RATZINGER Y LA IZQUIERDA

 

 

Manuel Jiménez Redondo

Universidad de Valencia

Valencia, 23 de enero de 2008

 

I

 

Un problema de algunas posiciones de izquierda es mantener ciertos estereotipos como una especie de obviedad que quedase por encima de toda discusión. Así resulta que, por supuesto, el Papa es alguien de escasas luces en lo que se refiere a modernidad y del que sólo habría que protegerse. Cualquier representante de la izquierda puede mirarlo por encima del hombro y darle benevolentemente lecciones de ilustración política. Pero me parece que las cosas no son sin más así. Por diversas circunstancias estos gestos se han multiplicado en los últimos quince o veinte días. Las siguientes reflexiones han nacido un tanto por agregación según se han ido produciendo algunas de esas manifestaciones.

 

Sigo leyendo con interés escritos de Ratzinger, después que leí algunos de él a propósito de una discusión suya con Habermas. Cuando, por ejemplo, se lee su discurso de Navidad, a uno le admira la claridad, concisión, elegancia y rigor conceptuales con que Ratzinger vincula la patrística, el pensamiento ilustrado, el idealismo alemán, la especulación teológica centroeuropea y la teoría crítica de Horkheimer y Marcuse.

 

De forma más extensa, en su última encíclica, uno se encuentra con la misma solvente vinculación de patrística, especulación teológica y conocimiento del pensamiento moderno y contemporáneo a la hora de analizar la cuestiones de sentido y fundamento que se platean a la razón y a la libertad modernas, precisamente cuando éstas no pueden sino ponerse como centro y quedar en el centro afirmando su autonomía e incondicionalidad. Se trata de un excelente análisis de la misma cuestión que ya abordaron expresamente tanto Kant en sus escritos sobre la religión y Hegel en los capítulos centrales de la  Fenomenología del Espíritu como también la Escuela de Frankfurt al analizar la dialéctica de la Ilustración.

 

Naturalmente, Ratzinger hace ese análisis desde el punto de vista de la “representación religiosa”, como diría Hegel.  Lo dirige a quienes piensan que lo Incondicionado se ha dado él mismo representación en la historia y a quienes profesan además la religión cristiana en su forma católica. Pero tanto el creyente, como quien, con Horheimer y Adorno,  piensa que debe prohibirse a sí mismo toda representación de lo Incondicionado, pueden encontrar en ese texto de Ratzinger una exposición rigurosa, clara, e informada de lo mejor del pensamiento moderno, acerca de por qué las religiones reaparecen hoy al espacio público y acerca de las cuestiones de sentido que precisamente a la libertad moderna se le plantean y que ésta no puede pasar por alto al organizarse como tal libertad  y al afirmar su autonomía como tal libertad.

 

II

 

Precisamente hoy, la libertad moderna, para poder seguir afirmándose en su incondicionalidad, tiene que repensar su relación con las religiones, que, sin pedir ni autorización ni permiso a nadie (y precisamente eso es rasgo esencial del ejercicio de la libertad moderna) hacen acto de presencia en el espacio publico que esa libertad ha creado, después de que las grandes utopías mesiánicas seculares se hayan venido abajo. En Teoría de la acción comunicativa Habermas analizó muy bien las dos principales modalidades de esas utopías, una la representada por Condorcet, otra la representada por Marx.

 

La necesidad de repensar esa relación no puede ser sustituida por pataletas ni aspavientos, ni pretendiendo reinventarse cosmovisiones laicistas, que, erigiéndose en religión, no serían en el espacio público sino eso: otra religión, que no haría sino evocar la religión. Tampoco se le puede hacer frente pretendiendo expulsar a las religiones del espacio público; no se van a ir de él, a no ser que ese espacio público niegue sus propios supuestos. En él las religiones se expresan en su propia lengua, convirtiendo en asunto de cultura general el entenderla.

 

A la necesidad de repensar esa relación sólo se le puede dar satisfacción empezando por de pronto a releer importantes fuentes de pensamiento europeo liberal y de izquierdas, que ahí están. Sería curioso que el Papa las leyera antes y mejor, y que la izquierda tuviera que aprender del Papa a volver a ellas y a releerlas. ¿A qué líder de la izquierda se le ha visto alguna vez recurrir como pieza central de su argumentación a  Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, ni a nada parecido? ¿Pero no habíamos quedado en que ese texto era de lo mejor del pensamiento europeo de izquierdas? Toda una lección la de Ratzinger, que empieza su discusión  repitiendo casi a la letra las páginas de Dialéctica de la ilustración sobre Bacon. ¿Qué piensa hacer la izquierda? ¿Repetir quizá a Condorcet, después de haberse despedido de Marx y haber transitado por el postmodernismo?

 

Si la izquierda en general, en vez de pasar casi directamente de la Revolución al postmodernismo se hubiera dejado ilustrar a fondo por Teoría de la acción comunicativa de Habermas y otras obras de este tipo, aparte de ahorrarse algunos sustos y de adelantar mucho, habría evitado encontrarse con que, si se descuida, se las puede acabar contando un Papa.

 

Pues hace tiempo que Habermas propuso a la izquierda un tránsito algo complejo, pero  muy coherente: “de Parsons a Marx a través de Weber”. Es decir, de la mentalidad liberal de la “democracia en América” (Tocqueville) a la conservación en ella de la herencia de la izquierda europea, teniendo muy presente la aporética de la razón y la libertad modernas diseccionadas por Weber en su Sociología de la religión, aporética cultural y social que precisamente en Europa había dado al traste con esa libertad.

 

III

 

En una sociedad postsecular, en la que no se puede contar con que ningún proceso de secularización acabe absorbiendo a las religiones, la “ley humana” habría de procurar no contravenir a las “leyes divinas” de las religiones si no es para proteger y hacer valer la “ley divina” superior que está a la base del derecho moderno, la de la efectiva, real e  igual libertad de todos y cada uno, la libertad de cada cual de decidir la configuración que va a dar a su vida desde el sentido último que atribuya a ésta, sin necesidad de pedir autorización ni permiso a nadie, sin más limitación que reconocer ese derecho a todos.

 

Como muchas veces señalaron Kant y Hegel (y Ratzinger por lo general hace suyas las formulaciones de Kant), esa ley de la igual libertad brota del mismo sitio de donde nacen las religiones, del quedar el hombre por encima de sí mismo, de serse el hombre su propia posibilidad de también no ser, su propio más-allá de sí, que inmisericordemente lo individúa (nadie se muere en mi lugar) y lo entrega a su propia responsabilidad. Aceptando esa ley de la igual libertad, las visiones últimas del mundo y de la vida, que precisamente por ello habrán de saberse plurales, se convierten en “razonables”, como dice  Rawls, y pueden convivir, también en el espacio público, es decir, en ese espacio donde las personas privadas se reúnen formando un público que se informa y que también se hace oír. 

 

Ya Durkheim y Weber y después también Habermas, han insistido por una u otra vía en que a las religiones universales no tiene por qué serles imposible aceptar esa ley de la razón, pues muy bien pueden pensarla como proviniendo precisamente de aquello a lo que ellas dieron figura, esto es, de que ha de ser el individuo quien asuma la responsabilidad de su propia existencia respondiendo de ella él solo ante lo Incondicionado, ante su propio más-allá. Averroes, Spinoza y Hegel, es decir, un musulmán, un judío y un cristiano, pueden muy bien seguir instruyéndonos precisamente en este sentido.

 

Y también sucede al revés. Precisamente por provenir de la misma fuente que las religiones, la  razón y la libertad moderna quizá hayan de dejarse recordar muchas veces por las religiones su autonomía e incondicionalidad, obligando a redefinirlas y a refrescarlas. Esto era algo en lo que creo que estaban de acuerdo Ratzinger y Habermas. La razón moderna hubo de desistir hace tiempo de dar alcance a su propia fuente y, por tanto, de agotar su propio origen. Por eso las figuraciones sobre el origen seguramente van a seguir ahí, convirtiéndose también en “potencial semántico” del que no se excluye que también pueda beber la razón.

 

IV

 

Las religiones, al igual que los sucedáneos modernos de ellas referentes al sentido global de la vida y del mundo, muchas veces han supuesto un riesgo para la libertad moderna y aun su destrucción, otras muchas la afianzaron, y otras muchas fueron para ella fuente de inspiración.

 

En un libro sugiere Ratzinger que también pudiera ser que, así como el Cristianismo  conservó la cultura greco-romana frente a la irrupción de los bárbaros, ahora pudiera contribuir junto con las demás religiones universales a hacer que la cultura ilustrada moderna repensara y conservara entera e intacta su original pretensión de universalidad frente a la nueva barbarie de la que habla Adorno.

 

Mirando al pasado, esa sugerencia de Ratzinger no es inverosímil. Por ejemplo, la democracia liberal americana, que nació directamente como democracia liberal y como tal se mantiene, se funda en el principio de que la ley la establecen (a través de sus representantes) los mismos que quedan sujetos a ella y en el principio de “un hombre, un voto”, y ello dentro del marco de un conjunto de garantías constitucionales (las enmiendas de 1791) consideradas prácticamente como intocables, impregnadas de espíritu del protestantismo, en un medio y mentalidad configuradas por el protestantismo de sectas (el catolicismo americano hubo de acomodarse a ello). En el espacio público, esa razón política moderna autónoma, que apela a Locke y a la Ilustración, no necesita volverse contra una conciencia religiosa de la que casi se sabe provenir y en la que en buena parte encuentra su base. En todo caso, me parece difícil hacer siquiera una esquemática historia de la democracia en América sin poner en el centro el Cristianismo protestante.

 

Me atrae, ciertamente, mucho más el mundo político creado por las socialdemocracias y las democracias cristianas europeas después de la Segunda Guerra Mundial. Pero ello no me impide ver que sin “la democracia en América” heredera de la revolución puritana de Cromwell y de la Gloriosa Revolución y nutrida de raíces religiosas, la democracia liberal quizá hubiera quedado barrida en el continente europeo en la primera mitad del siglo XX por los monstruos engendrados por el sueño de la razón ilustrada y por la crisis de ese sueño en Europa, y no sólo a causa de las religiones. El que la historia de la Contrarreforma católica fuera otra, no implica que en el contexto de una modernidad europea que se ha convertido en destino para toda la especie humana, la presencia de las religiones en el especio de discusión pública tenga que significar sólo destrucción y riesgos; puede cumplir también un papel de afianzamiento, inspiración e incluso de importante innovación.

 

V

 

Este Ratzinger conservador aborda con precisión y claridad en su última encíclica problemas de la conciencia ilustrada moderna que la descolorida textura conceptual postmodernista que hoy por desgracia prevalece en buena parte de los discursos y manifestaciones de bastantes posiciones de izquierdas ni siquiera es capaz de tocar.

 

Cuando se comparan discursos y manifestaciones, uno incluso se pregunta si muchas veces, también en lo que respecta a un manejo solvente de las fuentes de izquierdas, los portavoces de la izquierda no se empeñan quizá excesivamente en hacer verdad aquello que el poeta francés Guillaume Apollinaire escribía de otro Papa conservador, en un radical libro de poemas titulado Alcools: “ L’Européen le plus moderne c’est vous Pape Pie X” [el Europeo más moderno es usted, Papa Pío X ].

 

Me explico. Por lo que yo he leído de Ratzinger, éste entiende por razón e ilustración lo que Kant entiende por razón e ilustración, pues Ratzinger repite siempre más o menos las formulaciones de Kant, las hace suyas y las da por obvias. Y por lo que yo he leído de Ratzinger, éste entiende por dialéctica de la Ilustración lo que Horkheimer y Adorno entienden por dialéctica de la Ilustración; lo que éstos dicen, él lo hace suyo y lo da por obvio. Y por lo que yo he podido también leer, Ratzinger tiene además, como teólogo cristiano-católico, un conocimiento de sus propias tradiciones que es brillante y preciso, con una curiosa obsesión por la claridad y el rigor.

 

Cuando el Ratzinger teólogo, haciendo suya la obra de Horheimer y Adorno (con referencias por tanto a Nietzsche y, en todo caso, a Weber), se refiere a la problemática que se plantean a sí mismas la razón y la libertad moderna tal como las describe Kant, el razonamiento tiene que resultar de una notable potencia, también para el no creyente y precisamente para el no creyente. Por mi parte es por lo que leo a Ratzinger, aparte de a Bultmann, a Jüngel y a otros; para enterarme bien del “teólogo” Hegel.

 

VI

 

En un artículo publicado en EL PAÍS (13 de enero de 2008), un colega italiano de filosofía, Paolo de Flores d´Arcais, muy empeñado en descalificar las coincidencias Habermas-Ratzinger (me refiero a otro artículo suyo en DIE ZEIT de 22 de noviembre de 2007, “Once tesis sobre Jürgen Habermas) oponía al sorprendente edificio conceptual del último texto de Ratzinger una articulación conceptual de urgencia, muy poco sólida.

 

El artículo me interesó porque, publicado en España, era muy representativo de las posiciones de un tipo de cultura de izquierdas, que ante escritos como los de Ratzinger hace sólo aspavientos, no logrando apenas tapar que no tiene mucho que oponerle. He empleado muchas horas en poner en español bastante buen pensamiento europeo de izquierdas, que creo que tiene poco que ver con eso.

 

Creo que ha habido mucha cultura de izquierdas que, como he dicho, pasó de la Revolución a una postmodenidad teñida ésta a veces de religiosos tintes heideggerianos, y que últimamente se reubica en la modernidad  en términos de una especie de religión laica demasiado sumaria, que, por la vía de entablar confrontaciones, busca darse una consistencia de la que quizá carece. A esa izquierda, Ratzinger le pone delante los textos de la modernidad y la problemática interna de esos textos. Y se los pone en forma de una apropiación religiosa, a la que no puede excluirse que respondan millones. Y a eso no hay que responder con histerias. La ilustración islámica (sí, especialmente la ilustración islámica), Lutero, Francisco de Vitoria, Grocio, Hobbes, Spinoza, Locke, Rousseau, Jefferson, Mills, Weber, Kelsen, la Escuela de Frankfurt, Habermas y muchos otros, pueden ofrecer elementos para repensar en esta nueva situación de retorno de las religiones los principios del orden liberal sin salir corriendo a convocar enseguida una contracruzada por parte de una izquierda, autoerigida ahora en guardiana del espacio público burgués.

 

(Y digo también la ilustración islámica, porque, precisamente leyendo el libro de Habermas Entre naturalismo y religión, a uno le queda claro que lo que sucede en la cultura europea en la discusión protagonizada por Kant, Fichte, Hegel y Scheleiermacher entre otros, puede muy bien entenderse como algo análogo e incluso como una “repetición” de lo que, siglos antes, había sucedido en la cultura islámica, en la contexto de la discusión entre Algacel y Averroes. El Islam puede muy bien apelar a este contexto, lo mismo que el cristianismo puede apelar al otro, para moverse ambos en similares terrenos de discusión y pensamiento ilustrado, que ni siquiera se serían mutuamente ajenos, pues en muchos de los hilos que llevaron a la ilustración europea intervino por una u otra vía el averroismo. En ese contexto, después de considerar conjuntamente los tratados teológicos de Averroes y, por ejemplo, el “Michkât al-Anwâr” de Algacel,  el  recurso de Ratzinger en Ratisbona a las manifestaciones de un oscuro emperador de Constantinopla me pareció un tanto fuera de lugar.)

 

Según expone mi colega italiano en su artículo, Ratzinger dice en su encíclica que la justicia sólo puede venir de Dios, no del pueblo soberano. De donde se ve que Ratzinger lo que quiere es descalificar la democracia liberal, sometiendo la legislación estatal a los dictados de la Iglesia católica. No tengo ni idea de si es eso lo que quiere Ratzinger, ni  me interesa (como tampoco me interesa otra curiosa cuestión de estos días: la de si dice la misa de cara a los asistentes o dándoles la espalda, pese a que entiendo que esa cuestión pueda ser de mucho interés para otros). El caso es que fui a buscar la cita, y lo que Ratzinger dice es que a quien fue aplastado por una injusticia que no fue reparada, la justicia sólo puede venirle ya de un Dios al que le interese tanto la poca cosa que somos, que resucite a los muertos. No logro ver en esa vieja afirmación religiosa ninguna voluntad de negar la democracia liberal. Si esta voluntad existe, mi colega italiano debe de conocerla por otras vías que lo que ambos hemos leído.

 

Añade mi colega que lo que busca Ratzinger es sustituir el concepto moderno de autonomía por el de una “ley natural” administrada por la Iglesia católica. Pero resulta que en ese texto de Ratzinger no aparece la expresión “ley natural” ni una sola vez. Lo que sí aparece es el concepto de libertad de Kant, que es el concepto moderno de autonomía, con los “postulados de la razón práctica”, y todo ello tal como es visto desde el texto de Dialéctica de la Ilustración, en el que se centran las consideraciones de Ratzinger.- Mi colega dice además que esa apelación a la “ley natural” es lo que separaría a Ratzinger de la propuesta de Grocio de fundar un orden que fuese válido incluso si no existiese Dios (Etsi Deus non daretur). Pero precisamente para Grocio ese orden sería un orden de “ley natural” que quedaría por encima tanto del Dios de las confesiones como de todo lo que pueda parecerse a una soberanía popular, y que vendría a coincidir con los elementos más abstractos del Cristianismo, con la razón de la que el Cristianismo es portador.

 

Pero no es ya que mi colega no cite siempre con pulcritud o no cite siempre con solidez. Se trata más bien del contenido de su argumentación. El neocórtex desliga  al mono “hombre” de los instintos y lo remite a la construcción de un universo normativo; de acuerdo. Del “es” no se sigue un “debes”; de acuerdo. El Estado moderno nace de que el orden del derecho queda desligado de una determinada confesión religiosa, de modo que la fuente del derecho, el poder soberano, se pone por encima de las confesiones imponiendo la paz entre ellas y haciendo valer la igual libertad de cada uno de adorar a su Dios; de acuerdo. Eso no sucedió así o no sucedió sin más así en el contexto de la Contrarreforma católica; de acuerdo. El orden del Estado soberano moderno acabó articulándose conforme al principio de soberanía popular y al de “un hombre un voto”; de acuerdo, con tal de que añadamos que también conforme a un marco de garantías constitucionales de derechos, estrictamente observado (al estilo de los Bills of rights clásicos). La articulación del concepto de autonomía pasa por el escepticismo moderno y pasa por el Etsi Deus non daretur; de acuerdo; lo explica Hegel muy bien en la Fenomenología del espíritu. – Pues bien, yo me preguntaba leyendo el artículo de mi colega: “¿Dónde niega Ratzinger alguno de esos puntos? En lo que yo he leído de él no. Las objeciones de mi colega me parecen, pues, un tanto vacías.

 

A través del escepticismo la conciencia moderna se da alcance a sí misma como conciencia autónoma, y, una vez que se sabe autónoma, busca permanecer escéptica respecto a todo menos respecto a ese concepto de autonomía. Y el conseguirlo conlleva notables problemas no solo teóricos, sino sobre todo políticos; tantos, que también a la izquierda europea y no sólo a la derecha más conservadora le costó más de un siglo aceptar y reordenar los principios de la democracia liberal. Pero mi colega parece pensar que la dialéctica de la ilustración no existe;  no sé si para él la Sociología de la religión de Weber y la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno son también libros de teología, igual que lo es la Fenomenología del Espíritu de Hegel, es decir, libros que ni siquiera merece la pena que se los tome en consideración (otro error de esta nueva izquierda).

 

VII

 

Y algo que tampoco entiendo es el conflicto de estos días en la universidad La Sapienza de Roma. ¿Que Ratzinger es demasiado conservador? He visto a bastantes conservadores pronunciando lecciones inaugurales; siempre di por supuesto que tenían el mismo derecho a hacerlo que los no conservadores; y no lo hicieron necesariamente peor que éstos, ni necesariamente mejor. Lo que yo me pregunto es cómo es posible que gente que se considera liberal, libertaria, progresista, de izquierdas, censuren la visita de alguien a una universidad por haber citado hace veinte años a Paul Feyerabend ¿Saben quién era Paul Feyerabend?  Me pregunto si esa izquierda piensa tirar al cesto de los papeles la crítica liberal,  libertaria, escéptica (tal como la practicó Feyerabend) al estiramiento de la razón científica moderna, es decir, si piensa tirar por la borda la crítica de Feyerabend a un racionalismo dogmáticamente autodisminuido en términos cientificistas y tecnológicos sin capacidad de cobrar ningún tipo de distancia respecto a sí mismo. ¿Qué piensa entonces hacer esa izquierda ante el “retorno de las religiones”, tratar de instaurar o de reinstaurar una especie de intolerante religión laica de la diosa Razón, con censura incluida? Si eso fuera todo lo que una cultura de izquierdas tuviera que oponer a las ideas contenidas en el  proyecto de discurso de Ratzinger en La Sapienza, que se ha publicado estos días, se explicaría la histeria de esa izquierda, pues esa cultura de izquierdas tendría perdida la partida. La tendría igualmente perdida, e incluso aún más, si Ratzinger no fuese un conservador.

 

Y la razón de ello es desesperantemente simple. En su discurso, Ratzinger se remite a Rawls y a Habermas, dos nombres que pueden representar a otros muchos, que son  dos reconocidos representantes de la cultura ilustrada occidental contemporánea, y los convierte en objeto de una apropiación religiosa, hablando y discutiendo con ellos. Por el contrario, quienes en La Sapienza de Roma han conseguido de hecho censurar ese discurso de Ratzinger, ni conocen esas fuentes ni otras muchas similares del propio pensamiento actual de izquierdas, ni, por tanto, saben remitirse a ellas.

 

Pues se diría que quieren reorganizar el espacio público de discusión dándole la forma de una peculiar religión e iglesia laica,  sin percatarse de que de lo que se trata en ese ámbito es de que en él han de convivir muy distintas “iglesias”, cosa que Ratzinger da por supuesta. Quienes han censurado esa visita ignoran elementos del orden liberal que incluso un Papa conservador da por sentados. Creo que, conceptualmente, Ratzinger tiene las cosas bastante más claras que ellos.

 

No se puede pretender expulsar a las religiones del espacio público de discusión, para convertir éste en un  espacio exclusivamente laico, porque, precisamente, el poder salir a la palestra y el poder hablar sin pedir autorización ni permiso a nadie forma parte de la libertad moderna. Las religiones están y seguirán estando en el espacio público precisamente porque éste es un espacio de ejercicio de libertades. Laico ha de serlo terminantemente el Estado. En cambio, el espacio público es el espacio de personas privadas que se reúnen formando un público y, por tanto, es un espacio que es y que (mientras sea lo que debe ser) tiene que ser tan variopinto como la sociedad misma; y en él cada cual habla el lenguaje que quiere, y tanto es problema suyo el no ser entendido, como es problema de los demás el no entenderlo. Y ante los problemas de incomprensión y desacuerdo que eso genere, no vale ningún juego de exclusiones, sino un intensificado juego de argumentaciones, en el que queden siempre netamente marcadas las reglas de ese espacio y la incondicionalidad de los principios que lo sostienen. 

 

 

VIII

 

En todo caso, la cultura ilustrada liberal y sobre todo la cultura ilustrada liberal de izquierdas deberían felicitarse de que las grandes religiones reaparecieran en el espacio público apelando a algunos de los productos más prestigiosos de esa cultura, convirtiéndolos en ingredientes del propio sistema de creencias, sirviendo así de sustentación al overlapping consensus (Rawls) en que una democracia liberal ha de asentarse. Y a la inversa, como el mismo Ratzinger ha recordado, las grandes religiones universales representan en el proceso de racionalización cultural y social (Weber) ofertas de “configuración racional” de la existencia, que, so pena de haber de ser consideradas puramente irracionales, han de sujetarse a las condiciones de “razonabilidad” (Rawls) que les impone la razón ilustrada moderna que nace de ellas y a la que las religiones han de ver como naciendo de ellas (ésa es la cuestión). Pero no por eso dejan de poder aportar a la razón ilustrada la tradición de sabiduría y experiencia que ellas poseen como tales ofertas de articulación y configuración de la vida.

 

En este sentido la izquierda ilustrada europea debería por todos los medios tratar de conservar al conservador Ratzinger. Conservarlo también para aprender de él, incluso en lo que respecta a la capacidad de apelar a fuentes de la cultura liberal y de izquierdas. Se haría un gran favor a sí misma. Pues, ¿qué va a hacer  esa cultura cuando se tope con líderes religiosos que no estén dispuestos a asumir esos principios como ingredientes decisivos de sus propias creencias? ¿Limitarse a aceptar a su vez censura de hecho o imponerse a su vez prudentemente autocensura, como ya han propuesto dirigentes europeos de izquierdas? Lo peor que podría hacer la izquierda es convertirse en participante en un juego de equilibrio de “poderes de censura”, incapaz de tematizarse, analizarse y, menos aún, de justificarse a sí mismo. Paradójicamente, las ideas contenidas en el texto de la censurada intervención de Ratzinger en La Sapienza ofrecen una buena base para empezar a hacer frente a este tipo de cuestiones, tanto por parte de las religiones como por parte de la cultura liberal y de izquierdas.

 

Asimilando primero “Estado laico” y “laicismo del espacio público” y convirtiendo después el “laicismo” y la “libertad de expresión” en dos bienes jurídicos supremos que hay que sopesar el uno contra el otro, alguien hacía estos días en un periódico español este comentario: “Sí, por una vez ha ganado el laicismo, por primera vez un puñado de jóvenes han parado la máxima autoridad del Estado Vaticano, por una vez, se ha sacrificado la libertad de palabra y de opinión sobre el altar de la laicidad” (EL PAÍS, G. Cerasi en artículo fechado en Roma el 17 de enero de 2008). También en lo que respecta a principios de la mejor cultura liberal e ilustrada contemporánea, el nivel del proyectado discurso del conservador Ratzinger es incomparablemente superior al nivel de este comentario. Como enseñaba Habermas hace ya muchos años, también el conservadurismo puede ejercer en ocasiones funciones críticas. Las posiciones del conservador Ratzinger podrían quizá cumplir también la función de ayudar en casos como éste a conservar elementales principios de la mentalidad liberal, de los que ciertas posiciones de izquierda están evidentemente dispuestas a prescindir.

 

IX

 

Y en EL PAÍS de 21 de enero de 2008 se comenta que “Ratzinger ha hecho saber que se propone la reconquista católica de los países del sur de Europa, entre ellos España. Dentro del marco de la libertad religiosa consagrada por la Constitución, está en su derecho. Fuera de ese marco, el proyecto de Ratzinger es una agresiva reformulación del integrismo”.

 

No estoy muy al tanto de lo que Ratzinger se propone, pero estoy completamente de acuerdo con este comentario y creo que sería muy difícil no estarlo. Sólo que como lector de algunos textos de Ratzinger, a mí me parece que, paradójicamente, no tiene que darse por excluido que para defender ese marco de la libertad religiosa y de la libertad de ideas, a donde a veces haya que recurrir, o al menos en alguna ocasión pueda muy bien recurrirse, sea a textos de Ratzinger. Así como tampoco debe excluirse que precisamente para defender ese marco haya que prescindir en alguna ocasión de algunas posiciones de izquierdas.

 

En todo caso, en un discurso que le he leído, después de reafirmar expresamente los valores revolucionarios de libertad, igualdad y solidaridad, Ratzinger se explica sobre esta cuestión: “El artículo 10 de la carta europea de los derechos humanos de 1999 garantiza la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, y también la libertad de cambiar de religión o visión del mundo, y finalmente la libertad de manifestar la propia religión, en particular, o en común con otros, pública o privadamente, mediante culto, enseñaza, costumbres y ritos. Los Estados se declaran neutrales frente a la religión, pero a la vez le conceden la posibilidad de manifestarse públicamente. Todo esto es positivo y responde a la idea básica cristiana de la separación entre el ámbito estatal y el ámbito religioso.” Ratzinger subraya que aquellos valores revolucionarios son secularización de una herencia cristiana y, por lo tanto, son valores que la cultura religiosa comparte sin más con la cultura política moderna.

 

Y refiriéndose después a la necesidad de respetar lo que los otros consideran santo, hace un comentario en el que se ve que este conservador sabe defender lo suyo pero no sin sutileza. Hoy nadie en Europa se atrevería a hacer burla pública de un símbolo de la religión hebrea; nadie de hecho se atrevería menos aún a hacer burla pública de símbolos de la religión islámica; no es así cuando se trata de símbolos de la religión cristiana; en este caso se considera que la libertad de expresión ha de prevalecer sobre el respeto a lo que para el otro es santo: “Se pone aquí de manifiesto un autoodio que sólo puede calificarse de patológico por parte de esta Europa que intenta abrirse de forma tan laudable a la comprensión de los valores del otro, pero que no se gusta ni se quiere a sí misma, que sólo ve lo cruel y destructivo de su historia, pero que no sabe percibir lo grande y valioso de ella. Europa necesita para sobrevivir una aceptación de sí misma que ha de ser, ciertamente, crítica y sin orgullos. Pues tampoco la multiculturalidad es posible sin constantes compartidas, sin puntos de orientación en lo propio.”  

 

X

 

Y quizá esta última observación explique la complejidad del personaje Ratzinger, que, ciertamente, por lo menos a cierta izquierda parece estarla poniendo demasiado a menudo al borde del ataque de nervios.  

 

Ratzinger pertenece a una curiosa generación centroeuropea de obispos-profesores, y, como profesor, figura sin duda entre los profesores de filosofía y teología más prestigiosos de Europa. El medio intelectual del que bebe y en el que se mueve este profesor de filosofía es el pensamiento ilustrado moderno, los grandes de la ilustración europea de raíz protestante.

 

Y en el propio contexto del desenvolvimiento de esa gran tradición filosófica, Ratzinger no sólo ha percibido muy bien la problemática interna de ella (de ahí su proximidad a algunos de los representantes de la Escuela de Frankfurt), sino también la tendencia a su propia auto-dejación postmoderna (y de ahí su continua crítica a las posiciones postmodernistas).

 

Pues de la pretensión de universalidad de la cultura ilustrada moderna sólo parecen quedar dos cosas: por un lado, la intacta pretensión de universalidad y el poder de autoimposición de la cultura científica y tecnológica, capaz de penetrar ya en las propias “cisternas de la vida” y, por otro, la intacta pretensión de universalidad de las religiones de las que esa cultura ilustrada europea puede considerarse la herencia secularizada.

 

Y entre la pretensión de universalidad de unas religiones que quedaron detrás y la pretensión de universalidad de una cultura científica y técnica que se autointerpreta en términos naturalistas, es decir, entre naturalismo y religión (Habermas), la cultura ilustrada moderna no tiene muy claro cuáles habrían de ser las bases sobre las que seguir asentando la pretensión de universalidad y de incondicionalidad de aquel programa revolucionario de libertad, igualdad y fraternidad que constituye la cultura moral ilustrada de Occidente.

 

Y Ratzinger está convencido de que, una vez que se han venido abajo las utopías universalistas de carácter secular, ha de ser papel de las religiones universales el recodar a la razón moral ilustrada moderna su entera pretensión de autonomía, universalidad e incondicionalidad, aunque ello haya de ser por la vía del desafío.

 

Pero además, a este Ratzinger profesor le encanta la discusión. Por lo que veo, se mete en todo, se mete con todo y se mete con todos. Le busca las vueltas a todo y a todos (por tanto, a veces no resulta muy simpático), aprende de todos, saquea inteligentemente a todos y se apropia de todo. Por eso decía yo al principio de estas consideraciones que no puede excluirse que la izquierda tenga alguna vez que recurrir a Ratzinger para aclararse acerca de algunos conceptos difíciles de sus propias tradiciones. Leer a Ratzinger puede significar dar en tres páginas con la literatura bíblica, la patrística, el pensamiento moderno, una breve exposición de la dialéctica de la ilustración de Horkeimer y Adorno, alusiones a Marcuse, y una precisa explicación del concepto de instante en Kierkegaard, Benjamin y Heidegger, y ello de forma inteligible para todos.

 

Y por último, uno se encuentra con el Ratzinger conservador que, irritantemente, no es posible separar ni del Ratzinger profesor atenido al pensamiento moderno y contemporáneo ni del Ratzinger polemista y dialogante. Pues tal atenencia a los principios de la modernidad y tal apertura a la discusión, Ratzinger la consigue ateniéndose a su vez rigurosamente a lo suyo propio, a su propia verdad, a su propia herencia religiosa, a la que  busca dar claridad, precisión y un neto perfil, es decir, capacidad de contraste, y también capacidad de desafío, protegiéndola constantemente de que pueda disolverse en lo otro. Quiere conservarla en toda su pureza y diferencia, como antaño en los monasterios de la orden de San Benito (creo que el nombre que se puso como Papa es también una alusión a eso), porque entiende, y esto puede ser muy discutible, que sólo así puede ser capaz de irradiación cultural, que sólo así puede cumplir el papel de conservación y de memoria que él entiende que las religiones universales están llamadas a cumplir en la existencia ilustrada contemporánea, una vez que las representaciones utópicas seculares se han disipado.

 

Por poner un ejemplo, Ratzinger lee a Kant o a Hegel mejor que nadie, pero sigue a Kant o a Hegel hasta el punto en el que a Kant o a Hegel la representación religiosa se les disuelve en conceptos. Es  entonces cuando Ratzinger busca con Weber, con Adorno, con Habermas o con muchos otros las vueltas a Kant y a Hegel. Y se le ve afirmar la pureza y originalidad de la representación religiosa frente a unos conceptos que, habiendo de afirmar su autonomía frente a esa representación de la que provienen y habiendo de considerar a esa representación una figuración subordinada de ellos mismos, hoy corren, sin embargo, el riesgo de disiparse. Así lo ve Ratzinger.

 

En suma, Ratzinger, al menos el que yo leo, me parece a mí que es un personaje más complejo y que responde a una situación cultural más compleja, que lo se ha supuesto estos últimos días en algunas posiciones de izquierdas  

 

M. Jiménez Redondo

23 enero 2008