Autor: Estanislao
Martín Rincón.
¿Qué podemos hacer para cambiar el mundo?
¿Hasta cuándo vamos a dormitar sin organizarnos?, ¿hasta cuándo vamos a estar volviendo la espalda a esta tarea?
“¡Hipócritas!: si sabéis interpretar el
aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo
presente? ¿Cómo no sabéis juzgar por vosotros mismos lo que se debe hacer?” (Lc
12, 56-57).
Alertados por estas palabras del Maestro, los cristianos de todas las épocas
hemos sabido que nuestra aspiración a la vida del más allá pasa,
necesariamente, por estar muy atentos a la vida del más acá. Precisamente en
esto consiste nuestra vocación laical.
Ahora bien, mirar el mundo es sufrir porque hay muchas cosas que son
objetivamente contrarias al Evangelio. Las tres grandes virtudes, fe esperanza
y caridad, que nos hacen gozar, esas mismas nos hacen sufrir, especialmente la
caridad.
Vivimos en una sociedad que no nos gusta, al menos, no nos gusta del todo.
Miremos hacia donde miremos, vemos que es mucho lo que hay que redimir: mucho
que limpiar, mucho que cambiar, mucho que sanear. Ahí está el mundo de la
infancia, de la juventud, de la vida matrimonial, de la ancianidad, el mundo
de la educación, de la política, de la familia, etc., todos ellos con inmensos
sectores de bautizados desnortados, viviendo de espaldas al Evangelio,
produciendo, en consecuencia, frutos de muerte. No es necesario aportar datos.
Ante el estado actual de las cosas hay una pregunta inevitable, que los
cristianos hemos venido repitiendo desde el día de Pentecostés: “¿qué tenemos
que hacer, hermanos?” , pregunta que al hacérnosla hoy, en su dimensión
social, se podría traducir por esta otra: ¿cómo arreglar esto?
1. ¿CÓMO ARREGLAR ESTO?
Digamos de paso que los frutos de muerte los vemos y los padecemos todos,
quienes tenemos planteamientos cristianos y quienes no los tienen. Unos y
otros discrepamos en las causas de los problemas de nuestro mundo y
discrepamos también en las soluciones, pero venimos a coincidir en la
valoración de los hechos.
El fracaso escolar es fracaso escolar para todos, y del mismo modo la ruptura
de los matrimonios, la violencia doméstica, las miserias del consumo de
drogas, la prostitución o el alcoholismo.
¿Cuáles son las respuestas que se vienen dando desde los poderes públicos?
Básicamente dos: las campañas publicitarias y el parcheo. O sea, nada de nada,
porque las soluciones no están en ir parcheando como se pueda. Ahora se mueren
un par de jóvenes por el problema del botellón, nos echamos las manos a la
cabeza con una ingenuidad culpable, hacemos un par de campañas estériles que
cuestan un dineral, y... ahí siguen nuestros muchachos poniéndose morados de
veneno cada fin de semana. ¿Que se nos mueren otros dos por sobredosis de
“éxtasis”? Pues clausuramos el lugar de los hechos, y a continuar con el
problema.
¿Qué podemos hacer para arreglar todo esto?
Yo no sabría hacer una relación de todas las causas por las cuales hemos
llegado a estar como estamos, y además, no me interesa demasiado, prefiero
pensar en las posibles enmiendas. Por otra parte tampoco es cuestión de dar
soluciones concretas porque no creo que nadie tenga recetas mágicas para
corregir tanto estrago, pero alguna vía de solución sí podemos vislumbrar.
Si no se trata de dar soluciones concretas para los problemas concretos, ¿de
qué se trata entonces? Se trata de hacer un mundo nuevo, esta es la tarea.
¡Hacer un mundo nuevo! ¡Ahí es nada! ¡Menuda empresa! Ciertamente es un ideal
que nos sobrepasa, pero no podemos aspirar a menos.
¿Por dónde se empieza? La respuesta nos la da la Iglesia: se empieza haciendo
hombres nuevos, y la Iglesia no propone utopías. “La verdad es que no hay
humanidad nueva si no hay, en primer lugar, hombres nuevos, con la novedad del
bautismo y la vida según el Evangelio” . ¿Quiénes tienen que ser esos hombres
nuevos? Nosotros, ¿quién si no? Nosotros, que sabemos que Dios ama este mundo,
nosotros que sabemos que “Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él” , nosotros, que somos los que
“hemos conocido y hemos creído el amor que Dios nos tiene” .
Esta es una idea muy excelsa y muy bella, a la que debemos prestar alguna
atención para no quedarnos en las nubes. Por eso vamos a intentar alguna
explicación.
1.1 ESCUCHAR.
En contra de lo que pudiera parecer la postura más juiciosa, a mi entender, no
debemos empezar preguntándonos qué tenemos hacer. Antes de pensar en qué hay
que hacer, hemos de pensar en qué hay que pensar, y antes aún debemos
disponernos para poder pensar. Para ello lo primero es desperezarnos,
espabilarnos y espabilar el oído.
Hoy, como en todo tiempo, no faltan profetas. Ahí está la Iglesia de siempre y
ahí están los pastores de ahora, encabezados por el Santo Padre. Nunca como
hoy hemos tenido tan a mano, y tan de primera mano, el Magisterio del Papa y
de los Obispos. ¿Qué es, pues, lo primero?, “¿Cuál es el primero de todos los
mandamientos?” Jesús le contestó: “El primero es: Escucha, Israel...” .
¡Escucha, ten actitud de escucha, pues “tengo algo que decirte” . Tener
actitud de escucha es tener actitud de aceptación y de acogida hacia la
palabra de los profetas, que hoy, como siempre, vienen a hablarme de parte de
Dios. Dentro de un momento veremos quiénes son esos profetas y qué tienen que
hacer hoy.
1.2 PENSAR.
En segundo lugar creo que deberíamos hacer una revisión de los criterios con
los que organizamos la vida, pensando en nosotros mismos y especialmente en
los niños y en los jóvenes. Cada recién nacido que viene a este mundo empieza
a amamantarse de un modo de pensar, el actualmente dominante, que está formado
por los criterios de una sociedad que es la causante de estos frutos de muerte
antes mencionados.
A mi parecer no es solo cuestión de criterios, pero sí lo es inicialmente,
colocándonos en el punto de partida. Los que estamos aquí no somos los únicos
responsables de este modo de pensar y de organizar la vida, porque somos hijos
de una nación muy vieja y de una cultura secular, en la que hay de todo, trigo
y cizaña; llevamos sobre nuestras espaldas el peso de una tradición de la que
es muy difícil desprenderse, pero, por otra parte, tampoco somos burros ciegos
que cargan con lo que les echen, ni guías ciegos para no saber conducirnos y
para no saber conducir a nuestros niños y a nuestros jóvenes.
¿Hasta cuándo vamos a seguir repitiendo, en tantos aspectos, ese proceder
inútil heredado de nuestros padres? . No estoy diciendo que haya que hacer
borrón y cuenta nueva de todo. Ese es el camino que han seguido las
revoluciones clásicas, y sus efectos han sido, en todos los casos, al menos
tan destructivos como los daños que pretendían arreglar. Nuestros antepasados
merecen toda nuestra veneración, todo nuestro respeto y toda nuestra estima,
pero en cuanto personas concretas.
En cuanto al modo de pensar y de actuar de las generaciones anteriores habría
que ver qué hay que respetar y qué no, porque socialmente, como responsables
del mundo que nos han dejado, tampoco hicieron sus deberes correctamente. Ahí
está la historia para demostrarlo. Hemos recibido un modo de pensar propio de
una cultura terriblemente egoísta: apegada al dinero, individualista,
posesiva, materialista y hedónica, y lo que aún es peor, una cultura con
muchos signos de muerte. Esta cultura nuestra, que mal que bien, fue
cristiana, lleva varios siglos despojándose de los modos cristianos de
entender la vida y de organizar la sociedad.
Es verdad que nunca han dejado de aparecer figuras de cristianos punteros, los
santos reconocidos y anónimos, que han brillado individualmente en su campo,
pero el tejido social, hoy, en su conjunto no es cristiano.
¿Qué tiene de cristiano hoy el arte, el mundo de la televisión y de la radio,
de la moda, del deporte, de las diversiones, de la economía, de la política,
de la familia?
Así pues, ni aceptarlo todo ni despreciarlo todo, pero sí que es mucho lo que
hay que someter a revisión. Para hacer un mundo nuevo, si no queremos ser
utópicos, hay que partir de lo que tenemos y contar con ello, porque no
podemos ignorar quiénes somos y de dónde venimos, pero tenemos que tener claro
qué nos ayuda y qué nos estorba. Si no somos responsables de la herencia
recibida, sí que lo somos para examinarlo todo y quedarnos con lo bueno .
San Pablo, en la Carta a los Romanos, escribió algo que a los cristianos nos
debería espolear continuamente. Dice así: “Y no os ajustéis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis distinguir lo que
es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” . La cita admite
pocas interpretaciones; dice lo que dice, que la renovación ha de venir por el
modo de pensar.
Por eso, antes de pararnos a ver qué podríamos hacer, hemos de considerar cómo
debemos pensar. Jesucristo distingue dos modos de pensar: como los hombres y
como Dios. “¡Quítate de mi vista, Satanás, –le dice a Pedro- que me haces
tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!”
¿Cómo queremos actuar bien si pensamos mal? Pues a nosotros se nos ha dado,
por participación, la capacidad de pensar como Dios piensa. El primer fruto
operativo de la vida de gracia es este: pensar como Dios. Dicho así parece
hasta irreverente, pero no hacemos sino repetir las palabras de San Pablo:
“Nosotros tenemos la mente de Cristo” , les dice a los corintios. Veamos
algunos ejemplos en los que se pone de manifiesto la disparidad entre los
criterios de Dios y nuestros criterios.
1.2.1 Algunos criterios con los que solemos funcionar en este mundo.
a) La ética del bien subjetivo.
La ética del bien subjetivo es, probablemente, la distorsión moral más grave
de nuestro tiempo en el orden de la fundamentación ética de la conducta
humana. Esta distorsión se produce porque este modo de pensar toma el bien
subjetivo como el patrón de conducta, confundiéndolo con lo éticamente
correcto. Acerca de la confusión de nuestros deseos con lo que es la verdad
objetiva, decía Gabriel Marcel -apoyándose en un doctor de la Iglesia- “que en
eso consistiría la pura perversión del espíritu".
Esta gravedad radica en que tal ética, por la lógica interna de sus
principios, propende necesariamente hacia una justificación y una legitimación
del egoísmo. El hombre que se agarra a una ética individualista no tiene
grandes dificultades en justificar la satisfacción de sus intereses o incluso
sus caprichos como moralmente buenos, independientemente de que respeten o no
las reglas del bien objetivo, que no es otro que el bien de la persona humana
.
Los fundamentos de la ética objetiva, en cambio, son de orden metafísico. La
ética del bien objetivo, basada en la realidad humana, lo que postula es que
la conducta correcta es aquella cuyas acciones se adecuan a lo que las cosas
son y a lo que las personas somos.
Un ejemplo muy claro: a mí, hombre casado, me podría gustar o apetecer,
cambiar de mujer de vez en cuando, pero, objetivamente, eso va en contra de
una realidad concreta, que consiste en que mi mujer y yo constituimos, desde
el día que nos casamos una sola carne. Soy con ella una sola carne; lo que yo
pudiera entender como bien subjetivo, cambiar de mujer, contradice la realidad
del matrimonio, en este caso del mío.
Un ejemplo menos luminoso: todo hombre parece tener claro que debe velar por
sus intereses y defenderlos de todo ataque o menoscabo. Yo tengo un negocio, y
las ganancias de mi negocio han de salir adelante; si en mi camino se cruza un
competidor, alguien que puede restarme mis legítimas ganancias, tengo todo el
derecho del mundo a usar los medios necesarios para arruinarlo, o quitármelo
de en medio. Pues no señor: si te sale un competidor, aceptas el reto y
compites con él, sabiendo que la persona de tu competidor es algo (es alguien)
objetivamente muchísimo más valioso que las ganancias de tu negocio.
Calderón de la Barca definió la ética subjetiva con agudeza poética, cuando
hace decir a Segismundo, el protagonista de La vida es sueño, esta frase:
“nada me parece justo, en siendo contra mi gusto” .
La dinámica del bien subjetivo, unida a la legitimidad de la defensa de los
propios intereses, hace entender como lógico y como correcto que la persona se
preocupe, sobre todo, de gestionar “sus” asuntos. Pero esto no es lo que nos
dice el Evangelio. El Evangelio nos dice que no andemos preocupados por qué
vamos a comer o qué vamos a beber, o en qué tenemos que trabajar. Exactamente
lo que dice es “no andéis preocupados por vuestra vida” .
b) La absolutización de nuestros derechos.
En la misma línea de esto está la defensa de nuestros derechos. El mundo nos
recuerda constantemente la posesión de unos derechos individuales y nos incita
al celo en la defensa de los mismos. La proclamación de los Derechos Humanos
ha sido un logro en la historia de la civilización, en la medida en que han
supuesto un freno a la tiranía, que ha sido el modo de gobierno que el mundo
ha conocido hasta la llegada de los sistemas democráticos.
Pero el reconocimiento efectivo de los derechos del individuo siendo un
objetivo excelso, no es la meta última de la civilización. Con su
establecimiento y su puesta en práctica no se consigue todo aquello a lo que
el hombre puede aspirar “en este mundo”. Pensemos en las macrociudades –cada
vez más macro- de los países de larga tradición democrática, en los cuales no
hay que aspirar al reconocimiento de ningún derecho, porque llevan décadas de
reconocimiento efectivo.
Ahí están con sus clases pudientes y con sus mendigos, todos, unos y otros,
con su carta de derechos conocida y asimilada. Miremos estas ciudades desde
arriba, con sus avenidas cargadas de hombres y vehículos que pululan en todas
direcciones. No parecen otra cosa que semilleros humanos donde a nadie se le
niegan sus derechos.
Sus ciudadanos pueden expresarse y moverse libremente, pueden participar en el
gobierno de la ciudad, tienen acceso a bienes y servicios de todo tipo, y cabe
suponer que tienen tiempo libre para disfrutar de ellos. Pueden hacer carrera
en un abanico cada vez más amplio de actividades y profesiones... Y en cambio,
no parece que este sea el techo de la civilización. ¿O esto es ya la Tierra de
Jauja? Es evidente que no. Si no estamos en la Tierra de Jauja se hace preciso
preguntarse dos cosas: qué falla aquí y qué falta.
Falla que en toda sociedad hay sectores muy débiles: pobres, desamparados,
desfavorecidos, personas que sufren mil modos de indigencia. Si el cuerpo
social toma como principio fundamental de organización el ejercicio de los
derechos individuales, las personas encuadradas en esos sectores nunca harán
valer sus derechos porque no los conocen o porque no tienen fuerza para ello.
El individualismo no conoce más intereses que los de puertas adentro, por eso
en una sociedad estructurada en torno al individuo, al débil no le queda más
refugio que el desvalimiento. No porque la sociedad no le reconozca sus
derechos, sino porque es difícil encontrar quien se los haga efectivos. La
perspectiva de organización social que toma como principal base de filosofía
política la puesta en práctica de esos derechos individuales tiene su punto
débil justamente en la debilidad de los ciudadanos más desvalidos.
Éste es uno de los puntos por donde hacen aguas nuestras actuales sociedades
democráticas, las cuales, habiendo sido capaces de cubrir las necesidades
materiales básicas de todos sus ciudadanos, al tiempo han generado enormes
bolsas de marginación y de pobreza, con las cuales no se sabe qué hacer.
Para poner remedio se han inventado las instituciones, pero vemos que estas,
en su funcionamiento habitual, no resuelven los auténticos problemas de los
hombres y mujeres más menesterosos. La razón está en que a las instituciones
solo se les puede pedir que funcionen institucionalmente, pero no
personalmente, porque no son personas (aunque lo sean jurídicamente), y, en
consecuencia, están radicalmente incapacitadas para personalizar a los seres
humanos.
Allá donde la mayoría alcanza cotas de bienestar desconocidas hasta ahora,
aflora, no se sabe muy bien cómo, la clase de los desheredados, individuos que
han sido presa de las miserias de esta sociedad, por lo común el alcohol, del
juego o de la drogadicción; miserias que esta sociedad fomenta y condena al
mismo tiempo. Sobra pan y falta alegría de vivir, sobran bienes de consumo y
falta esperanza. Lástima que socialmente no exista el derecho a ser querido.
Porque no puede existir. Desde el momento en que el amor es un don, el derecho
a ser amado no se puede invocar en ninguna ventanilla de reclamaciones.
La doctrina de los Derechos Humanos ha constituido un enorme avance para el
gobierno de los pueblos, pero no es un absoluto que hayamos de tomar como
criterio supremo para organizar la vida de cada día. Más aún, para la vida
cotidiana no hay ninguna página del Evangelio donde se nos recomiende que
andemos muy vigilantes para no ser víctimas de alguna injusticia.
Al contrario, el Evangelio lo que dice exactamente es esto: “No hagáis frente
al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha,
preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale
también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñalo dos” .
Después de lo dicho, ¿qué, nos olvidamos de que existen esos derechos? No.
Está muy bien que los conozcamos y hay que ser exigentes para que se
cumplan... en los demás. A mí el Evangelio me invita a que renuncie a ellos
libremente cuando son exclusivos para mí, y, a la vez, a que trabaje con
denuedo para que no se conculquen en quienes dependen de mí: mis hijos, mis
alumnos, mis subordinados, mis vecinos, etc., especialmente los que estén más
necesitados.
c) La idea de sabiduría.
Cuando nos imaginamos llevando a la práctica las recomendaciones anteriores
solemos llegar a la conclusión de que se nos propone ser los más tontos de
este mundo. Y esta es la cantinela con que se nos quiere convencer de nuestra
supuesta necedad cuando, un tanto medrosos, intentamos explicar estas cosas a
alguien.
Por si fuera poco, la palabra de Dios parece venir a confirmar esta misma
idea, cuando nos invita a mirarnos a nosotros mismos: “Fijaos en vuestra
asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni
muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios
para humillar a los sabios. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo
despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie
pueda gloriarse en presencia del Señor” .
Pero leamos bien: aquí no dice que seamos los más tontos de este mundo, aquí
lo que dice es que entre nosotros no hay muchos que sean sabios, poderosos o
gente importante “según el mundo”. Aquí lo que dice es que el mundo nos
considera unos necios, pero no que lo seamos. Y no lo somos, convenzámonos de
que no lo somos.
Por la vida de gracia, poseemos y “enseñamos una sabiduría divina, misteriosa,
escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria.
Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido” . Si el mundo no nos
entiende que no nos entienda, si se nos ríe que se nos ría; la reacción del
ignorante siempre es la misma: reírse y burlarse de lo que ignora, pero no nos
dejemos contagiar por sus argumentos: sepamos quiénes somos y qué dones se han
puesto en nuestras manos.
A nosotros se nos ha dado a conocer mensaje de salvación que ya quisieran los
ángeles para sí, se nos ha dado a disfrutar con “cosas que los ángeles ansían
penetrar” . ¿Qué es eso de achicarnos ante los poderosos de este mundo?
“¿Habéis olvidado que el pueblo santo juzgará el universo? (...) Recordad que
juzgaremos a ángeles” .
1.3 ACTUAR.
Después de escuchar y pensar hay que pasar a la acción. ¿Qué podemos “hacer”
para cambiar este mundo? Cuando se piensa en tamaña empresa -¡nada menos que
cambiar este mundo!- parece que habría que acometer acciones espectaculares.
Pues no. No creemos en el mesianismo grandioso porque el mesías, el Único
Mesías, Jesucristo, lo rechazó.
Las soluciones espectaculares no son evangélicas, mejor dicho, son
antievangélicas, pertenecen al espíritu de las tentaciones de Jesús. El
mesianismo mundano y fastuoso es el que pone el acento en los grandes medios.
Si esta sociedad la tenemos que arreglar nosotros (y si no ¿quién?), y
nosotros somos lo débil de este mundo, lo que no cuenta, solo podemos pensar
en acciones que puedan ser emprendidas desde lo que somos.
Por eso tenemos que preguntarnos qué somos. La respuesta está en la Sagrada
Escritura: “vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación
consagrada, un pueblo adquirido por Dios” . Somos cristianos, bautizados,
hombres y mujeres que por nuestro Bautismo hemos sido insertados en la Vida
Trinitaria y llamados a participar, como hijos, de la triple misión de la
Iglesia, según nos enseña el Concilio: anunciar el Evangelio, santificar el
mundo y servir a los hombres desde el ejercicio de la autoridad recibida. Esto
quiere decir que todos los cristianos hemos sido constituidos en sacerdotes,
profetas y reyes.
Eso somos: sacerdotes, profetas y reyes. Los pastores lo son a su modo y
nosotros, los laicos, al nuestro . Son modos bien distintos, cuyas
diferencias, ellos y nosotros debemos tener claras, pero unos y otros
participamos de la misma triple misión. Así pues, respuesta eclesial a una
pregunta bíblica. Al preguntarnos, hoy, desde la Palabra de Dios qué debemos
hacer, la respuesta, que viene también desde la Palabra, a nosotros nos llega
a través de la de la enseñanza de la Iglesia. La respuesta es esta: ejercer
como lo que somos: miembros del pueblo santo, que quiere decir como profetas,
como sacerdotes y como reyes.
1.3.1 El oficio de sacerdote.
La Sagrada Escritura nos enseña que el oficio del sacerdote es dar culto a
Dios e interceder por el pueblo, por sus hermanos. “Éste es el que ama a sus
hermanos, el que ora mucho por su pueblo” . La oración no es una afición
devota, una especie de hobby de quien ha optado por un modo piadoso de emplear
su tiempo libre. La oración es el diálogo con el Padre, con el Hijo y con el
Espíritu Santo y también con la Virgen, con los Ángeles y con los Santos.
Gracias a ese diálogo el hombre, al entrar en relación con Dios se reconoce
como lo que es, criatura en manos de su Creador. Cuando Pedro, ante la
pregunta de Jesús, “¿y vosotros quién decís que soy yo?” , ha sido capaz –con
la inspiración de lo alto- de reconocer a Jesús como el Hijo de Dios vivo, el
Señor le responde: “Y ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia” .
Es decir, es al entrar en diálogo con Jesús cuando Simón, el hijo de Jonás, se
entera de quién es y de su destino. Él sabía de sí mismo que era Simón el
pescador, pero no tenía la menor idea de que iba a ser Pedro, y de que tendría
una misión que ni siquiera había podido imaginar: ser fundamento y cabeza del
Nuevo Israel, la Iglesia.
Aparte de muchos otros frutos, toda oración bien hecha tiene el poder de
colocarme en mi sitio, me hace entender quién soy y qué soy. Es en la oración
donde se me revelan los planes que Dios tiene para mí. Sin oración sólo se me
ocurrirán cosas que puedo hacer desde mis fuerzas, desde la oración se me irá
ocurriendo lo que el Señor me vaya comunicando.
Así pues, como punto de partida la oración: sincera, intensa, confiada,
humilde, constante. Los problemas de este mundo no empiezan a arreglarse con
las manos ni con la cabeza, sino con las rodillas.
1.3.2 El oficio de profeta.
El profeta es el que habla de parte de Dios. Si somos profetas a esto estamos
llamados, a hablar, a enseñar de palabra, pero no cualquier cosa, sino lo que
Dios nos mande. ¿De qué tenemos que ser profetas hoy nosotros? Los sacerdotes
ministeriales lo tienen muy definido: explicación de la Palabra de Dios y de
los misterios del Reino.
También los laicos estamos llamados a esto, trabajando en las Parroquias y en
grupos, pero no es lo específico nuestro. Lo nuestro son los asuntos de este
mundo. Lo nuestro es gestionar los asuntos de este mundo, “según Dios” . Según
Dios podría quedar explicado, a mi entender, diciendo que nuestra misión
consiste en ser profetas del bien, de la verdad y de la belleza.
a) Profetas del bien.
La prudencia nos indicará cuándo debemos callar y cuándo debemos hablar, y
además cómo, pero en todo caso, siempre que hablemos, hemos de hablar bien y
hablar del bien, no como los informativos habituales que no se centran sino en
el mal. Hablar mal y hablar del mal es una estrategia de Satanás, que quiere
convencernos de que el mundo está todavía mucho más podrido de lo que
realmente está, y de este modo cualquier pecado puede ser legitimado por la
ley de la abundancia. Quienes nos oyen, sean quienes sean, necesitan oírnos
hablar bien y hablar del bien.
Podemos hacer mucho bien con la palabra, y podemos hacer mucho mal. Ojo a
esto. La lengua es un arma poderosa, mucho más de lo que a veces se piensa.
Hay palabras que se clavan en el corazón y te cambian la vida. Por experiencia
sabemos que hay palabras que no se olvidan.
Las recomendaciones a hablar bien son constantes en la Sagrada Escritura:
“Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis” , “malas
palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y
oportuno, así hará bien a los que lo oyen” , “no os quejéis, hermanos, unos de
otros” ... El beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en su escrito más conocido,
Camino, recomienda, de la manera más tajante, el callarse cuando no se puede
decir algo bueno de otro.
b) Profetas de la verdad.
Estamos llamados a decir la verdad y a vivir en la verdad, que es lo único que
puede hacernos libres . Vivimos en un mundo de figuras de cartón, que rinde
culto a las apariencias y a la mentira. Muchos de los problemas de esta
sociedad nuestra dejarían de serlo si los cristianos ejerciéramos nuestra
misión profética.
Un ejemplo: una de las muchas batallas de la guerra del aborto se ha librado
en Estados Unidos hace algún tiempo porque las autoridades dispusieron que a
quien quisiera abortar se le informara previamente de qué iba a hacer, de lo
que es un aborto. Los pro-abortistas pusieron el grito en el infierno, porque
no les interesaba la verdad; sabían que mucha gente, al conocer la verdad,
dejarían de abortar. La prudencia nos dirá cuándo, cómo y a quién debemos
decir la verdad, pero no llamemos prudencia al silenciamiento continuo.
Hablar bien y decir la verdad es una manera de evangelizar. No es la única, ya
sé que evangelizar es hablar expresamente del misterio pascual de Jesucristo,
a través del cual se nos muestra el amor que Dios nos tiene, pero ejercer
nuestra misión profética hablando del bien y de la verdad acerca de los
asuntos de este mundo no es extraño a la evangelización.
No me lo invento yo, lo dice la Iglesia en un documento de tanto peso como la
Evangelii Nuntiandi: “Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el
Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más
numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los
criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las
líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la
humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de
salvación”.
Esta tarea es primordialmente nuestra, de los laicos. El gran problema es que
estamos ausentes del mundo de la cultura, de la ciencia, del deporte, de la
política, etc. En una conferencia dada en Murcia hace unos meses el cardenal
Poupard se lamentaba de esto precisamente. ¿Dónde están hoy los cineastas
cristianos, los poetas cristianos, los diseñadores de moda cristianos...? Esta
idea me viene bien para enganchar con el punto siguiente: profetas de la
belleza.
c) Profetas de la belleza.
Creo que el ámbito de la belleza es clave. Con él estamos apuntando al centro
de la diana de la recuperación del mundo. A mi entender, si queremos hacer un
mundo nuevo tenemos que arrancar de aquí; no debemos descuidar el bien y la
verdad, pero hoy la clave está en la belleza.
El Papa escribió hace unos años una carta a los artistas del mundo entero. En
ella recoge una frase de Dostoievsky que sonó mucho: “la belleza salvará al
mundo” . Urge cultivar la belleza. Cultivar la belleza es hacer cultura como
Dios manda, que es justo lo contrario de lo que cultiva el mundo de hoy, que
está rindiendo culto a la fealdad.
No nos dejemos engañar diciendo que no entendemos de arte. ¿Cómo que no
entendemos? ¿Tiene que enseñarte alguien cuando un cuadro de pintura te eleva
el alma o te produce indiferencia, o repugnancia? ¿Acaso no sabemos distinguir
cuándo una película nos edifica o remueve nuestros instintos más bajos? El
sector más divulgado del arte actual es aquel que se ha centrado en lo
esperpéntico, en lo ridículo, lo pornográfico y lo violento. Denunciémoslo,
llamemos a las cosas por su nombre. ¿Desde cuándo la belleza se ha basado en
el absurdo, desde cuándo lo que ha producido terror o asco ha merecido ser
llamado bello?
Sin despreciar las resonancias subjetivas de quien contempla una escultura o
una fachada, hay un elemento objetivo que es el contenido real de la obra y
que todos sabemos apreciar. Valoremos la belleza objetiva, aprendamos a
valorarla, enseñemos a valorarla y seamos creadores de belleza.
No todos tenemos que ser artistas, pero todos podemos plasmar belleza, al
menos la belleza moral de las obras bien hechas. Aprendamos a valorar sobre
todo, la belleza espiritual presente en cada persona, infinitamente más
sublime que cualquier planta o cualquier animal, que cualquier paisaje o
cualquier obra de arte, por delicada que esta sea.
1.3.3 El oficio de rey.
Somos reyes, luego ejerzamos como tales. Lo propio de un rey es organizar su
reino, tener autoridad y usarla. A cada uno se nos ha encomendado el reino
sobre algo, pues reinemos. No con los criterios del mundo, sino con los que
nos enseñó Jesucristo . Ejerzamos la autoridad que poseemos cada uno sobre lo
que se nos ha encomendado: el párroco en su parroquia, los padres de familia
en su casa, yo en mi aula, etc.
No tengamos miedo a las palabras. La crisis de autoridad, de la que vengo
oyendo hablar en mi profesión desde que entré en el Magisterio, es sobre todo
la crisis personal en la que viven quienes, detentando la autoridad, no saben
qué tienen que hacer con ella. Me refiero a gobernantes, padres, curas y
maestros. Entendamos bien qué es la autoridad, para qué la tenemos y qué se
hace con ella.
La autoridad, en su significado más radical y más profundo, no es otra cosa
que la capacidad que tenemos de ser autores. Uno tiene autoridad sobre algo o
sobre alguien cuando es capaz de sacarlo adelante. Solemos entenderlo mal:
confundimos la autoridad con el poder (los romanos tenían muy clara la
diferencia entre auctoritas y potestas) y nos fijamos siempre más en la cara
externa de la autoridad -el poder y los medios que emplea para hacerse valer-
y en sus efectos inmediatos, que en sus funciones educadora y promocionante de
quienes se nos han encomendado, si es que hablamos de personas, o en su
función creativa y de servicio, si es que hablamos de tareas.
En el caso de las personas, el ejercicio de la autoridad rectamente entendida
es una obligación de quien la posee y un derecho de quienes deben ser
gobernados, instruidos y educados.
2. A NIVEL INDIVIDUAL Y COLECTIVO
Cuando antes preguntaba qué somos, respondía que en cuanto cristianos somos
bautizados, pero si hubiera de responder a la pregunta de qué somos en cuanto
hombres tendría que decir que somos personas; es decir, individuos y al mismo
tiempo, seres de relación y en relación, miembros de varios grupos: familia,
parroquia, vecinos, sociedad, etc.
Así pues sacerdotes, profetas y reyes que por ser a la vez individuos y
personas, cristianos y ciudadanos de este mundo, deben oficiar como tales
sacerdotes, profetas y reyes inexcusablemente de forma individual y de forma
comunitaria. Ni solo de una forma, ni solo de otra. Ni solo rezar como
individuos, ni solo rezar como pueblo.
Hay que cultivar la relación personal con Dios en la intimidad, en privado, en
el diálogo a solas, donde el alma pueda explayarse, pero a la vez hay que
darle gracias “de todo corazón, en compañía de los rectos, en la asamblea” .
Ni solo hablar como individuos, ni solo como miembros de una sociedad, ni solo
reinar como individuos, ni solo hacerlo de manera asociada.
Si, poniendo un símil, quien no reza es un paralítico tetrapléjico, quien reza
solamente de manera individual o solamente de manera colectiva es un
paralítico hemipléjico. Y lo mismo hay que decir de todo lo demás. Debemos
pensar en solitario y en comunidad. Pensar en comunidad es de una fecundidad
prodigiosa, porque el flujo de ideas se multiplica.
Y lo mismo en cuanto al oficio regio. Debemos regir en comunidad, de manera
colegiada. Esto me hace pensar en la necesidad de participar colectivamente, y
de manera directa, en el gobierno de la sociedad, y de forma indirecta -por su
constitución jerárquica- en la solicitud pastoral de la Iglesia.
Nuestro “hacer” implica rezar, hablar bien y hacer el bien, anunciar la verdad
y la belleza, construir cultura y quiere decir también gobernar, no solo a
nivel individual en el propio campo, sino a nivel colectivo, en el campo de la
acción política. En lo referente a este último cuesta mucho pensar que Dios no
esté suscitando cristianos con capacidad de liderazgo social a quienes se les
esté pidiendo que den la respuesta debida.
¿Hasta cuándo vamos a dormitar sin organizarnos?, ¿hasta cuándo vamos a estar
volviendo la espalda a esta tarea? Por parte de la Iglesia se nos ha mandado
en multitud de documentos, se nos ha urgido, se nos sigue insistiendo y no
hacemos caso ninguno.
En el terreno individual hay honrosísimas excepciones, hermanos nuestros que
lo están dando todo y por su coherencia de fe y vida están siendo crucificados
día tras día, pero en el campo de la acción política colectiva no estamos
respondiendo. Al menos hasta ahora, aunque también es verdad que empezamos a
otear intentos que prometen.
Dios quiera que salgan adelante.
Citas:
Act 2, 37.
Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi nº 18.
Jn 3, 17.
1 Jn 4, 16.
Mc 12, 28-29.
Lc 7, 40.
Cfr. 1 Pe 18.
Cfr. 1 Ts 5, 21.
Rm 12, 2.
Mt 16, 23.
1 Co 2, 16.
MARCEL, G. (2002) El misterio del ser, serie 1, lección 4, en Obras selectas
(I), p. 63. (Madrid, B.A.C.).
WOJTYLA, K. (1999) El don del amor, pp. 107-109. (Madrid, Palabra).
Jornada segunda, escena 5ª.
Mt 6, 25.
Mt 5, 39-41.
1 Co 1, 26-29
1 Co 2, 7-8.
1 Pe 1, 12.
1 Co 6, 3, 4.
1 Pe 2, 9.
Cfr. LG 31.
2 M 15, 14.
Mt 16, 15.
Ibid., 18.
LG 31.
Rm 12, 14.
Ef 4, 29.
St 5, 9.
Cfr. Jn 8, 32.
E.N. nº 19.
Carta a los artistas, nº 16.
Cfr. Lc 22, 25-26.
Sal 110, 1.