Secularización y crisis de la cultura de la Modernidad


jueves, 15 de abril de 2010
Mariano Fazio
 


 

Mariano Fazio, historiador y f1lósofo, es autor de numerosos estudios y ensayos. Ha sido profesor de Historia de las Doctrinas Políticas en la Pontificia Università della Santa Croce, en Roma, de la que ha sido también Rector.

Gentileza de www.univforum.org

Sumario

Modernidad y secularización - 1. La absolutización de lo relativo: a) Las matrices de la Modernidad: Ilustración y romanticismo; b) El pensamiento ideológico. - 2. La crisis de la cultura de la Modernidad: a) Las dos caras del nihilismo; b) La otra Modernidad: la apertura a la trascendencia.

Una de las experiencias más intensas que puede vivir un hombre contemporáneo es la de hacer una visita al campo de concentración de Auschwitz. Sorprende encontrar allí una masa de turistas que no gritan, no corren, ni comen hamburguesas o papas fritas. Es una masa que se mueve con compostura, respetuosa, silenciosa. Entrar en una de las barracas donde se amontonaban seres humanos tratados como números de una cruel contabilidad golpea profundamente, hiela la sangre. Todo es frío, escuálido, inhumano. La presencia del mal -presencia misteriosa, pero real- pesa en el corazón del visitante. Pero en este paisaje de una tristeza sin límites existe una barraca un poco distinta. Es la de la celda en la que transcurrió sus últimos días un franciscano polaco, canonizado por Juan Pablo II, Maxirniliano Kolbe. Allí, en una atmósfera pesada y cerrada, solidificación del rechazo a la trascendencia, se respira esperanza, paz, alegría. Parece como si en aquel rincón se reencontrara la humanidad despreciada y pisoteada en los cercanos hornos de cremación. Entrar en la celda de San Maximiliano es volver a casa, redescubrir la propia identidad de hijos de Dios.

Me parece que esta experiencia, vivida en primera persona, es aplicable a los distintos recorridos culturales de la Modernidad. A través de los intrincados senderos modernos se encuentran barracas gélidas, donde los hombres no encuentran descanso, y auténticas casas, hogares donde podemos habitar sin que se nos hiele la sangre.

No es justo identificar tout court la Modernidad con la barraca o con la habitación familiar. En estas páginas trataremos de dibujar un mapa de las principales corrientes culturales modernas, teniendo como punto de referencia la apertura -o la cerrazóna la trascendencia, elemento fundamental que hace que una determinada corriente sea una casa o una barraca.

MODERNIDAD Y SECULARIZACIÓN

Con frecuencia se identifica la Modernidad con un proceso de secularización. Si la identificación acabara allí, tendríamos una visión de la historia occidental bipartita, donde se opondrían un Medioevo cristiano y una Modernidad secularizada. Pero ni el Medioevo es completamente cristiano, ni la Modernidad está completamente secularizada. Es más, se podría decir que la Modernidad es más cristiana respecto al Medioevo, por lo menos en lo que se refiere a la relación entre el orden natural y el sobrenatural: el clericalismo de muchas de las estructuras sociales y políticas medievales, que confunde estos dos ámbitos, identificando el poder político con el espiritual, y la ciudadanía de la Ciudad celestial con la de la Ciudad de los hombres, es superado a partir del siglo XVI por una visión cristiana y no clerical del hombre, que redescubre el valor de la naturaleza humana. Según esta antropología propia del humanismo cristiano, de origen tomista, la elevación al orden de la gracia no quita ningún valor a la naturaleza, ya que ius divinum, quod est ex gratia, non tollit ius humanum, quod est ex naturali ratione [2].

Por lo tanto, si identificamos Modernidad con secularización, hay que subrayar a presencia de una versión de la secularización entendida como desclericalización, como distinción entre el orden natural y sobrenatural, como toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal. Esta versión de la secularización es profundamente cristiana, mucho más que el clericalismo de un cierto Medioevo. Ejemplos de esta desclericalización, sobre la cual lamentablemente no podemos detenernos, son las doctrinas de la segunda escolástica española —en particular, la Escuela de Salamanca fundada por Francisco de Vitoria—, el liberalismo moderado de Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, o las afirmaciones a favor de la secularidad en los documentos del Concilio Vaticano II, y más en concreto en la Gaudium et spes y en la Dignitatis humanae.

Si esta desclericalización recorre todo el arco de la Modernidad, hay otra versión de la secularización, que podríamos definir como la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, que lleva a una cerrazón respecto a la trascendencia, y que configura una cierta Modernidad en oposición a la visión cristiana del hombre y de la historia. En este ámbito sí podemos decir que el Medioevo, en comparación con esta Modernidad que acabamos de describir, aparece como un periodo cristiano, profundamente permeado por el sentido trascendente de la vida. Frente a las preguntas acerca del sentido de la existencia humana, el Medioevo se constituye como una época sensata, es decir, portadora de sentido: la cultura circunstante proveía de respuestas a las preguntas sobre el origen y el destino final del hombre sobre la tierra. Hoy, en cambio, después de siglos de reafirmación de la autonomía absoluta de lo humano, faltan en muchos sectores las respuestas al porqué.

La Modernidad, por lo tanto, se presenta ambivalente: si por una parte hay una Modernidad más cristiana respecto al Medioevo en cuanto existe una toma de conciencia más madura de la relación armónica entre los órdenes natural y sobrenatural, por otra hay una Modernidad cerrada a la trascendencia, con pretensiones de una auto explicación del sentido último de la existencia humana que terminará, después de la adopción de una actitud prometeica ea los siglos XIX y XX, en el nihilismo contemporáneo. Dos modernidades diferentes, donde hay casas y barracas.

Desde el inicio de la Modernidad podemos verificar esta ambivalencia del proceso de secularización. Tomemos, por ejemplo, el Renacimiento. Los siglos XV y XVI son el periodo del redescubrimiento de la Antigüedad clásica, es decir de una visión del hombre previa a la revelación cristiana. En algunos autores, los valores de la cultura clásica, considerados superiores, son colocados en oposición al cristianismo, presentado este último como la expresión típica de un periodo gótico y oscurantista. Pero al mismo tiempo el Renacimiento toma la forma de un renacer a la vida auténticamente cristiana, de un volver a los orígenes del Evangelio: si se editan con nuevos criterios filológicos los textos griegos y romanos, aparecen también las primeras ediciones bien cuidadas de los Padres de la Iglesia, considerados como los mejores testimonios de una vida fiel al espíritu de Cristo. También en las artes plásticas podemos observar esta duplicidad: si las temáticas paganas y una nueva sensibilidad invaden los nuevos estilos, los materiales de las ruinas romanas y las nuevas técnicas se ponen al servicio de un arte religioso orientado ad maiorem Dei gloriam. Si Maquiavelo es un típico representante renacentista, también lo es, y con igual fuerza, Santo Tomás Moro.

A lo largo de los siglos modernos conviven estas dos Modernidades. Ahora nos referiremos a las expresiones más típicas de la Modernidad cerrada a la trascendencia, para después pasar a las versiones abiertas. Versiones que muchas veces significan un "volver a casa", después de haber tratado en vano de encontrar una habitación confortable en el mundo autorreferencial de la secularización entendido en sentido fuerte.

1. La absolutización de lo relativo

Secularización no equivale a pérdida del sentido religioso. El proceso de secularización entendido en forma fuerte lleva, utilizando el famoso concepto de Max Weber, al desencantamiento del mundo. Durante la época moderna hay una crisis de fe que se manifiesta en la des mitificación y racionalización del mundo, en la creciente pérdida de toda trascendencia que reenvíe más allá de lo visible y aferrable. Con palabras de Kahn, se puede decir que la crisis de fe «significa pérdida de una imagen del mundo unitaria y global segura, en la cual todas las partes se relacionaban con un centro: por lo tanto se trata de la pérdida del centro. En cuanto esta imagen de un mundo con la certeza del centro era nuestra herencia, se puede hablar con propiedad de un "espíritu desheredado", de una "disinherited mind"» [3]. Pero crisis de fe no es lo mismo que desaparición del sentido religioso. Si lo que desaparece es la fe en un Dios personal y trascendente, el sentido religioso inherente al espíritu humano encuentra otros centros, que se absolutizan: se sacralizan elementos terrenos que proveerán las bases para religiones sustitutivas. Si este proceso se hace evidente en las ideologías contemporáneas, ya en la primera etapa de la Modernidad se producirá este cambio de centro. Basta pensar en la razón ilustrada, en el sentimiento romántico o en el Yo absoluto del idealismo alemán.

Si examinamos las principales corrientes culturales y las ideologías de la Modernidad, observamos inmediatamente que absolutizan un elemento relativo de la realidad, transformado en clave explicativa del mundo, de la historia y de la existencia humana. Precisamente esta explicación global ha sido la función de las religiones históricas. Por eso, las nuevas corrientes de pensamiento que abocan para sí este papel bien pueden definirse como "religiones de lo temporal" (Julien Benda, La trahison des clercs, 1927) o "religiones secularizadas" (Raymond Aron, L’âge des empires et l’avenir de la France, 1945).

El hombre no puede vivir en un mundo sin puntos de referencia sólidos. De ahí que esta dinámica de absolutización de lo relativo o de sacralización de lo temporal obedezca a una necesidad antropológica: si no podemos habitar más en la "casa" que ofrecía el sentido trascendente de la vida, debemos construir barracas que puedan al menos ofrecer la apariencia de una cierta habitabilidad.

Las distintas construcciones teóricas de la Modernidad secularizada tienen en común el fundarse sobre un elemento importante que constituiría la parte central de la existencia humana. Elemento importante pero relativo, que es absolutizado. Nadie negará la importancia de la razón, de los sentimientos, de la libertad, del pertenecer a una comunidad cultural, de la economía, de la ciencia. Son todas ellas realidades fundamentales de nuestra vida y de nuestra inserción en el mundo. Pero al mismo tiempo nos damos cuenta que son elementos relativos; vistos desde una perspectiva integral de la persona humana, ninguno de ellos, por sí solo, puede proveer una explicación completa del mundo y de la historia.

a) Las matrices de la Modernidad: Ilustración y romanticismo

A pesar de lo que acabamos de afirmar, a partir de la mitad del siglo XVIII hay una auténtica galería de explicaciones unilaterales, que se basan en la absolutización de lo relativo. En la lista de las corrientes culturales modernas ocupa un puesto de particular importancia la Ilustración del siglo XVIII, una de las matrices, junto con el romanticismo, de la cultura contemporánea. Como sucede en todo movimiento cultural, la Ilustración no es de fácil definición. Immanuel Kant trató de definir este nuevo estado de la cultura. En un opúsculo titulado ¿Qué es la Ilustración?, Kant responde a la pregunta retórica del siguiente modo: «La Ilustración es la salida del hombre de su estado de minoría de edad, que debe imputarse a sí mismo. Minoría de edad es la incapacidad de valerse del propio intelecto sin la guía de otro. Imputable a sí mismo es esta minoría, si la causa de ella no depende del defecto de la inteligencia, sino de la falta de decisión y de valentía para hacer uso de la propia inteligencia sin ser guiados por otros. Sapere aude! ¡Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia! Es este el lema de la Ilustración» [4].

Como se desprende de la definición kantiana, la llave teórica de la Ilustración está constituida por la razón. Pero ¿de qué razón se trata? No es la racionalista de los sistemas metafísicos del siglo XVII, aunque haya heredado el optimismo en su capacidad. Es más bien la razón empirista de los ingleses, que invita a permanecer dóciles a los datos de los sentidos y a los resultados de los experimentos. La razón ilustrada no será ya el lugar de los espíritus, el depósito de las ideas innatas, sino una razón entendida como facultad, como capacidad de conocer. Capacidad o fuerza inagotable, que llevará hasta el conocimiento de los misterios insondables de la naturaleza. El apegamiento de la razón dieciochesca a la experiencia sensible ayudará al desarrollo de las ciencias naturales: botánica, química, zoología, historia natural, medicina.

Por otro lado, la fe en la capacidad de la razón se manifestará en otro concepto clave para entender la Ilustración: la noción de progreso. El intelectual de este periodo considera que la extensión de las luces llevará a una vida más humana, más prudente y más confortable. La Ilustración será el primer periodo de la historia en la que surge una disciplina nueva: la filosofía de la historia. Con ella se emprende un análisis de la historia humana desde un punto de vista universal y progresivo. La historia es el desarrollo de la razón, que hace que el hombre salga de las tinieblas medievales y entre en el reino de la racionalidad.

Esta visión optimista y progresiva de la historia está muy relacionada con otra de las características de la razón ilustrada: el rechazo de la tradición. Todo fenómeno social o espiritual que no pueda ser explicado por la razón humana es, para la Ilustración, un mito o una superstición. Así, el antitradicionalismo se concreta en el rechazo de la religión revelada —especialmente del catolicismo— y en la construcción teórica del deísmo, es decir una religión sin misterios, a la medida de la razón, para la que es suficiente afirmar la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la vida futura como todo contenido de la religión. La actitud ilustrada respecto a la religión se pondrá de manifiesto en Alemania con el proceso de racionalización de los dogmas, y en Inglaterra y Francia con la defensa de la tolerancia, que en este periodo tendrá frecuentemente como base el indiferentismo religioso.

La Ilustración presenta distintos rostros: desde el materialismo completamente cerrado al espíritu de D’Holbach o de La Mettrie hasta las posiciones más moderadas de Condillac o de Montesquieu. Aunque no se pueden negar tantos méritos al pensamiento dieciochesco, como por ejemplo el haber creado un ambiente propicio para el desarrollo científico, o el haber obligado a los creyentes a purificar la propia fe de cuanto podía haber de superstición o de tradiciones meramente humanas, no hay duda que la Ilustración creó un mundo más frío, menos habitable, porque el hombre no es solo racionalidad. Chesterton daba en el blanco cuando escribía que los hombres enloquecen no por la imaginación, sino por un equivocado uso de la razón: «la poesía es saludable porque flota holgadamente sobre un mar infinito; mientras que la razón, tratando de cruzar ese mar, lo hace finito; y el resultado es el agotamiento mental (...). Aceptarlo todo, es un ejercicio, y robustece; entenderlo todo, es una coerción, y fatiga (...). El poeta no pide más que tocar el cielo con su frente. Pero el lógico se empeña en meterse el cielo en la cabeza, hasta que la cabeza le estalla» [5].

La Ilustración trató de entenderlo todo. Muy pronto otros intelectuales dirán que los ilustrados no habían entendido nada. El romanticismo trataba de recuperar los mundos olvidados de la Ilustración: el mundo del misterio, de la tradición popular, de las pasiones del corazón. Será Novalis el que nos ofrezca una descripción del nuevo movimiento cultural: «El mundo debe ser "romantizado". Así se redescubre su significado original. Romantizar es un potenciamiento cualitativo (...). Cuando doy a lo común un sentido más elevado, a lo ordinario un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito una apariencia infinita, entonces yo lo romantizo» [6].

Si hemos definido el romanticismo en oposición a la Ilustración, hay que aclarar que Ilustración y romanticismo no son movimientos filosófico-culturales completamente opuestos, porque tienen en el fondo una matriz ideológica común: la autonomía del hombre. El romanticismo sustituye la razón por el sentimiento, pero es un sentimiento no regulado, que tiende al infinito, que debe probarlo todo, saborearlo todo, sin poner límites a sus propios deseos. Bajo esta perspectiva, todavía hoy vivimos en el romanticismo. El artista romántico, modelo de hombre desarreglado y diverso, nos puede dar la clave para entender como la autonomía absoluta del hombre sigue estando presente en la base de este movimiento.

En realidad, el romanticismo continúa la tendencia secularizadora de la Ilustración. La diferencia radica en los valores que ahora se ponen al centro de la atención del hombre. No será ya la razón científica, sino el amor, el arte, la vida, el sufrimiento, los que ocuparán el lugar del Absoluto. En este sentido, el romanticismo se presenta en su radical ambigüedad: alejándose del frío racionalismo del Siglo de las luces, aparentemente se abren las puertas a lo sobrenatural. Si esto es verdad para algunos románticos, para los representantes de mayor influjo de este movimiento cultural los valores nuevamente suscitados sufren un proceso de divinización que termina con la sustitución del Dios cristiano trascendente por un valor humano elevado hasta el orden de lo divino.

La secularización del romanticismo no significa, por lo tanto, la desaparición de la religiosidad, sino la transferencia de su objeto, del Dios trascendente, a una divinidad en cierta medida creada por el hombre. Como bien afirma Kahn, «lo que encontramos no es una desaparición de lo religioso, sino que la fe se separa de la iglesia, del dogma, de la relación institucional, una disgregación de la forma religiosa central, de tal manera que lo religioso fluye ahora desde el centro hacia las zonas periféricas y se enseñorea de nuevas esferas: algo terreno es elevado a lo ultraterreno y sagrado, y lo que se convierte en ultraterreno se ofrece como sustituto del viejo ultra terreno perdido o puesto en discusión» [7].

En las obras de Schiller y de Goethe, algunos valores humanos que en una perspectiva trascendente sirven como caminos para llegar a Dios, son absolutizados, y de medios que eran se convierten en fines. Goethe no dudará en divinizar el amor humano: el amor-sentimiento de Faust no es más el amor de Dante por Beatriz, que lleva hacia lo alto, sino un amor identificado con Dios que lleva hacia el eterno femenino, que no es una Realidad trascendente, sino «más bien lo femenino, convertido de finito y creatural, en algo absoluto, sacro y divino» [8].

De igual manera, también se diviniza la vida terrena. Si la naturaleza obra y actúa continuamente, el hombre en cuanto parte de la naturaleza debe vivir en una acción continua. Según Goethe, «la convicción acerca de nuestra supervivencia brota para mí del concepto de actividad: si yo obro sin descanso hasta mi fin, la naturaleza está obligada a darme otra forma de existencia». Como agudamente señala Kahn, de este texto se deduce que la vida eterna no se presenta como un don de Dios sino como fruto de la actividad terrena: el obrar humano adquiere un sentido religioso autosalvífico. Pero dado que el horizonte trascendente de certezas ha desaparecido, esta vida trae consigo, en su ambigüedad, dolor y sufrimiento. Las tragedias románticas presentan el sufrimiento como destino ineluctable del hombre, que purifica y eleva. Con el pasar de los años, esta función purificadora del sufrimiento desaparece, y la visión romántica de la vida terminará en la ausencia de sentido y en el absurdo del nihilismo contemporáneo.

Con el romanticismo se recuperaban muchos ámbitos de la vida que habían sido ignorados o despreciados por la razón ilustrada. Los sentimientos, el misterio, las particularidades culturales y la tradición volvían a tomar carta de ciudadanía en la especulación filosófica. Sin embargo, la reacción anti-ilustrada abría las puertas al irracionalismo, que engendraría corrientes intelectuales que terminarían por oponerse, en los siglos sucesivos, a una concepción trascendente de la persona humana.

b) El pensamiento ideológico

Estas dos matrices de la cultura contemporánea —Ilustración y romanticismo— son la base de las ideologías que han marcado los últimos dos siglos del precedente milenio. Las ideologías ocupan un puesto emblemático en el proceso de secularización entendido en sentido fuerte, y en particular en este mecanismo de absolutización de lo relativo. Liberalismo, nacionalismo, socialismo y positivismo son las cuatro ideologías más influyentes. Libertad, nación, clase económica, ciencia son nociones centrales para comprender en integridad la naturaleza humana. Pero cuando son absolutizadas, cuando se afirma que el hombre no es más que..., se termina por construir explicaciones reductivas del mundo y de la historia, casas demasiado estrechas, donde gran parte de la realidad se queda afuera.

Será suficiente con ofrecer algún ejemplo para demostrar la afirmación precedente. El liberalismo manchesteriano, identificando la libertad con las leyes del mercado, construyó una mansión confortable, un hogar a la inglesa. Pero la mayoría de las personas se quedaba fuera: es el mundo de la pobre gente, descrito magistralmente por Dickens. Paradójicamente, leyendo las novelas dickensianas, uno se encuentra mucho más cómodo en las casas de los pobres, donde escasean los medios materiales pero abundan tantas virtudes humanas y cristianas, que en las mansiones de los ricos, quienes teóricamente habían alcanzado, según las categorías mentales del paleoliberalismo, la libertad y la plenitud de sus vidas.

La visión del nacionalismo, exclusiva y excluyente, provocó auténticas tragedias en la historia contemporánea. La identificación del hombre con su pertenencia a una nación, etnia, raza o cultura determinadas quita a la persona humana una de sus propiedades más esenciales: su apertura interpersonal. El hombre se convierte en más hombre, se hace más digno, en la medida en que comunica o entra en comunión con los otros. Esta apertura —que tiene una dimensión ética y una más originaria, que es ontológica— implica el respeto a la diversidad, la promoción del diálogo intercultural y la conciencia de la radical unidad del género humano, basada en la idéntica dignidad de toda persona. El nacionalismo cierra los horizontes existenciales, e impide a las personas singulares y a enteras comunidades la posibilidad de enriquecerse con los dones de la comunicación interpersonal. La casa del nacionalista se queda chica, es pobre y oscura, porque es una casa con las puertas cerradas.

Quizá el ejemplo extremo de reduccionismo antropológico, de cerrazón ante la trascendencia y de sacralización de lo humano esté representado por el marxismo. Según Marx, «la miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra ella. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo» [9]. Por consiguiente, será necesario abolir la religión como alegría ilusoria, para que el hombre pueda gozar de una alegría real. Hay que eliminar el más allá del horizonte y preocuparse del más acá. El homo oeconomicus, después de la crítica de la alienación religiosa, se transforma en un dios. Marx bien podrá afirmar con Feuerbach: «Homo homini Deus, he aquí el principio práctico supremo, la transformación decisiva de la historia» [10]. Lamentablemente, la divinización del hombre marxista lleva a vivir no en las mansiones celestiales, sino en los distintos Archipiélagos Gulag de la historia reciente.

En lo que se refiere al positivismo, heredero legítimo de la razón del siglo XVIII, el mundo se presenta como perfectamente explicable si nos atenemos a los hechos, dejando de lado toda explicación metafísica o teológica. Las ciencias poseen la última palabra sobre el mundo. El positivismo es una lectura de la ciencia que pretende ir más allá de la ciencia misma, y erigirse en explicación total del destino del hombre. En cuanto reductivo y pretendidamente totalizante, el positivismo se puede definir como ideología. Además, la caracterización del progreso de la humanidad como fe racional en un futuro feliz y justo para todos manifiesta en un modo claro el elemento de sustitución que toda ideología lleva consigo.

El Profesor Gradgrind, personaje de la novela de Dickens Hard Times, expone cómicamente la cosmovisión positivista de la segunda mitad del siglo XIX: «Ahora, lo que yo quiero son Hechos. Enseñad a estos chicos y a estas chicas. Hechos y nada más. De hechos tenemos necesidad en la vida. No plantéis otra cosa y arrancad todo lo demás. Solo con los hechos se puede plasmar la mente de los animales que razonan: el resto no les servirá nunca para absolutamente nada. Este es el principio sobre el que he educado a mis hijos, y este es el principio sobre el que he educado a estos muchachos. ¡Ateneos a los hechos, señores!» [11].

Pero este personaje no tenía razón: es precisamente "el resto" lo que importa en la vida. Según la óptica de Weber —ya lo hemos dicho—, el mundo contemporáneo es un mundo desencantado: la ciencia ha dominado en forma progresiva la casi totalidad de los ámbitos existenciales. Ha habido un proceso de intelectualización que ha empobrecido la visión del mundo. La ciencia no ofrece respuestas a la pregunta sobre el sentido de la vida. Por eso, Weber afirma con Tolstoi que «la ciencia es absurda porque no responde a la pregunta más importante para nosotros: ¿qué debemos hacer? ¿Cómo debemos vivir?».

La absolutización de lo relativo, eje del pensamiento ideológico, comporta una visión optimista del futuro de la humanidad. Las ideologías, en cuanto religiones sustitutivas, son también escatologías secularizadas, es decir, prometen la felicidad propia del paraíso celestial, pero en esta tierra. No en el más allá trascendente sino en el más acá intramundano. Si dejamos que las leyes del mercado obren espontáneamente, tendremos un mundo feliz donde reinará el bienestar; si triunfa mi cultura o raza o nación, la historia entrará en una etapa superior; si hacemos la revolución comunista, eliminando la propiedad privada, alcanzaremos el paraíso comunista sin clases; si cultivamos las ciencias, toda enfermedad será derrotada, todo misterio será desvelado. El optimismo positivista decimonónico llevó a Swinburne a cantar en 1871: «¡Gloria al hombre en las alturas!; porque el hombre es el señor de todas las cosas» [12].

La desmentida de este optimismo decimonónico en los primeros años del siglo XX marcará un importante cambio cultural, que nos preparamos a analizar.

2. LA CRISIS DE LA CULTURA DE LA MODERNIDAD

Hemos tenido la oportunidad de subrayar la importancia que reviste en el pensamiento ideológico el elemento escatológico o utópico: el triunfo de las ideologías habría traído consigo un futuro feliz y más digno del hombre.

Puestas estas premisas es fácil darse cuenta que la Primera Guerra Mundial produjo un auténtico shock cultural: en vez de paz, libertad, justicia y bienestar, la Modernidad desembocaba en un conflicto bélico de dimensiones nunca vistas en la historia. Lógicamente, el año 1919 marcará el ápice de una conciencia cada vez más aguda de la crisis de la cultura, que se venía incubando desde fInales del siglo XIX. El historiador de las ideas, habituado a convivir con interpretaciones de los procesos culturales muy diversas, se sorprende al constatar que en torno al fInal de la Gran Guerra entre los intelectuales existe una casi unanimidad en el afIrmar que hay crisis. Obviamente los diagnósticos son diferentes, pero lo importante es subrayar esta conciencia generalizada de la crisis.

Según Gonzalo Redondo, en los años inmediatamente siguientes al 1919, f1lósofos, teólogos, historiadores, poetas o artistas hablaron ampliamente de la crisis cultural. Se ocuparon de la crisis cultural Faul Valéry -que en el mismo 1919 escribía:

"Nosotros, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales"- Franz Kafka, André Malraux, Oswald Spengler, Guglielmo Ferrero, José Ortega y Gasset, Arnold Toynbee, Christopher Dawson, Max Scheler, Nicolai Hartmann, Edmund Husserl, Martin Heidegger, Thomas Mann, Marcel Proust, Aldous Huxley, Max Horkheimer, Theodor Adorno, Max Pollock, Walter Benjamin, Erich Fromm, Herbert Marcuse, Antonio Gramsci,Jacques Maritain, Thomas S. Eliot y un largo etcétera que obligaría a incluir en él a prácticamente todos los pensadores del período de. entreguerras, de los años que van desde 1919 hasta 1939. Una lista en la que también figura el mismo Papa que dirigió la Iglesia durante la mayor parte de esos años, Pío XI [13].

Unanimidad en el constatar la crisis, diversidad en el interpretar sus causas. Pienso que se podría hablar de tres posibles respuestas a la pregunta sobre la causa de la crisis cultural. La primera respuesta es la que da el pensamiento ideológico: según algunos autores, para resolver la crisis es necesario empujar las ideologías hasta el fondo. Así encontraremos los totalitarismos del siglo XX. La segunda respuesta parte de la constatación del sin sentido de la existencia humana, y se instala en un cómodo relativismo: hay que abandonar la pretensión de conocer la verdad. Pretensión que, según esta perspectiva, ha sido la causa de los desastres de la guerra. La última respuesta es la del pensamiento abierto a la trascendencia. Analizaremos ahora las dos primeras respuestas, que tienen una matriz común en el nihilismo, para después presentar las distintas aperturas a la trascendencia.

a) Las dos caras del nihilismo

El nihilismo asimila el radical sinsentido del hombre y de la historia. El nihilismo puede desembocar en el totalitarismo: si la vida del hombre no tiene sentido, la voluntad humana debe proporcionar arbitrariamente un sentido a la vida y a la historia. Si no existe un orden moral objetivo, hay que crear una moral subjetiva fuerte, que a través de la voluntad de poder llene de sentido un mundo sin significado. En el ámbito político europeo la crisis del liberalismo y la debilidad de las democracias parlamentarias hicieron que apareciese como algo apetecible la voluntad de poder del fascismo, la afirmación ciega de valores irracionales del nacional-socialismo, o la planificación estatista de Stalin.

Pero el nihilismo puede conducir también a lo que hoy llamamos pensiero debole: no afirmar ninguna verdad absoluta, tolerar, tratar de convivir con lo poco de felicidad que esta vida sin sentido puede proveer. Los hombres deben aceptar la falta de sentido de la historia, asimilar la propia finitud, convivir con lo absurdo de la vida cotidiana, con el hecho de que el ser es "demasiado", como afirma el existencialismo de Sartre. Así tenemos una larga serie de manifestaciones culturales -artísticas, literarias, ftlosóficas- que podemos agrupar bajo la denominación de nihilismo débil. Si nada tiene sentido, es inútil establecer objetivamente el bien y el mal, prohibir o permitir.

Un pensador clave para entender las dos derivaciones del nihilismo es Federico Nietzsche. No haremos aquí un resumen de su pensamiento. Simplemente diremos que Nietzsche considera que la cultura occidental, desde sus inicios, ha interpretado el sentido de la existencia humana desde una perspectiva trascendente. Los desarrollos culturales de la Modernidad han demostrado la falacia de esta interpretación, y ha llegado el momento de anunciar la muerte de Dios, ya que los hombres, creadores de una divinidad imaginaria —al menos los más sabios e intuitivos—, se han dado cuenta que el hombre es finitud, un sinsentido, una nada. La tranquilidad basada en la explicación trascendente de la vida ha desaparecido, y el hombre debe convivir con esta realidad de su abandono existencial. En su libro La gaya ciencia introduce el tema de la muerte de Dios. Como explica Nietzsche, lo importante es entender las consecuencias antropológicas de la muerte de Dios: «el más importante de los acontecimientos recientes, el hecho de que "Dios ha muerto" y la fe en el Dios cristiano se ha vuelto increíble, comienza ya a proyectar sobre Europa sus primeras sombras. Por lo menos, para este reducido número cuya mirada, amenazadora, es bastante aguda y fina para este espectáculo, parece que un sol se ha puesto, una vieja y tranquila confIanza se ha trocado en duda; es a ellos a los que nuestro viejo mundo debe parecer cada día más crepuscular, más sospechoso, más extraño, más viejo» [14]. La falta de fe no es todavía absoluta. El hombre europeo no se ha desarraigado completamente: por el momento las sombras avanzan.

Detrás de la muerte de Dios se escucha todavía el "seréis como dioses" del libro del Génesis. Dice Zaratustra, profeta del nihilismo nietzscheano: «Pero, para abriros mi corazón de par en par, a vosotros, amigos. Si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no ser Dios? Luego, no hay dioses. He sido yo quien ha sacado esta consecuencia, pero ahora ella me arrastra a mí» [15]. Nietzsche es plenamente consciente de las consecuencias de la muerte de Dios, y se ríe de Feuerbach y Marx, ateos inconsecuentes: sin Dios, toda la realidad se desmorona y se resuelve en una nada. De este modo, Nietzsche evidencia el núcleo de la Modernidad ideológica: la autonomía absoluta del hombre que debe hacer desaparecer al Absoluto para poder ocupar su lugar en la historia y en la existencia humana.

Por lo que ya se ha explicado, es lógico deducir que nihilismo y muerte de Dios son en la práctica lo mismo. El nihilismo, según Nietzsche, es la devaluación de todos los valores. « ¿Qué signifIca el nihilismo? Que los valores supremos se han desvalorado. Falta el fIn: falta la respuesta al porqué. Todo es en vano» [16]. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche explica el proceso de cómo el mundo verdadero se wnvirtió en una fábula. Los pasos realizados por la humanidad en este sentido son: platonismo, cristianismo, kantismo, positivismo, nihilismo (Incipit Zarathustra).

Esta doctrina está estrechamente ligada a su antropología. Según Nietzsche, el hombre no puede vivir sin valores. Si el mundo basado en la trascendencia se ha venido abajo, el hombre debe crear nuevos valores. Así nace el super-hombre, que es un nuevo modelo de hombre, que toma conciencia del nihilismo y de su superación. Dice Zarathustra: «Yo os anuncio al ultrahombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho vosotros para superado?» [17]. El hombre en sí mismo tiene deseos de trascendencia. Hasta este momento, la trascendencia se personalizó en Dios. Pero ahora debe trascender hacía sí mismo y hacia el mundo terreno. Desaparecido el sentido trascendente de la existencia, el superhombre se yergue en el nuevo sentido de la tierra: «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el ultrahombre: una cuerda tendida sobre el abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso permanecer en el camillar, un peligroso mirar hacia atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que hay en él digno de ser amado es que es un tránsito y no un ocaso» [18].

El super-hombre es un nuevo estado de la humanidad. Será capaz de decir sí a la vida, no despreciará su cuerpo, no amará al prójimo sino al amigo. Será un hombre libre, capaz de darse a sí mismo el bien y el mal, y de imponer la ley de su propia voluntad. El super-hombre debe superar a Dios, pero también debe superar las consecuencias negativas de su muerte. El hombre debe crear nuevos valores. Aquí entra en juego la voluntad de poder: el nuevo hombre será el hombre fuerte, el águila que ataca a rostro descubierto, el bárbaro. Será el encargado de hacer la gran política. El último hombre, en cambio, es el hombre pequeñito, sin Dios, pero que tampoco ha logrado superar la nada. No se propone ningún ideal, y su vida no es iluminada por ninguna estrella. Es el hombre contemporáneo, el pequeño burgués.

La herencia de Nietzsche, como dijimos, es doble. Por un lado, los regímenes totalitarios basados en el poder y el voluntarismo (nazismo, fascismo, stalinismo). Por otro, está la herencia del pensamiento débil, del relativismo moral, del subjetivismo escéptico frente a cualquier pretendido valor o presunta verdad. Esta versión light del nihilismo —en realidad se trata de un nihilismo no superado— estará presente en muchos escritores del siglo XX. Las novelas, las obras de teatro, los cuentos del periodo de entreguerras, están poblados de personajes perdidos en la existencia, que no tienen puntos de referencia fijos y que se interrogan sobre la finalidad de sus vidas, sin poder encontrar una respuesta válida.

En un cuento breve, intitulado Un lugar limpio, bien iluminado, Ernest Hemingway (1899-1960) ponía en los labios de un camarero español una oración nihilista: «Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre tu reino la nada, nada sea tu voluntad nada en nada como en nada. Danos esta nada nuestra nada cotidiana y nadéanos nuestra nada como nosotros nadeamos nuestras nadas y no nos nadees en la nada, mas líbranos de la nada; pues nada. Salve, nada llena de nada, la nada esté contigo» [19]. Los personajes de Hemingway —soldados, toreros, púgiles, cazadores— no logran nunca terminar una oración y se identifican con sus fuerzas y con sus voluntades de poder. Pero finalmente son derrotados por un destino absurdo y ciego, como los tiburones que devoran el pez del célebre cuento El viejo y el mar. La parábola existencial de Hemingway terminará con el suicidio.

Contemporáneamente, en sus primeras obras, Heidegger considera que el hombre es un Sein-zum-Tode, un ser-para-la-muerte. El hombre ha sido arrojado a la existencia, en medio de un mundo de objetos. La existencia humana es un continuo hacer proyectos, que terminan inexorablemente con la muerte. En este sentido, la comprensión de sí mismos consiste en el aprehender que la existencia humana es una totalidad finita. Librarse de la muerte significa entender que la muerte pone un punto final, último, defmitivo a nuestros proyectos existenciales. La conciencia de la fmitud humana lleva a una vida auténtica que no se dispersa en lo exterior, en el mundo de los objetos. La tecnología contemporánea, con su hambre de dominar el mundo, desde esta perspectiva, es un nihilismo, dado que nos distrae de la consideración del único dato ineluctable: la muerte. Pero la misma muerte deja de ser un hecho ineluctable en el momento en que se convierte en la elección de nosotros mismos: «en la medida en que esta posibilidad es comprendida sin velos, tanto más agudamente la comprensión penetra en las posibilidades en cuanto imposibilidad de la existencia en general» [20]. Como escribe Pietro Prini, «el "no todavía" del nuestra muerte no viene después, como el "no todavía" de la luna llena viene después del último cuarto creciente o el de la madurez viene después de la amargura del fruto, sino que está desde siempre junto a nosotros, constitutivo del ser que nos es propio. Cada uno de nosotros lleva dentro de sí, madura inexorablemente en sí mismo la propia muerte. Heidegger, a la manera de Homero, llama por eso a los hombres "los mortales" (die Sterblichen), porque conformemente a nuestra esencia, "somos en tanto que habitamos en cercanía de la muerte" (Der Satz vom Grund, Pfullingen 1957, p. 186» [21].

Si hemos citado a algunos escritores y a un f1lósofo, ahora le toca el turno a un intelectual que se encuentra entre la filosofía y la literatura. Nos referimos a Albert Camus (1913-1960). Camus parte de la constatación del sinsentido de la vida cotidiana, que produce aburrimiento y cansancio. Hay que tomar distancias de la vida ordinaria, para poder entender lo absurdo de ella. Este alejarse produce angustia, al percibir que la vida no es otra cosa que el camino hacia la muerte. Pero la obra de Camus no gira en torno a la muerte, sino a lo absurdo de la vida. El único problema filosófico serio es establecer si vale la pena vivir la vida. Hay dos respuestas erradas a esta pregunta: el suicidio y la esperanza. La primera solución no es válida, porque con el suicidio hacemos desaparecer la luz que ha descubierto lo absurdo de la vida, es decir nuestra conciencia lúcida, la única cosa que debe ser protegida y desarrollada. Tampoco la esperanza es una solución, porque presupone la existencia de un Dios ordenador del Universo, mientras que el mundo nos demuestra el desorden y lo absurdo. La esperanza es un suicidio moral que lleva a la muerte de la conciencia lúcida. La única respuesta posible es la rebelión. El hombre rebelde es aquel que ha descubierto la futilidad de la vida y que ayuda a los demás a descubrirla.

Esta actitud existencial se manifiesta en su obra Le mythe de Sisyphe. Partiendo de esta figura de la mitología griega —Sísifo debe llevar una piedra hasta la cima de un monte, pero una vez en la cima, la piedra cae y Sísifo baja y sube eternamente en el vano esfuerzo de coronar su tarea—, Camus propone el problema central del hombre moderno: «en el momento mismo en el que Sísifo reconoce que el volver a levantar la piedra que ha caído al fondo carece de sentido y es inútil, sólo en ese preciso momento comienza la vida humana auténtica. Reconocer lo absurdo no es el fIn, sino el principio; el problema del hombre consiste en dar —a pesar y después de este conocimiento— valor y dignidad a la vida sin evadirse de lo absurdo, sin tratar de darse evasivas pseudo-explicaciones recurriendo a una fe religiosa, sino afrontándolo y superándolo. Brevemente: sufrimiento, trabajo, fatiga, aporicidad —precisamente a estas realidades, hay que darles su sentido y su valor: esto es lo que se trata de reconocer, a esto hay que decir que sí» [22].

Camus se presenta como el defensor del humanismo ateo. La conciencia humana tiene un valor que es necesario proteger. Alejado de toda ideología totalizante, Camus propone luchas concretas para justicias concretas. En su novela La peste, uno de los personajes, un médico que dedica toda su vida a los enfermos, se pregunta si es posible ser santo sin creer en Dios. A pesar de lo absurdo de la vida, hay que instaurar la ciudad de los hombres, donde las conciencias sean respetadas.

Con Camus la crisis de la cultura de la Modernidad llega a uno de sus momentos paradigmáticos. Sin la referencia a la Trascendencia, la vida humana cae en la opacidad absurda de un periodo de tiempo destinado a la muerte. Los valores que todavía están presentes en su humanismo corren el riesgo de desaparecer por falta de raíces. Más coherente será Jean-Paul Sartre, quien extraerá de su nihilismo consecuencias antropológicas que, a pesar de haber sido definidas por él mismo como humanistas, son la negación de la dignidad del hombre: el ser es demasiado, el hombre es una pasión inútil, el infIerno son los demás.

Según Possenti, el núcleo más profundo del nihilismo es el teórico, es decir la imposibilidad de conocer la verdad. Nihilismo y muerte de la metafísica se identificarían. Si el nihilismo para Nietzsche es la desaparición de la finalidad, del sentido, la ausencia de una respuesta a la pregunta sobre el porqué, esta actitud también gnoseológica lleva a la toma de conciencia del fin de la noción de verdad como adecuación con la realidad. El nihilismo contemporáneo se extiende incluso al ámbito del conocimiento científico, que durante el siglo XIX era considerado como el reducto inexpugnable de las certezas. La falibilidad de las ciencias, en algunos autores, es la manifestación del pensamiento débil contra el neo-positivismo, heredero del cientificismo decimonónico.

Possenti pone en estrecha relación con el nihilismo teórico a algunas de las corrientes de la hermenéutica y del deconstruccionismo. Para algunos exponentes de la llamada hermenéutica de izquierda (Gianni Vattimo, por ejemplo) no existe la verdad, sino solo interpretaciones de textos, de símbolos, determinados por el contexto histórico. La metafísica como conocimiento de la verdad del ser es calificada de arrogante: la relación cognoscitiva con el ser es el paradigma de la violencia [23]. Para Vattimo, por ejemplo, la multiplicidad de las interpretaciones llega a la «disolución de la idea misma de realidad». La configuración babélica del mundo hace precipitar la ontología en el sinsentido» [24].

Esta debilitación del intelecto, consecuencia del nihilismo teórico, llega a uno de los puntos más bajos con los deconstrucciorustas: el hombre es una invención del final del siglo l.'VIII, pero después del nihilismo y de la devaluación de todos los valores está por llegar el fin del hombre: «A todos los que quieran todavía hablar del hombre, de su reino, y de su liberación -escribe Foucault-, a todos los que se preguntan todavía sobre qué es el hombre en su esencia, a todos los que quieren apoyarse en él para acceder a la verdad..., a todas estas formas de reflexión deformes y alteradas, no podemos más que contraponer una risa filosófica, es decir, en parte silenciosa» [25].

El resultado tan radical del nihilismo contemporáneo se puede explicar a partir de la atmósfera cultural creada por los llamados "maestros de la sospecha". Efectivamente, Marx, Nietzsche y Freud conciben al sujeto humano no como algo originario y real, sino como una derivación necesaria de fuerzas irracionales que se encuentran detrás de toda manifestación humana. Frente a todo fenómeno hay que descubrir "lo que hay detrás". Como observa Buttiglione, para estos pensadores «el sujeto y la conciencia no son en absoluto fenómenos originarios. Son más bien un efecto de un conjunto de fenómenos económico-sociales (Marx), pulsionales (Freud) y en sentido lato del resentimiento (Nietzsche). El hombre, en otras palabras, no es un punto de partida originario sino fruto del devenir» [26].

La pérdida de la consistencia real del sujeto es la conclusión paradójica de la pretendida atribución de autonomía absoluta a la criatura humana.

b) La otra Modernidad: la apertura a la trascendencia

Frente a la tragedia de la Primera Guerra Mundial se abrían diferentes caminos para el espíritu humano. Muchos se dieron cuenta que se trataba de una crisis de valores. En torno a estos años se dio un movimiento de acercamiento a lo religioso, a la trascendencia. Hubo conversiones de algunos intelectuales occidentales al Catolicismo o a otras confesiones cristianas (T.S. Eliot, G.K. Chesterton, J. Maritain, G. Marcel, N. Berdiaeff, E. Waugh, S. Undset, etc.), causadas en parte por el rechazo de la esencia de las ideologías modernas, es decir la afirmación de la autonollÚa absoluta del hombre. Hubo corrientes ftlosóficas que oxigenaron la atmósfera cerrada del positivismo, del idealismo y del materialismo decimonónicos. Estas corrientes son principalmente el espiritualismo (Bergson), el personalismo (Mounier, Guardini, Wojtyla), la ftlosofía de la acción (Blondel), el neo-tomismo (Maritain, Gilson, Fabro); otros propusieron "filosofías de los valores" como intentos de contener la descomposición social y espiritual de después de la Gran Guerra (M. Scheler, N. Hartmann); contemporáneamente, algunos historiadores miraron hacia el pasado para encontrar puntos de referencia que pudieran servir para construir sobre las ruinas de la guerra (W. Jaeger,J. Huizinga, C. Dawson) [27].

Una característica común de estos críticos es el darse cuenta que la causa última de la crisis era una concepción equivocada de la naturaleza humana. Si la afirmación absoluta de la autonomía del hombre, acompañada con una libertad de conciencia siempre más generalizada —la conciencia no tendría ningún parámetro objetivo con el cual medirse, y por tanto queda completamente libre y dueña de sí—, llevó al enfrentamiento entre millones de hombres, era debido quizá a que el hombre no es un individuo absolutamente autónomo, o que las distintas naciones, idolatradas por el nacionalismo, en realidad no encarnan los valores más altos.

Esta aparición tan diversificada de corrientes culturales y fIlosóficas abiertas a la trascendencia no ha sido solamente un fenómeno coyuntural. A lo largo de la Modernidad, el pensamiento abierto se desarrolló en diversos modos, recorrió distintos senderos. Basta pensar en Tomás Moro, Juan Luis Vives y Erasmo de Rotterdam en el Humanismo; Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Francisco Suárez en la segunda escolástica; Pascal y Vico en la época del racionalismo. El siglo XIX, 0glo de Marx y Nietzsche, es también el siglo de Kierkegaard y Dostoievski. El pensador danés, en relación dialéctica con el idealismo hegeliano, encuentra la plenitud del individuo no en la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, sino en el reconocimiento de su fundamentación trascendente: «entrando en relación consigo mismo, queriendo ser él mismo, el hombre se fundamenta en transparencia en la potencia que lo ha puesto» [28], es decir, en la Potencia divina. Mientras que el individuo que pretende auto fundarse absolutamente termina necesariamente en la desesperación, considerada por Kierkegaard la enfermedad mortal de la cultura contemporánea.

Dostoievski, por su parte, es consciente de las consecuencias de la pérdida de la trascendencia, como lo era Nietzsche, pero a diferencia de éste, a través de la obra del autor ruso se abren las puertas a la necesidad de la redención. Para el autor de las grandes novelas del siglo XIX, si no se admite la trascendencia, la vida después de la muerte, no hay más moral ni diferencia entre el bien y el mal. Dejemos hablar a uno de los hermanos Karamazov: si destruís en el hombre la fe en la propia inmortalidad, inmediatamente se apagará en él no sólo el amor, sino también cualquier fuerza vital capaz de perpetuar la vida en el mundo. Y no sólo eso: entonces no habrá nada inmoral, todo será permitido, incluso la antropofagia. Pero no hemos acabado: (...) para cada individuo, como nosotros ahora por ejemplo, que no crea ni en Dios ni en la propia inmortalidad, la ley moral natural debe transformarse inmediatamente en lo opuesto de la antigua ley religiosa, y el egoísmo, llevado hasta el delito, debe ser no sólo permitido al hombre, sino incluso reconocido como la solución necesaria, la más razonable, e incluso diría la más noble, en sus condiciones [29].

La pérdida del horizonte trascendente produciría un desmoronamiento de los valores morales. Según el personaje dostoievskiano, la falta de fe en el más allá desemboca en el nihilismo. Pero no es un resultado evidente: la última palabra la tendrán los seguidores de Cristo. Los razonamientos nietzscheanos y dostoievskianos son muy similares, pero mientras el alemán muere loco anunciando el super-hombre, el escritor ruso pasa a la eternidad lleno de esperanza.

Sería demasiado largo elencar las manifestaciones culturales de apertura a la trascendencia durante el siglo XX. Más interesante que los contenidos teóricos son las historias de conversión —religiosa o intelectual— de tantos pensadores: un Maritain positivista, proclive al suicidio, que descubre un mundo nuevo en el espiritualismo de Bergson y en la poesía cristiana de Léon Bloy; un Marcel escéptico e idealista que encuentra la fe cuando se interroga sobre los desaparecidos de la Primera. Guerra Mundial, abriéndose al misterio del ser; un Chesterton que se llena de alegría al descubrir que la filosofía del sentido común y la ética de los cuentos de hadas coincide con el Credo de los Apóstoles; un Dawson que llega a la Iglesia Católica después de haber leído, paradójicamente, al positivista Harnack; Gilson, que se sorprende con los tesoros de la philosophia perennis estudiando los textos del racionalismo cartesiano.

En muchos de estos casos, se trató de un auténtico retorno a casa. Emblemática es la primera página de Ortodoxia, de Chesterton. Allí, el inglés cuenta de un navegante que partió de Inglaterra decidido a realizar un largo viaje para descubrir las bellezas de las islas tropicales. Después de algunas semanas llega a una isla muy bella. Le gusta muchísimo, pero le resulta familiar. Poco después, el navegante se da cuenta que había regresado a Inglaterra. Chesterton utiliza esta imagen para explicar su recorrido espiritual: después de tanto buscar en escuelas y grupos de moda una verdad por la cual vivir, se da cuenta que la verdad se encontraba allí, junto a la puerta de su casa: era el cristianismo, el viejo Credo de los Apóstoles.

Pero apertura a la trascendencia no es solo un asunto de libros y de escuelas filosóficas. La humanidad ha siempre tenido una especie de embajadores de la eternidad en medio del mundo, también en medio de la Modernidad secularizada, desencantada y nihilista. Estos embajadores son los santos, llamados por Juan Pablo II "expertos en humanidad". Son testigos de la luz en las barracas oscuras de las ideologías: Alfonso María de Ligorio entre los philosophes racionalistas; el santo cura de Ars entre los pequeños burgueses del Segundo Imperio; Padre Damián entre los leprosos, víctimas del imperialismo europeo, en Molokai, en el Pacífico sur; el Cardenal Newman en el liberalismo decimonónico; todos los mártires del nazismo -Maximiliano Kolbe, Edith Stein y tantos otros-, del marxismo en Rusia, en España, en México; J osemaría Escrivá en la sociedad materialista y agnóstica del siglo XX; Madre Teresa de Calcuta en un mundo permeado por la cultura de la muerte. Todas estas personas manifiestan existencialmente la presencia de la Trascendencia de una manera mucho más eficaz que las teorías, porque lo hacen en forma más auténtica y atrayente, porque son testimonios de vida.

***

La cultura contemporánea es ambivalente. Como en toda época histórica, en el campo del mundo hay buen trigo y cizaña. Escribe Juan Pablo II:

«se puede tomar esta parábola como clave para comprender toda la historia del hombre. En las diversas épocas y en distintos sentidos, el "trigo" crece junto a la "cizaña" y la "cizaña" junto al "trigo". La historia de la humanidad es una "trama" de la coexistencia entre el bien y el mal. Esto significa que si el mal existe alIado dei bien, el bien, no obstante, persiste al lado del mal y, por decido así, crece en el mismo terreno, que es la naturaleza humana. En efecto, ésta no quedó destruida, no se volvió totalmente mala a pesar del pecado original. Ha conservado una capacidad para el bien, como lo demuestran las vicisitudes que se han producido en los diversos periodos de la historia» [30].

En los tantos desiertos contemporáneos, desiertos exteriores provocados por los desiertos interiores —cito a Benedicto XVI— hay motivos para la esperanza, porque la Trascendencia ha querido hacerse inmanencia, porque el Dios completamente trascendente es en realidad el Emmanuel, Dios con nosotros. No estamos solos -otra vez parafraseo al actual Romano Pontífice-: en medio a este mundo poblado por barracas ideológicas hay siempre una casa, con las puertas y las ventanas abiertas. Una casa con un umbral que hay que atravesar. Para decido con uno de los grandes testigos de la trascendencia en el mundo contemporáneo, Juan Pablo II, hay que atravesar el umbral de la esperanza. Termino con las últimas palabras del último libro de Juan Pablo II: «En el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del futuro del mundo» [31]. Nos toca a nosotros dar razón de nuestra esperanza.

Notas

[2] S. Th. II-II, q. 10, a. 10.

[3] L. Kahn, Letteratura e crisi della fede, Città Nuova, Roma 1978, p. 49.

[4] L Kant, Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?, Ak VIII, 35.

[5] G.K. Chesterton, Ortodoxia, en Obras completas, Plaza y Janés, Barcelona-Buenos Aires y México 1961, I, p. 506.

[6] Novalis, Fragmente über PoeJie (1798).

[7] L. Kahn, Letteratura... , cit., p. 50.

[8] Ibidem, p..138.

[9] K. Marx, Zur Kritik der hegelschen Rechtsphilosophie. Einleitung, en Karl Marx-Friedrich Engels Werke, Dietz, Berlin 1957-1969, II, p. 378.

[10] L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, en Sämtliche-Werke, Stuttgart 1959, VI, p. 325.

[11] C. Dickens, Tempi dtifficili, B. U.R., Milano 1997, p. 27.

[12] Citado en J.L. Comellas, El último cambio de siglo, Ariel, Barcelona 2000, p. 35.

[13] G. Redondo, Historia de la Iglesia en España (1931-1939), Rialp, Madrid 1993, p. 59.

[14] F. Nietzsche, Die fröhlsiche Wissenschaft, en Opere, Adelphi, Milano 1991, V, fr. 343.

[15] Idem, Also sprach Zaratbustra, 11: auf den glückseligen Inseln, en Nietzsche Werke, Berlin 1969, vol VI/l, p. 106.

[16] Idem, Wille zur Macht, 1, fr. 2.

[17] Idem, Also sprach Zarathustra, Vorrede 3, cit., p. 8.

[18] Ibídem, Vorrede 4, p. 11.

[19] E. Hemingway, I quarantanove raconti, O. Mondadori, Milano 1988, p. 364.

[20] M. Heidegger, Essere e tempo, Longanesi, Milano 1979, p. 393.

[21] P. Prini, Storia dell’esistenzialismo, Studium, Roma 1989, p. 97. Sobre el nihilismo de Heidegger cfr. L. ROMERA, Assimilare la finitezza: con Nietsche e Heidegger ad un bivio, en «Acta Philosophica» 4/2 (1995), 267-283.

[22] L. Kahn, Letteratura. ..., cit., p. 215.

[23] Cfr. V. Possenti, Il nichilismo teoretico e la morte della metafisica, Armando, Roma 1991, p. 117.

[24] Cfr. G. Vatimo, Oltre l’interpretazione. Il significato dell’ermeneutica per la filosofia, Bari 1994. Cfr. también F. Botturi, Immagine ermeneutica dell’uomo, en Immagini dell’uomo. Percorsi antropologici nella filosofta moderna, Armando, Roma 1996, pp. 77-94.

[25] M. Foucault, Le parole e le cose, Rizzoli, Milano 1967, p. 368.

[26] R. Buttiglione, La crisi della morale, Dino, Roma 1991, pp. 23-24.

[27] Cfr. F. Gugelot, La conversion des intellectuels au catholicisme en France (1885-1935), CNRS, París 1998; J. Pearce, Litterary Converts, Harper Collins, London 1999.

[28] S. Kierkegaard, La malattia mortale, I, A, en Kierkegaard. Opere, ed de C. Fabro, Sansoni, Firenze 1972, p. 626.

[29] F. Dostoievski, Los hermanos Karamazov, Iª parte, 11, 5.

[30] Juan Pablo II, Memoria e Identidad, La esfera de los libros, Madrid 2005, pp. 14-5.

[31] Ibidem, p. 208.