Quitar la vida o no darla
Ricardo Sada Fernández
Permitir y proteger el nacimiento de una nueva vida, es un deber y una obligación del quinto mandamiento.
Y ya que la vida es de Dios (y no de los padres o del Estado), se han de
respetar las leyes divinas sobre su transmisión. Por eso, dentro de este
precepto se incluye la anticoncepción. Se entiende por ella cualquier
modificación introducida en el acto sexual, con objeto de impedir la
fecundación. Los procedimientos van desde la esterilización, de la que ya
hablamos, hasta la utilización de productos farmacológicos, como las píldoras,
pasando por la interrupción del acto sexual (onanismo), o el empleo de
dispositivos mecánicos, tanto por parte del hombre (preservativos), como de la
mujer (por ejemplo, el dispositivo intrauterino).
La doctrina de la Iglesia ha sido siempre muy clara en este punto. Encuentra
su fundamento no sólo en la naturaleza propia de las cosas (como los ojos son
para ver, el acto sexual es para procrear), sino también en la Sagrada
Escritura. Veamos el caso de Onán, que nos narra el libro del Génesis. Este
personaje de triste memoria que ha dado su nombre al pecado de onanismo, usaba
de su mujer evitando la descendencia. Pues bien, “era malo a los ojos de Yahvé
lo que hacía Onán, y lo mató también a él” (Gen. 38, 10). Dios lo mató, porque
lo que hacía era un crimen a sus ojos. Ahora ya no actúa enviando castigos
sobre la vida perecedera, pero la advertencia de Dios sigue resonando y mira,
sobre todo, a la vida eterna.
Por pertenecer a las enseñanzas, siempre en el mismo sentido que la Iglesia ha
hecho en esta materia, apoyada en las verdades de fe, esta doctrina no ha
variado ni puede variar en la Iglesia. Ella enseña que es Dios, y no una
autoridad humana, quien de modo expreso, rotundo y absoluto condena cualquier
método anticonceptivo. Ya en el siglo XVI, el Magisterio declaró: “es
gravísimo el pecado de los que unidos en matrimonio, o impiden la concepción o
promueven el aborto” (Catecismo Romano). El Papa Pío XI a su vez, enseñó que
“cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto
destituido de su propia natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y
contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave
delito” (Enc. Casti Connubii). Y el texto clave de la Encíclica Humanae Vitae
afirma que es intrínsecamente deshonesta “toda acción que, o en previsión del
acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”
(n. 14).
Sin embargo, con su Sabiduría infinita, Dios dispuso que no de todo acto
conyugal se siguiera una nueva vida. La decisión de hacer uso del matrimonio
sólo en los periodos infecundos de la mujer no contraría la función propia de
las cosas -no atenta al orden natural- y es, por tanto, el único medio lícito
para evitar la procreación dentro del matrimonio. Es un reto para los
investigadores (no para la Iglesia), descubrir el método con el que los
esposos puedan saber cuándo empieza y cuándo termina un periodo infecundo.
Según el testimonio de muchos matrimonios, esto ya se logra con el sistema del
doctor Billings y otros métodos, también naturales, y las fallas habría que
atribuirlas no al método, sino a quienes lo emplean sin el cuidado y la
paciencia que requiere.
Pero es importante evitar las generalizaciones. La Iglesia enseña que “para
espaciar los nacimientos” es necesario que haya “serios motivos, derivados de
las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de las circunstancias
externas”. “Entonces, es lícito tener en cuenta los ritmos naturales
inherentes a las funciones generadoras para usar el matrimonio sólo en los
periodos infecundos y así regular la natalidad sin violar los principios
morales” (Humanae Vitae, n. 16). En documentos análogos la Iglesia utiliza
expresiones del tenor siguiente: “causas de fuerza mayor”, “motivos morales
suficientes y seguros”, “inconvenientes notables”, “razones graves personales
o derivadas de circunstancias externas”, etcétera.
En resumen, la decisión de recurrir al acto conyugal sólo en periodos
infecundos es lícita si existen serios motivos. Pero, ¿cuál es la causa por la
que la continencia periódica sea lícita sólo con razones graves? Quizá nos
ayude a comprenderla al pensar que Dios, en su Providencia, tiene dispuesto
desde toda la eternidad el número de hijos que cada matrimonio debe tener. Si
Él es infinito, y nada escapa a sus planes, mucho menos algo de tanta
importancia como el número de almas que están destinadas a un fin
imperecedero, es decir, que “serán” por toda la eternidad. Es por ello que
Santo Tomás de Aquino hablando del incumplimiento de este deber llega a
afirmar que “después del pecado de homicidio, que destruye la naturaleza
humana ya formada, tal género de pecado parece seguirle, por impedir la
generación de ella” (Contra Gentiles, III, 122).
Los esposos habrán de responder ante Dios de cómo han facilitado la obra
creadora y habrán de dar cuenta del empeño que han puesto u omitido para que
se cumplan los designios divinos. Lo “natural” es que los matrimonios reciban
con generosidad los hijos que Dios les envíe, y que si se presentan
circunstancias graves que aconsejen los medios naturales de evitar un nuevo
hijo, esas circunstancias se reciban como algo extraordinario y con el ánimo
de poner los medios para que desaparezcan los obstáculos. De lo contrario
habría falta de rectitud, de intención, es decir, el ánimo de no aceptar la
Voluntad de Dios.
Y nunca habrá que olvidar lo que enseña el Concilio Vaticano II: “Entre los
cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención
muy especial los que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con
magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente” (Gaudium et spes,
50). Dios asiste ciertamente, de modo muy especial, a las familias numerosas,
que ven siempre compensado su esfuerzo con una alegría honda y duradera.