Autor: P. Guillermo Serra, L.C.;
publicado originalmente en: http://www.la-oracion.com
La oración es música callada y soledad sonora. Es un grito amoroso dicho en
silencio y manifestado con constancia. Es esperar para encontrar, hablar para
callar, decir para escuchar.
Pero, ¿cómo vivir este silencio que es preparación indispensable para la
oración? ¿cómo vivir este lenguaje durante mi diálogo con Dios? ¿y cómo hacer
para que sea realmente un ambiente espiritual constante para toda nuestra vida
espiritual?
Siete silencios, siete lecciones para crecer en intimidad con Jesús
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El silencio
del protagonismo: al acudir a la oración nos preparamos para el
encuentro con Dios sabiendo que lo importante no es tanto lo que queramos
decirle sino lo que Él nos quiere decir. Por eso, María, tras darse cuenta en
Canaán de que no había vino, dice a los sirvientes: “haced lo que Él os diga” (Lc
2, 5). Escuchar al Maestro sabiendo que Él ya sabe lo que necesitamos.
Dejar que Él nos hable para nos sorprenda con su milagro de amor y nos dé el
vino que nos alegra el corazón.
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El silencio de las quejas,
aceptando la voluntad de Dios: el corazón entra a la oración con una historia,
una experiencia y unas heridas. Ese corazón es como un mapa que Dios conoce y
recorre. Deja que Él te descubra a dónde te quiere llevar, qué quiere de ti.
Deja que Él te explique el para qué y te muestre su amor hecho sabiduría.
Confía, escucha y camina.
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El silencio de la razón:
cuando parece no haber sentido en mi vida: la pedagogía de Dios necesita
siempre ser iluminada por la fe. La razón necesita de esta luz. Por eso he de
entrar a la oración buscando esa luz. Me hará “salir del desierto del « yo »
autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose
abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia. Así, la fe
confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por
este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios” (Papa
Francisco, Encíclica Lumen
Fidei 46)
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El silencio de la
seguridad humana:
en nuestra inseguridad nos abrimos a la amistad de Cristo, a su cercanía y a
su misericordia. Escuchamos más cuando no tenemos preguntas e inseguridades.
Fijamos más la atención en Él. Acudimos más a su corazón cuando nos sentimos
indefensos. Mi
inseguridad en tu corazón para que tu corazón será mi seguridad: ésta
tiene que ser nuestra oración en este silencio.
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El silencio del dolor:
llegar a la cruz fijando la mirada en Él, aprender de su silencio redentor.
Pocas palabras nos dijo Jesús en la cruz. Caminó sufriendo por amor; tuvo
gestos salvíficos para los que le rodeaban. Su dolor era para los demás porque
vivía su unión con el Padre de manera constante. El dolor es redentor cuando
se silencia y se ofrece. Entra a la oración con un sentido de ofrecimiento
para que también, en silencio, puedas hacer esa ofrenda uniéndola a la de
Cristo.
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El silencio de la
humildad:
de rodillas, más cerca de la tierra (“humus”, tierra en latín, origen
etimológico de la palabra humildad). Somos polvo y al polvo volveremos.
Vivamos esta realidad con fe. Yo
no soy nada Señor, pero contigo soy todo porque te tengo a ti y esto me basta.
Este silenciome hará vivir en la verdad y caminar más cerca de Jesús. El que
es humilde camina por el camino estrecho, desconfiando de sí, pero confiando
en Aquel que me llevará a la puerta de la vida.
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El silencio del abandono:
la oración me tiene que llevar a un acto de abandono que sintetiza los seis
silencios anteriores. Es la actitud de la infancia y sencillez espiritual.
Lanzarse al vacío porque mi Padre siempre me acoge, me protege y me cuida.
Este silencio me llevará a descubrir la ternura de Dios, quien con infinitos
gestos me grita al oído: estoy locamente enamorado de ti.
PARA LA ORACIÓN
¿Cómo vivo el silencio preparatorio para la oración, a lo largo del día?
¿Hay algo que tengo que evitar, dejar de hacer para aprender a hablar este
idioma del silencio que me abre a una experiencia más profunda, personal y real
de Dios?
¿Cuál de estos silencios me cuesta más? ¿Por qué?