Religión y verdad. Un punto de vista filosófico


Víctor Sanz Santacruz
 



 

 

Sumario

Introducción.- 1. Disociación de religión y verdad: breve recorrido histórico.- 2. La filosofía y la cuestión de la verdad religiosa.- 3. Religión y verdad.

 

Introducción

Una de las enseñanzas que obtenemos de la historia, en sus complicados vericuetos y desarrollos, es la cambiante valoración que concede a las palabras, con una volubilidad que en muchos casos se nos antoja caprichosa y se asemeja a las cotizaciones de los llamados «valores» bursátiles.

Se podría evocar, a este propósito, la conocida expresión con la que Giambattista Vico se refería al flujo y reflujo del vivir y, especialmente, a su permanencia en forma de historia: los corsi e ricorsi. Las palabras —y los conceptos que ellas designan— experimentan también, a lo largo de su historia, un continuo ir y venir, subir y bajar, que recuerda el incesante vaivén de las olas que mueren en la playa. Lo cual muestra, sobre todo, que no son algo inerte y pétreo, sino vivo, pues poseen su propia biografía. Si retomamos la primera de las metáforas apuntadas, pienso que no es difícil aceptar que la palabra «religión» —cosa bien distinta es ponerse de acuerdo en el significado del término— se cotiza hoy al alza, mientras que no se puede decir lo mismo de la «verdad», palabra caída en desgracia, que en muchos ambientes suena tan extraña como la palabra «virtud», y que no goza de prestigio entre quienes se dedican a la especulación.

Bien es cierto que el resurgimiento de la religión y la revalorización del término, después de una larga etapa de desprestigio, adopta una serie de rasgos entre los que destaca la generosa amplitud con que se emplea, hasta el punto de que a veces resulta difícil dibujar un perfil definido de su significado, como se aprecia, por ejemplo, en las expresiones que se van imponiendo en el lenguaje especializado, como «religión vacía», «religión civil», «religiones laicas de salvación», «religiones de sustitución», «religión secular», «religión implícita», «sucedáneos de religión», «religión a la carta», «supermercado de las religiones», etc. Esta proliferación de expresiones, algunas de ellas un tanto variopintas y paradójicas, hace que no resulte descabellado sostener —al menos a simple vista— que la religión ha logrado afianzarse y recobrar su antigua reputación a costa de desvincularse de la cuestión de la verdad. Se podría trazar el recorrido de los hitos más sobresalientes de este proceso y de las principales figuras que han contribuido decisivamente a él. Figuras, por otra parte, que se cuentan entre las más señeras e influyentes de la historia de la filosofía, lo cual confirma de nuevo el lugar central que la cuestión de la religión, —con independencia de que logremos ponemos de acuerdo acerca de su significado— ocupa en la vida de los hombres y en una de sus características más relevantes, como es el pensamiento.

No me propongo hacer aquí un ejercicio de reconstrucción histórica, pero sí aludiré a algunas propuestas que, a mi juicio, han tenido una influencia decisiva en la transformación del concepto de religión y su progresiva disociación del de verdad. Esta disociación, como trataré de mostrar, tiene consecuencias también para la filosofía, que, desde sus inicios, aspiraba a descubrir la verdad de las cosas, empresa que quizá hoy muchos consideren una aspiración desmesurada y pretenciosa, explicable quizá en los tiempos heroicos de los comienzos, caracterizados por una ingenuidad inasequible al desaliento.

1. Disociación de religión y verdad: breve recorrido histórico

Una de las propuestas disociadoras es la que hace Baruch Spinoza en el Tratado teológico-politico, donde, movido por su nada oculta pretensión racionalista de instaurar claridad y orden geométrico en el panorama de la realidad, establece una nítida y definitiva distinción, que es también separación, entre una y otra instancia. Así, escribe al final del capítulo XIV de la obra: «Sólo nos falta, finalmente, hacer ver que entre la fe o teología y la filosofía no existe comunicación ni afinidad alguna, cosa que no puede ignorar nadie que haya conocido el objetivo y el fundamento de estas dos facultades, pues se diferencian radicalmente. En efecto, el fin de la filosofía no es otro que la verdad; en cambio, el de la fe, como hemos probado ampliamente, no es otro que la obediencia y la piedad» [1].

Para los menos familiarizados con el texto del Tractatus spinoziano, es preciso advertir que, a lo largo de la obra, es habitual —y sin duda consciente, si tenemos en cuenta la conocida cautela del pensador de Amsterdam— la equivalencia que establece entre términos como «religión», «fe», «teología», «palabra de Dios», «Sagrada Escritura», «revelación». Estas expresiones las utiliza indistintamente para designar lo otro que la razón y que la filosofía, que, como acabamos de leer en el pasaje citado, no tiene que ver con la verdad, tarea exclusiva de la filosofía, y es sólo susceptible de sumisa obediencia y piedad devota.

La observación de Spinoza estaba llamada a ejercer un duradero y profundo influjo en la historia de la filosofía y a ser compartida, en sus consecuencias fundamentales, por gran número de pensadores. La opción que se presentaba, con diversos matices y derivaciones, era doble: o bien negar la posibilidad de verdad a la religión, recluyendo ésta al mundo de lo irracional, del sentimiento, de lo exclusivamente moral —todo lo sublime y a priori que se quiera—, o admitir una verdad que, en último término, le viene de fuera, concretamente de la instancia con que se identifica a la religión hasta resultar absorbida por ella: a saber, la filosofía. Esta última opción, especialmente tentadora, parte, en el fondo, del mismo supuesto que la anterior, es decir, de la sólida convicción de que la verdad es ajena a la religión y que, en el mejor de los casos, es algo que le sobreviene. Por otro lado, parece incluso confirmar que la pretensión de verdad por parte de la religión resulta, a fin de cuentas, deletérea para ella y lleva a su desaparición, lo cual demostraría, de modo inequívoco, que tal aspiración no es sino un espejismo al que debe renunciar.

No es así extraño que la reputación de que gozó durante un tiempo el concepto de religión natural —entendida como religión de la razón o religión filosófica, que, en realidad, era una religión desencarnada, casi de laboratorio—, acabara por difuminarse, porque se sustentaba sobre una frágil estructura de puros conceptos, y dio paso a dos situaciones o actitudes, que, en líneas generales, siguen aún presentes en el mundo en que vivimos: la renuncia a la religión y lo religioso, que queda sumido en la indiferencia y el olvido y deja de hecho de existir para muchas personas, o la comprensión y aceptación de la religión como un abrigo al socaire de una racionalidad rígida y a veces tiránica, que coarta y aprisiona aspectos fundamentales de lo humano, que buscan entonces en la religión un refugio al que acogerse.

La trayectoria del idealismo hegeliano es una buena muestra de lo que ocurre cuando filosofía y religión acaban por identificarse. No es, en este sentido, puro azar que Hegel dedicara los últimos años de su vida a dictar las lecciones de filosofía de la religión, que impartió durante cuatro semestres, entre 1821 y 1831, año de su fallecimiento. El propio Hegel escribe que «cuando decimos que la filosofía debe considerar la religión, ambas están puestas en una relación de diversidad, donde permanecen en oposición mutua. Frente a esto hay que decir que el contenido de la filosofía, su exigencia e interés son totalmente comunes con los de la religión. El objeto de la religión, así como el de la filosofía, es la verdad eterna, Dios y nada más que Dios y la explicación de Dios. La filosofía no se explicita a sí misma, sino en cuanto explicita a la religión, y, en cuanto se explicita a sí misma, explicita a la religión. El espíritu pensante es aquel que penetra en este objeto, la verdad, el que está ocupado en el goce de la verdad y en la purificación de la conciencia subjetiva. Así, religión y filosofía coinciden en una misma cosa» [2]. En otros términos, la conversión de la filosofía en religión no significa la desaparición de aquélla, sino de ésta, pues, si se me permite el juego de palabras, la religión en la que se convierte la filosofía no es otra religión que la filosofía misma. Esta opción, por tanto, ni siquiera deja resquicio para una religión autónoma y distinta —no digamos separada—, una vez que Hegel, después de afirmar, como acabamos de leer, que el contenido, la exigencia y los intereses de la filosofía y de la religión son comunes, acto seguido, en un texto que se ha hecho célebre, convierte la actividad teórica en praxis religiosa mediante esta solemne fórmula: «de hecho, la filosofía es ella misma un culto divino (Gottesdienst), como la religión» [3]. Fórmula que en la segunda edición de las obras de Hegel, de la que se ocupó Bruno Bauer y que fue publicada en 1840, es todavía más explícita y tajante, pues ahí se afirma que «de hecho la filosofía misma es culto divino, es religión» [4] y unas líneas antes advierte que la filosofía «es la misma actividad que es la religión».

Ciertamente, Hegel no destierra la cuestión de la verdad del ámbito de la religión, pues, como hemos visto, hace de la verdad eterna —que es Dios mismo— su objeto. Pero lo que en realidad lleva a cabo es la supresión de la religión. El proceso de transformación de la teología natural en filosofía de la religión, que Feiereis ha estudiado magistralmente [5], acaba conduciendo, en un segundo momento, a una sustitución de la religión por la filosofía, dado que, como ha señalado Jaeschke [6], no se debe olvidar que la sustancia al final resultante ya no es la misma. Tal proceso hay que considerado como una sustitución de una disciplina por la otra, con contenidos y métodos diferentes, como diferentes son también sus intereses y sus respectivos objetos, aunque, como es lógico, el ámbito general continúa siendo común y esto es precisamente lo que facilita el tránsito y hace menos perceptible la profunda transformación que se ha operado. Lo que, de cualquier modo, queda claro es que la teología natural o filosófica de inspiración clásica no se ve, sin más, completada con una dimensión práctica, sino que se produce una desviación o reorientación desde la teoría hacia la práctica que abre una fisura entre ambas, al despreocuparse la filosofía de la religión del alcance teórico que era característico de la filosofía sobre Dios, con lo que se da lugar a un desequilibrio que facilita la aparición de propuestas que en algunos casos pueden calificarse de irracionalistas. La nueva situación creada se ve favorecida por el clima religioso e intelectual que reina en Alemania a lo largo del siglo XVIII y que perdura hasta comienzos del siglo siguiente, caracterizado por la honda influencia que en el seno del protestantismo tuvo la corriente pietista, que valoraba más la voluntad que la inteligencia y descuidaba el aspecto dogmático-doctrinal de la fe cristiana.

La identificación de filosofía y religión conduce, en definitiva, a la desaparición de ésta, absorbida por la filosofía. Pero la realidad es terca y la religión, de un modo u otro, se resiste a ser eliminada. Lo que entonces ocurre es que, cuando reaparece, lo hace de un modo reluctante a la filosofía, esto es, de acuerdo con las diversas posibilidades señaladas en la primera opción, que son variantes de un único modelo, caracterizado por rechazar la relación con la verdad o, más exactamente, con la razón. Más aún, la religión se consolida entonces, y la obra ya clásica de Rudolf Otto es un buen ejemplo de ello, como el cobijo a cuyo amparo acuden aquellas dimensiones de la persona sobre las que el tribunal de la razón ha pronunciado una sentencia negativa, por no estar sujetas a «las leyes eternas e invariables que la razón posee» [7], según la conocida afirmación kantiana del prólogo de la primera Critica. Se abre así la puerta a una serie de aspectos que el propio Otto no tiene inconveniente en calificar de irracionales, convencido como está de que «lo irracional arraiga, con raíces propias e independientes, en las recónditas profundidades del espíritu» [8]. Con esto no pretendo tildar sin más de irracionalismo la concepción de la religión defendida por Otto, pues él mismo sostiene la necesidad de una conexión interna de lo racional e irracional en la religión, que culmina en la noción de sagrado o santo como categoría a priori que se constituye mediante la síntesis de lo racional y lo irracional. No obstante, ya desde el comienzo mismo de la obra se aprecia que el nuevo equilibrio que el autor quiere establecer entre ambos aspectos se conseguirá reforzando la dimensión irracional, como reacción frente al predominio de la tendencia a la racionalización entonces imperante. Manifestaciones del nuevo acento puesto en la experiencia religiosa y del modo preciso en que ésta se entiende, son algunos de los términos que Otto emplea con frecuencia para describirla, como «emoción religiosa», «estremecimiento», «estupor», «sentimiento numinoso», «pavor», etc., expresiones que, al insistir en el carácter subjetivo y experiencial de lo sagrado, que es además originario e irreductible a toda otra dimensión, alejan del horizonte toda referencia a un contenido objetivo de verdad, accesible mediante la razón.

La sombra de Schleiermacher es alargada y se proyecta a través de los siglos. Su justificación de la religión frente a sus «menospreciadores cultivados» discurre por los caminos de la intuición y el sentimiento, en los que, según sus propias palabras, consiste la esencia de la religión [9]. A la religión, escribe en otro texto, le compete una «provincia propia en el ánimo, en la que impera de un modo ilimitado» [10]. En Schleiermacher se encuentra ya un expreso rechazo de la especulación sobre la esencia de Dios o, al menos, del lugar preeminente que generalmente se le ha concedido, pues más que la pregunta por Dios le interesa la pregunta por la religión que, en sus propias palabras, es «bastante más amplia y comprehensiva» [11]. Así, en una referencia autobiográfica escribe evocando su propia experiencia: «la religión fue el cuerpo maternal, en cuya sagrada oscuridad se alimentó mi vida juvenil y se preparó para el mundo, que todavía constituía para ella una realidad no descifrada; en la religión ha respirado mi espíritu antes de que él hubiera hallado sus objetos externos, la experiencia y la ciencia; ella me ayudó cuando comencé a examinar la fe paterna y a purificar el corazón de los desechos del pasado; ella permaneció en pie para mi cuando Dios y la inmortalidad se esfumaron ante los ojos vacilantes» [12]. A la vista de este texto, que no es un pasaje aislado [13], parece claro que en el pensamiento de Schleiermacher se difumina la idea de Dios, que pasa a ocupar un lugar secundario en favor de la religión, o más exactamente de la religiosidad o de la piedad, entendida, según la célebre expresión que emplea en una obra posterior, como un «originario sentimiento de dependencia, que no es accidental, sino que constituye un elemento esencial de la vida y que ni siquiera es diverso según las personas, sino que el mismo es común a toda conciencia desarrollada» [14]. Por esto, se ha podido hablar de «un ateísmo religioso o de una idea atea de religión» [15] en Schleiermacher.

No parece que en Schleiermacher haya lugar para una consideración de la religión que admita la relación con la verdad. Como tampoco la hay en Hume, uno de los autores que adopta una actitud más crítica frente a la religión, cuyo origen atribuye al miedo [16] y a la ignorancia. En el caso del pensador escocés, el escepticismo del que hace gala le lleva a mantener una postura equidistante, que parece conceder a cada parte sus derechos, pero que en el fondo resulta estéril, ante la imposibilidad de llegar a certezas que puedan ser refrendadas por la razón. Así, escribe al final de su Historia natural de la religión: «La ignorancia es la madre de la devoción: he aquí una máxima que es proverbial y que ha sido confirmada por la experiencia general. Mas buscad un pueblo que carezca enteramente de religión; y, si lográis encontrarlo, estad seguros de que dicho pueblo no se diferenciará mucho de los brutos» [17]. Ante una situación semejante, ¿qué alternativa adoptar? Hume reconoce haber llegado a un callejón sin salida: «Todo es un rompecabezas, un enigma, un misterio inexplicable», escribe no sin cierta resignación. Y continúa: «La duda, la incertidumbre y la suspensión del juicio parecen ser el único resultado de nuestras investigaciones más cuidadosas respecto a este asunto. Pero tal es la fragilidad de la razón humana, y tan irresistible es el contagio de la opinión, que ni siquiera esta duda deliberada puede ser mantenida por mucho tiempo». Razón por la cual, en un intento de solución —que, en realidad, no es más que un modo de esquivar el problema—, concluye la obra proponiéndose buscar «refugio en las tranquilas, si bien oscuras, regiones de la filosofía» [18]. En todo caso, la filosofía reconoce su incapacidad para aclarar qué sea la religión, especialmente si, al lado de estas palabras que cierran la Historia natural de la religión, situamos la afirmación con la que Filón, uno de los personajes de los Diálogos sobre la religión natural, finaliza su intervención resumiendo así su postura: «ser un escéptico filosófico es, en un hombre de letras, el primer paso, y el más esencial, para llegar a ser un auténtico cristiano creyente» [19].

En este desordenado y muy incompleto recorrido por la historia del pensamiento moderno, no podía faltar Kant y su reducción de la religión a moralidad. En La contienda entre las Facultades de Filosofía y Teología, obra de 1798, reitera su convicción —expuesta en la Critica de la razón práctica, la Critica del juicio y La religión dentro de los limites de la mera razón— de que «la religión no constituye el conjunto de ciertas doctrinas en cuanto revelaciones divinas (pues a eso se le llama teología), sino el compendio de todos nuestros deberes en general tomados cual mandatos divinos (lo que se traduce a nivel subjetivo en la máxima de acatarlos como tales)» [20]. Y continúa: «la religión no se distingue de la moral por su materia, es decir, por su objeto, puesto que se refiere a los deberes en general, sino que tal distinción es meramente formal, al suponer una legislación racional que, mediante esa idea de Dios emanada de la propia moral, proporciona a ésta una influencia sobre la voluntad humana de cara al cumplimiento de todos sus deberes» [21]. En otras palabras, la religión no es sino «la moral en relación con Dios como legislador» [22]. El trasfondo de la argumentación kantiana acerca de la religión subraya, de modo muy significativo, el carácter secundario y meramente referencial que se concede a Dios, aspecto que está en la base del modo de afrontar la religión en la época moderna, como hemos visto claramente expresada en los Discursos de Schleiermacher, obra contemporánea de la de Kant. En el caso de este último, no resulta difícil advertir que la idea de Dios se desfigura hasta hacerse una idea puramente moral, y lleva a comprender a Dios como un «soberano moral del universo» [23], que no importa qué sea en sí mismo, sino «qué es para nosotros como ser moral» [24].

2. La filosofía y la cuestión de la verdad religiosa

Las diversas alternativas de la reflexión sobre la religión en el pensamiento moderno, a las que he aludido someramente, no constituyen puras elaboraciones especulativas alejadas de la vida, sino que han impregnado la actitud religiosa de amplios estratos de la población, contribuyendo a modificar el concepto de religión y la manera de vivirla. Conviene aclarar, ya desde ahora, que tal novedad no tiene sólo efectos negativos, y pienso que no es difícil apreciar la vertiente positiva que esa transformación de la religión lleva consigo, sin olvidar que en muchos casos se trata de intentos de recuperación de la pureza y sencillez de una religiosidad que, con el paso del tiempo, se ha visto cargada de inercias, rutinas y no pocas adherencias que la deforman y devalúan.

Por otra parte, sería una ingenuidad pensar que la trayectoria que ha conducido hasta la situación actual es rectilínea y que es posible trazar su recorrido a partir de un único hilo conductor. La religión, tal como es vivida, tiene que ver ante todo con la condición histórica —y, por tanto, real y contingente— de cada ser humano, y en ella influye un variado y complejo haz de circunstancias que no es posible reducir a unidad. Pero si hubiera que entresacar algunas de las características más relevantes de la forma en que ha ido cambiando el modo de comprender y de vivir la religión en la época moderna, una de las que habría que destacar, sin lugar a dudas, sería la desvinculación de la religión respecto de la verdad, a la que me referí al comienzo.

Esto explica, por ejemplo, un fenómeno muy característico de los últimos siglos, como es la reclusión de la religión en el ámbito privado y su consiguiente desaparición del espacio público o, al menos, una sensible disminución de su presencia, en comparación con otras épocas históricas. Es una situación que no sólo afecta a las manifestaciones sociales y externas de la religión, como el culto, la representación institucional o el papel que desempeña en la vida cívica, sino también, y esto es quizá lo más importante, a la exclusión de lo religioso del debate intelectual, al no ser aceptado en condiciones de igualdad por quienes configuran la opinión pública y deciden las reglas del juego y los requisitos necesarios para participar en el libre intercambio de ideas. La religión, en suma, es sólo susceptible de opinión -de hecho, todo el mundo opina acerca de ella y, en este sentido, cualquier opinión es válida-, pero no se considera, en cambio, legitimada una discusión científica, porque lo que se le niega es esta condición.

He hablado de falta de carácter «científico» por parte de la religión. La cuestión no es ya la verdad, sin más, sino la ciencia y la verdad de la ciencia, entendida en el sentido de la ciencia positiva moderna. Lo que no se somete a sus parámetros metodológicos queda fuera del discurso público y de cualquier pretensión de objetividad. La filosofía no pocas veces se ha plegado a estas exigencias yeso ha tenido como consecuencia la renuncia a la verdad sin más, diferente de las verdades, parciales y verificables, que son el objeto asequible de la ciencia. Una ciencia, habría que añadir, que es consciente de sus límites y necesidades y no se aventura por los imaginarios senderos de lo que Kant llamó ilusión trascendental, un mero espejismo de la razón que sólo puede proporcionar consuelo.

Se aprecia así, una vez más, el relevante papel del mundo intelectual y filosófico en la generación de un ambiente que da lugar a una transformación del concepto de religión. Que las ideas van siempre por delante y tienen una decisiva influencia en los hechos no es una cuestión «dogmática» que se deba mantener por principio, sino algo que no es sólo lógico, sino que la experiencia se ocupa de demostrar. Algunos de los hitos de ese largo proceso de transformación de la religión ya han sido mencionados, comenzando por la tajante separación de ámbitos que establece Spinoza. La cuestión es si esa distribución de competencias no resulta, a la postre, empobrecedora para la propia filosofía. Una prueba de que quizá sea así lo constituye la devaluación de la verdad a que ha dado lugar, porque una filosofía que reclame para sí sola el patrimonio de la verdad está faltando al requisito fundamental de universalidad y apertura que la verdad implica de suyo. Cuando se cierra a la verdad el ámbito de lo religioso, es la verdad misma la que se resiente. La consecuencia es que el concepto de verdad, aunque se siga manteniendo por la propia fuerza de la tradición, se estraga y queda reducido al estrecho ámbito de lo racional-discursivo. La filosofía se atrinchera entonces en un concepto reducido de verdad, que actúa a la manera de un blindaje que la separa de las otras dimensiones constitutivas de la persona que no son la estrictamente racional, facilitando, todo lo más, una situación de coexistencia pacífica, pero sin posibilidad de una efectiva y fecunda interrelación. La verdad se hace opaca y, curvada sobre sí misma, deja de hacer honor a su nombre, porque pierde su capacidad de irradiar, de proyectar luz sobre las cosas o, si se prefiere, de desveladas, de retirar el velo que las cubre y las oculta en parte. Encerrada en una autosuficiencia complaciente, la filosofía no advierte que el paradigma de verdad elegido es reduccionista, porque lo sacrifica todo a la exactitud y a un rigor entendido en términos mensurables, que limita el ámbito de lo que, estrictamente hablando, puede ser objeto de un conocimiento «verdadero», mientras que, en la misma proporción, se amplía el orden de lo que está sujeto, sin más, a la fe o a la opinión, en otras palabras, de lo que no es susceptible de un conocimiento riguroso y «científico».

El empleo del adjetivo «científico» ejerce una influencia casi mágica en la modernidad y, entre otros efectos, implica el rechazo inmediato de la idea de una verdad religiosa. Pero, para desgracia de la propia filosofía, también la verdad filosófica acabará corriendo la misma o parecida suerte y quizá por eso la filosofía es vista por algunos como una «religión», y ésta, a su vez, no raramente es entendida como «filosofía» o, simplemente, «ideología». Lo cierto es que si se puede hablar hoy día de la crisis de la verdad, ésta implica al mismo tiempo una grave crisis de la filosofía, que parece abdicar de su identidad y, en su defecto, busca adoptar los criterios de cientificidad de las ciencias positivas, o bien renuncia también a toda pretensión científica y se repliega al mundo de lo narrativo y literario. Pero, entonces, la filosofía deja de ser un saber de pretensión universal, entendiendo este término en un sentido en el que se refuerza y subraya especialmente el aspecto de unidad, subyacente a lo diverso y plural que aparece, aspecto que está ausente en el modo de proceder característico de la ciencia moderna, siempre parcial y disgregado. De ahí que la mentalidad moderna, una vez que ha rechazado la cuestión de la verdad como algo no verificable que entiende como una pretensión vana e ilusoria, se encuentra desarmada frente a la pregunta por el sentido, para la que tiene siempre una respuesta negativa, que ahonda en el sin sentido propio de lo que no va más allá de lo fáctico, lo dado, lo que hay. No es extraño que, entonces, sea el escepticismo la actitud que más ha proliferado en la modernidad, escepticismo que se aplica cada vez a más sectores de la realidad, porque a medida que los criterios de verificación se depuran y perfeccionan, se reducen considerablemente las posibilidades de conocer algo de modo exacto y verificable. Lo que queda, como vio Hume, es la costumbre y la tradición; en suma, la inercia como motivo último de tantos actos vitales que resultan inexplicables.

Toda pretensión de sentido se considera injustificada, una ilegítima transgresión de los límites de lo dado, un intento desesperado y baldío de asomarse fuera del mundo, que no tiene más que un valor literario o imaginativo, capaz de idear (falsos) mundos fantásticos. Precisamente, la principal objeción que se ha dirigido contra el cristianismo en diferentes épocas y bajo múltiples formas es, como ha recordado Michel Henry, que aleja al hombre de este mundo de aquí abajo, que se considera el único existente y se halla sometido a los parámetros cuantificables de la razón instrumental, convertida en paradigma. La reducción que se ha operado en el concepto de verdad impide que ésta se pueda aplicar a la religión.

La consecuencia para la filosofía es que apenas puede penetrar en el contenido de la religión y tratar de comprenderla, debiendo limitarse a una simple descripción, propia de la historia o de la fenomenología, condicionada por el juicio previo que dictamina que la religión es un asunto al margen de la razón y trata entonces de explicar los extraños e irracionales resortes y motivos que la originan acudiendo a criterios extrareligiosos. En este punto, conviene recordar tanto a los filósofos como a los demás estudiosos de las ciencias humanas que se ocupan de la religión la crítica de Kolakowski, a propósito del mito y de su estudio por parte del antropólogo.

Según Kolakowski, en esos casos se dan casi siempre dos presupuestos importantes: «en primer lugar, se supone que los mitos, tal corno se relatan y se creen explícitamente, tienen un significado latente detrás del ostensible y que aquéllos que comparten un credo no sólo no perciben de hecho ese significado, sino que, por necesidad, éste no puede ser percibido. En segundo lugar, se supone que el significado latente, que es accesible sólo al antropólogo que lo estudia desde fuera, es el significado por excelencia, mientras que el ostensible, es decir, el mito tal corno lo entienden los creyentes, tiene la función de ocultar el otro; este significado ostensible se nos presenta entonces corno el producto de un autoengaño inescapable, de una mistificación ideológica o, simplemente, de la ignorancia» [25]. Si aplicamos esto al caso de la religión, hay que reconocer que muchas veces está latente un prejuicio por parte de quien investiga, que le impide aceptar el supuesto tan elemental de que «lo que las personas quieren decir en su discurso religioso es lo que dicen ostensiblemente» [26] y le lleva, por el contrario, a pensar que él conoce mejor que el creyente o el hombre religioso el verdadero significado de las expresiones religiosas y que éstas, por otra parte, no son verdad, pues designan y significan algo distinto —y, por supuesto, no «religioso» en el sentido en que lo entiende el creyente— de lo que la persona religiosa ostensible e ingenuamente proclama. La religión, sé podría decir, es un asunto demasiado serio para dejado sólo en manos de los creyentes o de las personas religiosas. Ciertamente, no se puede negar el valor histórico, social, cultural, filosófico, psicológico, etc. de la religión, pero parece ilegítimo excluir a quienes la practican del juicio reflexivo sobre aquello que conocen desde dentro. La convicción de que los sujetos religiosos actúan movidos por prejuicios inconscientes impide ver que tal convicción es también un prejuicio que condiciona lo observado y lo interpreta según una tesis o teoría previa, tesis que parte del supuesto de que la religión y todo lo que tiene que ver con ella no es susceptible de verdad y se circunscribe, corno estableció Spinoza, al ámbito de la obediencia y la piedad.

La cuestión que, de modo un tanto provocativo planteo, es si esta actitud que ha sido dominante en la filosofía de los últimos siglos no está en la base de la crisis de la verdad, que es al mismo tiempo la crisis de la filosofía, porque ha tenido corno consecuencia la expulsión de la cuestión de Dios, asunto no sólo religioso, sino por antonomasia filosófico, en cuanto que, desde los inicios mismos de la filosofía, ha ido de la mano de la pregunta por el fundamento y por el principio absoluto de lo que existe.

3. Religión y verdad

Llegamos así al último punto que me propongo tratar. Hemos visto que una filosofía que, implícita o explícitamente, desvincula religión y verdad se incapacita para una auténtica comprensión del fenómeno religioso y acaba por renunciar a la cuestión de la verdad. Por su parte, la religión siempre se encuentra ante la tentadora inclinación a desentenderse de toda pretensión especulativa y atrincherarse en su función de suministrar consuelo y refugio, que en ocasiones promete a cambio de renunciar a una inquisición que desasosiega. En no pocas de las formas actuales en que se presenta la religión, se observa que ésta ha sucumbido a tentación tan seductora y se ha encaminado por los senderos de lo que, en términos generales, podemos denominar «religión del sentimiento», caracterizada por excluir o reducir al mínimo el papel de la razón.

Esta «religión del sentimiento» ofrece, sin embargo, numerosos flancos que dejan traslucir su debilidad. Uno de ellos es el carácter parcial e incompleto de semejante propuesta, que contrasta con el alcance total y omniabarcante de la religión, en el que ha insistido la fenomenología y que, en palabras de Zubiri, estriba en que «la actitud religiosa no es una actitud más en la vida, sino que es la actitud radical y fundamental con que se pueden vivir todos los hechos y procesos de la vida» [27]. Una religión del sentimiento, de la emoción, del rechazo, incluso, de todo intento de explicación racional, aunque pueda proceder de una actitud profundamente religiosa, motivada por una reverencia y respeto sagrados ante lo que trasciende y supera infinitamente lo humano, no deja de resultar, a pesar de todo, insuficiente, porque deja fuera la dimensión inteligente y reflexiva de la persona, su capacidad de captar —en el doble sentido de capturar o aprehender y de ser consciente de ello— el carácter verdadero de aquello que anhela.

Hablar del contenido de verdad implica abandonar el ámbito exclusivamente formal, al que se han limitado muchas de las explicaciones de la religión surgidas en los últimos siglos. Tales explicaciones buscaban lo común dentro de la diversidad casi inabarcable de religiones, pero, a la vez, hacían manifiesta su falta de interés por examinar el contenido de las creencias, desinterés que en realidad partía de un juicio previo que daba por supuesta la inutilidad de tal intento, ya que, como hemos visto más atrás, un principio incontestable y casi dogmático prescribía que la religión es algo privado, susceptible de opinión, pero no de verdad. En el lenguaje ordinario, este juicio se presenta bajo la forma de que todas las religiones tienen igual valor, porque lo esencial es la intención o actitud de cada sujeto. Un juicio así impide, o hace innecesario, el examen del contenido; en realidad, el contenido mismo desaparece, identificado con la forma, es decir con la actitud o intención subjetiva del creyente.

Por el contrario, buscar la verdad significa establecer diferencias, no contentarse con la apariencia, con la forma, ni siquiera con la creación de un clímax o ambiente determinado que propicia experiencias y vivencias que obedecen a una. misma tipología. Detenerse ahí equivale a renunciar a ir más allá del umbral de lo religioso, quizá por un inconfesado temor a que una indagación demasiado exigente nos sitúe frente a la ausencia de respuesta y haga entonces vana la esperanza depositada en la religión. Es curioso comprobar que el temor a que la religión defraude —que en realidad es manifestación de una religiosidad vacilante (aspecto subjetivo), pero al mismo tiempo convencida de la fuerza de la religión (aspecto objetivo)— lleva a adoptar una actitud defensiva, tratando de preservarla de la posibilidad de poner en duda la esperanza que en ella se tiene. Esto explica, en parte, el miedo a situar a la religión ante las exigencias de la pregunta por la verdad. Pero eso no es tanto un defecto imputable a la religión, cuanto una falta de confianza en la verdad por parte de quien, movido por sus anhelos, temores y esperanzas, quiere asegurarse el amparo de la religión. En buena medida, es en la esperanza donde reside la fuerza y atractivo de la religión, que actúa como un imán y revela una gran resistencia a desaparecer, que ha obligado a revisar los pronósticos que, un tanto apresuradamente, anunciaban su definitivo declive. Por eso, hay quienes hablan ya de «persistencia» [28] como una de las propiedades de la religión, aunque sólo sea por la imposibilidad de negar un hecho sociológico que está a la vista de todos.

Ese temor, que acompaña muchas de las manifestaciones de la religión y que tiene generalmente un alcance positivo, debe, sin embargo, ser superado, advirtiendo su carácter momentáneo y pasajero y reconociendo que, si no se deja atrás, se convierte en un obstáculo, una debilidad propia que incapacita e impide buscar la verdad de la religión. Eso implica romper el envoltorio, el «cuerpo maternal» al que se refería Schleiermacher en uno de los textos citados anteriormente, por necesario y consolador que pueda ser, para dar con el espíritu que le anima y da vida. En otras palabras, hay que plantear explícitamente la cuestión teológica, pues, como ha escrito Zubiri, «la diferencia esencial entre las religiones está en los dioses que tienen. Ahí está el problema: en la divinidad. (...) El elemento fundamental que hace verdadera o no verdadera una religión es precisamente la divinidad, Dios o los dioses» [29]. Así es como se va a la esencia del problema, sin rodeos ni evasivas.

Se hace necesario, por tanto, retomar a la teología. Es, además, un concepto dotado de una fecunda tradición y susceptible de ser reivindicado tanto por la filosofía como por la religión —entiéndase, por alguna religión, y en primer lugar la cristiana—, de manera que constituye el adecuado punto de encuentro entre dos instancias a las que resulta familiar. En una breve entrevista que concedió Josef Pieper con motivo de su 90 cumpleaños, afirmaba, de modo lapidario, que «la filosofía sin teología será siempre estéril». Lo que ocurre es que el resurgimiento de la religión, que hoy día a nadie se le oculta, no siempre va acompañado de la rehabilitación e impulso de la teología. A primera vista, el significado que el lenguaje ordinario reserva al término teología, subrayando su carácter técnico y especializado, explicaría la escasa relevancia que la teología actualmente posee en el debate público, a diferencia de la religión. Más grave es que la religión, o al menos algunas de sus formas, haya relegado la cuestión teológica a un lugar secundario, considerándola de escasa relevancia. Que el «silencio sobre lo esencial», del que se lamentaba Jean Guitton, se produzca también en el seno de la religión, que se haya hecho habitual, en suma, hablar de una religión sin Dios, es la prueba definitiva de la renuncia a la verdad.

Ha favorecido poco a la imagen de la religión, contribuyendo a desfigurarla, la excesiva insistencia que muchas veces se ha puesto en su función de asilo, de consuelo, de seguridad, porque eso ha facilitado la descarnada crítica que la «filosofía de la sospecha» ha dirigido contra ella, y que, en sustancia, considera que religiosidad es sinónimo de cobardía, de temor a afrontar las ineludibles consecuencias del sin sentido final de la vida, ofreciendo en su lugar construcciones ilusorias para aplacar la inquietud y, en último término, la desesperanza que se alza como insuperable barrera en el horizonte de la existencia. No cabe duda de que esta imagen es una caricatura de la verdadera religiosidad, pero no es menos cierto que esta crítica responde a la percepción de que la religión fomenta en algunas personas la falta de audacia para enfocar la cuestión de la verdad, por considerar que no le afecta o, mejor aún, que es una cuestión que está de más. La religión —así piensan algunos y es, por otro lado, una idea bastante difundida— proporciona las respuestas y hace, por tanto, innecesarias las preguntas. Es más, una vez que poseemos la respuesta, continuar preguntándose es temerario o inútil.

Frente a esto, pienso que hay que sostener que la respuesta no anula la pregunta: la responde. Y si se ha recibido una respuesta a una pregunta no formulada, es preciso entonces formular ésta, para poder entender adecuadamente la respuesta. La pedagogía sencilla y elemental de los viejos catecismos posee más alcance y sabiduría de lo que a simple vista parece. Una religión que incite a no preguntarse manifiesta evidentes muestras de debilidad y cercena el camino a la verdad. Por eso, el quehacer teológico es, ante todo, expresión de valentía y de audaz confianza en la verdad de la religión a la que sirve y en la capacidad de la razón para penetrar en el contenido inteligible de lo que se cree; y ello porque va directamente a la raíz y «la fonte que mana y corre», como dice el místico castellano. Sólo entonces puede el creyente, la persona religiosa, rebasar los límites de lo finito y abrirse a la posibilidad de entender, de modo confuso e imperfecto, pero verdadero, el mensaje que se le propone para que libremente manifieste su adhesión, es decir, para que entendiendo crea y creyendo entienda, como admirablemente sintetizó S. Agustín [30].

El cristianismo, desde sus inicios, se esforzó por vincular la religión y la verdad. Un ejemplo de ello es el empleo habitual del término «filosofía» para denominar la religión de los seguidores de Cristo, que comenzó con Justino, el filósofo mártir, y se prolongó durante varios siglos, como Malingrey ha estudiado minuciosamente [31]. Uno de los más egregios representantes de esa religio nova que comenzaba a propagarse por todos los rincones del Imperio, Clemente de Alejandría, defendió en los primeros siglos del cristianismo que la fe no es sólo conjetura u opinión (dóxa), sino que es también conocimiento verdadero, porque se apoya en la sabiduría divina: «la fe es un poder de Dios, porque es la fuerza de la verdad» [32]. Hoy, a dieciocho siglos de distancia, estas palabras siguen teniendo validez para todos aquellos a quienes la afirmación de Cristo «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6) les resulta familiar y reconocen en ella un programa que, según ha señalado Michel Henry, no se propone y transmite «como una verdad teórica e indiferente, sino como esta verdad esencial que les conviene por cierta afinidad misteriosa, hasta el punto de que es la única capaz de asegurarles la salvación» [33], porque es la Verdad de Dios mismo que se ha revelado en Cristo.

Notas

[1] B. Spinoza, Tratado teológico-político, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 317.

[2] G. W. F. Hegel, Lecciones sobre Filosofía de la religión, "Introducción" (según la lección de 1827), (ed. española de R. Ferrara, según la ed. alemana de W. Jaeschke, F. Meiner, Hamburg, 1983), Alianza, Madrid, 1984, vol. 1, p. 60.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem (texto según la ed. de 1840), ed. citada, vol. 1, p. 59, en nota.

[5] Cfr. K. Feiereis, Die Umprtigung der natürlichen Theologie in Religionsphilosophie, Sto Benno Verlag, Leipzig, 1965.

[6] Cfr. W. Jaeschke, Die Vernunft in der Religion. Studien zur Grundlegung der Religionsphilosophie Hegels, Fromman-Holzboog, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1986, pp. 12-13.

[7] I. Kant, Crítica de la razón pura, A XI-XII.

[8] Cfr. R. Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Revista de Occidente, Madrid, 1965, 2a ed., p. 184.

[9] Cfr. F. Schleiermacher, Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultivados, Tecnos, Madrid, 1990, p. 35.

[10] Ibidem, pp.25-26.

[11] Ibidem, p. 27.

[12] Ibidem, pp. 11-12. El subrayado es mío. Apoyándose en este conocido pasaje, ha escrito Timm: «la frase no suena a resignación, como si se tuviera que conformar, después de una pérdida, con el dolor de lo que queda. Al contrario: Dios ha muerto, viva la religión», H. Timm, Die heilige Revolution. Schleiermacher-Novalis-Friedrich Schlegel, Syndikat, Prankfurt a. M., 1978, p. 28

[13] Ibidem, p. 84: «En la religión no se encuentra por tanto, la idea de Dios tan alta como vosotros opináis; tampoco hubo, entre los hombres verdaderamente religiosos, fanáticos, entusiastas o exaltados a favor de la existencia de Dios; con gran calma vieron junto a sí el fenómeno llamado ateísmo y siempre hubo algo que les pareció más irreligioso que esto».

[14] F. Schleiermacher, La fe cristiana, § 37, p. 124 (Kritische Gesamtausgabe, W. de Gruyter, Berlin-New York, 1980, 1. Abt., Bd. 7, 1). En el parágrafo siguiente afirma que «el reconocimiento de que ese sentimiento de dependencia es una condición esencial de la vida, sustituye para nosotros a todas las pruebas de la existencia de Dios, para las que no hay lugar alguno en nuestro procedimiento», Ibid, § 38, p. 127.

[15] H. Timm, op. cit., p. 28.

[16] D. Hume, Diálogos sobre la religión natural, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 169: «En cualquier caso, debe reconocerse que, como el terror es el principio originario de la religión, es el terror la pasión que en ella siempre predomina»; cfr. Id., Historia natural de la religión, Tecnos, Madrid, 1992, pp. 15 y 22.

[17] Id., Historia natural de la religión, ed. citada, p. 114.

[18] Ibidem, p. 115.

[19] D. Hume, Diálogos sobre la religión natural, ed. citada, p. 172.

[20] I. Kant, La contienda entre las Facultades de Filosofia y Teología, Debate/CSIC, Madrid, 1992, p. 18.

[21] Ibidem.

[22] Id., Crítica del juicio, § 89.

[23] Id., La religión dentro de los límites de la simple razón, Alianza Editorial, Madrid, 1986 p. 100.

[24] Ibidem, p. 140.

[25] L. Kolakowski, Si Dios no existe...: sobre Dios, el diablo, el pecado y otras preocupaciones de la llamada filosofia de la religión, Tecnos, Madrid, 2a ed., 1988, p. 18.

[26] Ibidem, p. 19.

[27] X. Zubiri, El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 111.

[28] Cfr. I. Sotelo, «La persistencia de la religión en el mundo moderno», en R. Díaz-Salazar, S. Giner, F. Velasco (eds.), Formas modernas de religión, Alianza Editorial, Madrid, 1994, pp. 39-54.

[29] X. Zubiri, op. cit., p. 124.

[30] Cfr. San Agustín, Sermón 43, 7, 9.

[3l] Cfr. de A.-M. Malingrey, "Philosophia". Étude d'un groupe de mots dans la littérature grecque, des présocratiques au IV siecle apres J-C., Klincksieck, Paris, 1961.

[32] Clemente de Alejandría, Stromata, n, 9, 48.

[33] M. Henry, C'est moi la vérité. Pour une philosophie du christianisme, Seuil, Paris, 1996, p. 7.