Ser a imagen de Dios


jueves, 10 de diciembre de 2009
Antonio Aranda
 



 

 

El Dr. Antonio Aranda es profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. El presente artículo apareció publicado en A.Aranda (Ed.), Identidad cristiana. Coloquios universitarios, EUNSA, Pamplona 2007, 165-172

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1. Mi intervención en este Coloquio tiene como objeto un tema previo a la cuestión de la "identidad cristiana" y, en cierto modo, inevitable. Me refiero al tema de cómo expresar la "identidad de la persona" como tal, o bien de cómo definir el núcleo del "ser persona". La respuesta dada por el pensamiento cristiano a esa cuestión desde los comienzos, y nunca abandonada por él a lo largo de su historia, se centra como es sabido en la concepción del hombre como "imagen de Dios". Aunque no puede negarse que la toma en consideración de esa categoría bíblica ha pasado por periodos –incluso aún cercanos a nosotros– de oscuridad, puede también afirmarse que actualmente es objeto de un renovado interés, de un redescubrimiento en cuanto categoría teológica y cultural capaz de garantizar y defender la verdadera humanidad del hombre, y núcleo de una comprensión de la persona que permite expresar y defender la dignidad con que ha sido creada por Dios.

2. Como ha señalado, por ejemplo, G. Reale (Saggio introduttivo, en: Karol Wojtyla. Metafisica della persona. Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi, a cura di G. Reale y T. Styczen, Milano: Bompiani, 2003, Lss.), el concepto de "persona" es una creación del pensamiento cristiano. Los griegos tenían una concepción de fondo cosmocéntrica y no antropocéntrica, y no consideraban al hombre el mejor de los seres vivientes, sino que ponían por encima de él los cielos y los cuerpos celestes, a los que consideraban entes divinos. Aristóteles, por ejemplo, aunque afirma que la inteligencia del hombre es en él la cosa más elevada, y que la vida según la inteligencia es vida divina en cuanto que Dios es Inteligencia suprema, escribe, sin embargo, que: "Hay otras cosas más divinas por naturaleza que el hombre, como, para limitarnos a las más visibles, los astros que componen el universo" (Ética a Nicómaco, VI 7, 1141 a 34-b 2). Y como él piensan también los demás filósofos griegos. Plotino, por ejemplo, lo declara abiertamente: "El hombre no es el mejor de los seres vivientes" (Enéadas, III 2, 10, 1.20).

3. Sólo sobre la base del mensaje cristiano ha descubierto el hombre, respecto de sí mismo, que tiene un valor absoluto como persona. Ya en el Antiguo Testamento es manifestada una visión del hombre totalmente diversa a la de los griegos. En el Génesis se dice que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios" (Gen 1, 27); en el Deuteronomio es negada la divinidad de los cielos y de los astros y son prohibidos, en consecuencia, su veneración y su culto (Deut 5, 8-9). En el Salmo 8 se sitúa al hombre en el centro del universo ("Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos", cfr. Sal 8, 4-9). Pero sólo con la venida del Hijo de Dios hecho hombre, se alcanzará a conocer la grandeza de la criatura humana. Cristo "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación", enseña el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 22). Dicha sublimidad consiste en que ha sido hecho a imagen de Dios y está llamado a participar de la vida misma de Dios: es capaz de Dios, capax Dei. Ese es, en síntesis, el mensaje cristiano básico sobre la persona humana: puede llegar a ser hija de Dios mediante la gracia porque es imagen de Dios por naturaleza.

4. Ya los filósofos y teólogos cristianos de los primeros siglos, y en concreto los grandes Padres de la Capadocia, elaboraron y difundieron la idea del hombre como aquel ser que contiene en sí, no obstante su pequeñez, una extraordinaria grandeza. La grandeza del hombre, dirán, no admite ser encerrada en las dimensiones del mundo físico como hacen los paganos, sino que debe ser buscada en otra dimensión: "No en la semejanza con el cosmos –escribe Gregorio de Nisa–, sino en el ser imagen del Creador de nuestra naturaleza. (…) Pues la imagen lleva en todo momento el sello de la belleza del prototipo" (Gregorio di Nissa, L’uomo, Roma : Città Nuova, 1982, p. 63).

5. En el pensamiento de S. Agustín, por citar otro gran precedente, la cuestión de la imagen es considera la verdadera clave de fondo de su antropología. De hecho, entre los motivos que él mismo da para redactar su De Trinitate se encuentra el deseo de entender mejor la creación del hombre a imagen de Dios y de conducir al lector hacia la comprensión de tal grandeza, que es la de poder alcanzar, por ser a imagen, la relación personal, el diálogo, con su Creador. "Compara el alma con el esplendor del sol, de la luna y de las estrellas: el esplendor del alma es mayor. Considera la rapidez del pensamiento: ¿no es más veloz la chispa del alma que piensa, que el esplendor del sol del mediodía? Mira con tu alma el sol que se levanta: su movimiento, comparado con el de tu pensamiento, se muestra muy lento; tú, en un instante, has abrazado con tu pensamiento el entero curso del sol. Con tu pensamiento has hecho ya todo el recorrido, mientras el sol sigue su curso con tanta lentitud. ¡Qué maravilla es el alma! (…) Pero elévate también por encima de ella, porque también ella es mudable, aunque sea superior a cualquier cuerpo (…). Alza tu alma sobre ti mismo, para alcanzar a Dios (…). No pienses que esto es una empresa superior a las posibilidades del hombre…" (Comentario al Evangelio de Juan, 20, 12).

6. Siglos más tarde, Sto. Tomás de Aquino, en un texto que se ha impuesto como emblemático, enseñará que el hombre, por ser (a imagen de Dios) de naturaleza racional, es la más perfecta de las criaturas materiales: "Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura scilicet subsistens in rationali natura" (Summa Theologiae, I, q. 29, a.3). Se trata de un verdadero vuelco de la afirmación de Aristóteles a partir de categorías tomadas de la propia metafísica del Estagirita, aunque situadas en el ámbito de un nuevo paradigma, específicamente cristiano. Su fundamento es la revelación de la Trinidad de personas en Dios y de la Encarnación redentora del Hijo, sobre el que se funda esa nueva visión de la grandeza y dignidad de la persona humana, que es imagen de Dios, y está llamada en Cristo a participar de la condición filial. La fe trinitaria y cristológica ha sido esencial para desarrollar la doctrina cristiana sobre la persona humana y edificar una coherente comprensión del mundo.

7. Ningún aspecto de esos presupuestos doctrinales ha cambiado a lo largo de los siglos: sólo ha ido creciendo nuestra comprensión de ellos. Sobre dicho fundamento siempre mejor conocidos, y en definitiva sobre el análisis progresivamente más profundo de la noción de imagen de Dios, han desarrollado su reflexión antropológica los grandes pensadores cristianos que nos han precedido. Es lo que ha realizado también en nuestros días con particular agudeza, siguiendo al Concilio, el Papa Juan Pablo II. Como es sabido, el tema central de su pensamiento –antes y después de ser elegido Sucesor de Pedro– es el hombre como persona, concebida a partir de su fundamento teológico, es decir, como imagen de Dios, caracterizada no sólo por la naturaleza racional sino también por la capacidad de entrar en relación con otras personas: es decir, no sólo por la racionalidad sino también por la relacionalidad. Y puesto que el Dios trinitario se ha revelado como comunión de personas en el amor, se puede entrever que en el ser del hombre, llamado a existir en comunión con los demás, ha puesto Dios una profunda semejanza consigo mismo.

8. En conexión con cuanto venimos recordando, también hoy se levantan voces que subrayan la necesidad de repensar en profundidad la noción de imagen de Dios, para dar renovado vigor al pensamiento antropológico cristiano y para orientar cristianamente cuestiones fuertemente debatidas en la sociedad global.

9. Si como cristianos sostenemos, por ejemplo, que "los seres humanos, creados a imagen de Dios, son por naturaleza corpóreos y espirituales, hombres y mujeres hechos los unos para los otros, personas orientadas hacia la comunión con Dios y entre sí, heridos por el pecado y necesitados de salvación, destinados en fin a ser conformados con Cristo, imagen perfecta del Padre, en la potencia del Espíritu" (Comisión Teológica Internacional, "Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios", n. 25), debemos también sostener las consecuencias culturales que de ahí se derivan. Por ejemplo, un sentido preciso de la dignidad de la corporeidad y la sexualidad humanas, con el compromiso de defenderlas. En efecto, contra todo dualismo, también la corporeidad (masculina o femenina), y no sólo lo espiritual del hombre, está contenida en la imago Dei. La importancia esencial de la corporeidad en la identidad de la persona es un elemento básico de la antropología cristiana. El cuerpo es parte intrínseca de la persona. Masculinidad o feminidad, son elementos constitutivos de la identidad personal: la identidad sexual no es simplemente una construcción cultural o social, sino que pertenece al modo específico de existir la imago Dei (también en la vida eterna).

10. O desde otra perspectiva, si los cristianos creemos que "los seres humanos, creados a imagen de Dios, ocupan un puesto único en el universo de acuerdo con el plan divino y gozan del privilegio de participar en el gobierno divino de la creación visible, privilegio concedido por el Creador que permite a la criatura hecha a su imagen participar en su obra, en su proyecto de amor y salvación, incluso en su señorío sobre el universo" (ibidem, n.57), debemos saber convertir esta doctrina en categorías culturalmente operativas. Y puesto que la posición del hombre como dominador es de hecho una participación en el gobierno divino de la creación, es preciso que sepamos mostrar ese dominio no como abuso sino como una forma de servicio.

11. El señorío del hombre sobre la creación tiene, en efecto, para el pensamiento cristiano, el significado de servicio, es decir, el de una administración fiel, a través de la ciencia, la tecnología y el arte, de los bienes que Dios le ha confiado. De ese principio se derivan importantes puntos de luz para la inteligencia cristiana. Por ejemplo, lleva a entender que se deberá dar cuenta a Dios del dominio ejercido sobre el mundo, o que ejercer un dominio despótico sobre las cosas, apartándose de la ley divina, es un grave fracaso moral. Se desprende así mismo de ese mismo principio que la ciencia y la tecnología no son fines en sí mismas, y que por tanto no todo lo que es posible técnicamente es, por eso mismo, razonable o ético.

12. La doctrina de la imago Dei, al afirmar el papel crucial del hombre en la transformación de la creación, llamada con él a un destino suprahistórico, subraya también, y es otro ejemplo de especial relevancia, su responsabilidad respecto a la defensa de la dignidad y la integridad de la vida humana. La persona es fin en sí misma y no un simple objeto de valor instrumental. Y puesto que el desarrollo científico y biotecnológico ha abierto camino a la posibilidad de modificar al mismo hombre, se hace particularmente necesaria una atenta reflexión moral sobre el alcance de las tecnologías que puedan incidir sobre la integridad biológica de los seres humanos, creados a imagen de Dios.

13. La temática en torno a la imagen de Dios en el hombre está llamada, en fin, a ser hoy como siempre una de las líneas de progreso del pensamiento cristiano, e inseparablemente un fundamento necesario del diálogo intercultural e interreligioso. En ese sentido, es preciso seguir pensando sus líneas maestras, que la sitúan en el trasfondo de la recuperación de un necesario diálogo sobre la persona humana. Tal recuperación pide a los intelectuales cristianos, especialmente dentro de la Universidad, una actitud abierta de colaboración interdisciplinar.

14. Podría ser de mucha utilidad que, desde el indispensable presupuesto de la unidad entre fe y razón, humanistas, científicos y teólogos trabajaran juntos en el crucial tema que hemos mencionado: el de qué es "ser persona", analizando no sólo sus líneas tradicionales de desarrollo en el plano religioso, moral o jurídico, sino también las principales dificultades y problemas a los que hoy se enfrenta en este campo la concepción cristiana del hombre, que tan graves consecuencias están teniendo en el plano de la ética sexual y de la ética social.

15. Muchos conflictos y desafíos, que van desde la economía a la bioética, desde la ética del desarrollo a las relaciones entre teología y ciencias naturales, desde las discusiones sobre la condición de la mujer a la cuestión ecológica, son de hecho debatidos en un escenario esencialmente antropológico. Es en un escenario como ése donde deben buscarse las claves para resolver las incomprensiones y para componer entre sí los contrastes, que en definitiva manifiestan una confrontación –pero también de algún modo un diálogo–, entre la concepción cristiana y otras concepciones del hombre. El cristianismo sabe que puede proponerse como una antropología plena, capaz de asumir, de encarnar, todas las instancias de verdad sobre el hombre y todas las legítimas expresiones culturales. Un pensar intelectualmente cristiano partirá siempre de una antropología, que es la del hombre creado a imagen de Dios, y de una concepción de la cultura, que es aquella encarnable en el Verbo, es decir, cultura auténticamente humana.

16. No se debe olvidar, en fin, que la dimensión unitaria de esta antropología cristiana se apoya sobre su condición de antropología creyente: en ella, existencia cristiana, conciencia cristiana e inteligencia cristiana convergen en unidad. Es la unidad de la fides del sujeto –tanto del que transmite el saber teológico, como del que lo recibe–, que desemboca en su manifestarse como caritas. Ahí descansa la garantía de la plenitud de esa fe y la condición para la comprensión de una verdad, la del Verbo encarnado, que para ser transmitida debe ser también vivida, y para ser conocida debe ser también amada. Una inteligencia cristiana es, en último extremo, una inteligencia inserta en el dinamismo de la caridad de Cristo.