Sobre el laicismo y el gobierno de las instituciones


Rafael Alvira
 



 

 

 

Rafael Alvira, catedrático de Filosofía. Art. publicado en NUEVAS TENDENCIAS, nº 86 del Instituto Empresa y Humanismo© de la Universidad de Navarra. Gentileza de Arvo.net, 17.01.2008

    Lo estatal es en sí jurídicamente público y de todos, pero de hecho pertenece a los victoriosos de la política, no es ni de lejos tan público como parece.

Acerca de la fides

En su bello y profundo Ensayo sobre la vida privada, Manuel García Morente distingue tres planos, de creciente intensidad, en esa vida. El primero es el de la confianza, que se da entre amigos; después viene el de la confidencia, pro­pia de los que se aman; por último, comparece la confesión, que cada uno se hace a sí mismo en la soledad de su con-ciencia. Amistad, amor, amor propio ("de sí") son, por tanto, los fundamentos de confianza, confidencia y confesión. Y - se puede añadir- esperamos siempre bienes de los amigos; esperamos, aún más, todo lo mejor de la persona que amamos; pero, ¿podemos cifrar alguna esperanza verdadera en nosotros mismos?

Cuando Manuel García Morente, profesor de filosofía de la Universidad madrileña en época republicana, escribió este ensayo, era todavía un pensador agnóstico, antes de su conversión a la fe católica. Que yo sepa, no revisó ya más su escrito. Pienso que si lo hubiera hecho, habría retocado este último punto -el relativo a la confesión- y habría cambiado el encuentro con la propia soledad por la tesis agustiniana del Dios Interior.

Confianza, confidencia, confesión: siempre fides. Sólo desde esa raíz tan profunda surge -se puede dar a luz- la palabra, es decir, nace la comunicación, la comunión entre seres que actualizan su espíritu en esa generación de la palabra. Por eso, la palabra que no surge de una verdadera afición científica es superficial; la que no surge de la amistad es ambigua o falsa; la que no surge del amor no tiene suficiente profundidad. Pero del mero "amor propio" apenas obtenemos palabra alguna, salvo que seamos capaces de ir más allá y darnos cuenta de que sólo encontraremos nuestro yo yendo más allá de él.

Es decir, sin fides no hay sociedad ni desarrollo de la persona. Gracias a ella -a la fides- nos encontramos a nosotros mismos en el calor de la amistad y el amor, que es la esencia de la privacidad; y, con todo, al mismo tiempo ella es la condición imprescindible para que se dé lo público, la sociedad, la comunicación. Por eso es más profundo y más personal el creemos, que el yo creo.

"Público" y "privado" se implican mutuamente, porque nacen de una raíz común. Justo por ello, la crisis del privativismo es siempre, al mismo tiempo, crisis de lo público, y viceversa.

Esto no se percibe hoy con claridad porque el par público-privado ha sido sustituido por el par estatal-particular, cuyo fundamento es diferente, porque el puro Estado no es producto de ningún amor profundo, sino de un mecanismo de regulación y defensa; y lo meramente particular es más bien o lo no compartible o lo llamado ahora con frecuencia íntimo, cuya lejanía de lo verdaderamente privado se muestra en la facilidad con que las intimidades se venden a los medios de comunicación.

Lo estatal es en sí jurídicamente público y de todos, pero de hecho pertenece a los victoriosos de la política, no es ni de lejos tan público como parece. Y, a su vez, una intimidad privada sin amor verdadero es un contrasentido; se trata de un ámbito particular y no auténticamente privado.

Interioridad y exterioridad de la fe

Parece, pues, que la presente situación histórica deja fuera de juego, fuera de lugar, a la fides, en la medida misma en que la política y la economía política se constituyen - desde el inicio de la época moderna- sobre la desconfianza, y la llamada "intimidad" poco tiene que ver con ella. Pero no es posible: nada real -y la fides es real- se puede hacer desapa­recer; sólo se puede falsear.

0, desde otro punto de vista, parece que la modernidad cambió la fe por la razón. La segunda sustituiría a la primera. Pero eso no es posible, es una simple apariencia. En realidad, lo que se ha hecho es, como apunta Antonio Machado, sustituir la fe en Dios por la fe en la razón. No se puede prescindir de la fe, nadie puede lograrlo. La mera razón no es capaz de dar razón de sí misma suficientemente, y, por tanto, ella misma encuentra su "continuación" en la fe. Es esta última la que nos sostiene y nos orienta, la que nos permite vivir, en último término.

De ahí que la clave principal de nuestra vida sea encontrar la fe adecuada. Tanto mejor sea ella, tanto mejor viviremos. Desde antiguo, el paradigma de la vida es la juventud. En ella se concentra y se expresa toda la fuerza del vivir.

Como dice Kierkegaard, "quien espera siempre lo mejor envejece con las decepciones, y quien aguarda siempre lo peor se gasta temprano; pero quien cree conserva una eterna juventud" (Temor y temblor. Elogio de Abraham). Vemos así que personas envejecidas en el cuerpo y en el espíritu, luchan en su vejez por aquello en lo que todavía creen, aunque sea fanáticamente. Es eso lo que los mantiene en vida.

Con frecuencia, sin embargo, la fe pierde la medida de su vitalidad. El punto aquí no está en la intensidad -pues todo lo que está en plenitud de vida crece- sino en el modo adecuado. Cuando la fe falla, porque aquel en quien se cree se descubre indigno de ello, porque lo creído no muestra suficientemente su verdad, o porque no está bien asentada en nuestro espíritu, entonces se hace acomodaticia o se crispa en fanatismo.

Interesante es aquí que tanto la acomodación como el fanatismo son actitudes a la vez interiores y exteriores, como lo es toda fe. Puede alguien disimular y eludir en lo posible pronunciarse sobre algo, pero esa actitud misma ya le delata, porque no hay vivir que no se exteriorice. Puede otro mostrar gran entusiasmo, pero si ese entusiasmo no resiste la prueba de la constancia y de la producción de frutos se verá que no hay verdadera fuerza interior.

La confianza, la fe, como cualquier otro tipo de saber, no se puede imponer desde fuera. Es contradictorio con su propia naturaleza. El saber verdadero es siempre de un sujeto - no "subjetivo" en el sentido de caprichoso-, y tan poco sabe el que repite una lección sin entenderla como el que confiesa de palabra una fe que no tiene. Sin interioridad no hay fe.

Pero, desde el punto de vista complementario, es imposible que alguien poseedor de un saber no lo exteriorice. Iría en contra de la unidad del ser humano. Puede que no lo haga conscientemente o que se resista a decir lo que sabe, por algún motivo. Pero para el buen observador, la vida misma de esa persona -en su gesto, en sus acciones, en sus respuestas, etc.- "traiciona" constantemente lo que lleva dentro.

Fe y laicismo

Ante unas realidades tan incontrovertibles cabe preguntarse en qué sentido es posible la tesis moderna de que la religión es cuestión privada y sólo lo "estatal" debe ocupar el ámbito público. Esta tesis, tomada en toda su crudeza, constituye la base del laicismo, que hoy pugna de nuevo por imponerse plenamente.

El laicismo puede buscar su coherencia al menos de dos modos. Por un lado, puede sostener que sociedad y Estado son dos realidades diferentes. En la sociedad, cada uno podría exteriorizar su fe, pero el Estado sería obligadamente neutro. Esto, sin embargo, es imposible, pues el Estado es una estructura pensada y manejada por seres humanos; es una forma determinada, y ninguna forma es "neutra" sino que tiene en su misma formalidad una inclinación, ante la cual las pasiones de sus regidores no pueden permanecer indiferentes.

Además, aquí la diferencia sociedad-Estado no está correctamente comprendida, pues el gobierno es una insti­tución de la sociedad entre otras, y no está en un plano dis­tinto al de la llamada sociedad civil. El gobierno es una ins­titución de la sociedad civil; sin embargo, el "Estado" pretende ser otra cosa diferente, o bien sustituir a dicha sociedad.

Otra solución posible, en la búsqueda de la coherencia lai­cista, consiste en negar, una vez más, la diferencia Estado­sociedad, pero mediante el procedimiento de convertir al tiempo la forma política vigente en religión. Si no hay dis­tinción Estado-sociedad, el lugar de la expresión de la fe no puede ser otro que el mismo Estado. Pero el Estado no puede estar internamente dividido; por tanto, en el fondo, para esta solución la religión civil del Estado es inevitable, aunque ello se desconozca o se quiera esconder.

Nos encontramos ante dos variantes del radicalismo democrático, la primera en su forma liberal y la segunda en el modo socialista. La debilidad de la formula liberal se pre­senta hoy con toda su agudeza en la Unión Europea que, ante la ausencia de valores de su sistema, pretendidamente neutro, está literalmente a merced de cualquier fe que se presenta, por fanática o exótica que sea.

Menos débil es la fórmula socialista, cuyo núcleo está en la sacralización del Estado, pero tiene el inconveniente de que nos conduce -como está claro y ha sido muchas veces señalado- al totalitarismo de hecho, aunque encubierto en la apariencia de unas libertades inesenciales y casi anecdóticas. La dogmatización comunitarista de la democracia, propia de los socialismos populistas, supone, por su parte, la instalación en el poder de una fe fanática en la unidad popular, fe meramente emocional y reactiva, cuyo futuro político es la parálisis.

La "neutralidad" del Estado liberal expresa el deseo de algunos o muchos ciudadanos de dejar la "carga" de lo social en manos de ese organismo, para poder dedicarse así cada uno a su vida e interés particular. El problema es que ese planteamiento implica la falta de fe operativa en el carácter social del ser humano, es decir, en el carácter trascendente del hombre (pues si no hay trascendencia, carece de sentido cargar con la vida de los demás). La consecuencia ineludible de esa falta de fe -falta que viene sustituida por la fe de cada persona en sí misma- es la debilitación social y personal, pues hace falta ser muy optimista para tener verdaderamen­te fe en uno mismo.

Ello explica por qué el vaciamiento religioso del liberalismo extremo empuja a la mayoría hacia la fe socialista en el Estado. No se puede vivir sin fe, la fe es la raíz de nuestro vivir, y ante el vértigo y la angustia de tener que creer en un desconocido -pues, con pocas excepciones, cada uno es un profundo desconocido para sí mismo- es una solución ase­quible creer en el Estado; una fe aún más fácil si el Estado se presenta en forma cálida y populista. Para el pensamiento moderno, como muy bien supo ver Hegel, el Estado es el Dios objetivo en este mundo.

Ninguna de las dos fórmulas, por tanto, da resultado, y menos aún el intento de lograr una intermedia. Esto último ya se ha ensayado varias veces y, de la forma más poderosa en el llamado Estado "providencia" de la segunda posguerra europea: un porcentaje de libertad y otro de Estado, convenientemente mezclados. La intención es buena y los resultados aparentes también. El problema está en que la fe se enerva al máximo, queda adormecida, con una capacidad casi infinita de acomodación en lo profundo, y una incapacidad progresiva de acoplamiento en lo exterior.

Ámbito superficial y profundo de la fe

Es decir, justo lo contrario de lo que pide la naturaleza de las cosas. El que se acomoda en lo profundo no tiene vigor ni personalidad propia alguna, es un "mero individuo"; el que no se acopla en lo exterior es un "niño mimado" intransigen­te, que impide cualquier forma social agradable de vida.

Esta es la imagen del hombre más común hoy. Podemos comprobar con cuanta dificultad se cede en cuestiones superficiales y con cuanta facilidad en las profundas. El cam­bio de nombre de una calle puede suscitar un levantamiento popular, mientras que la transformación del concepto de matrimonio deja indiferente a la mayoría. Pero, una vez más, no hay que dejarse engañar: nadie puede vivir sin fides. Ahora la fe se pone en el Estado, en el progreso futuro o en el vacío de la existencia. Hay personas, en efecto, que deci­den "vivir al día", en el pragmatismo existencial, "confiados" en que ese vacío hace irrelevantes sus acciones desde el punto de vista de la trascendencia. Pero no podemos olvidar que no lo saben: nadie sabe con seguridad que la vida no vale nada. Ellos lo creen, es su fe.

Un misterio de la realidad, y sobre todo de la realidad humana, consiste en que cada acción que llevamos a cabo es -en sentido amplio- una cierta creación. No estaba y ahora está. Como apostilla Nietzsche: "vuestro querer es crear" Por eso siempre son creadores de empresas, organizaciones, ins­tituciones, los que creen en ellas. Por eso, el que cree en Dios, de modo misterioso ayuda a "crear" a Dios en su alma; y por eso el que cree en la nada se autoanula.

Lo que importa subrayar aquí es que ninguno de esos "actos de fe" tienen sentido sin su raíz interior, ni existen tampoco sin su manifestación exterior. Es inútil jugar con la idea contraria. Cualquier esfuerzo por encerrar la fe en la pura particularidad o en el mero privatismo no es que sea ilegítimo, es que es imposible. Lo que puede ser ilegítimo es el trato que por parte de los "poderes públicos" se da a la fe de cada persona.

Poder y gobierno

Ahora bien, eso nos conduce a otro tema. Cada realidad tiene un poder propio, natural. Lo privado, una vez instala­dos en ello, nos concede todo su ser; y lo mismo lo público. Pero también hay poderes "violentos", que pueden ser de dos tipos: aquéllos que buscan perfeccionar lo natural -como cuando se opera a una persona para rectificarle un defecto orgánico- o los que fuerzan la naturaleza.

Todo lo que entendemos por poderes en la vida de la sociedad se ejercitan de alguno de esos dos modos violentos. Por eso, desde antiguo el arte de la política ha sido compa­rado con el arte médica. Y lo mismo se puede decir del arte educativa.

En relación con el tema que nos ocupa, el gobernante debe, en principio, ayudar a que cada persona despliegue armónicamente, perfeccione, la fe que profesa. Lo contrario parece un atropello, no se le ve justificación posible alguna. Con todo, aquí nos enfrentamos a un problema tan antiguo como la humanidad. El problema procede de que para vivir humanamente necesitamos a los otros, pero para poder convivir con ellos hemos de tenerles confianza, y no hay confianza sin una cierta unidad de ideas y sin unidad de voluntades.

El gobernante es legítimo cuando garantiza con su acción de gobierno el que se respeten los fundamentos sobre los que se apoya la confianza entre los miembros de una sociedad, y cuando fomenta adecuadamente su desarrollo. El problema está en saber bien cuáles son esos fundamentos, algo en tiempos pasados relativamente fácil, pero en tiempos modernos y, sobre todo, en los progresivamente multiculturales y globales, cada vez más difícil.

Volvamos por un momento al comienzo de esta exposición. Se mencionaban los tres planos de la fides: confianza en la amistad, confidencia en el amor, confesión en el "amor de sí' Son niveles de creciente intensidad y, por tanto, vemos una interioridad y una exterioridad más fuertes en el amor que en la amistad, y en el amor a Dios que en el amor de sí mismo. Para construir la sociedad llamada Iglesia hace falta el amor de Dios, la fe en plena confesión, la confianza más absoluta; para construir la sociedad llamada matrimonio hace falta el amor verdadero al cónyuge, la confidencia con él; para construir la sociedad civil hace falta una amistad fundamental, sin la cual no hay confianza posible: son esa amistad y esa confianza las que crean las instituciones, las cuales encarnan socialmente lo propio de la amistad, a saber, la constancia de la voluntad.

No hay verdadera sociedad civil sin instituciones sólidas, vitales, verdaderas. Las instituciones no se pueden crear "desde fuera", desde el "Estado" La función del gobierno es sólo protegerlas y fomentarlas. Estamos hoy tan lejos de esa normalidad, que más bien se ve normal, en el mejor de los casos, que el Estado "cree" sociedad civil.

Amigo y enemigo político

Dos de los más grandes tratadistas de la política, uno antiguo y otro reciente -Aristóteles y Carl Schmitt- dicen algo muy parecido con respecto a ella, aunque suene diferente. Aristóteles sostiene, en la Ética Nicomaquea, que la base principal e imprescindible para que se dé la unidad polí­tica y sea posible -por consiguiente- un gobierno normal, es la "amistad" entre los ciudadanos. Carl Schmitt, por su parte, afirma que la principal tarea del gobernante es distinguir con claridad quién es el "enemigo".

Aristóteles no pretende que todos los ciudadanos sean "íntimos amigos". Sabe bien que eso no es posible. Afirma, simplemente, que sin una actitud básica de amistad no es posible organizar una unidad política duradera en un grupo de población.

Carl Schmitt, por su parte, no pretende la declaración de guerra contra todo enemigo que se presente. Distingue con claridad entre inimicus y hostis. El inimicus es el enemigo personal, por alguna razón que ha atizado el odio. Schmitt no considera que esto sea directamente un tema político. El se refiere al hostis, al adversario meramente político, que puede además ser inimicus o no. El autor alemán tiene buen cuidado en afirmar que Jesucristo ordenó amar al inimicus, pero nada dijo acerca del hostis. Es decir, lo que Schmitt subraya es que si no sabes diferenciar quién es la persona confiable para la convivencia política (el "amigo" aristotélico) y quién no, no puedes gobernar adecuadamente.

Lo que se obtiene, entonces, de ambos autores, es que la guerra es una posibilidad siempre abierta en política, pues siempre hay ámbitos políticos extraños al propio. Que haya diferentes unidades políticas tiene la ventaja de permitir a cada individuo la libertad de abandonar un ámbito político que le desagrada o en el que no confía. Mantener la posibilidad de la guerra es, por tanto en ese sentido, lo mismo que mantener la posibilidad de la libertad individual.

Por el contrario, el pacifismo es antipolítico, y suspende de facto la libertad individual de los ciudadanos. El pacifismo, o bien prefiere la paz a la amistad -al sacrificar las convicciones justas sobre las que se basa la confianza mutua-, o bien se empeña utópicamente en conseguir la amistad universal de los seres humanos.

En el primer caso, más característico del socialismo, sucede que una paz sin amistad es la paz de los muertos. El socia­lismo sustituye lo social por lo colectivo, en el cual la perso­na humana es un individuo unido a otros de forma puramente exterior y reactiva, pero no se desarrolla interior­mente como persona: es un viviente psicológico y un muer­to espiritual.

El segundo caso es típicamente anarquista. El ideal anar­quista se cifra en la solidaridad universal del género huma­no, lo cual hablaría de lograrse por medio de una unión sen­timental, dado que toda unión basada en la razón es subordinante y, por tanto, según el anarquismo, no "amisto­sa" : Tal solidaridad es ciertamente una utopía, como la histo­ria se ha encargado de mostrar repetidamente.

Esperanza política

Sin embargo, el anarquismo es, en el fondo, la utopía escondida en el alma de todo socialista y de todo liberal que tiene corazón, pues tanto el uno como el otro se dan cuenta de la inhumana frialdad de las respectivas propuestas en su estado puro. Unas gotas de utopía anarquista son impres­cindibles para ofrecer algo así como una esperanza. Y sin ella no se puede vivir.

La amistad que fundamentaba la confianza, sin la cual no hay sociedad civil posible, se transforma así de hecho en la solidaridad que fundamenta la simpatía o el afecto; pero las simpatías no bastan. Una fe verdadera engendra esperanza; la solidaridad sentimental engendra mero entusiasmo.

Un buen gobernante sabe que ha de basar su política en aquella fe, por pequeña que pueda ser, que los ciudadanos tienen en común. Pero también sabe que sin esperanza no se vive bien. Ha de intentar, por ello, facilitar el crecimiento de una fe que genere esperanza, pues entonces se reforzará esa "amistad" básica sin la que no hay sociedad posible.

Confianza, esperanza y amistad pueden ser más o menos profundas, pero carece de sentido situarlas sólo en lo priva­do o en lo público: pertenecen necesariamente a ambas dimensiones. De donde se deduce que neutralidad o indife­rencia son palabras vacías, falsas, imposibles en política.

Un gobernante y una sociedad demuestran, por tanto, su grandeza no cuando pretenden ser neutrales, sino cuando expresan con valentía y con respeto, tanto al amigo como al adversario, la amplitud y la profundidad de su fe.