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Leyendo a Chesterton a uno le entran pruritos diversos. Es un autor cuya obra está impregnada de bastas policromías. Sin embargo, una de las constantes en su obra, como en toda la buena literatura es la figura del loco. Cervantes y Alonso Quijano, Shakespeare y el inestable Hamlet, Chesterton y todos y cada uno de los héroes de sus novelas. 

 

Toda la novela moderna ha tenido cierta debilidad por los locos, y en Chesterton parece estar la respuesta a este asombro. Como él mismo nos dice en su Ortodoxia, el loco no es aquel que no utiliza la razón sino aquel que sólo utiliza la razón. Esto nos da la pista para deshacer lo que podríamos llamar “el enigma del loco”. 

 

Nos cuenta Foucault en su Historia de la locura que los locos, antes de la revolucionaria invención de los psiquiátricos, eran condenados a galeras, y que se pasaban la vida remando, Rin arriba y abajo, con el fin de que el cansancio físico aquietase sus ímpetus insanos y demás posesiones. Pero esos no eran los locos modernos o, por lo menos, los que nos interesan aquí. 

 

El loco moderno es un loco idiosincrásico, un loco excesivo, porque es un hombre que ha llevado el racionalismo de su cultura hasta las últimas consecuencias. Me explico. El racionalismo es la tendencia filosófica dominante en nuestro tiempo y afirma que la consistencia de la realidad la da la razón. Es decir, que la realidad es construida desde la razón humana. El loco sería, pues, aquel que se creyese esto a pie juntillas, aquel que no aceptase ningún dato de la realidad que su construcción mental no hubiese previamente medido o calculado.

 

Así, Don Quijote, pese a basar todo su microcosmos en una intoxicación producto de los libros de caballería, es un loco moderno y racionalista, porque no atiende a lo que sucede ante sus narices sino que lo transforma en lo que su prejuicio enfermizo y caballeresco le dice sobre ella. Por eso los molinos de viento le parecen gigantes. Igual que Hamlet, un hombre hipersensible, poseído por la falta de certeza, por esa duda cartesiana que convierte la corte danesa en un escenario de la tragedia.

 

Sin embargo, el barroco pasó y la cultura racionalista siguió cumpliendo etapas hasta que a Chesterton le llegó la hora de escribir sus novelas. A principios del S.XX la situación es diferente: el racionalismo, que durante siglos había encontrado su oposición en el sentido común de los hombres, se ha hecho ya estructura y empieza a ejercer de pensamiento dominante. Es decir, el mundo parece estar repleto de “locos” racionalistas y modernos que perciben una realidad virtual o, como diría Baudrillard, viven ya no en la realidad sino en el mero “simulacro”.

 

En esta nueva situación el loco ya no es el racionalista, sino que el racionalismo es la normalidad, y así el hombre con sentido común pasa a ser demonizado por la cultura dominante como si fuese el nuevo “loco”. De él nos habla Chesterton, de un hombre perseguido por llamar al pan pan y al vino vino, de un hombre que es libre porque las circunstancias mediáticas, propagandísticas y espectaculares en las que vive no le definen, porque es capaz de rasgar el velo de la apariencia y acceder a aquel mundo real que en nuestros días se nos antoja mítico.

 

Ese es el secreto de los locos de Chesterton. Por eso cuando leemos todas sus novelas, incluyendo ésta que nos ocupa, sentimos una especie de renacer espiritual y libertario. Los dos protagonistas de La Taberna Errante son la encarnación del sentido común irlandés e inglés. El capitán Dalroy y Pump, el tabernero, se enfrentan, con el único aliado del sentido común superviviente en el pueblo llano británico –que no es poco- al puritanismo democrático y a la nueva civilización sincrética dominante que Chesterton llama “Crislam”. Las aventuras se suceden demostrando, entre carcajadas, la falsedad de la propuesta política racionalista, que intenta construir la realidad desde una tendencia enfermiza a legislarlo todo y dejando de lado la humanidad del hombre.

 

En el evangelio Europa aprendió aquello de que “la verdad nos hará libres”. Y Chesterton lo sabía. Hoy, sin embargo, afirmar que existe la verdad nos convierte en “locos” porque sólo existen opiniones, y, por tanto, son pocos los que experimentan una libertad que no sea de plástico o de consumo. Por eso Chesterton no deja de ser un personaje pintoresco que estaría de acuerdo con el estribillo de aquella canción de Ketama que sonaba en los cuarenta principales no hace tanto tiempo y cuyo estribillo decía: “No estamos locos, que sabemos lo que queremos...” Lo que seguía –lástima- era ya racionalista.