ROMA, sábado, 12 diciembre 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la conferencia que monseñor Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, pronunció en Córdoba, el 20 de noviembre pasado, ante algunos sacerdotes de la diócesis, con motivo del año sacerdotal.
* * *
Estamos recorriendo el Año sacerdotal convocado por Benedicto
XVI para toda la Iglesia. En la carta que escribió con este motivo,
el Santo Padre manifiesta su propósito de «contribuir a promover el
compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que
su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e
incisivo»[1].
El deseo de colaborar en esta iniciativa del Romano Pontífice, ha
movido a mi querido hermano en el Episcopado, Mons. Juan José
Asenjo, actual Arzobispo de Sevilla y Administrador Apostólico de
Córdoba, a invitarme a hablar de este tema ante un grupo de
sacerdotes. Se lo agradezco de veras, aunque, al mismo tiempo, me
parece haber venido a vender miel al colmenero. Era una
expresión que utilizaba San Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando le
invitaban a dirigir la palabra a sus hermanos en el sacerdocio.
Quería subrayar que cualquiera de ellos podría hacerlo muy bien, con
sólo abrir el corazón y manifestar el amor a Dios y a las almas que
llevaba dentro.
Si así se expresaba un sacerdote tan santo, que recibió el encargo
divino de abrir las sendas de la santidad en el cumplimiento de los
deberes propios del estado de cada uno, y que la Iglesia ha
propuesto, junto a otros eximios sacerdotes, como modelo de santidad
a presbíteros y a seglares, pensad qué debería afirmar yo. Recurro a
su intercesión ante el Señor para que estas palabras mías logren
transmitir al menos un poco de la riqueza de su doctrina sobre el
sacerdocio, de modo que sus palabras y el ejemplo de su vida nos
inciten -a mí también- a realizar esa conversión interior que la
Iglesia espera de cada uno, en este año sacerdotal.
La identificación con Cristo, fundamento de nuestro sacerdocio
En la primera Misa crismal que celebró después de recibir el
ministerio petrino, Benedicto XVI se dirigía así a los sacerdotes
que concelebraban con él en la Basílica de San Pedro: «El misterio
del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros,
seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar
con su "yo": in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer
su sacerdocio por medio de nosotros»[2].
Uno solo es el sacerdote del Nuevo Testamento, Jesucristo Nuestro
Señor, como pone de relieve la epístola a los Hebreos (cfr. Hb
7, 11-28). Nosotros somos instrumentos suyos en virtud del
sacramento del Orden, que nos identifica con Él. Es lo que se
manifiesta claramente en los gestos y palabras del Obispo, durante
el rito de la ordenación. Cuando, en silencio, impone sus manos
sobre la cabeza del candidato, invocando luego al Espíritu Santo con
la oración consagratoria, es Jesús mismo -Sumo y Eterno Sacerdote-
quien toma posesión de cada uno. La ordenación sacerdotal produce un
cambio real en quien la recibe, visible sólo a los ojos de la fe. Lo
recalcaba San Josemaría, cuando, hablando de la identidad del
sacerdote -que, en los primeros años del post-concilio, algunos
ponían en tela de juicio- no dudaba en afirmar con decisión: «¿Cuál
es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos
podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse
Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote
esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[3].
No se trata de una consideración sólo teórica, sino que ha de
manifestarse de modo concreto en las más diversas situaciones,
también fuera de los actos propios del sacrum ministerium. Un
sucedido de la vida de este sacerdote lo manifiesta elocuentemente.
Corría el curso académico 1942-43. El propietario de un inmueble de
la madrileña calle de Jenner, donde tenía su sede la primera
residencia universitaria promovida por el Opus Dei al término de la
guerra civil, comunicó que necesitaba enseguida la casa pues un hijo
suyo iba a contraer matrimonio. Se planteaba un problema de difícil
solución: ¿qué hacer con las decenas de estudiantes que vivían en
aquel inmueble, ya avanzado el año escolar? No se los podía dejar,
sin más, en la calle. Sin embargo, ninguna de las razones aducidas
por los directores de aquella labor apostólica lograban hacer
desistir al dueño de su intimación. Hasta que el Fundador de la Obra
fue a verle personalmente, acompañado por Amadeo de Fuenmayor, a la
sazón director de la Residencia, que es quien relató este sucedido.
La conversación, cortés pero fría, mostraba que aquella persona no
estaba dispuesta a hacer concesiones. De pronto, San Josemaría
cambió el tono de la entrevista: «¿No sabe usted con quien está
hablando?», preguntó con tono firme a su interlocutor. Y, ante el
gesto sorprendido de éste, añadió: «Soy un sacerdote de
Jesucristo... Y no puedo consentir que tengan que abandonar la
Residencia en pleno curso cincuenta estudiantes cuya alma me ha sido
confiada». El profesor Fuenmayor, que asistió a la conversación sin
pronunciar palabra, anota que a partir de ese momento cambió
completamente el giro de la entrevista. El dueño consintió en
prorrogar el plazo de alquiler de la casa hasta el fin de curso[4].
Este episodio resalta con fuerza la conciencia viva de estar
identificado con Jesucristo sacerdote, que en todo momento tenía el
Fundador del Opus Dei. Ponía así de relieve que el carácter del
Orden afecta a toda la existencia del que ha sido sellado con este
sacramento. Algo análogo sucede en el fiel corriente, ungido por el
carácter bautismal: su vida entera queda conformada con Cristo. No
se es cristiano, hijo de Dios y partícipe del sacerdocio de
Jesucristo sólo a ratos, cuando se reza o se participa en una
ceremonia litúrgica. El ser cristiano impregna -debe impregnar- las
veinticuatro horas del día, y a eso han de aspirar todos los
bautizados. Lo mismo ha de ocurrir en quienes hemos recibido el
sacramento del Orden: hemos de ser -como le gustaba insistir a San
Josemaría- «sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por
cien»[5], en todos los momentos y circunstancias.
«Ser sacerdote -recordaré con palabras de Benedicto XVI- significa
convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda
nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios
cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne
y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó
en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en
nosotros y nosotros en Él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo
así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto»[6].
Estamos convencidos de que las palabras del Papa responden a la
realidad más neta. Pero también sabemos que -como escribió San
Pablo- llevamos el tesoro divino en vasos de barro (cfr. 2 Cor
4, 7). Tal vez hayamos revivido en algún momento la experiencia de
Simón Pedro después de la pesca milagrosa. La desproporción entre la
grandeza de la tarea encomendada -hacer presente a Cristo entre los
hombres- y nuestras limitaciones personales se nos muestra a veces
en toda su amplitud. Sin embargo, a toda hora, el recuerdo de que
Jesús nos ha llamado amigos (cfr. Jn 15, 15) y nos sostiene
con su gracia, nos fortalecerá y ayudará a superar esos momentos, si
alguna vez se presentan. «La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el
medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y
mediante el cual Él aferra nuestra mano y nos guía»[7].
Identificación con Cristo en los actos del ministerio
Si toda nuestra existencia está marcada por el carácter sacerdotal,
con mayor motivo sucede cuando ejercitamos los actos propios de
nuestro ministerio; y es ahí donde especialmente hemos de buscar
nuestra propia santificación.
El Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo supo exponerlo con
agudeza; no en vano fue uno de los expertos que más trabajaron para
que en el Concilio Vaticano II se destacase la llamada de los
presbíteros a la santidad precisamente en el ejercicio de su
ministerio. Permitid que lea unas palabras suyas, que son como un
resumen de lo que yo querría transmitir en este rato de charla
fraterna.
«Se impone lograr que los sacerdotes adquieran en sus años de
preparación, y en la sucesiva formación permanente, una clara
conciencia de la identidad que existe entre la realización de su
vocación personal -ser sacerdote en la Iglesia-, y el ejercicio del
ministerio in persona Christi Capitis. Su servicio a la
Iglesia consiste, esencialmente (otros modos de servir un sacerdote
pueden ser legítimos, pero secundarios), en personificar activa y
humildemente entre sus hermanos a Cristo Sacerdote que da vida y
purifica a la Iglesia, a Cristo Buen Pastor que la conduce en unidad
hacia el Padre, y a Cristo Maestro que la conforta y la estimula con
su Palabra, y con el ejemplo de su Vida.
»Esta formación del sacerdote es algo que dura toda la vida, porque,
en sus diversos aspectos, tiende -debe tender- a formar a Cristo en
él (cfr. Gal 4, 19), realizando esa identificación como
tarea, en respuesta a lo que esa identificación tiene ya como don
sacramental recibido. Una tarea, que postula antes aún que una
incesante actividad pastoral, y como condición de la eficacia de
ésta, una intensa vida de oración y de penitencia, una sincera
dirección espiritual de la propia alma, un recurso al sacramento de
la Penitencia vivido con periodicidad y con extremada delicadeza, y
toda esta existencia enraizada, centrada y unificada en el
Sacrificio Eucarístico»[8].
Me detendré brevemente en algunos de estos momentos, especialmente
la celebración del Santo Sacrificio y la administración de la
Penitencia, porque en esos instantes nuestro ser ipse Christus,
el mismo Cristo, como sacerdotes, alcanza su mayor densidad
ontológica.
La Santa Misa: "in persona Christi"
El Papa ha invitado a reflexionar especialmente en la figura del
Santo Cura de Ars en este año sacerdotal, con el que conmemoramos el
150º aniversario de su dies natalis, de su nacimiento para el
Cielo. «Estaba convencido -ha escrito Benedicto XVI- de que todo el
fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de
la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué
pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo
ordinario!". Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer
también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un
sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!"»[9].
El Concilio Vaticano II afirma en el decreto Presbyterorum
Ordinis que la celebración de la Misa es el momento más
importante de la jornada de un sacerdote, pues constituye el «centro
y raíz de toda la vida del presbítero»[10]. Por eso, es lógico que
procuremos celebrarla cada día del mejor modo posible. Pienso que a
todos nos impresionó el testimonio del Siervo de Dios Juan Pablo II,
cuando -a punto de cumplir sus bodas oro sacerdotales- comentaba con
sencillez: «En el arco de casi cincuenta años de sacerdocio, la
celebración de la Eucaristía sigue siendo para mí el momento más
importante y más sagrado. Tengo plena conciencia de celebrar en el
altar in persona Christi. Jamás en el curso de estos años, he
dejado la celebración del Santísimo Sacrificio. Si esto sucedió
alguna vez, fue sólo por motivos independientes de mi voluntad.
La Santa Misa es de modo absoluto el centro de mi vida y de toda mi
jornada»[11].
La Trinidad concede al sacerdote un don inexpresable: ser
instrumento para que la pasión, muerte y resurrección de Nuestro
Señor, sucedida históricamente hace dos mil años, se haga
sacramentalmente presente, en su auténtica realidad y con su plena
eficacia santificadora. Como afirma Juan Pablo II, gracias a la
Eucaristía se produce en nuestro mundo «una misteriosa
"contemporaneidad" entre aquel Triduum y el transcurrir de
todos los siglos. Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran
asombro y gratitud (...). Este asombro ha de inundar siempre a la
Iglesia, reunida en la celebración eucarística»[12].
El sacerdote no debe acostumbrarse a este prodigio de amor que se
obra cada día sobre el altar y que perdura en el tabernáculo después
de la Misa. Con la ayuda de Dios, ha de observar con mirada siempre
nueva lo que conoce con los ojos de la fe, sin cansarse de
considerar una vez y otra esta maravilla. Como los niños, de quienes
es el Reino de los cielos (cfr. Mt 18, 3-4), gozan de una
capacidad de asombro prácticamente ilimitada, así el sacerdote
necesita ese sentido de maravilla ante el misterio, fruto de la fe y
del amor, para celebrar la Eucaristía y en el curso de la misma
celebración.
Todos los cristianos han de cultivar ese asombro, pero de modo
especial los sacerdotes, a quienes se nos ha concedido la facultad
de realizar este grandísimo milagro. La identidad del sacerdote -lo
reitero una vez más con palabras de San Josemaría- consiste en ser
«instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo
nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo
silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia?
Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa
María, la más santa de las criaturas -más que Ella sólo Dios- trajo
una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra,
a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para
alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de
la vida futura»[13].
Es inagotable la riqueza de esta realidad asombrosa: ¡en el altar el
sacerdote es ipse Christus, el mismo Cristo, de modo
sacramental! Presta a Jesucristo la voz, las manos, todo su ser,
para que se haga presente el Santo Sacrificio del Calvario a lo
largo y a lo ancho del mundo, hasta el fin de los tiempos. Es un
deber -deber de amor, pero deber- que el presbítero sea exigente
consigo mismo, para subir al altar con la menor indignidad posible
de su parte.
Para desarrollar esta conciencia, quizá pueda servir un consejo
práctico: dividir el día en dos partes: por las mañanas, rendir
acciones de gracias a la Trinidad por haber celebrado la Santa Misa;
por las tardes, preparar ya la del día siguiente. Así se expresaba
un sacerdote santo: «Procuro que el último pensamiento [de cada
jornada] sea de agradecimiento al Señor por haber celebrado la Santa
Misa ese día. Y le digo también: Señor, te doy las gracias porque
por tu misericordia espero celebrar también mañana la Santa Misa,
renovando el Divino Sacrificio in persona Christi y
consagrando tu Cuerpo y tu Sangre. Así me voy durmiendo y me voy
preparando»[14].
Una manifestación de sentido sacerdotal, que Benedicto XVI ha
recordado, es la de subir al altar con los ornamentos litúrgicos
adecuados. El Santo Padre invita a desentrañar el significado de
esas vestes -el amito, el alba, la estola, la casulla-, tan
claramente expresado en las oraciones que la Iglesia aconseja para
el momento de revestirse antes de la celebración. «El hecho de
acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos -explica
Benedicto XVI- debe hacer claramente visible a los presentes, y a
nosotros mismos, que estamos allí "en la persona de Otro". Los
ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del
tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el
sacerdocio (...). Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe
ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de
nuestra misión, el "ya no soy yo" del Bautismo, que la ordenación
sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide»[15].
Ministros de la misericordia de Dios
Junto a la celebración eucarística, la administración del sacramento
de la Reconciliación es otro momento en el que la identificación del
presbítero con el Sumo y Eterno Sacerdote alcanza su máxima
intensidad. Se ha hablado mucho de que estamos atravesando una
crisis de la Confesión, pero en realidad -y así lo han afirmado
varias veces los Romanos Pontífices en estos últimos años- se trata
más bien de una crisis de confesores. Lo prueba el hecho de
que cuando en una iglesia hay sacerdotes disponibles para confesar,
con horarios claros, con señales inequívocas de su presencia, en
poco tiempo muchos fieles acuden a recibir este sacramento.
Las cosas no están más difíciles ahora que en las épocas pasadas,
pero es cierto que hace falta una catequesis sobre la necesidad del
sacramento de la misericordia divina, aprovechando homilías,
lecciones de preparación a la Confirmación o al Matrimonio, etc., y
que los sacerdotes nos mostremos disponibles para confesar.
Benedicto XVI escribe que «en Francia, en tiempos del Santo Cura de
Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en
nuestros días (...). Pero él intentó por todos los medios, en la
predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses
redescubrieran el significado y la belleza de la Penitencia
sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia
eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su
prolongado estar ante el Sagrario en la iglesia, consiguió que los
fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de
que allí encontrarían también a su párroco, disponible para
escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor
de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el
confesonario hasta dieciséis horas al día»[16].
Ciertamente no se nos pide lo mismo que al Santo Cura de Ars, y
quizá el tiempo disponible para la administración de este sacramento
dependerá de muchos factores, de los encargos que hayamos recibido,
etc. Pero, ciertamente, si nos examinamos con sinceridad,
descubriremos que podríamos hacer algo más; que, recortando un poco
del tiempo que dedicamos a otros menesteres, podríamos sacar algunas
horas semanales para estar disponibles en el confesonario. Quizá en
ningún otro momento, como en éste, se manifiesta con tanta claridad
que -como afirmaba San Juan María Vianney- "el sacerdocio es el
amor del Corazón de Jesús"[17].
También en este punto San Josemaría ofrece el testimonio de su
propia experiencia, corroborado por la de muchos otros presbíteros.
«Un consejo de hermano», decía a quien le preguntaba sobre la
dedicación al Sacramento de la Penitencia: «Sentaos en el
confesonario todos los días, o por lo menos dos o tres veces a la
semana, esperando allí a las almas como el pescador a los peces. Al
principio, quizá no venga nadie. Llevaos el breviario, un libro de
lectura espiritual o algo para meditar. En los primeros días
podréis; después vendrá una viejecita y le enseñaréis que no basta
que ella sea buena, que debe traerse a los nietos pequeñines. A los
cuatro o cinco días vendrán dos chiquillas, y después un chicote, y
luego un hombre, un poco a escondidas... Al cabo de dos meses no os
dejarán vivir, ni podréis rezar nada en el confesonario, porque
vuestras manos ungidas estarán, como las de Cristo -confundidas con
ellas, porque sois Cristo- diciendo: yo te absuelvo». Y
concluía: «Amad el confesonario. ¡Amadlo, amadlo! (...). Ese es el
camino para desagraviar al Señor por tantos hermanos nuestros que
ahora no quieren sentarse en el confesonario, ni oír a las almas, ni
administrar el perdón de Dios»[18].
Trato de amistad con el Señor
El significado más profundo del sacerdocio se resume en ser
ministros y amigos de Jesús. Ministros que dicen, como San Pablo:
somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por
medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con
Dios (2 Cor 5, 20). Y amigos íntimos que -como señala el
Evangelio- saben perseverar a su lado en los momentos de dificultad
(cfr. Lc 22, 28). Intimidad significa comunión de pensamiento
y de voluntad, de sentimientos y aspiraciones, según el consejo del
Apóstol de las gentes: tened en vuestros corazones los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Flp 2, 5).
La unión con Jesús no es algo de carácter meramente interior, sino
que ha de manifestarse en obras. «Eso significa -explica el Santo
Padre- que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal,
escuchándole, viviendo con Él, estando con Él. Debemos escucharlo en
la lectio divina, es decir, leyendo la Sagrada Escritura no
de un modo académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos
con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar,
delante de Él y con Él, en sus palabras y en su manera de actuar. La
lectura de la Sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe
brotar de la oración y llevar a la oración»[19].
El ejemplo del Señor es muy claro. Los evangelistas lo muestran en
constante coloquio con Dios Padre, y a la vez ponen de manifiesto
que con mucha frecuencia se retiraba al monte para orar a solas; es
decir, dedicaba ratos específicos a la oración, apartado de la
muchedumbre e incluso de los mismos Apóstoles. El sacerdote, ipse
Christus, ha de imitar el ejemplo del Maestro. Sólo así crecerá
en intimidad con Él y será buen instrumento para comunicar a otros
esa amistad.
Sabemos bien que la eficacia de los sacramentos no depende de la
santidad personal de quien los administra, ya que actúan ex opere
operato, por su propia virtud; es decir, son ante todo y sobre
todo acciones de Cristo, único y perfecto Sacerdote, fuente de la
vida sobrenatural. Pero, por la Comunión de los santos, llegarán más
gracias a las almas, si el sacerdote está bien unido a Jesucristo; y
esta buena disposición se asegura mediante el trato asiduo con el
Señor en el Pan y en la Palabra, en la Eucaristía y en la oración.
«Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi,
aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro
la validez del sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote,
significa, por tanto, ser hombre de oración»[20].
El Magisterio de la Iglesia, las enseñanzas de los santos, y la
misma experiencia muestran la necesidad de que los clérigos
cultivemos una robusta vida interior, con la celebración diaria de
la Eucaristía, con el recurso frecuente a la confesión sacramental,
con el rezo del Oficio Divino y tiempos dedicados a la oración
personal, con una devoción filial a la Santísima Virgen. Esa será la
garantía de una acción pastoral realmente eficaz. «El tiempo que
dedicamos a la oración -decía Benedicto XVI a un grupo de
sacerdotes- no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad
pastoral, sino que es precisamente "trabajo" pastoral, es orar
también por los demás. En el "Común de pastores" se lee que una de
las características del buen pastor es que "multum oravit pro
fratribus". Es propio del pastor ser hombre de oración, estar
ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los
demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran
tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios
es una actividad pastoral»[21].
En este contexto cobra especial importancia la fidelidad a la
Liturgia de las Horas. Sería un gran error considerar que esos
momentos de oración vocal y mental son una pérdida de tiempo, ante
las urgencias de la tarea pastoral, y que no pasa nada si los
omitimos. Precisamente esa oración pública de la Iglesia es uno de
los encargos confiados con la ordenación sacerdotal. Pero no se
queda en una obligación impuesta desde fuera; se nos presenta más
bien como una necesidad del corazón sacerdotal para el que se sabe
ministro en el Cuerpo místico de Cristo.
Decía el Papa en una ocasión que la Iglesia «nos impone -aunque
siempre como Madre buena- el tener tiempo libre para Dios, con las
dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la
Santa Misa y rezar el breviario. Pero más que recitar, hacerlo como
escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la Liturgia de las
Horas»[22]. De este modo, interiorizando la plegaria litúrgica,
reservando los momentos más apropiados para esta oración,
prolongamos esa gran cadena suplicante que comenzaron los hombres
justos del Antiguo Testamento. Oramos con el Señor, o mejor, el
Señor ora en nosotros, como explica San Agustín: orat pro nobis
ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum; oratur a nobis
ut Deus noster[23]. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos.
Entonces se comprende que el encargo recibido es una responsabilidad
preciosa que se confía al sacerdote, para que mantenga encendida en
el mundo, hasta el fin de los tiempos, la insustituible antorcha de
la oración.
Hay una consideración de San Josemaría sobre la necesidad de
esforzarse en la oración, cuando el rezar cuesta, especialmente
válida en el contexto de la Liturgia de las Horas: «Os podéis unir a
la oración de todos los cristianos de cualquier época: los que nos
han precedido, los que viven ahora, los que vendrán en los siglos
futuros. Así, sintiendo esta maravilla de la Comunión de los Santos,
que es un canto inacabable de alabanza a Dios, aunque no tengáis
ganas o aunque os sintáis con dificultades -¡secos!-, rezaréis con
esfuerzo, pero con más confianza»[24].
Preocupación por los sacerdotes
En estos rápidos trazos no es posible exponer tantos otros aspectos
que sugiere el Año sacerdotal. Me he limitado a recordar algunos
puntos que me parecen especialmente importantes, porque forman parte
del ministerio que se nos ha confiado e inciden profundamente en la
búsqueda de la santidad. Pero no quisiera terminar sin referirme a
otro punto capital para los sacerdotes: la preocupación de unos por
otros, por el bien espiritual y material de nuestros hermanos en el
sacerdocio y, en última instancia, por su santidad.
El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada
(Prv 18, 19, Vulgata). El Señor ha puesto a los ministros en
la Iglesia para que faciliten a los fieles la fuerza salvífica del
Evangelio -la Palabra de Dios y los sacramentos- y guiarlos así por
el camino de la santificación. Y han de procurar ir por delante: ser
luz que brilla para iluminar a todos, sal que sazone la vida
cristiana (cfr. Mt 5, 13-14). Pero cada sacerdote sabe que él
mismo está rodeado de debilidad (cfr. Hb 5, 2) y precisa de
la ayuda de los demás. «De ahí que sea de gran importancia que todos
los sacerdotes, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente, a fin
de ser siempre cooperadores de la verdad»[25]. Así se expresa el
decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II. El
trato fraterno entre los sacerdotes resulta un medio necesario para
progresar en el camino, superando los momentos de debilidad o de
cansancio, que se presenten.
San Josemaría, durante muchos años, dedicó sus mejores energías a
sus hermanos en el sacerdocio, como ponen de manifiesto sus
biógrafos. Su amor a la Iglesia le llevaba además a fomentar en todo
momento las vocaciones sacerdotales. Lo tenía muy grabado en el
alma, pues era consciente de que el futuro de la Iglesia reclama
sacerdotes bien formados, llenos de deseos de santidad y de celo por
las almas. Esta solicitud se puso especialmente de manifiesto en los
años del inmediato post-concilio, cuando en casi todo el mundo
comenzó a advertirse una considerable disminución del número de
vocaciones sacerdotales. Esa preocupación llegó a ser tan fuerte,
que hasta literalmente le quitaba el sueño, al tiempo que le
impulsaba a rezar y hacer rezar sin descanso por esta intención.
Desgraciadamente, en la mayor parte de los países -sobre todo en las
naciones desarrolladas de Occidente- continúa la escasez de
vocaciones sacerdotales, con la inevitable repercusión en la
atención pastoral de los fieles. Entre todos hemos de alcanzar del
Señor de la mies que envíe muchos más trabajadores a su campo (cfr.
Mt 9, 37-38). No se ha de considerar esta ocupación como
tarea que corresponda sólo a los Obispos y a los encargados de la
pastoral vocacional: es tarea conjunta de pastores y fieles, unidos
en el mismo amor a la Iglesia, que necesita urgentemente de muchos y
santos sacerdotes. Constituye, por tanto, una responsabilidad que
atañe a todos los cristianos: implorar a Jesucristo, Sumo Sacerdote,
por esta intención, poniendo los medios prácticos, concretos, que
estén al alcance de cada uno.
Hablemos todos nosotros de este tema en la predicación y en las
catequesis, también para fomentar en los padres y madres de familia
el deseo santo de que el Señor llame a alguno de sus hijos por la
senda del sacerdocio; aprovechemos los medios que se nos han
confiado -desde la administración del sacramento de la Penitencia
hasta las ocasiones más comunes que se nos presenten- para abrir
horizontes de entrega a Dios, ya que es una tarea apostólica
prioritaria en el momento presente. Sembremos sin cesar la semilla
de las posibles vocaciones; el Sembrador divino se ocupará de dar el
incremento.
Reforzar la comunión con los Obispos
No puedo dejar de señalar la necesidad de que los sacerdotes, todos,
quieran estar muy unidos a su Obispo. El Señor nos lo repite de
muchas maneras, al afirmar que toda ciudad o casa desunida acabará
por autodestruirse (cfr. Mt 12, 25); o también cuando habla
de que los sarmientos han de estar unidos a la vid (cfr. Jn
15, 5) para dar frutos sabrosos y abundantes. Consideremos que la
unidad entre el clero y su Prelado, entre el Ordinario y sus
sacerdotes, ha sido recogida con sentencia muy gráfica en el
Concilio Vaticano II, citando a San Ignacio de Antioquía, al
asimilar esta estrecha unión a la que existe entre Cristo y la
Iglesia, o entre Cristo y Dios Padre[26].
La comunión del clero de cada Diócesis en torno a su Pastor es uno
de los objetivos concretos señalados por el Papa para este Año
sacerdotal. «En línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo
vobis del Papa Juan Pablo II -ha escrito Benedicto XVI-,
quisiera añadir que el ministerio ordenado tiene una radical
"forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión
de los presbíteros con su Obispo. Es necesario que esta comunión
entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento
del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se
traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal
efectiva y afectiva (cfr. Pastores dabo vobis, 74). Sólo así
los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán
capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las que se
repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio»[27].
Ayudemos a los Obispos, también para ayudar a los sacerdotes. Es
preciso que todos nos gocemos en esa clara interdependencia mutua
que tantas consecuencias magníficas traerá para todo el Pueblo de
Dios. Siempre, y más en los momentos históricos que vivimos, esa
total unión se configura como elemento necesario para hacer la
Iglesia como Jesucristo quiere. Deseemos que se dé cumplimiento al
mandatum novum (Jn 13, 34) con ese matiz que tiene un
contenido de obligación: para que se reconozca la Iglesia de Cristo,
los pastores hemos de amarnos como Él nos ha amado (cfr.
ibid.).
Termino con otras palabras de San Josemaría, con la esperanza de que
aviven aún más en todos los presbíteros la inquietud santa de
fomentar vocaciones sacerdotales. Durante un viaje por América del
Sur, casi al final de su vida terrena, se dirigía a un grupo de
sacerdotes diocesanos impulsándoles a preocuparse de la formación de
quienes dan esperanzas de recibir la llamada al sacerdocio. Y les
concretaba: «Buscad ayuda económica, y mandad [al Seminario] esas
almas que estáis preparando desde que son niños. Dadles vida
interior; enseñadles a amar a Dios, a encontrarle dentro de su alma,
a tener una piedad filial a la Santísima Virgen, a pensar que la
cosa más grande del mundo es ser otro Cristo y el mismo Cristo.
»Propósito firme: ¡por lo menos, un sucesor! Y, como fallan, por lo
menos dos (...). Si os lo proponéis, le daréis la vuelta a todo.
Basta que queráis»[28].
La Virgen Santísima, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote y Madre
nuestra, nos alcanzará de su Hijo -con nuestro esfuerzo concreto- el
don de la santidad en el ejercicio de nuestro trabajo sacerdotal,
para que seamos instrumentos eficaces en la santificación de las
almas, que la Trinidad Beatísima quiere realizar por nuestro
ministerio.
[1] Benedicto XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.
[2] Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal, 13-IV-2006.
[3] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[4] Cfr. A. Vázquez de Prada, "El Fundador del Opus Dei", vol. II,
p. 584.
[5] San Josemaría, cit.
[6] Benedicto XVI, Homilía en la Misa Crismal, 13-IV-2006.
[7] Ibid.
[8] Mons. Álvaro del Portillo, Sacerdotes para una nueva
evangelización, en "Escritos sobre el sacerdocio", 6ª ed.,
Palabra 1991, p. 202.
[9] Benedicto XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009. Cfr. B. Nodet,
"Le Curè d'Ars. Sa pensée - Son Coeur", ed. Xavier Mappus 1966, pp.
104 y 105.
[10] Concilio Vaticano II, decr. Presbyterorum Ordinis, n.
14.
[11] Juan Pablo II, Palabras en la conclusión del encuentro con
motivo del 30º aniversario del decreto "Presbyterorum Ordinis",
27-X-1995.
[12] Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003,
n. 5.
[13] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[14] San Josemaría, Notas de una conversación familiar, 10-V-1974 (AGP,
P01, X-1974, p. 64).
[15] Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal, 5-IV-2007.
[16] Benedicto XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.
[17] Cit. por Benedicto XVI en su carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.
[18] San Josemaría, Notas de una reunión con sacerdotes en Oporto,
31-X-1972 (AGP, P04, vol. II, p. 758).
[19] Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal, 13-IV-2006.
[20] Ibid.
[21] Benedicto XVI, Encuentro con sacerdotes de la diócesis de
Albano, 31-VIII-2006.
[22] Ibid.
[23] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos 85, 1.
[24] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 6-IX-1973 (AGP,
P01 X-1973, p. 31).
[25] Concilio Vaticano II, decr. Presbyterorum Ordinis, n. 8.
[26] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium,
n. 27.
[27] Benedicto XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.
[28] San Josemaría, Notas de una reunión con sacerdotes en Lima, 26-VII-1974
(AGP, P04 1974, vol II, p. 401).