La Recepción Como Realidad Eclesiológica

 

Yves CONGAR

 

¿Tema peligroso? En todo caso, tema rara vez abordado y, a pesar de ello, de importancia capital tanto desde el punto de vista del ecumenismo como desde el de una eclesiología plenamente tradicional y católica.

El término mismo de «recepción» ha sido utilizado en la época moderna por los historiadores del derecho, alemanes sobre todo, a propósito de la entrada del derecho romano en el uso de la sociedad eclesiástica o civil, cosa que en Alemania ocurrió a partir del siglo XV. A. Grillmeier, a quien debemos un importante estudio sobre «Concilio y recepción», ha utilizado para precisar su tema un estudio reciente de uno de estos historiadores del derecho. Según su autor, no se puede hablar de recepción en sentido estricto sino entre dos áreas culturales distintas, cuando una de ellas hace suya una ley propia de la otra; la recepción, en el sentido estricto del término, es «exógena». A. Grillmeier ha desarrollado un interesante esfuerzo para desentenderse de un enfoque excesivamente global de la recepción de los concilios, tal como el que formula R. Sohm en el marco de una sistematización sugestiva, pero discutible. Grillmeier trata de aplicar el esquema de Wieacker: una auténtica recepción es exógena. Según esto, recepción en sentido propio sólo se da en el caso de los sínodos particulares aceptados por la Iglesia universal o por una amplia porción de ésta, o bien, y mejor aún, por las Iglesias separadas, por ejemplo, si los nestorianos reciben Éfeso o los monofisitas Calcedonia. Lo demás sería recepción en sentido amplio e incluso impropio.

Esta manera de considerar la recepción nos parece demasiado estricta. Ciertamente, para que haya recepción se requiere siempre una cierta distancia, una cierta alteridad entre la instancia que da y la que recibe. Pero, sin salir del marco de la Iglesia una, su naturaleza o su exigencia profunda de comunión impide que la alteridad sea completa. Es cierto que el tema de la recepción puede tener interés ecuménico; lo ha despertado, y con razón, en el ámbito del Consejo Ecuménico de las Iglesias, con vistas, por ejemplo, al restablecimiento de la comunión entre precalcedonenses y ortodoxos (o católicos). Se abre un nuevo capítulo.

Pero la historia presenta todo un conjunto de hechos de recepción, así como de teorías sobre la recepción, dentro de la Iglesia una. Ello implica un gran valor eclesiológico, que trataremos de explicar. Esta es la razón de que aquí nos ciñamos a ese hecho eclesiológico interno que ya ha evocado Grillmeier y que juzgamos indiscutible. Es más amplio, pero sin resultar difuso. Por «recepción» entendemos aquí el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que él no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla que conviene a su vida. En la recepción hay algo muy distinto de lo que entienden los escolásticos por obediencia; para estos últimos no sería otra cosa que el acto mediante el cual un súbdito ordena su voluntad y su conducta de acuerdo con el precepto legitimo de un superior por respeto a la autoridad de éste. La recepción no consiste pura y simplemente en realizar la relación secundum sub et supra; implica un aporte propio de consentimiento, de juicio en ocasiones, expresando así la vida de un cuerpo que pone en juego recursos espirituales originales.

 

Los hechos

El Concilio Vaticano II confirma la validez del concepto de recepción al prever el caso de una iniciativa colegial surgida de los obispos y que no podrá ser verus actus collegialis a menos que el papa la apruebe vel libere recipiat. Este texto habla de la recepción a propósito del privilegio del obispo de Roma, que el Vaticano II ha reafirmado tan enérgicamente y del que la historia da suficiente testimonio. Habrá de constituir un enunciado auténtico de recepción, pues se trata de consentimiento (y por modo de juicio) de una instancia eclesial acerca de una determinación sentada por otras distintas de ella. Aparte de este enunciado, el derecho actual no reconoce otro caso de recepción -si no nos equivocamos- que la aceptación por el papa, y por el episcopado mundial como consecuencia, de nuevos obispos de rito oriental, elegidos en sus respectivos patriarcados con el simple nihil obstat de Roma, pero no nombrados ni confirmados por la Santa Sede. La palabra «recepción» no ha sido pronunciada, pero su realidad se encuentra en las expresiones: «reconocer en su comunión», «otorgar su confianza y su adhesión a las libres decisiones de los patriarcas y de sus sínodos».

En el ius conditum actual apenas encontraremos nada sustancial sobre la recepción. Más instructiva resultará la vida concreta de la Iglesia. Pero buscaremos una documentación positiva en la historia.

a) Los concilios

No se piense que sus decisiones, incluso dogmáticas, se impusieron por sí mismas, de un golpe y con facilidad. La fe de Nicea no fue «recibida» por completo sino al cabo de cincuenta y seis años de debates jalonados por sínodos, excomuniones, exilios, intervenciones imperiales, a veces violentas. Los sínodos de Tiro y Jerusalén, en 335, depusieron a Atanasio y rehabilitaron a Arrio. El mismo papa Julio no parece haber considerado siempre como irrevocablemente adquirido el juicio de Nicea. El Concilio de Constantinopla en 381 puso fin a estas querellas, pero aquel concilio debió su título de ecuménico no a su composición, que en modo alguno fue tal -san Ambrosio se quejaba de que Roma y el Occidente habían sido ignorados y habían estado ausentes de él-, sino únicamente a que su símbolo fue recibido por el Concilio de Calcedonia como expresión más perfecta de la fe de Nicea. En efecto, se leyó el símbolo llamado de Constantinopla a continuación del de Nicea (segunda acción) y los cánones de 381 como «synodikon del segundo concilio» (decimoséptima acción). Pero hasta el año 519, y sobre todo por un asentimiento tácito y supuesto de Roma, cuando el papa Hormisdas «recibió» la profesión de fe del patriarca Juan, no fue reconocido el Concilio de Constantinopla como segundo de los cuatro primeros concilios. La historia del tercero no es la más a propósito para que se le considere ecuménico: decisión forzada bruscamente por Cirilo de Alejandría cuatro días antes de que llegaran los obispos de Siria y dieciocho antes de que lo hicieran los legados, con dos asambleas distintas, sin relación alguna entre una y otra. Hasta que, pasados los dos años siguientes, no se logró un acuerdo entre Cirilo y su grupo con Juan de Antioquía y sus partidarios, Efeso no pudo dar cumplimiento a una exigencia mínima de ecumenicidad. Newman argumentó frecuentemente, a base de esta historia frente a ellos, que consideraban impedimento decisivo la oposición de una importante minoría durante el primer Concilio Vaticano hasta la definición del 18 de julio de 1870 inclusive. La subsecuente aceptación por parte de los oponentes, es decir, su «recepción», son «como complementos del concilio y como momentos que forman parte integrante del mismo».

Junto con los símbolos de Nicea y Constantinopla, Calcedonia «recibió» también el Tomo de san León a Flaviano y las dos cartas de san Cirilo (segunda sesión). El famoso «Pedro ha hablado por boca de León», así como el «Pedro ha hablado por boca de Agatón», del sexto concilio ecuménico contra el monotelismo (¡el mismo que anatematizó al papa Honorio!), fue un acto de recepción: el concilio reconoció la fe de Pedro en el formulario del papa. Pero la recepción total y definitiva de Calcedonia exigió también muchos deberes y puntualizaciones; fue una larga historia. Pero hay más: también se dio la no recepción, al menos jurídica y literal, por parte de la jerarquía armenia y de los coptos de Egipto, por antinestorianismo, por reacción los unos contra Persia y los otros contra Bizancio, por rechazo de una decisión «exógena». «El abominable Concilio de Calcedonia», decía Juan Rufo, obispo de Maiouna, hacía 515, al igual que dicen hoy algunos integristas: «El funesto Concilio Vaticano II»...

En contrapartida, la recepción se expresó y quedó establecida otras muchas veces mediante decisiones explícitas. En este sentido, la recepción por la Santa Sede apostólica de Roma resultó decisiva en Occidente. Pero también se ha afirmado la recepción a través de un proceso más dilatado y complejo en que han intervenido la predicación (aspecto kerigmático), la espiritualidad, la elaboración teológica. Tratándose de dogmas trinitarios y cristológicos, la liturgia se ha encargado de consagrarla definitivamente y de asegurarla: lex orandi.

Podríamos seguir haciendo la historia de todos los concilios desde el punto de vista de su recepción. El último que nos es común con el Oriente ortodoxo, el segundo de Nicea, 787, proclamaba que un concilio, para ser ecuménico, ha de ser recibido por los praesules ecclesiarum, y en primer lugar por el papa.

Hubo de pasar mucho tiempo para que este concilio, a su vez, fuera recibido en Occidente, no sólo por los teólogos francos, los del concilio de Francfort de 794, engañados por una mala traducción e impulsados por el espíritu de rivalidad hacia el otro imperio, sino también por el mismo papado, herido y atacado por el cesaropapismo bizantino, que había sustraído a su obediencia Sicilia, Calabria y el Ilírico. Es preciso esperar hasta la profesión de fe enviada por León IX a Pedro de Antioquía en 1058 para encontrar una recepción expresa de Nicea II por los papas.

Evocaremos algunos ejemplos más en Occidente durante el segundo milenio. El Concilio de Letrán IV (1215) fue recibido de tal manera en Occidente que marcó para mucho tiempo la vida de la Iglesia: su profesión de fe Firmiter, reproducida al frente de las Decretales, se convirtió en un cuarto símbolo y en un esquema para la enseñanza de los clérigos y de los fieles; además, sesenta de sus textos y cincuenta y nueve de sus setenta cánones entraron a formar parte del derecho eclesiástico y fueron recogidos incluso en el Código de 1917. En este sentido, la recepción de un concilio se identifica con su eficacia; esta observación tiene su interés, como veremos, para una interpretación teológica de la recepción. El caso del Concilio de Trento ilustraría la misma observación, aparte de que la dificultad de su recepción aparece una y otra vez en la correspondencia de Leibniz y Bossuet. Se trataba ya de un caso de esa recepción «exógena» que hoy se busca en el movimiento ecuménico con vistas a madurar un acuerdo entre los cuerpos eclesiásticos desunidos.

La aceptación del dogma del 18 de julio de 1870 por los obispos de la minoría, que habían abandonado Roma la víspera para evitar el verse obligados a decir non placet, cuando ya estaba asegurada la votación favorable, es también un caso de recepción, tanto más interesante cuanto que muchos de ellos, fieles a sus principios, dieron como motivo de su aceptación el hecho de que el dogma había sido «recibido» por toda la Iglesia católica en general. Así, monseñor Maret. Pero el argumento no convenció a Döllinger.

En el marco de las actuales investigaciones cristológicas, que parten más bien del Jesús-hombre de los Sinópticos, se ha hablado de «recepción reiterada» de Calcedonia. Calcedonia es un hecho adquirido, y nadie lo pone en duda. Pero en un nuevo contexto de visión cristológica, y también de investigación ecuménica, es preciso proceder a una nueva lectura de su historia y de sus intenciones profundas para, así, «recibirlo» de nuevo. Análogamente, también podríamos hablar de una «nueva recepción» del Vaticano I por el Vaticano II, y también en este caso, en un nuevo contexto y por una nueva lectura, como la que ofreció la minoría del Vaticano I o la vanguardia del Vaticano II...

Escogeremos algunas expresiones literarias propias de este régimen de recepción.

San Agustín enuncia un principio general: «Vides in hac re quid Ecclesiae catholicae valeat auctoritas, quae ab ipsis fundatissimis sedibus apostolorum usque ad hodiernum diem succedentium sibimet episcoporum serie et tot populorum consensione firmatur»; «In fiducia securae vocis asserer, quod in gubernatione Domini Dei nostri et salvatoris Iesu Christi universalis Ecclesiae consensione roboratum est».

San León, al hablar de los cánones conciliares que tratan del derecho de los metropolitanos, tiene una fórmula que será frecuentemente repetida: «Secundum sanctorum patrum canones Spiritu Dei conditos et totius mundi reverentia consecratos»: fórmula incesantemente repetida por Hincmaro y otros autores de la Alta Edad Media. Del Concilio de Calcedonia escribe san León: «Quae ab universis romani orbis provinciis cum totius mundi est celebrata consensu»; pero se trata, sin duda, del consensus interno del concilio.

Hay aún otro papa, san Simplicio, según el cual es definitivo «quod apostolicis manibus cum Ecclesiae universalis assensu…». San Gelasio, escribiendo en 495 a los obispos de Dardania, da los criterios que permiten distinguir un buen concilio de otro malo: el primero es aquel «quod universalis Ecclesiae probavit assensus» y que es aprobado y mantenido por la Sede Primada; el segundo habla «contra Scripturas sanctas, contra doctrinam patrum, contra ecdesiasticas regulas, quam tota merito Ecclesia non recepit et praecipue sedes apostolica non probavit»; poco más adelante se describe el concilio como aquel que se ajusta a la Escritura y a la tradición «quam cuncta recipit Ecclesia, quam maxime sedes apostolica comprobatur». Nótese que la parte del De recipiendis et non recipiendis libris que puede corresponder a Gelasio utiliza abundantemente el vocabulario de la recepción: suscipere, recipere, etcétera.

En su Sinódica de febrero de 591 a los otros cuatro patriarcas, san Gregorio profesa venerar los cuatro primeros concilios y también el quinto, «quia... universali sunt consensu constituta»; lo cita Graciano, pero puede tratarse del acuerdo de los Padres conciliares.

Dionisio el Exiguo admitió en un principio los llamados Cánones de los Apóstoles, los de Sárdica y los de Africa en las dos primeras redacciones de su colección, la Dionysiaca. Pero los suprimió en la tercera redacción, antes de 523, aduciendo el motivo: «Quos non admisit universitas».

En su Pro defensione trium capitulorum, hacia 548, Facundo de Hermiane parte constantemente del hecho de la recepción por toda la Iglesia para defender el Concilio de Calcedonia: «In Ecclesia Dei recepta est», «ab Ecclesia universali receptis».

Hincmaro de Reims ofrece una hermosa eclesiología de la Iglesia como comunión y una teología de los concilios y de la recepción. Hemos visto cómo aduce un texto de san León en este sentido. Define los concilios ecuménicos (generalia) por el hecho de que, convocados por el emperador y reuniendo a numerosos obispos con una «especialis iussio sedis apostolicae», «pro generali ad omnes christianos causa pertinente», son «a catholica Ecclesia receptissima».

Es muy complejo el problema de precisar qué es lo que constituye la ecumenicidad de un concilio. En el curso de la historia se han dado diferentes respuestas; por otra parte, no se identifica totalmente con el problema de quién reconoce la ecumenicidad de un concilio. A partir de Dámaso, e incluso desde el sínodo de 368, los papas han afirmado que su aprobación es necesaria; es muy cierto que ningún concilio puede ser ecuménico a menos que sea recibido por la Sede de Roma. Hemos visto cómo León y Gelasio unían el asentimiento de toda la Iglesia y la aprobación pontificia. Pero también la recepción por la Iglesia tiene su momento. En pleno Concilio de Trento decía Martín Pérez de Ayala en un tratado compuesto para el concilio: «Est secunda via apprehendendi veritatem in dubiis: Conciliorum scilicet generalium omnium consensione populorum fidelium receptam auctoritatem». Se puede rechazar la tesis eslavófila, según la cual los concilios no tendrían autoridad dogmática por sí mismos o en sí mismos, pues la autoridad sólo pertenecería a la verdad, y ésta no tendría otro órgano que el sentir cristiano de la comunidad de los fieles; la rechaza un gran número de teólogos ortodoxos. Los textos hablan de distinta manera. Estos mismos teólogos, sin embargo, conservan en parte la argumentación eslavófila. Lo que asegura la autenticidad de un concilio no es su corrección jurídica o su estructura formal justa, sino el contenido de su enseñanza. Se citan numerosos concilios, tan regulares como puedan serlo otros desde el punto de vista formal o jurídico (cosa que, por otra parte, habría que comprobar con más detenimiento), y que han sido rechazados porque la Iglesia no ha reconocido su propia fe en los correspondientes decretos: Rímini-Seleucia (359), Chêne (403), Efeso (449), sínodo iconoclasta de Hieria (753-754), etc. Los galicanos, buenos conocedores de la historia de los concilios, han sostenido muy comúnmente que la aceptación por toda la Iglesia es lo que hace reconocer finalmente la autoridad de un concilio, su condición de ecuménico y el carácter infalible de sus decisiones.

Por otra parte, muchos concilios locales o documentos particulares han adquirido un valor universal por haber reconocido en ellos la Iglesia su propia fe, es decir, por vía de recepción, siguiendo un proceso en el que, sobre todo por lo que se refiere a Occidente, la recepción por la Iglesia romana ha desempeñado con frecuencia un papel decisivo. Así, el sínodo de Antioquía de 269 condenando a Pablo de Samosata, y cuya decisión, comunicada y recibida por todas partes, significó un serio obstáculo para Nicea. Así, el Concilio antipelagiano de Cartago en 418 (DSch 222-230); el Indiculus, escrito en Roma por Próspero de Aquitania, dice, citando sus cánones 3, 4 y 5 sobre la gracia: «Quasi proprium Apostolicae Sedis amplectimur» (DSch 245); ahora bien, el Indiculus fue incorporado en seguida por Dionisio el Exiguo a su colección, lo que hizo aún mas firme la recepción de los cánones de Cartago en Occidente. Los textos misceláneos del Concilio de Orange sobre la gracia (DSch 370-397) fueron recibidos, aunque tardíamente (utilización por el Concilio de Trento), como dotados de una autoridad que superaba la mera ocasión que reunió en Orange a catorce obispos en 529. También podemos apreciar el crédito concedido al XI Concilio de Toledo (675) y a su Símbolo trinitario (DSch 525-541), hasta el punto de que se pretendió agraciarlo con una «confirmación» por... Inocencio III. Dígase lo mismo de los Concilios de Quierzy (833), Valence (855) sobre la predestinación (DSch 621-624 y 625-633). Finalmente, el símbolo Quicumque, de autor desconocido, y el Filioque fueron reconocidos como expresiones auténticas de fe precisamente por «recepción». De esta forma, algunos concilios particulares, pequeños por su representación, se equiparan casi a los generales por vía de recepción.

El fondo de la cuestión depende de lo que constituya la autoridad de los concilios o de lo que confiera valor a sus determinaciones. De este tema nos informan excelentes estudios. Lo que constituye el valor de los concilios es el hecho de que expresan la fe de los Apóstoles y de los Padres, la tradición de la Iglesia (así, Atanasio, Cirilo de Alejandría, Vicente). Los concilios han expresado la apostolicidad y la catolicidad de la Iglesia, y ello porque representaban a la totalidad de la Iglesia y han hecho realidad un consenso. Atanasio no recurre a otros principios. Después de Nicea, y tomando sin cesar a Nicea por modelo, se ha venido subrayando la seguridad de que Cristo preside los concilios y el Espíritu Santo los asiste. Pero lo esencial es reconocer en ellos la fe de los Apóstoles, transmitida a partir de éstos por los Padres (parádosis). Tal es, sin duda, el motivo de que en la antigüedad un concilio comenzara por la lectura de los decretos de los anteriores concilios, porque quería ser una etapa nueva en la transmisión; pero ello constituye al mismo tiempo un acto de recepción. La teología del concilio se nos muestra así como ligada a la de la apostolicidad, de la que viene a ser un aspecto. Del mismo modo que lo más decisivo no es la sucesión formal (nuda successio), sino la identidad profunda del contenido y de la fe, si bien es cierto que ambas cosas deben marchar a la par, tampoco es lo más decisivo en un concilio el número de los participantes ni la corrección jurídica de su procedimiento, sino el contenido de sus determinaciones; también en este caso ambas cosas deben ir a la par.

Ahora bien, si hay una verdad universalmente afirmada desde la antigüedad hasta el Vaticano II inclusive, ésta es que la fe y la tradición son transmitidas por toda la Iglesia; que la Iglesia universal es su único sujeto adecuado, bajo la soberanía del Espíritu que le ha sido prometido y que en ella habita. «Ecclesia universalis non potest errare». De ahí que se exigiera el testimonio de diversos obispos vecinos e incluso el de la comunidad de los fieles en una elección y en una ordenación. Esa es también la razón de que la unanimidad, la concordia, el acuerdo en la mayor medida posible se hayan considerado siempre como signo de la acción del Espíritu Santo y, en consecuencia, como garantía de verdad. Si una determinada teología ha monopolizado, y de hecho en beneficio del papa, el reconocimiento de la ecumenicidad de los concilios y la infalibilidad ha sido a costa de identificar papa e Iglesia romana, Iglesia romana e Iglesia universal (de la que en modo alguno negamos que el papa sea pastor supremo). No fue casualidad que Nicolás I hiciera de la Iglesia romana como el «epítome» de la Iglesia católica y que Pío IX llegara a pronunciar unas palabras casi increíbles: «La Tradizione sono Io!».

Hemos de señalar aún otros dos casos de recepción en materia eminentemente doctrinal:

1º. La formación del canon de la Escritura, que se produjo por recepción. Hasta el término mismo se encuentra en los documentos que hablan de esta materia: Fragmento Muratoriano (líneas 66, 72, 82), Decreto del Sínodo romano de 382 y de Gelasio De recipiendis et non recipiendis libris, Decreto del 4 de febrero de 1441 para los jacobitas («suscipit et veneratur», DSch 1334), Decreto del Concilio de Trento sobre los escritos y tradiciones que se han de recibir (DSch 1501). Esta recepción oficial, normativa, expresa ha ido precedida de una recepción de hecho, en las Iglesias, de que nos informan los historiadores que tratan esta cuestión.

2º. Las cartas sinodales fueron en la antigua Iglesia uno de los medios de comunión y unidad. Los concilios dirigían una a los grandes centros de comunión, como Roma o Alejandría, para comunicar sus decisiones a las restantes Iglesias. El hecho está particularmente atestiguado por lo que se refiere a los concilios celebrados antes de la paz constantiniana en Oriente o en Africa. Es evidente que a este envío respondía una «recepción». Lo mismo ocurría con las cartas sinódicas o intronísticas, que los papas o los patriarcas orientales enviaban a las sedes mayores para anunciarles su elección y establecer la comunión con ellas.

b) La liturgia

La difusión de ciertas formas litúrgicas y su unificación se realizaron mediante «recepciones», a veces forzosas. Evoquemos únicamente la recepción de la liturgia romana en el Imperio carolingio (Codex Hadrianus y Concilio de Aquisgrán, 817); la recepción por Roma, y siguiéndola por la Iglesia latina, del Pontifical maguntino en el siglo X, cuyo alcance teológico fue enorme, pues su ritual de las ordenaciones sirvió de apoyo a la tesis que ligaba la forma del orden a la «entrega de los instrumentos». No puede, ciertamente, hablarse de «recepción» a propósito de la forma en que Gregorio VII hizo que la antigua liturgia hispano-visigoda, llamada frecuentemente mozárabe, fuera sustituida en España por la liturgia romana. En contrapartida, puede hablarse de ella en el caso del proceso que dio lugar a que la liturgia romana reemplazara a lo que quedaba aún de los ritos «galicanos» en Francia durante el siglo XIX.

Sabido es que la Sede romana, a partir de Alejandro III y luego formalmente y de iure desde Gregorio IX (1234), se reservó el derecho de canonizar a los santos. Anteriormente la canonización, que era un hecho litúrgico más que una decisión jurídica, dependía de las Iglesias locales y se generalizaba «accedente totius Ecclesiae consensu et approbatione», como dice Mabillon. De esta forma, una determinación perteneciente al culto se difundía por medio de la recepción. Cuando los papas se reservaron el derecho a canonizar, los canonistas justificaron esta decisión afirmando que sólo el papa podía imponer a toda la Iglesia algo que debía ser aceptado por todos. Así se expresaron Inocencio IV y el cardenal Hostiense. Por la misma época, Tomás de Aquino aducía idénticas razones para justificar que el sumo pontífice se reservara la promulgación de un símbolo de la fe.

También podríamos trazar la historia de cómo fueron adoptadas y se difundieron en Occidente, sobre todo en Roma, numerosas fiestas marianas que se celebraban en Oriente, como la Hypapante (Purificación), Natividad, Presentación, mientras que la Inmaculada Concepción, procedente de Inglaterra, también iba siendo recibida progresivamente... Igual que las canonizaciones, las fiestas de los santos se difundieron por «recepción» antes de que el papado tomara en sus manos la tarea de organizar el calendario de la abusivamente llamada «Iglesia universal». La conmemoración de los fieles difuntos el 2 de noviembre, fiesta cluniacense instituida por san Odilón en 1025-1030, se introdujo en el uso de la Iglesia latina por «recepción».

c) El derecho y la disciplina

Los teólogos no han aguardado a que los juristas hablaran de recepción. Sin embargo, fueron sobre todo los historiadores alemanes del derecho los que, en el siglo XIX, acreditaron el término y la idea, al tratar de la «recepción» del derecho romano en Alemania a partir del siglo XV. Pero antes de esa fecha ya hubo «recepción» en la Iglesia. Este hecho ya ha sido estudiado época por época. El derecho romano se convirtió en un derecho auxiliar, que proporcionaba máximas y directrices en las materias en que los cánones no decían nada (Graciano, Lucio III, Decretales Intelleximus). Que nosotros sepamos, no se ha hecho todavía un estudio tan amplío y sistemático sobre la recepción o no recepción por la Iglesia romana de los cánones admitidos en Oriente; la Iglesia de Roma no ha recibido más que los treinta y cinco últimos de los ochenta y cinco cánones llamados de los Apóstoles admitidos en Oriente; no admitió los cánones del Concilio Quinisexto o in Trullo de 692 sino después de ser expurgados. El Oriente, por su parte, hacía una selección en los cánones admitidos por Roma, recibiendo unos y rechazando otros, aparte de que no siempre leía exactamente el mismo texto; es lo que ocurrió con los cánones de Sárdica.

Ya hemos evocado los casos de no recepción; la no recepción de Calcedonia resulta más significativa por el hecho de que no afectaba a la fe cristológica profunda. Más tarde se produjo la no recepción del Filioque por Oriente, la no recepción de la Unión de Florencia por el pueblo ortodoxo, más o menos excitado por hombres apasionados. H. Dombois cita también como ejemplo de no recepción durante mucho tiempo el de la bula Execrabilis de Pío II (1460), en la que se prohibe la apelación al concilio. También ha ocurrido que una doctrina o unas máximas recibidas durante un tiempo muy prolongado dejaran de serlo, como sucedió, por ejemplo, con el derecho del papa a deponer a los soberanos. En época moderna tenemos el caso, bastante anodino, de la constitución Veterum sapientia, de Juan XXIII, que prescribe el uso del latín en la formación de los clérigos (1960), y también los casos, esta vez dramáticos, de la no recepción del dogma papal de 18 de julio de 1870 por una fracción de católicos y el de la doctrina de la Humanae vitae por una parte del pueblo cristiano e incluso de los teólogos católicos. ¿No recepción? ¿Desobediencia? ¿Qué? Ahí están los hechos...

 

Algunas teorías para justificar la recepción

En el texto íntegro del presente estudio (cf. nota 1) exponemos en primer lugar dos teorias que hoy ya han sido abandonadas:

a) Teoría de la aceptación de las leyes, mantenida sobre todo por Francisco Zabarella († 1417), Nicolás de Cusa y algunos galicanos (Pierre Pithou, Pierre de Marca, Claude Fleury).

b) Variante de la teoría anterior: el legislador no quiere obligar a sus súbditos en el caso de que éstos rechacen la reglamentación. Teoría mantenida por Dominico de San Geminiano († antes de 1436), Martin de Azpilicueta († 1586), Escobar y Mendoza († 1669) y, en una formulación extrema (absque ulla causa!), condenada por Alejandro VII, 26 de septiembre de 1665 y 18 de marzo de 1686 (propos. 28; DSch 2048).

c) Mayor interés eclesiológico nos parecen revestir ciertas consideraciones de los primeros galicanos. Los galicanos gustaban tomar como punto de partida ideas cuyo alcance o topicidad no se percibe a primera vista, pero cuya profundidad descubre la reflexión.

La «recepción» implicaba evidentemente que las Iglesias locales, los episcopados locales no quedasen reducidos a la pasividad de aquella «obediencia ciega» que rechazaba Bossuet. De ahí que los galicanos, apuntando a la tesis, que rechazaban, del absolutismo papal, ligasen la recepción a un concepto del poder apostólico, que gustaban expresar mediante dos fórmulas bíblicas: la autoridad, en sentido cristiano, no es dominación (Mt 20,26; Lc 22,25); el poder se da «non ad destructionem sed ad aedificationem» (2Cor 13,10). Ciertos espíritus incapaces de entender las cosas como no fuese en términos jurídicos consideraban aquello como «espiritualidad» o actitud piadosa. Rasgo propio del pensamiento galicano, junto con una sólida referencia a la historia (con el riesgo, en casos extremos, de convertirse en arqueologismo), era su tendencia pastoral. Estaba de parte de las estructuras pastorales locales. Introducía en la teología del poder la consideración de su finalidad y del uso que de él se hacía, no viendo en él algo acabado, sino teniéndolo por condicionado y mensurado por el bien de las Iglesias. Es lo que se admitía comúnmente en cuanto a las leyes; así, Isidoro, Graciano, Tomás de Aquíno. En semejantes condiciones no puede admitirse al frente de la Iglesia un poder discrecional y despótico que no tuviera en cuenta el bien tal como lo sienten las iglesias y sus mismos pastores, al que nadie podría preguntar: «Cur ita facis?». Después del aumento extraordinario de lo que G. Le Bras llamó la «dominación pontificia», los canonistas introdujeron, de diversos modos en el mismo derecho, las condiciones para su ejercicio razonable y cristiano.

Ese es también el fondo de las reacciones eclesiológicas de Pierre d'Ailly y de Gerson, lo mismo que del valioso eclesiólogo que fue Juan de Ragusa en la época del Concilio de Basilea. Tal es el sentido de unos textos que nunca se cansan de citar en relación con el poder (del papa), otorgado in aedificationem, no para dominar, sino para servir al bien de la Iglesia y no para otra cosa. Tal es el sentido de la fórmula según la cual las llaves fueron dadas a la ecclesia «finaliter».

Añadamos que, en la teología moderna, el texto de 2Cor 13, 10, «in aedificationem, non in destructionem», se ha convertido en un lugar clásico para expresar el respeto del orden querido por Cristo en su Iglesia. Era corrientemente citado en los siglos XVI y XVII, y por autores que nada tenían de galicanos, incluso para justificar el carácter no obligatorio de una ley no «recibida». El mismo texto fue invocado en el Vaticano I tanto por los relatores de la Diputación de Fide como por los que deseaban ver expresados los límites del poder papal.

 

Interpretación y justificación teológicas

La «recepción» ha sufrido las consecuencias de haber sido presentada en un plano de derecho constitucional, como una teoría jurídica. Fue también en un plano jurídico (la palabra «tribunal» aparece cuatro o cinco veces en estas pocas paginas), y sirviéndose de un método polémico de disociación, como un Mauro Capellari trató de refutar esta teoría, a riesgo de ignorar la realidad histórica y la profundidad teológica de la recepción. Pero ésta se sitúa en un plano distinto, como hacía notar felizmente Fransen, calificándola de «orgánica» por oposición no propiamente a «jurídico», sino a lo puramente «jurisdiccional». Depende de una teología de la comunión, que a su vez implica una teología de las Iglesias locales, una pneumatología y hasta una teología de la tradición, junto con un sentido de la conciliaridad profunda de la Iglesia. La noción de recepción -pero no totalmente su realidad, pues la vida resiste a las teorías- ha sido eliminada, cuando no expresamente rechazada, al sustituir todo esto por una concepción piramidal de la Iglesia como masa totalmente determinada desde su cumbre, en la que, dejando aparte el dominio de una espiritualidad demasiado intimista, no se hablaba del Espíritu Santo sino como garantía de la infalibilidad en beneficio de las instancias jerárquicas (¡decenas de testimonios!), y en la que los mismos decretos conciliares se convertían en decretos papales «sacro approbante concilio».

Este proceso eclesiológico ha ido ligado a otro proceso perfectamente coherente con el primero: el paso de una primacía del contenido de verdad, que toda la Iglesia, por gracia y misión, debía conservar, a la primacía de una autoridad. En teología de la tradición se diría: paso de la traditio passiva a la traditio activa, o también de lo traditum al tradens, identificando de hecho a este último como la llamada, a partir de comienzos del siglo XVIII, «Iglesia docente». Hemos visto cómo la autoridad de la «Fe de Nicea» -como era designado su Símbolo- se atribuía no a un «poder» de la asamblea jerárquica, sino a la adecuación de su enseñanza con la fe recibida de los apóstoles. En el plano doctrinal, sólo la verdad tiene autoridad en última instancia. Los ministros «jerárquicos» se limitan a ejercer un servicio, una función, una misión (Cayetano, comentando a santo Tomás, llama a la Iglesia «ministra obiecti»), bien entendido que una misión lleva consigo los medios necesarios para su cumplimiento, la gracia o el carisma. Pero este carisma, como tal, no puede ser interpretado en términos de «poder» jurídico. Cierto que se da ese «poder»: es la autoridad jurisdiccional, que, en la Iglesia y con respecto a sus miembros, añade a la proposición auténtica de la verdad una obligación, que constituye el «dogma» propiamente dicho y que en el curso de la historia se ha traducido por la conminación de un anathema sit. Pero la adhesión de fe, cuando se trata de doctrina, se dirige al contenido de verdad. En términos de la Escuela se diria que va al quod, no al quo. Si se atribuye al ministerio una autoridad referida al contenido de verdad como tal, nos situamos en el plano jurídico, y sólo se puede establecer una relación de obediencia. Al considerar el contenido de verdad y de bien, se puede reconocer a los fieles, o mejor, a la ecclesia, una actividad de discernimiento y de «recepción».

A partir de ahora podemos intentar ya precisar el estatuto teológico (eclesiológico) de la «recepción» (A), para pasar luego a su estatuto jurídico, pero con una juridicidad que sigue siendo evidentemente teológica (B).

A) Todo el cuerpo de la Iglesia, que se estructura localmente en iglesias particulares, está animado por el Espíritu Santo. Los fieles y las iglesias son verdaderos sujetos de actividad y de libre iniciativa. Ciertamente, no puede haber auténtica pneumatologia sin cristología, es decir, sin referencia normativa a algo dado. El Espíritu renueva incesantemente lo dado, pero sin crear nada sustancialmente distinto. Uno de los errores de Sohm consiste en haber imaginado una especie de pneumatocracia sin estructuras dadas. Pero con respecto a unas estructuras del creer, de normas éticas y de culto que la historia obliga a precisar desde la transmisión apostólica original, los fieles y las Iglesias locales no son inertes y puramente pasivos. Tienen una facultad de discernimiento, de cooperación para determinar sus formas de vida. Ciertamente, en las cuestiones que interesan a la unidad de la Iglesia, y a la unidad de fe en consecuencia todos deben hallarse en una unanimidad sustancial, pero a ella deben llegar como sujetos vivos. La obediencia es ciertamente una actividad viva, y el Espíritu Santo la suscita. Sin embargo, en la tradición de la Iglesia no todo es precepto, y las mismas fórmulas dogmáticas piden una adhesión que no pone en juego únicamente la voluntad, sino también la inteligencia con sus condicionamientos de cultura, de conocimiento, de lenguaje, etc. La historia de la lenta recepción de Nicea o, Calcedonia no se explicaría de otro modo.

Así, pues, hemos de reconocer la existencia de dos vías para llegar a la unanimidad: la obediencia y la recepción o el consentimiento. Se insiste en la primera cuando se considera a la Iglesia como una sociedad sometida a una autoridad monárquica; en la segunda, cuando se concibe la Iglesia universal como una comunión de Iglesias. Es cierto que esta segunda concepción se ha mantenido viva durante el primer milenio, mientras que la primera ha dominado en Occidente entre la reforma del siglo XI y el Vaticano II. Es cierto que este régimen de comunión de Iglesias locales era el único posible antes de la paz constantiniana, que permitió organizar a plena luz una vida ecuménica en el marco del Imperio. Reconocemos también que se ha hecho posible, providencial, otra vía de unanimidad, a saber: mediante la sumisión a una sola cabeza de la Iglesia considerada como una especie de inmensa y única diócesis. Pero, dejando aparte el hecho de que el Oriente y una parte de Occidente no han aceptado ni aun siquiera reconocido este régimen, hay motivos para preguntarse si hace honor a determinados aspectos de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya autenticidad es imprescindible y que han sido redescubiertos por el Vaticano II. Dos condiciones, que podríamos ilustrar con numerosos testimonios, vienen en apoyo de esta eclesiología:

1) La Iglesia universal no puede errar en la fe.

2) El consenso, la unanimidad, es un efecto del Espíritu Santo y una señal de su presencia. Él realiza la unidad de la Iglesia en el tiempo y en el espacio, es decir, según la doble dimensión de su catolicidad y de su apostolicidad o de su tradición. Se trata, en efecto, de reconocer y expresar la tradición de la Iglesia, ese èkklesiatikón frónema de que habla Eusebio (HE 5.28, 6) citando un tratado contra la herejía de Artemón. La unanimidad que buscan los concilios, y que es preciso no idealizar excesivamente, también apunta en ese sentido. No se expresa por la suma numérica, más o menos perfecta, de las voces particulares, sino a través de la totalidad como tal de la memoria de la Iglesia. Ese es el sentido de la fórmula «ego consensi et subscripsi»: estoy con el acuerdo a que se ha llegado y a través del cual se ha manifestado lo que cree la Iglesia, porque así le ha sido transmitida la verdad. En esto consiste la autoridad de los concilios con respecto a los Padres antiguos. En este sentido, la recepción no es más que la prolongación o ampliación escalonada del proceso conciliar; brota de la misma «conciliaridad» profunda de la Iglesia. Se puede pensar -y éste es el fondo de la posición ortodoxa- que la raíz de esta visión de las cosas se encuentra en la «teología», en el sentido que los Padres capadocios dan a este término: el misterio de la Santa Trinidad. Si, en teología trinitaria, la consideración de las hipóstasis no queda ensombrecida por la afirmación de la unidad de naturaleza, sino que en ella encuentra su pleno desarrollo, también se puede considerar en eclesiología que los sujetos personales comunican en una unidad que no les viene impuesta de manera tal que los relegue a la sombra. Si se trata de la autoridad, es evidentemente común a las tres personas, pero cada una de ellas le aporta su marca hipostática, de la que ha de darse un reflejo en la Iglesia: monarquía del Padre, autoridad del Creador; sumisión del Hijo, que ejerce su poder dentro de un régimen de servicio; intimidad del Espíritu, que suscita las iniciativas tendentes al reino de Dios y a la comunión, en que cada uno está a la escucha de lo que pueda revelarle el otro.

B) La recepción no confiere su legitimidad a una decisión conciliar o a un decreto auténtico, que reciben su legitimidad y su valor de obligación de las autoridades que los han promulgado. Como escribe H. Dombois, «la recepción afecta siempre a un hecho previo y que es propuesto a quien lo recibe como dotado de valor de obligación». Los ortodoxos y los veterocatólicos que han escrito sobre esta cuestión, pero también los que los siguen y antes los galicanos, gustan de repetir que la legitimidad formal de un concilio no es suficiente; citan siempre los mismos ejemplos, como el latrocinio de Efeso (449), el sínodo iconoclasta de 753-754. Es cierto que aquellos concilios fueron jurídicamente regulares según el derecho de la época, habiendo sido convocados por el emperador. Pero les faltó la recepción por el obispo de Roma, que hoy interpretaríamos en términos de confirmación, y que les era indispensable. Se ha dado, por consiguiente, la no recepción de concilios que en si mismos eran jurídicamente correctos.

Si es preciso afirmar ante todo que la recepción no crea la legitimidad ni la fuerza jurídica de obligación, también hay que añadir inmediatamente que, según la más segura tradición cristiana, los ministros que ejercen la autoridad jamás actúan solos. Ello fue así en el caso de los Apóstoles: cf. 15,2-23; 16,4; 2Tim 1,6, junto con 1Tim 4,14; 1Cor 5,4-5, donde puede verse una aplicación de la disciplina comunitaria consignada en Mt 18,17-20. Cf. también Clemente, Cor 44,3. Así fue en el caso de los obispos de la era de los mártires, Ignacio de Antioquía, Cípriano. El fondo de todo ello, que ha sido puesto bien en claro por Möhler, es que todo cristiano tiene siempre necesidad de otro hermano cristiano; necesita sentirse confirmado o recibir seguridad de otro y, siempre que ello sea posible, de una comunidad. Tal es, sin duda, el fundamento de la llamada corrección fraterna, que es otra realidad de la vida de la Iglesia. También es un hecho que el principio enunciado en Dt 19,15 sobre la necesidad de dos o tres testigos ha sido adoptado en el Nuevo Testamento de una manera que supera el marco jurídico o procesal para adquirir un valor general como norma de comportamiento cristiano.

Si la recepción no confiere la legitimidad ni el valor de obligación, ¿qué es lo que hace? R. Sohm afirma: se trata de un proceso abierto, jurídicamente muy insatisfactorio. Exacto. Por lo demás, le atribuye un valor puramente declaratorio, «un significado de testificación» (declaratorio). Testifica que tales decisiones han brotado verdaderamente del Espíritu que dirige a la Iglesia y que tienen vigencia para la Iglesia como tales (y no primariamente en virtud de la recepción). Casi estaríamos dispuestos a suscribir esta fórmula; también Bossuet dice, a propósito de los juicios emitidos por el obispo de Roma: «Como está, en efecto, al frente de la comunión eclesial, y como no trata de presentar en su definición nada que no le conste que es el sentir de todas las Iglesias, el consentimiento de todos que viene a continuación no hace más que testificar que todo ha sido hecho en orden y según la verdad». Sin embargo, H. Dombois observa con razón que en Sohm esta interpretación va ligada a la tesis general de este autor, para quien en la Iglesia antigua no había ningún «derecho», sino simplemente reconocimiento de la acción del Espíritu: «Sohm ha interpretado el concepto de recepción de una manera extrajurídica (ausserrechtlich)». Sohm, por consiguiente, puede ser criticado no tanto por lo que dice cuanto por lo que calla. Quizá hallemos una mejor valoración en Paul Hinschius, cuya información es tan notable. Este autor escribe a propósito de los concilios del primer milenio: «La recepción no es un acto que proporcione la validez y la constituya desde un principio; únicamente declara que las decisiones han sido válidas ya de por si; la no recepción, en contrapartida, no supone menoscabo de la perfección de la validez (jurídica); más bien pone en claro que las decisiones eran inválidas ya en su formulación».

La recepción no es elemento constitutivo de la cualidad jurídica de una decisión. No afecta al aspecto formal de un acto, sino a su contenido. No confiere la validez, sino que reconoce y atestigua que aquello responde al bien de la Iglesia, pues se refiere a una decisión (dogma, canon, normas éticas) que debe asegurar el bien de la Iglesia. De ahí que la recepción de un concilio se identifique prácticamente con su eficacia, como puede verse en el caso de Letrán IV, de Trento e incluso de Nicea I, de Calcedonia o de Nicea II. Por el contrario, como ha observado H. Bacht, la no recepción no significa que la decisión adoptada sea falsa, sino que esa decisión no suscita fuerza alguna de vida y que, por consiguiente, no contribuye a la edifícación, pues la verdad religiosa y aquello que tantas veces se ha llamado evolución del dogma no dependen de una pura conceptualidad de tipo matemático o geométrico, sino más bien de lo que la tradición llama pietas fidei o veritas secundum pietatem (en referencia a 1Tim 6,3; 3,16; Tit 1,1 junto con Rom 1,18) o, en santo Tomás, sacra doctrina, doctrina salutaris.

Muchas veces se ha distinguido entre poder y autoridad. El poder es jurídico; es un derecho; ha sido definido como «la posibilidad que tiene un individuo de hacer que prevalezca su idea y su voluntad sobre las de los demás en un sistema social determinado». La autoridad es espiritual o moral; es una eficacia de irradiación y de atractivo. Puede darse un poder sin autoridad, pero también es posible tener y ejercer una autoridad sin «poder»; piénsese, por ejemplo, en un san Cipriano, del que decía san Gregorio Nacianceno: «No ejerce su presidencia sobre la Iglesia de Cartago y de Africa solamente, sino sobre toda la región de Occidente y sobre casi todas las de Oriente, del sur al norte, por todas partes hasta donde se ha extendido su fama admirable». También podríamos evocar la figura de un Isidoro, de un Tomás de Aquino, pero sobre todo la de un Agustín, obispo de una ciudad de mediana importancia y que determinó para más de un milenio el aspecto del cristianismo en Occidente...

El ideal seria que ambas dimensiones se uniesen; que una autoridad en el sentido que acabamos de exponer formara parte de todo acto de poder. Gracias a Dios es algo que ha ocurrido con frecuencia. En este sentido podríamos evocar la figura de un san Gregorio, de un san León, a quien debemos esta fórmula: «Etsi diversa nonnunquam sunt meríta praesulum (¡la autoridad espiritual!), iura tamen permanent sedium (¡el poder!)». Una vez más nos encontramos con el juridicismo: la recepción no tiene lugar en una panorámica en que la autoridad jurídica formal ocupa todo el espacio, sin tener en cuenta el contenido de sus decisiones. En contrapartida, y dentro de esta perspectiva del reconocimiento de su propio bien por la Iglesia, podemos dar cabida a las ideas de los hombres de Iglesia conciliaristas o galicanos cuya figura hemos evocado: poder no de dominación, sino de servicio, otorgado ad aedificationem, finalizado y mensurado por el bien de la Iglesia...

Pero también nos aportan consideraciones interesantes los defensores cualificados de la monarquía papal. ¿Qué añade el concilio al papa?, se pregunta Tomás de Vío (Cayetano) respondiendo al galicano Santiago Almain. Nada desde el punto de vista de la fuerza de la autoridad, pero algo, mucho incluso, para la riqueza y la irradiación de la doctrina, para su aceptación indiscutida por parte de todos. El predecesor de Cayetano, hermano predicador y luego cardenal, como él mismo, Juan de Torquemada, reconocía que en caso de duda de fe extrema era preciso convocar un concilio. Entonces, decía la Glosa del Decreto, el concilio es mayor que el papa. Torquemada distingue: no es exacto en el sentido de un mayor poder de jurisdicción y cuando se cuenta con un papa indiscutible (el autor escribe en 1457, pero había conocido la situación planteada por el gran cisma de Occidente); por el contrario, es exacto en el sentido de una mayor autoridad de la facultad de juzgar, pues se supone que un concilio pone en juego más capacidad de razonar de la que puede desarrollar un hombre solo. Torquemada redactó una respuesta a petición del rey de Francia, Carlos VII, que reclamaba un tercer concilio general (comienzos de 1442). El obispo de Meaux, Pedro de Versalles, embajador de Carlos VII ante el papa en este asunto (16 de diciembre de 1441), había hecho valer el siguiente argumento: hay dos géneros de autoridad, la del poder que se ha recibido y la del crédito o credibilidad que se pueda disfrutar. Mientras el poder es el mismo en todos los pontífices, su crédito varia: san Gregorio o san León lo tienen mayor que otros, y el concilio general es superior en este sentido. Esto se parece mucho a la distinción entre «poder» y «autoridad» que hemos propuesto. La noción de crédito o de credibilidad goza hoy de gran favor. Podríamos servirnos indudablemente de ella para cualificar lo que la recepción aporta a una decisión legítima en sí.

Hinschius hablaba de «confirmación» (Bewährung) por medio de la recepción. Podemos aceptar este término, no en el sentido técnico del derecho, en el que se habla, por ejemplo, de la confirmación de una elección por una instancia superior (CIC, canon 177), sino en el sentido del plus de vigencia que el consentimiento de los interesados aporta a una decisión adoptada.

Y. CONGAR [Traducción: J. VALIENTE MALLA]

«Concilium» 77(1972)57-85

 

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