Autor: P. Fernando
Pascual | Fuente: Sacerdos,
mayo-junio 2007, 25-27
Reconocer el pecado
Reconocer el pecado nos permite invocar, aceptar, celebrar la misericordia
En algunos lugares es
fácil encontrar a católicos que han perdido la idea del pecado. De ahí se
deriva la desafección hacia el sacramento de la confesión y, en no pocos
lugares, la costumbre de comulgar sin ninguna inquietud acerca de si uno posee
o no posee las disposiciones suficientes para participar en la Mesa del Señor.
Otros llevan la pérdida del sentido del pecado mucho más lejos: dejan de
comulgar, se alejan poco a poco de una Iglesia que “no les sirve”, apagan en
su interior todo anhelo de transcendencia al dejarse invadir por las
preocupaciones del mundo.
Los sacerdotes estamos llamados a ofrecer caminos que
permitan descubrir el sentido del pecado, la gravedad que se esconde en toda
ofensa al Dios que es Creador y Padre, la ruptura que se produce en nuestras
relaciones con los hermanos. Sólo desde el reconocimiento de la realidad del
pecado es posible abrirse al horizonte de la misericordia, al maravilloso
proyecto de la Redención.
Podemos partir de una reflexión que vale para la mayor
parte de las sociedades contemporáneas: no es fácil reconocer que hemos
“pecado”, que hemos ofendido a Dios, al prójimo, a nosotros mismos.
No es fácil especialmente en el mundo moderno,
dominado por la ciencia, el racionalismo, las corrientes psicológicas, las
“espiritualidades” tipo New Age. Un mundo en el que queda muy poco espacio
para Dios, y casi nada para el pecado.
Muchos reducen la idea del pecado a complejos
psicológicos o a fallos en la conducta que van contra las normas sociales.
Desde niños nos educan a hacer ciertas cosas y a evitar otras. Cuando no
actuamos según las indicaciones recibidas, vamos contra una regla, hacemos
algo “malo”. Pero eso, técnicamente, no es pecado, sino infracción.
Otros justifican los fallos personales de mil maneras.
Unos dicen que no tenemos culpa, porque estamos condicionados por mecanismos
psíquicos más o menos inconscientes. Ot ros dicen que los fallos son
simplemente fruto de la ignorancia: no teníamos una idea clara de lo que
estábamos haciendo. Otros piensan que el así llamado “pecado” sería sólo algo
que provoca en los demás un sentimiento negativo, pero que en sí no habría
ningún acto intrínsecamente malo.
A través de la catequesis de adultos, de las diversas
actividades pastorales de la parroquia, de la predicación dominical, se hace
urgente un esfuerzo por superar este tipo de interpretaciones equivocadas e
insuficientes.
Para descubrir lo que es el pecado necesitamos
reconocer que nuestra vida está íntimamente relacionada con Dios, que
existimos como seres humanos desde un proyecto de amor maravilloso. Es
entonces cuando nos damos cuenta de que Dios llama a cada uno de sus hijos a
una vida feliz y plena en el servicio a los hermanos, y que nos pide, para
ello, que vivamos los mandamientos.
Porque existe Dios, porque tiene un plan sobre
nosotros, entonces sí que podem os comprender qué es el pecado, qué enorme
tragedia se produce cada vez que optamos por seguir nuestros caprichos: nos
apartamos del camino del amor.
Al mismo tiempo, si al mirar a Dios reconocemos que
existe el pecado, también podemos descubrir que existe el perdón, la
misericordia, especialmente a la luz del misterio de Cristo.
Lo dice de un modo sintético y profundo el Compendio
del Catecismo de la Iglesia católica, en el n. 392: “El pecado es «una
palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una
ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la
naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su
Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su
misericordia”.
Es cierto que nos cuesta reconocer que hemos pecado.
Pero hacerlo es propio de corazones honestos y valientes: llamamos a las cosas
por su nombre, y reconocemos que nuestra vida está profundamente relacionada
con Dios y con su Amor hacia nosotros.
Reconocer, por tanto, el pecado nos permite invocar,
aceptar, celebrar la misericordia (según una hermosa fórmula usada por el Papa
Pablo VI en su
"Meditación ante la muerte"). De lo contrario, nos quedaríamos a medias,
como tantas personas que ven sus pecados con angustia, algunos incluso con
desesperación, sin poder superar graves estados de zozobra interior.
Es triste haber cometido tantas faltas, haberle
fallado a Dios, haber herido al prójimo. Es doloroso reconocer que hemos
incumplido buenos propósitos, que hemos cedido a la sensualidad o a la
soberbia, que hemos preferido el egoísmo a la justicia, que hemos buscado mil
veces la propia satisfacción y no la sana alegría de quienes viven a nuestro
lado. Pero la mirada puesta en Cristo, el descubrimiento de la Redención,
debería sacarnos de nosotros mismos, d ebería llevarnos a la confianza: la
misericordia es mucho más fuerte que el pecado, el perdón es la palabra
decisiva de la historia humana, de mi vida concreta y llena de heridas.
De este manera, podremos afrontar con ojos nuevos la
realidad del pecado, de nuestro pecado y del pecado ajeno, con la seguridad de
que hay un Padre que busca al hijo fugitivo: así lo explica Jesús en las
parábolas de la misericordia (Lc 15), y, en el fondo, en todo su mensaje de
Maestro bueno. Descubriremos entonces que si ha sido muy grande el pecado, es
mucho más poderosa la misericordia (cf. Rm 5). Estaremos seguros de que el
amor lleva a Dios a buscar mil caminos para rescatar al hombre que llora desde
lo profundo de su corazón cada una de sus faltas.
Juan Pablo II hizo presentes estas verdades en su
encíclica
"Dives in misericordia" (publicada en el año 1980). Entre sus muchas
reflexiones, el Papa indicaba que “la Iglesia profesa y proclama la
conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su
misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del
Creador y Padre; el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» es
fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el
hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La
conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este Padre, rico en
misericordia” (Dives in misericordia n. 13).
También el Papa Benedicto XVI, en su encíclica
Deus caritas est, evidenció la grandeza y profundidad del perdón divino:
“El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor
que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor
contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el
misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo,
lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el
amor” (Deus caritas est n. 10).
El misterio de la Cruz, de la misericordia, está
presente en el sacramento de la Penitencia. Pero, de modo especial, en la
Eucaristía. Allí no sólo recordamos, sino que participamos nuevamente en la
entrega del Hijo al Padre, en la donación del Amor más grande, que por salvar
al esclavo no dudó en entregar al Hijo, como recordamos en el solemne pregón
que se canta en la Vigilia Pascual.
Con los ojos puestos en el Crucificado, que también es
el Resucitado, podemos descubrir la maldad del pecado y la fuerza de la
misericordia. Desde el abrazo profundo de Dios Padre nace en los corazones la
fuerza que acerca al sacramento de la confesión, el arrepentimiento profundo
que aparta del mal camino, la gratitud que lleva a amar mucho, porque mucho se
nos ha perdonado (cf. Lc 7,37-50). Son verdades que los mismos sacerdotes
necesitamos vivir en lo más profundo de nuestra alma, son verdades que
necesitamos transmitir como una experiencia maravillosa a la que todos están
invitados.