lago