¿Quién es creyente hoy?

 

Un modo de abordar la cuestión de la presencia de la increencia entre los creyentes es considerar las conductas que se consideran típicas de los creyentes. Así, nos preguntamos a quiénes consideran creyentes la gente de “a pie”; se dan los siguientes tres tipos de respuestas:

a.  El que en situaciones fuertes (enfermedades graves, aspiraciones importantes y muy sentidas, grandes alegrías) se vuelve hacia Dios con súplicas, ofrecimiento o acción de gracias. Serían los creyentes que podemos llamar de “ajuste existencial.”.

b.  El que en sus planteamientos morales introduce de alguna manera a Dios (como quien los exige, o quien los inspira, o quien motiva, o quien avala, premia, condena el mal). Estos se denominan “creyentes de autolegitimación moral”.

c.  El que comparte con otros que también se dicen cristianos, ritos, costumbres, convicciones, obteniendo con ellos una especie de suelo y seguridad para ir viviendo con la sensación de que la vida no es absurda. “Creyentes de interdependencia”.

Hoy muy frecuentemente en nuestra sociedad a quienes tienen alguna de estas tres cosas, sin mayor exactitud en cuanto a cosmologías, deberes morales o dogmas, se les considera creyentes y a quién no tiene ninguna de ellas se considera no creyente. Una precisión mayor no existe a nivel de la gente y a niveles de la vida cotidiana. Lo cual está ya dando una idea de la “poca cultura cristiana” que existe, y consecuentemente de la presencia de la increencia entre los así llamados creyentes.

Pero es importante también, en un segundo momento, analizar las conductas de los creyentes que se ponen en marcha ante determinadas situaciones, en relación con las “alternativas profanas” que también se ponen en marcha cuando los no creyentes entran en las mismas situaciones que los creyentes.

Se constata que las respuestas de los no‑creyentes a esas situaciones o necesidades se consideran por el sentir común igual de lógicas que las respuestas creyentes; estas últimas vienen a tomarse, como opciones privadas o subjetivas. Diciéndolo con otras palabras: cuando llegan esas situaciones no se encuentra mayor lógica objetiva en fiarse de la fe que en no fiarse de ella. O también: en esos escenarios no hace diferencia el creer o no creer sino en un sentido subjetivo. Pero mucho menos hace diferencia el creer o no creer en otras situaciones de la vida, pues no hay otras apropiadas para el ejercicio de la fe, siempre según el sentir común.

Esto nos plantea dos importantes cuestiones pastorales:

–  Sobre el modo de hacer valer la fe ante aquellos increyentes (la mayoría) que no encuentran en ella respuestas mejores que las propias para el ajuste existencial, o la proyección moral de la vida, o el encuentro de un buen suelo de interdependencia.

–  Sobre el modo de contribuir al fortalecimiento de la fe de los creyentes, si éstos la consideran como opción subjetiva y privada que puede no tener ventajas objetivas, cuando llegan los momentos claves, sobre las posturas no creyentes.

Esto tiene un agravante: ante los no creyentes, pero también ante un gran sector de los creyentes, un agente pastoral parece anticuado si habla desde el supuesto de que los no creyentes carecen de respuestas plausibles para esos problemas; y si intenta demostrar que son inválidas las respuestas de los no-creyentes, a ese agente pastoral se le considera iluso y autoritario.

Este sentir común, hoy día mayoritario, según el cual las alternativas profanas son humanamente tan válidas como las alternativas cristianas para responder a los problemas a que atiende la fe, tiene un trasfondo cultural muy fuerte: el reconocimiento de que los no-creyentes tienen sus valores propios, que a toda costa deben respetarse en una sociedad democrática y pluralista. Todo parece indicar que esto ha colado ya muy fuerte en nuestra sociedad.

La gente “de a pie” no encuentra salida a este dilema: o se dice que objetivamente da lo mismo atenerse a la fe o atenerse a sus alternativas profanas, o se dice que la fe es objetivamente superior a todo lo demás; como esto segundo no se puede decir, la posibilidad que queda para la fe es verla como un subjetivismo. En creyentes muy formados aparece una concepción según la cual la fe es respuesta a un mensaje de Jesús que ha puesto en marcha una corriente histórica presente en la tradición de la fe; al ser entonces cuestión de una historia, la fe se ve como objetivamente diferente y no indiferente, pero con una diferencia de misión histórica y no de superioridad antropológica.

Llegar a hacer pasar esa comprensión histórica de la fe hasta el campo del saber cotidiano, desde el campo de los saberes especializados en que ahora está, sería efecto de una “evangelización de la cultura” en el sentido de la Evangelii Nuntiandi. Mediante ésta creyentes e increyentes llegarían a tener en cuenta que la fe también se vive de ese modo, aunque no todos la vivieran así o la aceptaran.

 

Aspectos nuevos de la increencia en la cultura de hoy

 

1.  El número de los increyentes ha crecido tanto, que el cambio es cualitativo y no sólo cuantitativo. El ser creyente se considera ahora atrasado e incluso raro en muchos ambientes en que eso no ocurría.

2.  La no-creencia hoy día mayoritaria no consiste en creer que la fe no es verdadera o en que no puede mostrarse su verdad o falsedad (agnosticismo): consiste mayoritariamente en un no-creer porque no interesa formarse un juicio acerca de la fe. Este dar por sentado, antes de toda reflexión o diálogo, que no interesa está muy extendido y es cosa nueva.

3.  Otro aspecto nuevo es la apreciación prácticamente general de que, para las aportaciones que hace la fe, las alternativas profanas valen tanto como ella. Esta persuasión la tienen creyentes y no creyentes; se considera inevitable en una sociedad democrática. Para mantenerse en la fe el único motivo es “a mí me va” (= a mí me gusta). Esto radicaliza la privacidad de la fe que hay, la cual es mayoritariamente subjetivismo.

4.  Fuera de la familia y de las redes de relación que se tejen en torno a los servicios parroquiales y de la enseñanza de la religión, se tiene por improcedente que salga a la luz la fe. Si eso ocurre, se considera anticuado o bien propio de sectas. El hacer presente la fe en lo cotidiano se vuelve una rareza.

5.  En las familias, que serían el sitio donde puede expresarse y transmitirse la fe, ha disminuido enormemente la transmisión más elemental de oraciones y prácticas.

6.  Se ha endurecido la comprensión del término “Iglesia” en el sentido de “estructuras de mando y de gobierno”; a obispos y sacerdotes se les mira desde este punto de vista – y todo lo que en ellos no es mandar y organizar lo mira la gente como cuestión puramente privada; da testimonio de las personas, pero apenas da testimonio de una fe que no sea subjetiva.

7.  Una gran proporción de sacerdotes encuentran que esto no tiene importancia. Les parece que no hay que preocuparse, porque Dios salva sin la fe más o menos igual que con la fe; la función de Jesús conocido y amado para la construcción del Reino parece estar muy en la sombra. Otros sacerdotes tienen demasiado trabajo con sus obras o con su dedicación a los creyentes y hay un inmenso número de no practicantes y no creyentes a quienes no les llega absolutamente nada sobre Jesús – fuera de lo que puede salir en la prensa y la tele. Pero esto último contribuye a relativizar y a privatizar la fe.

8.  En esta situación, los mismos que ante nosotros se comportan como creyentes, y que en una encuesta dirían que son creyentes, oscilan de creer en un modo a creer en otro, de creer unas cosas más a creer unas cosas menos, de tomar la fe como valor muy importante a devaluarla para su vida corriente. Esto es consecuencia del carácter privado que cada vez más se le concede a la fe, pues es propio de las ideas privadas el que eso pueda ocurrir.

 

Aspectos nuevos de la vivencia actual de la fe

 

1.  Respecto al sujeto creyente se advierte una mayor personalización del discurso de la fe organizado desde actitudes más críticas y prácticas y con unas vinculaciones eclesiales desde grupos primarios de intercambio y ayuda. También se constata una cierta tierra común antropológica entre creyentes y no creyentes. Y respecto a los increyentes la ausencia de actitudes combativas o resistentes.

2.  Respecto a las modalidades del creer, se advierte que tanto la fe como la increencia se viven en un continuum, sin posturas encontradas. Sorprende la capacidad de desplazarse por ese continuum del creer, no solamente del creer/mucho al dudar/bastante o al no creer/nada, sino también del permanecer en uno de esos puntos durante un tiempo largo no excluyendo episodios tanto de intensidad creyente como de lejanía o incluso de incredulidad.

3.  También resulta muy interesante la constatación del carácter confidencial de la fe, que nos remite al latino ‘credere’ que cubría al mismo tiempo los campos de significación, hoy separados, de creencia y confianza. El ámbito de la confidencialidad nos remite al triunfo de la inmanencia del discurso de la fe sobre su manifestación. Es decir, hoy es más fácil creer que testimoniar la fe.

4.  El recurso a la categoría de ‘elección’ a la hora de justificar la propia fe. No se desprecia a ninguna otra creencia, ni se afirma como la única relevante, sino que al confrontarse en diálogo con ellas o incluso con las posturas increyentes se valora más la propia como la que se ha elegido y le aporta sentido y orientación en la vida.

5.  El hecho de que no se considere la autoridad eclesial como un modo de garantizar la creencia y que, sin embargo ésta se apoye en preferencias de naturaleza más social o en vivencias personales interiorizadas. Lo desdibujado que aparece el argumento de la Escritura en la consolidación de la fe.

6.  No son frecuentes las “experiencias rompedoras” que obliguen a reordenar los presupuestos vitales y menos aún a exigir un lenguaje especializado para expresarlas. Lo que existe es un discurso disponible para creyentes y no creyentes, que es utilizado sin reticencias por cualquiera.

7.  Las situaciones excepcionales y los impactos de lo extraño (otros mundo, otras fes) como lugares sociales de la creencia. La importancia de experiencias en mundos de marginación o en subculturas diversas (marginados, toxicodependientes, inmigrantes) como reajuste de los ensamblajes internos de la fe que se siente así revitalizada e interpelada.

8.  La fe figurativizada como seducción del deseo, como fuerza interior que arrastra y hace más resistentes frente a los avatares de la vida. Podría aparecer como una relectura de la categoría evangélica de ‘seguimiento’ y vehicular la experiencia personal del vivir confiando, rendido a la realidad, y agraciado por Dios con el don de la fe.

 

Críticas a la Iglesia y su influjo en la increencia

 

Las abundantes críticas a la Iglesia tienen en su mayoría muchas marcas típicas de los estereotipos. No solamente se repiten casi siempre las mismas cosas, sino que se generalizan sin matices y sin ninguna conciencia de lo que se necesitaría saber para generalizar con alguna lógica (por ejemplo: “La Iglesia siempre está con los ricos”; “La Iglesia siempre está con los que mandan”; “La Iglesia está desfasada”: “el Papa sólo habla del aborto y del sexo”; “La Iglesia es incompatible con cualquiera que se pone a pensar”).

Se constata que la fe de las distintas clases de creyentes se ve afectada de modos muy diferentes por las opiniones negativas que otros o ellos mismos mantienen a propósito de la Iglesia.

a.  Los que prioritariamente fundan su cristianismo en lo vivido a través de situaciones “de ajuste existencial” no experimentan lo que se dice contra la Iglesia, ni la posibilidad de que sea verdad, como algo que afecte realmente a su clase de fe. Ésta nace de experiencias vividas muy concretamente y reactualizadas a menudo por ellos, pero parece como si tuviera un solo dogma: “hay de todos modos un Dios a quien se puede acudir”. En relación con este dogma, lo llamado “iglesia” es un sistema que organiza eventos importantes y a veces bellos, que en ciertos momentos promueve y ayuda al encuentro con su Dios. Si en ella o con ella pasan otras cosas, no les importa mucho. El componente doctrinal y moral de la actividad de la Iglesia no pesa mucho en su manera de sentirla y vivirla, porque no se integra estrechamente en lo que para ellos es clave de su experiencia religiosa.

Su situación es más bien la de servirse de la Iglesia, como de un supermercado de servicios donde consiguen lo que desean y dejan estar lo demás. Su experiencia se aviene muy bien con esta clase de “práctica desestructurada” de lo que creen.

b.  Aquellos cuyo cristianismo se vive y expresa principalmente en la esfera moral, se sienten mucho más concernidos por la crítica generalizada a la Iglesia, y entre ellos hay más que no la retoman de forma simplemente estereotipada. Conceden, en todo caso, mucha importancia a los hechos con que comúnmente se justifican los estereotipos y experimentan esos hechos como amenaza para la legitimidad de su autoidentificación con lo cristiano.

La verdadera Iglesia es para ellos un lugar de inspiración ético moral y, por eso, al revés de lo que ocurre con los cristianos de “ajuste existencial”, la posible verdad de las críticas que se le hacen afecta muy centralmente a su creer.

c.  En cuanto a los creyentes que se basan sobre todo en el autodesignarse como cristianos, en sentimientos de interdependencia con el grupo con que se identifican, adoptan dos posturas muy distintas cuando surgen las críticas corrientes a la Iglesia: los creyentes más tradicionales se sienten incómodos con dichas críticas, por experimentarlas como amenaza a lo que hace fiable y valioso el atenerse a la fe, en tanto que referencia a un cierto suelo de unidad y conformidad; las comunidades de su entorno urbano, principalmente las juveniles, se sienten muy poco afectadas por los fallos de la Iglesia o lo eclesiástico, porque éste queda relativamente fuera de su grupo de referencia.

Los no creyentes conocen bien estos estereotipos y los utilizan en dos casos: cuando les conviene para legitimar sus empeños y actividades normales frente a posturas de los creyentes contrarias a dichos empeños (por ejemplo, un político que se ha visto criticado en nombre de ideas supuestamente cristianas), o cuando desean legitimar ante algún creyente su condición de no creer.

En ambos casos sacan a relucir lo que a su juicio son fallos, anacronismos, autoritarismos o desinformación de la jerarquía eclesiástica. Es claro que en ambos casos “negocian” su identidad mediante el uso de estos estereotipos.

En resumen, las críticas a la Iglesia y a lo eclesiástico parecen la mayoría de las veces como estereotipos y sería insuficiente valorarlas como si no lo fueran; expresan pertenencias y referencias de grupo, en las cuales se marcan distancias y se crea un sentimiento de que no interesa mucho. En estas críticas, además, salen a la luz distintas formas de relacionarse los creyentes entre sí y con quienes no lo son, de interés para comprender el entramado actual de la sociedad y de los valores que ésta acata.

Sin embargo, esas críticas se hacen a veces no por estereotipia, principalmente por personas cuyo cristianismo se concibe sobre todo como identidad de escenario moral.

Probablemente las críticas más agudas a la Iglesia esparcidas por los medios de comunicación social y que influye de hecho en el crecimiento de la increencia son:

•   Por verla de espaldas a la realidad.

•   Por escisión entre la imagen deseada y la imagen constatada.

•   Por falta de referentes concretos de la fe.

•   Por ofrecer una fe no atractiva, no bien anunciada y que no resulta “útil” para la vida.

 

P. Peter-Hans Kolvenbach SJ, General de la Compañía de Jesús, Roma.2004.