Autor: Dr. Aquilino Polaino-Lorente
Fuente: ivaf.org
¿Qué es la Homosexualidad?
Se confunde con frecuencia comportamiento homosexual y homosexualidad, a pesar de que estos dos términos designen cosas muy diferentes.
El Prof. Dr.
Aquilino Polaino-Lorente es catedrático de Psicopatología de la
Universidad Complutense
Cambiemos los usos lingüísticos de algunos
conceptos para que no cambie nada.
Cambiar los conceptos que designan una
determinada realidad no siempre
debiera considerarse como apenas una futilidad
que no genere consecuencias.
Los partidarios de infraestimar las posibles
consecuencias que de tal transformación puedan derivarse, suelen apelar
al ejemplo de lo que propugnan algunos malos políticos
Introducción
Cambiar los conceptos que designan una
determinada realidad no siempre debiera considerarse como apenas una
futilidad que no genere consecuencias.
Los partidarios de infraestimar las posibles
consecuencias que de tal transformación puedan derivarse, suelen apelar
al ejemplo de lo que propugnan algunos malos políticos. Apenas llegados
al poder desean satisfacer su deseo de notoriedad y para ello nada mejor
que iniciar enseguida algunos cambios. Pero como esto no siempre es
fácil ni posible, entonces optan por cambiar las palabras, lo que además
sale mucho más barato. De aquí que se digan: "cambiemos los usos
lingüísticos de algunos conceptos para que no cambie nada".
Algo de esto ha sucedido recientemente respecto
de la homosexualidad, al incluírsela en el ámbito de un nuevo concepto:
el de "variaciones sexuales desadaptadas y/o patológicas". Con la nueva
reformulación, ha quedado en desuso y abandonada la vieja terminología
-un tanto obsoleta y, ciertamente, desproporcionada en algunos casos- de
las "desviaciones y perversiones sexuales", tiempo atrás empleada.
Resulta un tanto difícil de explicar la
evolución conceptual experimentada en torno a este concepto, en el
ámbito de la psiquiatría clínica. Un buen modo de indagar sobre ello
puede consistir en revisar los viejos manuales de
psiquiatría, desde principio del siglo XX a la
actuali dad, y analizar su extensión, sus contenidos y los conceptos que
se empleaban para referirse a ella. Con todo, la actual reformulación
deja mucho que desear, como
observaremos más adelante.
La homosexualidad fue consideraba un trastorno
psicopatológico hasta la mitad de la década de los setenta en que la
Asociación Americana de Psiquiatría ("American Psychiatric Association";
APA) la incluyó en el grupo de las "alteraciones de la orientación
sexual". Sin embargo, a partir de la penúltima clasificación oficial de
la APA acerca de las alteraciones psiquiátricas (DSM-IV, 1991), la
homosexualidad fue reducida, como un trastorno "qua talis", a sólo un
cuadro clínico -la "homosexualidad egodistánica"-, por otra parte, un
tanto ambígüo y muy impreciso en su significado.
Con ello se limitaba la atención psiquiátrica a
sólo aquellas personas caracterizadas porque su conducta homosexual les
estuviera causando un
profundo malestar y/o sufrimiento, o bien
deseáran adquirir o potenciar su orientación heterosexual. Tal modo de
proceder no ha logrado esclarecer este problema, sino más bien aumentar
la confusión que sobre él había. En realidad, se confunde con harta
frecuencia comportamiento homosexual y homosexualidad, a pesar de que
estos dos términos designen cosas muy diferentes.
Con el primero se designa un tipo de
comportamiento (el contacto sexual entre dos personas del mismo sexo),
que puede ser esporádico, circunstancial o excepcional al inicio del
desarrollo psicoevolutivo, y que casi siempre acontece como consecuencia
de la ignorancia o ausencia de información y de
formación de que el adolescente dispone sobre
esta función.
Con el segundo, en cambio, se designa -con
independencia o no de que la conducta encaminada a la obtención del
orgasmo con un compañero del mismo sexo, sea recurrente, persistente y/o
preferencial-, el hecho de que una persona desde la perspectiva
placentera, emocional y cognitiva experime nte cierta repugnancia por la
conducta heterosexual y una mayor atracción por las personas del mismo
sexo.
Esto quiere decir que la homosexualidad no es
reductible a sólo la conducta homosexual. De hecho, si provisionalmente
definiéramos al homosexual como la persona que así se percibe y
autodefine, enseguida descubriríamos que algunos de los que consultan
con los psiquiatras, por este motivo, jamás tuvieron contacto homosexual
alguno. Por esto, precisamente, nada de particular tiene que no
dispongamos de datos epidemiológicos rigurosos acerca de la prevalencia
e incidencia de la homosexualidad en la población general.
Las dificultades que aquí se concitan son de muy
diversa naturaleza. En primer lugar, por la misma oscuridad conceptual
que acompaña a la definición clínica de estas manifestaciones. En
segundo lugar, porque las encuestas realizadas sobre este particular
tienen demasiados sesgos que limitan en exceso su validez y fiabilidad.
Y, en tercer lugar, porque l as tasas de prevalencia que algunos autores
ofrecen en la actualidad son demasiado exactas y coincidentes -alrededor
del 10%- como para que no resulten sospechosas, sobre todo cuando son
entre sí tan exactamente coincidentes y nada explican acerca de los
procedimientos empleados en dichos estudios epidemológicos.
De aquí que se observen más bien como un recurso
cosmético en favor de ciertos propósitos -la "imagen", por ejemplo, que
el movimiento "gay" quiere trasmitir-, a fin de presionar un poco más a
la sociedad y tratar de conseguir por la fuerza de las opiniones los
objetivos que se proponen. Esto desde luego que no contradice el hecho
de que, en función de ciertos indicadores indirectos -relativamente
consistentes y estables-, pueda concluirse, objetivamente, que la
incidencia de la homosexualidad en el mundo se ha incrementado en las
dos últimas décadas.
Con independencia de cuáles sean las opiniones
que acerca de la homosexualidad se hayan puesto en circu lación por el
"pensamiento dominante" o "light", y de que algunas instituciones hagan
o no un flaco servicio a la ciencia que representan y a la que deberían
amparar, el hecho es que el estudio de la homosexualidad no se sitúa en
el escenario pertinente en que
es necesario.
Así, por ejemplo, se opina de forma muy variada
y contradictoria sobre lo que es la homosexualidad o en que consiste,
pero los científicos apenas si se ocupan de cuál es su causa, de cómo se
origina. En las líneas que siguen se pasará revista a algunas de las
hipótesis etiológicas más relevantes, a
fin de tratar de establecer, en la medida de lo
posible, un riguroso marco conceptual en el que debieran situarse y
continuar estos debates.
Revisión de algunas hipótesis etiológicas
acerca de la homosexualidad
En realidad, ignoramos por el momento cual es la
etiología de la homosexualidad. Ciertamente, que hay muchas hipótesi s
sobre ella, acaso demasiadas y en exceso contradictorias. En la
experiencia clínica de quien esto escribe, es posible que tal dificultad
esté relacionada con la versatilidad del comportamiento homosexual y,
todavía más, con la complejidad del proceso homosexual configurador -por
otra parte, variadísimo-, si nos atenemos a las historias biográficas,
relaciones paterno-filiales tempranas, etiquetado social, roles, etc.,
de la mayoría de las personas que han llegado a asumir esta denominación
para autodescribirse en el contexto de la identidad sexual.
Después de una dilatada experiencia de más de
treinta años como psiquiatra clínico y de haber recibido en consulta a
más de un centenar de personas de ambos sexos que se autodescribían como
homosexuales, la conclusión a la que este autor llega es que no hay dos
homosexuales iguales, tanto en lo relativo a sus manifestaciones
comportamentales y psicológicas, como en lo que se refiere a la
identificación de los factores etiológi cos que en ellos se concitan y a
la valencia configuradora mayor o menor por ellos representada.
Puede afirmarse que, en la actualidad, no
disponemos de ningún modelo explicativo que satisfaga en modo suficiente
la necesaria indagación acerca de este problema. La metodología hasta
ahora empleada es sólo correlacional, lo que no autoriza a hacer
inferencias o generalizaciones que tengan la
estabilidad y consistencia deseadas.
Las hipótesis biológicas, en las que desde
antiguo tanto se esperaba, han resultado en la práctica desestimadas. La
apelación a posibles factores genéticos ha resultado, hasta hoy,
irrelevante. Numerosos autores no han podido confirmar tales hipótesis
en gemelos monocigóticos y dicigóticos (Emery et al., 1970; Heston y
Shields 1968). Por contra, otros autores (cfr. Feldman, 1975) han
logrado demostrar que algunos de los resultados encontrados -en el
estudio de la concordancia mayor o menor de los árboles genealógicos de
procedencia- ape nas si tenían validez, por estar gravemente afectados
por ciertos artefactos en el tratamiento estadístico de los datos.
De otra parte, la polémica -todavía no resuelta-
entre innatistas y ambientalistas, quienes atribuyen, respectivamente,
un mayor peso etiológico a los factores genéticos o al ambiente y la
educación, no ha logrado sino enmarañar aun más este debate.
Las investigaciones endocrinológicas han puesto
de manifiesto la importante función desempeñada por las hormonas
sexuales gonadales sobre el desarrollo y organización del sistema
nervioso durante la vida fetal -diferenciación
sexual del cerebro-, pero sin que de ello pueda
derivarse ningún resultado adicional que sea útil a la explicación de la
homosexualidad. Por otro lado, en las numerosas y sofisticadas pruebas
analíticas hormonales diseñadas, resulta imposible descubrir entre
homosexuales y no homosexuales diferencias que sean relativamente
significativas.
Diversas hipótesis psi cológicas se han sucedido
unas a otras en el intento de explicar las causas de la homosexualidad,
sin haberlo logrado. Las teorías psicoanalíticas fueron las primeras que
trataron de ofrecer una explicación, apelando a causas psicogenéticas en
el ámbito de constructos que todavía no han sido probados, como el
"complejo de Edipo" y el "complejo de Electra" que deberían dar cuenta,
respectivamente, de la homosexualidad masculina y femenina.
Estas primeras aproximaciones, obviamente,
cumplieron una determinada función: la de afrontar desde la
metapsicología freudiana (cfr. Polaino-Lorente, 1981 y 1984) un intento
de explicación que, entonces como hoy, ha resultado muy insuficiente
-por inverificable, desde el punto de vista empírico-, pero gracias a
cual -preciso es reconocerlo-, se comenzó a prestar atención a un hecho
tozudo que había sido hasta entonces desatendido por la ciencia.
A partir de aquí, se han postulado nuevas
teorías psicológicas, la mayoría de las cuales atribuyen una gran
importancia a factores ambientales, principalmente al aprendizaje que
modela y modula el desarrollo psicológico de la sexualidad en una
dirección inapropiada.
Entre las recientes teorías, las hipótesis
conductistas son las que, sin duda alguna, han sido mejor acogidas en el
ámbito de la psicología. Estas hipótesis postulan que la conducta y la
orientación homosexual es algo
aprendido, en función de la exposición a ciertos
factores que al fin resultan determinantes.
Tal aprendizaje se llevaría a cabo según
principios que son idénticos a los
que presiden la adquisición de cualquier otro
comportamiento. Algunos autores han minimizado, a este respecto, la
relevancia atribuida en otro tiempo a ciertos factores sociales como la
valoración descalificadora y/o marginadora de la homosexualidad, el
etiquetado social, la aceptación o rechazo de estos comportamientos
atípicos, etc. Por contra, otros conceden un mayor énfasis al papel etio
lógico desempeñado por ciertos factores sociales.
Sea como fuere, el hecho es que el debate
continúa, sin que al parecer se llegue a acuerdo alguno entre los
diversos autores, a no ser -en esto sí que hay una cierta unanimidad- en
lo que se refiere a la importancia de las primeras experiencias
sexuales, el aprendizaje vicario temprano, la presencia de determinados
periodos críticos especialmente relevantes como la
adolescencia, y los numerosos refuerzos que en
este sentido pueden vigorizar dichos aprendizajes, consolidándolos en
forma de una muy determinada y estable orientación sexual.
La evolución experimentada por la psicología
comportamental hacia la psicología cognitiva, parece haber condicionado
también el modo de afrontar este problema. En la actualidad, las
hipótesis psicológicas han puesto de
manifiesto la presencia de ciertos factores
cognitivos en la génesis de la homosexualidad, en los que tiempo atrás
apenas si se había reparado.
Me refiero, claro está, a la autoestima, los
estilos perceptivos, los procesos de atribución, las fantasías sexuales,
el autoconcepto, el etiquetado social, etc. Muchos de ellos están
incomprensiblemente implicados en la primeras manifestaciones
-fortuitas, espontáneas y muchas veces no deliberadamente buscadas- de
la conducta homosexual. Más tarde, esos y otros
factores cognitivos mediarían -a través de los
procesos de reforzamiento, aprendizaje social e identificación- la
implantación y emergencia de ciertas actitudes que servirían de sostén a
la conducta homosexual y de fundamento a una determinada orientación
sexual.
En cualquier caso, las hipótesis acerca del
aprendizaje psicosocial de la homosexualidad no han recibido todavía
suficiente confirmación ni el necesario apoyo empírico en que deberían
fundamentarse.
De aquí se concluye que, respecto de la posible
etiología de la homosexualidad, es mucho más lo que ignoramos que lo que
sabemos. Más aun que, con los datos actuales disponibles, puede
sostenerse que acerca de ella "ignoramos et ignorabimus", es decir, que
está casi todo por hacer.
A pesar de ello, no obstante, es posible
"reconstruir" un cierto "iter" en
el proceso seguido por algunos homosexuales en
la"autoconstrucción" de su orientación homosexual, como a continuación
observaremos. Pero quede constancia aquí, sin embargo, que el itinerario
que se describe en las líneas que siguen no es el proceso "obligado" que
atañe a la mayoría de las personas homosexuales. Es apenas el proceso
más frecuentemente observado por el autor de estas líneas. De aquí que,
aunque no sea meramente conjetural, en modo alguno permite una relativa
generalización. Sólo es un proceso posibilista más, que en la
experiencia clínica de quien esto afirma ha resultado ser el más
frecuente.
Principales hitos en el proceso de
autoidentificación homosexual
¿Es la adolescen cia una etapa crítica, como se
ha sostenido, donde aparece o se empieza a manifestar la conducta
homosexual? ¿Cuál es el recorrido experimentado por el adolescente hasta
la eclosión de tal comportamiento?
¿Acontece éste súbitamente, sin conexión alguna
con su anterior trayectoria biográfica?
¿Sería oportuno rastrear, mediante el adecuado
seguimiento evolutivo, las diversas vicisitudes por las que atravesó el
desarrollo de su sexualidad? En ese caso,
¿qué factores de riesgo pueden identificarse y
apresarse, de manera que puedan contribuir a establecer un programa
preventivo de la homosexualidad?
A continuación se pasa revista a algunos de los
principales hitos que, tal y como han sido observados, jalonan en
algunas personas el proceso evolutivo a cuyo término comparece la
determinación de autoidentificarse como homosexual o lesbiana.
Advierta el lector que ni tales hitos son
constantes en las personas homosexuales ni la secuencia aquí descrita es
"obligada" para la mayoría de ellos. Algunas de las etapas que se
señalan en este recorrido, han sido atisbadas también por otros autores.
Su exposición aquí no pretende sino
arrojar un poco de luz sobre lo que está en el
envés y en el pasado de ciertos comportamientos homosexuales:
experiencias, creencias y expectativas que tienen un cierto poder
configurador de la afectividad y de la conducta.
Tal vez el lector pueda servirse de este sutil
hilo de Ariadna para recorrer algunos de los factores etiológicos en el
laberinto de la homosexualidad, con una mayor comprensión.
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1. La etapa de Sensibilización
En el aprendizaje de la homosexualidad, hay una
primera etapa de sensibilización. Los intereses que, en la temprana
edad, el niño y la niña tienen como personas no suelen coincid ir con
los intereses que la sociedad atribuye, diferencialmente, a cada uno de
esos géneros.
Supongamos que a una chica fuerte, con poderosa
contextura ósea y muy deportista lo que le gusta es coger el hacha y
partir troncos. A ella, sencillamente, lo que le apetece es hacer
astillas de los troncos de los árboles. Sin embargo, esa actividad es
atribuida social y culturalmente a los niños; de aquí que el
comportamiento de esa niña sea mal interpretado en su contexto
sociocultural. Esta disonancia en el modo en que la conducta de la niña
es interpretada por su contexto es posible que ponga en marcha o active
una compleja y lamentable aventura biográfica de funestas
consecuencias para ella.
La identidad de género, es decir, el género
masculino o el femenino, tal y como se entienden hoy en nuestra
sociedad, no parecen estar demasiado fundamentados en criterios
rigurosos, estables y consistentes, en que todoso la mayoría estemos de
acuerdo. Acaso por esta razón es por lo que numerosos autores hablan hoy
de "flexibilidad de género". Con este concepto no quiere significarse
que el género sea tan plástico o que el concepto de
género sea tan borroso y opaco que pueda servir
para la descripción de cualquier comportamiento, sea éste homosexual o
no.
Este concepto apunta más bien a indicar lo que
antes se ha señalado: que hay una cierta ambigüedad en los rasgos
atribuidos que configuran las constelaciones de lo masculino y lo
femenino. De hecho,
¿podría hoy afirmarse que una chica que monte en
bicicleta es menos femenina que una que monte a caballo o que otra que
juegue al frontón?,
¿Podría sostenerse, de acuerdo con una escala de
masculinidad que fuera rigurosa, objetiva y relativamente consensuada,
si un chico de quince años, es más masculino que otro de la misma edad,
en función de ciertos rasgos en su modo de comportarse?
¿en función de qué rasgos?
No, a lo que parece no están sufici entemente
esculpidos esos rasgos definidores. A pesar de lo cual, no obstante, se
hacen atribuciones que
califican a muchos comportamientos respecto de
la identidad de género. Pero como los criterios no están demasiado
claros -en realidad, casi nunca lo estuvieron- tales calificaciones
socioculturales pueden ser muy injustas y erróneas.
Por contra, también sería injusto sostener la
hipótesis contraria, es decir, afirmar que dado que el género es un
concepto muy vago y ambiguo, ninguna afirmación sobre lo masculino y lo
femenino puede establecerse.
Si en esta etapa de sensibilización, en que se
encuentra un chico o una chica, los padres, tutores, compañeros,
profesores o cualquier persona que para ellos sea relevante, califican
los rasgos que permiten diferenciarlos de otros chicos o chicas como
impropios de su género, comenzarán a sentirse todavía más inseguros de
sí mismos, en lo que respecta a su identidad de género.
Si se marcan en exceso las difere ncias que se
dan en su comportamiento, respecto de sus iguales del mismo género, lo
que aparecerá en ellos será una cierta conciencia de que son diferentes.
Sobre esta percepción magnificada de lo que es aparentemente diferencial
en relación con los iguales, se acabalgarán sentimientos de extrañeza y
duda, que les llevará a experimentarse como diferentes a los demás.
Otras veces, la percepción de esa diferencia
esta fundamentada no en la opinión o calificación de los otros, sino en
la comparación que el joven establece entre ciertos rasgos de su
comportamiento y los de sus iguales. A esa comparación -casi siempre,
muy poco puesta en razón-, siguen luego atribuciones mal articuladas
pero muy poderosas, por cuanto contribuyen a inferencias erróneas acerca
de su propia identidad de género. Y todo esto se produce como por azar y
sin que apenas intervenga una cierta presión social.
Aquí no es que en el contexto social se
califique de "diferentes" sus rasgos
comportame ntales. Es, simplemente, el propio
juicio del joven el que comparece como más intensamente determinante,
hasta el punto de llegar a confesarse a sí mismo: "Yo soy diferente".
Se cierra así esta primera etapa de
sensibilización que, en ocasiones, puede
remontarse espontáneamente pero que, otras
veces, comienza a marcar y teledirigir a ese niño o niña hacia una
posición en la que es muy difícil luego la "autoconstrucción" de sus
respectivas masculinidad o feminidad.
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2. Confusión y primeras dudas acerca de la
identidad sexual
Si el niño se sigue comportando de la misma
manera que lo venía haciendo, después de la etapa de sensibilización, se
marcará más lo que le diferenciaba de los demás.
Con apenas nueve años se dará cuenta de que sus
amigos hacen otras cosas que él es i ncapaz de hacer. Sus amigos de
nueve años dan patadas a un balón. A él, en cambio, le encanta forrar
las carpetas y jugar a las comiditas. Las condiciones que él tiene en
esta etapa, determinan la forma en que cree conocerse, es decir, un niño
diferente marcado por esas diferencias. Esto le lleva a admitir -al
menos como posibilidad- si sus sentimientos y
comportamiento pudieran ser considerados por él
mismo y por los demás como homosexuales. En esta etapa comienzan a
presentarse las falsas atribuciones.
El niño atribuye al hecho de que, por ejemplo,
le guste bordar y no jugar al fútbol, a que posiblemente sea homosexual.
¿Es que acaso tiene algo que ver la homosexualidad con el hecho de
bordar? Probablemente no, dado que los
mejores bordadores han sido y son hombres.
Pero las falsas atribuciones continúan: "Yo no
tengo ninguna aceptación social en mi grupo, mis amigos no me llaman,
etc.". Surge así un montón de recriminaciones y culpabilidades, todaví a
mal establecidas que, sin embargo, ocupan con frecuencia sus
pensamientos. Ante esta situación de pensar y experimentarse como
diferente caben al menos en esta etapa, tres posibilidades distintas.
Primera, que lo niegue. En ese caso se dirá: "Yo
no soy tan diferente, lo que pasa es que no juego al balón". Sin
embargo, al día siguiente, volverá a hacerse la misma pregunta.
Segunda, que piense que lo que le sucede es algo
pasajero que, con el transcurrir del tiempo, se le pasará, animándose
con la siguiente o parecidas recomendaciones: "ahora no me gusta jugar
al fútbol pero, probablemente, cuando tenga dos años más, jugaré al
fútbol".
Tercera, que comience a dudar y a discutir
consigo mismo acerca de si será aceptado o no, tal como es.
Abandonadas estas conductas a la espontaneidad
de su evolución, pueden dar origen a los dos cuadros clínicos -es lícito
hablar así- que, en el ámbito de los trastornos del desarrollo
psicosexual infantil, ge neran más consultas
con el psiquiatra infantil: la niña marimacho y
el niño afeminado.
La niña marimacho ha sido definida como
la niña que es considerada o llamada así por sus padres, por manifestar
muchos de los siguientes comportamientos:
1. Haber expresado en más de una ocasión
su deseo de ser niño.
2. Relacionarse con un grupo de
compañeros en el que al menos el 50% son varones.
3. Mostrar preferencia por vestir prendas
tradicionalmente consideradas como
masculinas (gorra, chaqueta de baseball, botas,
etc.), a la vez que su rechazo a vestir prendas convencionalmente
consideradas como femeninas
(trajes de mujer, faldas, medias, etc.).
4. Pérdida de interés por jugar a las
muñecas.
5. Mostrar una clara preferencia por
ciertos roles masculinos, especialmente
por aquellos de tipo deportivo, que exigen un
gran vigor físico y un
importante compromiso.
6. Manifestar u n interés muy superior al
de sus compañeras de igual edad por
dar volteretas, revolcarse por el suelo y otras
actividades recreativas.
Junto a los anteriores criterios, aportados por
Green (1974), veamos otras características de su comportamiento y cómo
las describen sus respectivas madres, tal y como se desprende de un
trabajo realizado por el autor citado
en 1982, en el que se entrevistaron y compararon
los resultados obtenidos por 50 "niñas marimacho" y 50 niñas, sin estos
rasgos comportamentales, igualadas las niñas de ambos grupos en edad
(cuatro a doce años), número de
hermanos, lugar que ocupaban entre ellos y
estado marital, raza, educación y
religión de los padres.
En la evaluación inicial, dos de cada tres
madres describían a sus hijas como niñas con un gran interés -muy
superior a la media de sus compañeras- por los deportes (tres de cuatro
madres resaltaban específicamente su pasión
por jugar a dar volteretas) y por juguetes
propios de los niños (carretillas, vagones, cañones, fusiles, etc.), al
mismo tiempo que el 90% de ellas nunca jugaban a las muñecas. Según las
madres, el 80% de estas niñas habían dicho expresamente que ser chicos
les hubiera gustado más o hubiera sido mejor para ellas.
A pesar de que, según sus madres, todas ellas
preferían jugar con compañeros varones, no obstante, se habían integrado
muy bien con sus compañeras, no habiendo sido rechazada ninguna y siendo
muchas de ellas (una de cada tres)
las líderes de los grupos de pertenencia.
Comparado este grupo con las chicas de la misma
edad y características, cuyas conductas eran tradicionalmente femeninas,
nos encontramos con los rasgos siguientes: escaso interés por los
deportes, juego habitual con muñecas (alrededor del 50%); interés
ocasional por algún juguete masculino; fantasías lúdicas en las que se
imaginan realizando papeles femeninos; y
manifestación explícita de que a ninguna de
ellas le hubiera gustado ser chico.
Algo parecido sucede con el niño afeminado,
que también parece presentar características comportamentales muy
diferentes de las que se observan en el niño normal. La comparación,
atenta y sistemática, del comportamiento
infantil en ambos tipos de niños llevada a cabo
por los propios padres, ha permitido caracterizar al niño afeminado como
el niño que presenta los siguientes rasgos de comportamiento:
1. Preferencia y especial simpatía por
actividades más sedentarias en lugar
de por aquellas otras más violentas y agresivas,
como dar volteretas, más afines con rasgos innatos de tipo masculino.
2. Especial sensibilidad ante la
percepción de la belleza física por parte
de los adultos, que suelen comportarse ante el
niño como si se tratara de una niña.
3. Animación y estímulo por parte de la
familia, durante la etapa preescolar, hacia la manifestación de
conductas específicamente femeninas (o de desánimo y desaliento ante los
comportamientos opuestos en esa misma
etapa).
4. Ser vestidos o tratados como una niña
durante la etapa preescolar por uno de los padres o por cualquiera otra
de las personas que, por ser consideradas como modelos, son claves para
la propia identidad sexual.
5. Ausencia de un hermano varón mayor, de
manera que investido de atributos masculinos y rasgos positivos, pueda
servir de modelo con el que el niño se identifica durante los primeros
años de su vida; y/o presencia simultánea de
actitudes de rechazo por parte del padre.
Si los anteriores rasgos sirven para
caracterizar a los niños afeminados,
veamos ahora algunos de los que son muy comunes
a los padres de estos niños.
En las madres resultan frecuentes las siguientes
actitudes respecto de estos niños:
La sobreprotección -entendida ésta en un sentido
cuantitativo y lo más rigurosamente posible, lejos del significado dado
a este c oncepto por el psicoanálisis-; la indiferencia; la atención
excesiva y la alabanza exagerada de determinados rasgos que sirven para
la identificación de la
belleza física.
Entre los padres, en cambio, las actitudes más
frecuentes respecto de estos niños son las siguientes:
La indiferencia; la ausencia de interacción (por
pasar mucho tiempo fuera de casa o por falta de la necesaria
dedicación); y el rechazo encubierto (el padre ofrece casi toda su
atención al hijo mayor, con el que se entiende bien y habla al mismo
nivel) o manifiesto (el padre desaprueba, fustiga o corrige
continuamente el comportamiento del niño; en esta última circunstancia
no es infrecuente que se pueda detectar una cierta psicopatología
adicional en el padre).
Entre las características observadas en estos
niños por sus familiares pueden destacarse las siguientes:
·
comienzo muy temprano (antes de los dos
años de edad, o entre los dos y los cuatro
primeros años de la vida) de los
comportamientos
tradicionalmente atribuidos al sexo femenino (uso de zapatos, medias,
faldas u otras ropas propias de mujer o, en su defecto, tener capacidad
para improvisarlas fantásticamente, a partir de otras telas o prendas de
vestido);
·
conducta de evitación ante la posibilidad de
interactuar con otros niños del mismo sexo, en lo que para ellos son
ocupaciones rutinarias, rechazándolas con afirmaciones como las
siguientes:
"es que los niños son muy brutos en el
juego..."; pasar mucho tiempo con su
juguete favorito, es decir, con una muñeca, a la
que visten y desvisten, imitando en sus gestos y ademanes el
comportamiento femenino y maternal característicos.
Esta última preferencia, a pesar de ser valorada
por algunos como irrelevante, puede constituir un hito importante en el
posterior desarrollo psicosexual del niño.
Repárese en que al jugar con la muñeca preferida
resulta inevitable la realización de gestos que forzosamente han de ser
concebidos a imitación de los que realiza la mujer (de lo contrario, el
juego no sería tal, por estar muy lejos, por no reproducir ni siquiera
gestualmente aquello en que dicen consistir).
Una vez que emergen esas conductas -que con la
re petición tenderán a perfeccionarse en su adquisición, hasta llegar a
consistir casi en un -automatismo-, el niño trasmite ya, sólo con eso,
el exacto modelo que más tarde servirá para ser calificado como
"afeminado", precisamente por
aquellos cuyo juicio de valor sobre este tema
más importa al propio niño(sus hermanos, sus compañeros o sus padres).
3. El etiquetado asignado por los compañeros
Esta etapa es de vital importancia, por cuanto
en ella acontece la configuración del etiquetado asignado por las
personas de la misma edad. El escenario natural suele ser la clase, el
aula del colegio al que asiste.
Suele bastar con que otro compañero
probablemente muy "gracioso" y que
suele estar más "adelantadillo" en esta
materia-, le diga a otro: "Parece una niña: cruza siempre las piernas;
los tíos se espatarran y abren las piernas. Este no juega nunca al
balón, es como las niñas". Con esto ha comenzado a funcionar el
etiquetado asignado por los c ompañeros que, con toda probabilidad, es
el que más importa al niño. La voz se corre y sin ser
conscientes de las consecuencias que generan
estas calificaciones, tal vez otro compañero se enfade con él y le
espete: "¡Niña...!, que eres una niña".
Ante una descalificación como ésta, ¿cuál es la
conducta a seguir? ¿qué es
lo que culturalmente se espera que haga un
varón?
En lo que se refiere a nuestra cultura, lo común
es que defienda su virilidad y busque la pelea con quien así le ha
ofendido. Si el ofendido se calla, si opta por no responder al insulto,
el juicio social que de él harán sus compañeros -y que, en alguna forma,
quedará archivado en la cabeza de todos ellos- es que se
parece más a una niña que a un niño.
Al no defenderse, confirma respecto de sus
acusadores, en cierto modo, que efectivamente su comportamiento se
asemeja más al de las niñas que al de los niños. Lo que se espera de un
niño, en estas circunstancias, es que se líe a
golpes con sus ofensores, poco importa que sean
uno o más. Pero como no se ha lanzado a la pelea, la configuración
social -en este caso escolar- del etiquetado que se ha hecho, adquiere
una mayor densidad y, lo que es peor, se extiende a toda la clase, es
decir, se generaliza entre sus iguales.
¿Qué sucederá si al cabo de dos meses toda la
clase le llama "Manolita"?
¿Se peleará y declarará la guerra ahora a sus
treinta compañeros, cuando antes no lo hizo con sólo uno o dos de ellos?
No; sencillamente aguantará.
Pero él mismo se da cuenta de que su modo de
responder no es el apropiado o el usual entre los hombres. Lo que con
ello añade es una nueva diferencia -por otra parte, muy significativa- a
las diferencias que, provisionalmente, había ya antes experimentado. He
aquí la consecuencia fatal de una broma pesada, que no debiera de
admitirse en ningún caso y que, sin embargo, todavía se tolera en
algunos contextos escolares.
En e sta situación de incipiente confusión de la
identidad de género, supongamos que un día cuenta a su madre lo que le
ha pasado en el colegio.
Es muy posible que su madre vaya al colegio y
hable con el tutor. Es posible
que la madre no le aconseje que eso se arregla a
bofetadas. Este último será el consejo que le de el padre, apenas sea
informado por su mujer de lo que ha sucedido.
Pero cuando el padre le sugiere esa estrategia
para solucionar el problema, el niño recuerda que eso ya lo pensó y lo
desestimó. El no va de héroe por la vida, además de temer enfrentarse a
todos sus compañeros. Si el padre observa que su hijo no le ha hecho
caso y que, al cabo de dos meses, continúan llamándole "Manolita" en el
colegio, el padre comenzará a angustiarse mucho más que la madre. Un
día, el padre le preguntará a su hijo: "¿No le has roto la cara al
compañero que te insulta?" Si el hijo niega que lo haya hecho, es
bastante probable que el padre le espete: "Que te digan eso te está bien
empleado, porque eres un marica".
Junto al etiquetado de los compañeros se ha
producido una nueva situación, esta última mucho más grave. Se trata de
la emergencia del etiquetado de homosexual en el contexto familiar
-aunque sólo sea asignativo-, lo que puede entenderse por el niño como
la prueba, por parte del padre -la persona que más le importa al niño-,
que certifica y sirve de verificación al ocasional etiquetado con el que
le calificaron sus compañeros.
Luego, el rumor y las habladurías harán lo que
falta para extender, intensificar y/o asentar, casi de modo definitivo,
el etiquetado. Como el niño no ha luchado contra el etiquetado -código
de conducta usual en el contexto cultural-, es lógico que algunos
infieran que se está comportando de acuerdo a lo que el etiquetado
significa.
4. De las dudas a la obsesión
Todo esto duele mucho al niño, generando en él
un conflicto permanente para el que no le resulta fácil encontrar s
olución. En una situación así, es comprensible que al principio el niño
sobrevalore y magnifique lo que le está sucediendo para, a continuación,
arrojarse en los brazos de las dudas acerca de su identidad de género y,
finalmente, comenzar a obsesionarse con lo que le acontece.
En algunos de ellos, estos pensamientos devienen
obsesivos como consecuencia de no lograr resolverlos; en otros, en
cambio, lo obsesivo fue previo a lo que le ha acontecido, es decir, a la
experiencia biográfica que han vivido.
Puede afirmarse que, en algunos casos, lo
obsesivo suscitó, acompañó y perpetuó las actitudes y conductas
homosexuales que luego, con el pasar del tiempo, pueden llegar a
caracterizarlos.
En otros casos, y esto es muy frecuente, muchos
de los supuestos homosexuales que consultan cuando adultos, son personas
que han sido diagnosticadas de padecer trastornos obsesivo-compulsivos.
Sólo que en ellos, aunque el trastorno obsesivo podía haberse
manifestado a través d e muy diversos contenidos, no obstante, ha
incidido y se ha tematizado casi exclusivamente con estos pensamientos
homosexuales.
De confirmase este supuesto, habría que concluir
que no estamos ante una persona que ha optado por la homosexualidad a
partir de ciertas ideas sobrevaloradas u obsesivas, sino más bien ante
un enfermo obsesivo que, dada la evolución experimentada -aquí la
psicohistoria biográfica tiene mucho que decir-, su patología obsesiva
se ha tematizado selectiva y únicamente respecto de la homosexualiad,
donde al final se ha nucleado.
La inseguridad, las dudas acerca de su supuesto
trastorno en la identidad sexual, lo reiterativo de estas ideas
patológicas, la ansiedad por no poder controlar tales pensamientos y, en
consecuencia, el no ser libre respecto de ellos, además del temor a que
los demás así lo perciban, acaban por configurar una constelación de
actitudes que facilitan la aparición de la
conducta homosexual.
De aquí el hec ho frecuente de la comorbilidad
obsesiva que suele acompañar a
muchos de los que se autodefinen como
homosexuales, acaso sin serlo. Una
comorbilidad en la que apenas ha reparado la
psiquiatría, a pesar de su tozudez clínica. Lo que demuestra la falta de
profesionalidad y de rigor científico de quienes despachan la
complejidad del comportamiento homosexual como si en verdad se tratara
de apenas otro uso alternativo, aunque atípico, de satisfacer la
sexualidad.
Hay otras muchas alteraciones psicopatológicas
que pueden darse asociadas o no a la homosexualidad, sin que por ello
haya que apelar a una etiología que se inicie en la infancia, como la
hasta aquí analizada. En seis de los 49
varones homosexuales estudiados (lo que supone
el 11%) pudimos demostrar la presencia de una cierta vinculación entre
el comportamiento homosexual y la sintomatología psicótica; en cinco de
ellos entre la conducta homosexual y
la sintomatología obsesiva (lo que constituye el
9,5%); y en nueve entre la conducta homosexual y otros trastornos de
ansiedad (lo que representa el 17% de la muestra estudiada).
En cambio, en las 19 lesbianas estudiadas sólo
pudo detectarse la presencia de síntomas psicóticos en tres de ellas
(17%). Más sugerente nos parece otro de los datos encontrados en la
totalidad del grupo de pacientes homosexuales. Se trata de la presencia
en ellos de trastornos comiciales, con o sin sintomatología clínica,
pero en los que el registro del EEG estaba profundamente alterado. Pues
bien, en 12 de los 68 homosexuales estudiados pudieron demostrarse estas
alteraciones.
Aunque no se pueda establecer una conclusión
generalizable acerca de los resultados que acabo de comentar, sí que
hemos de admitir que la homosexualidad no siempre tiene su génesis en un
desarrollo piscosexual atípico, que acontece durante la infancia, sino
que puede vincularse a otras muy variadas alteraciones psicopatológicas,
independientemente de que
aquella conducta comience o no a manifestarse
durante la infancia o más tarde.
5. La asignación del etiquetado por los
padres
La asignación o pseudoasignación a los hijos,
por parte de los padres, del etiquetado homosexual suele constituir otro
importante hito en su evolución, en algunos de los cuales puede llegar a
ser definitivo. Esto puede ocurrir
en la segunda infancia o incluso más tarde. De
ordinario, en el "niño afeminado" y la "niña marimacho" suele acontecer
mucho antes.
Por lo general, el padre que sorprende a su hijo
otra vez jugando a las muñecas suele crisparse y le riñe y vuelve a
reiterarle la prohibición de que cese en ese estúpido juego, "que es de
niñas". No suele faltar en estas ocasiones el ponerle en ridículo,
haciéndole comentarios inoportunos acerca de su pérdida de identidad
sexual. Tal asignación se magnífica y robustece,
si el padre hace esos inoportunos comentario s
en presencia de otros familiares, vecinos o amigos. En ese caso, el
hecho de manifestarlo en
público da una mayor consistencia a tal
asignación, hasta el punto de confundirse aquella con una marca
inextinguible y estereotipado.
La mayoría de estas investigaciones han
estudiado en sus muestras a niños
cuyas edades, además de oscilar mucho -lo que
permite una menor generalización de las conclusiones-, correspondían a
la etapa prepuberal, etapa en que las manifestaciones de la sexualidad
son todavía mudas y donde nada o casi nada puede predecirse acerca de
cuáles serán los rasgos que caracterizarán su futuro comportamiento
cuando adultos.
En este sentido, las anteriores investigaciones
casi nada añaden a lo que conocemos por la clínica donde, lógicamente,
también nos llegan adultos en los que también se dieron algunos de esos
lamentables antecedentes familiares. A ellos he de referirme. Y para
este propósito me limitaré a exponer sólo los resultados hal lados en
aquellos pacientes, en cuya infancia estuvieron presentes los
antecedentes antes señalados, y cuyo motivo de consulta estaba motivado
por la expectativa de llegar a superar su actual conducta homosexual.
De una muestra de 68 pacientes homosexuales (49
varones y 19 hembras) secundarios (es decir, que han mantenido prácticas
homosexuales durante alguna etapa de su vida), sólo 16 (11 varones y 5
hembras) manifestaron haber sido calificados, respectivamente, durante
la infancia de "afeminados" o "marimachos". De los 11 "niños
afeminados", en cuatro de ellos el comportamiento sexual atípico había
comenzado durante la etapa preescolar, extendiéndose luego,
ininterrumpidamente, a lo largo de toda su vida. Los otros siete varones
homosexuales reconocieron no haber iniciado sus conductas afeminadas
hasta la preadolescencia.
Por contra, de las 19 mujeres lesbianas, sólo
cinco habían sido calificadas de "marimachos", todas ellas desde la
infancia.
Los anterio res resultados obtenidos en mi
experiencia clínica personal permiten establecer una cierta vinculación
-aunque mucho más diluida y menos enérgica de lo que ha sido formulado
por otros autores- entre la aparición de ciertas conductas sexuales
atípicas, durante la infancia, y el manifiesto comportamiento homosexual
en esa misma persona, durante su vida adulta.
En esta etapa parece pertinente preguntarse qué
es lo que sucede en los hijos cuando el comportamiento homosexual afecta
a uno de los padres. Es cierto que se han comunicado resultados un tanto
contradictorios respecto de lo que siempre se había dicho y supuesto
sobre este particular.
Me refiero, claro está, al importante papel que
puede desempeñar el comportamiento sexual de los padres respecto de la
conducta de imitación de sus respectivos hijos y, a su través, la
importancia que todo esto pueda tener para la fundamentación de la
respectiva identidad sexual y personal del hijo. Tal como he advertido,
expon dré aquí algunos de los hechos que hoy conocemos sobre este
particular, pero sin por ello renunciar a entrar en la discusión de cuál
pueda ser su más genuina y rigurosa interpretación.
Kirkpatrick y col.(1981) compararon los
resultados obtenidos en veinte hijos
de madres lesbianas, respecto de otros veinte
hijos de madres heterosexuales divorciadas, sin que pudieran llegar a
establecerse ninguna diferencia significativa en el desarrollo
psicosexual entre los niños y las niñas de
uno y otro grupos.
A parecidas conclusiones llegaron Golombock y su
equipo (1983), quienes compararon dos grupos de 37 y 38 niños, de cinco
a diecisiete años de edad, respectivamente, cuyas madres eran lesbianas
o amas de casa con una normal conducta sexual. No se obtuvieron ningunas
diferencias significativas entre estos dos grupos de niños, en lo que
respecta a los conflictos de identidad sexual, trastornos psiquiátricos
y/o especiales dificultades en las relaciones con sus i guales. En los
de más edad pudo apreciarse la emergencia de ciertos intereses
heterosexuales.
Hasta aquí, lo que estos datos demuestran -si es
que demuestran algo- es que el comportamiento sexual atípico de algunas
madres (especialmente las lesbianas), no parecen desencadenar o suscitar
conductas sexuales atípicas en sus respectivos hijos, al menos cuando
niños.
Pero nada desvelan respecto de cuáles puedan ser
en el futuro las conductas de esos niños y, sobre todo, cuáles puedan
ser las consecuencias de las conductas sexuales que han observado en sus
respectivas madres, cuando sean adultos. Para indagar sobre este
particular -que es lo que realmente aquí interesa- resulta forzoso
trabajar con diseños longitudinales, cosa que ninguno de los autores
citados ha hecho.
Los datos comunicados por Mandel (1979) y Green
(1978), sobre este mismo problema, tampoco nos autorizan a obtener
conclusiones que sean generalizables.
El segundo de los autores citad os comparó los
resultados obtenidos en 21 y 16 niños que vivían con madres lesbianas y
con padres que habían optado por cambiar de sexo, respectivamente. El
autor no encontró
ningún rasgo que hiciera sospechar la presencia
de un desarrollo psicosexual atípico en ninguno de los 37 niños por él
estudiados.
El primero de los autores citados, en cambio,
estudió el desarrollo psicosexual en dos grupos de alrededor de 50 niños
cada uno, cuyas madres respectivas eran lesbianas o estaban divorciadas.
Nada pudieron concluir de estas investigaciones, a excepción de ciertas
preferencias masculinizantes observadas (juguetes, actividades y
elección de carrera) entre las niñas cuyas madres eran lesbianas.
Tampoco se ha podido demostrar que haya
diferencias significativas entre los
padres y las madres de mujeres normales y
lesbianas (Grundlach y Riess, 1968), lo que constituye otro resultado en
contra de que la homosexualidad sea una mera consecuencia del
aprendizaje vicario y de las conductas
sexuales atípicas de los modelos con los que el
niño se identifica(hipótesis defendida con manifiesta vehemencia por la
psicología del aprendizaje).
De igual modo, tampoco se ha podido demostrar en
la mayor parte de los homosexuales estudiados que este trastorno
comportamental se asocie a una
atípica conducta de interacción entre el padre y
el hijo o entre la madre y la hija. Siegelman (1974) no ha encontrado
diferencias significativas en las conductas de interacción padre-hijo en
un grupo de hijos homosexuales, respecto de otro grupo de hijos
heterosexuales.
Por consiguiente, debiéramos ser más cautos y
rechazar, por el momento, cualquiera de las hipótesis que atribuyen una
excesiva carga etiológica al comportamiento de los progenitores de los
niños que presentan un atípico desarrollo psicosexual.
6. La confirmación del etiquetado asignado
Si el niño no res ponde al etiquetado de sus
compañeros, si no se enfada aunque sea habitual que le llamen
"Manolita", está en cierto modo confirmando con su actitud el etiquetado
que se le ha asignado. Lo que, entre otras cosas, significa que con el
modo de comportarse está
satisfaciendo las expectativas que tienen acerca
de él, quienes concibieron tal etiquetado.
Es muy posible que el niño se vea forzado por la
situación a tolerar la falsa identidad vertida sobre él por sus
compañeros, a través del etiquetado. Pero es que no encuentra mejor
solución que ésta, pues no va a estar peleándose con todos ellos cada
día. Le es más fácil acostumbrarse a ese etiquetado, impermeabilizarse
respecto de él, no responder y, en alguna forma, aceptarlo, aunque con
ello acabe por confirmar en él artificialmente lo que el etiquetado
significa.
Sería apresurado pensar que tal etiquetado le
resulta indiferente y que se adapta a él con demasiada facilidad. No
debiera olvidarse en todo este pro ceso la presión a la que ha estado
sometido así como sus dudas respecto a su propia identidad de género,
todo lo cual le hace ocupar una posición ciertamente vulnerable.
En este contexto, es comprensible que el niño se
haga ciertas preguntas -para las que no siempre dispone de una respuesta
congruente y tranquilizadora-, como las que siguen:
"¿No es raro todo lo que me está pasando?
¿no tendrán éstos razón al llamarme "Manolita"?,
¿seré realmente homosexual?"
Las dudas siguen, el etiquetado continúa
adelante sin que se tome ninguna decisión para resolverlo, mientras las
relaciones
interpersonales resultan mortificantes y
enrarecidas. ¿Qué puede hacer para
salir de la duda? Al adolescente se le ocurre
hacer un experimento probatorio y tentativo: Ponerse a prueba, es decir,
buscar una prostituta y comprobar su propia capacidad. "Si funciono -se
dice a sí mismo- es que no soy homosexual, y si no funciono es que lo
soy".
L o habitual es que el experimento no funcione.
La inexperiencia propia de su edad, la ansiedad que tal situación
conlleva y su propia actitud dubitativa acerca de si es homosexual o no,
constituyen las circunstancias más
apropiadas para la obtención de un desastroso
resultado "experimental". De aquí que salga deprimido y pensando que
esto confirma que él es homosexual.
El resultado es un lastre que posiblemente le
acompañe toda su vida y que, a pesar de carecer de fundamento, no
obstante, desempeña idéntica función a la de una prueba que le
confirmara en la presunta y temida homosexualidad.
Como este experimento casi siempre acaba mal, el
adolescente diseñará otros nuevos intentos para salir de sus dudas y así
confirmar o no tal etiquetado.
Se inicia así un segundo experimento. "Dado que
aquella experiencia me falló -se dice a sí mismo-, voy a ir a ese lugar
donde, me han dicho, se reúnen los "gays", a ver si allí soy capaz de
sentir algo".
Tal mod o de proceder es peor que el anterior,
entre otras cosas porque no le
sacará de las dudas que tiene acerca de su
propia identidad sexual. Además,
si algún conocido le sorprende en ese contexto,
se afianzará todavía más el etiquetado que le atribuyeron. De otra
parte, si hace amistad con algún homosexual, se sincera con él y le cae
simpático, se acrecerán sus dudas,
con independencia de que entre ellos no haya
ningún contacto sexual. La afectividad puede acabar por articularse con
la sexualidad, reconfirmando de forma experiencias y más enérgica que
antes las sospechas derivadas del
etiquetado.
Es posible que en este contexto tenga alguna
experiencia sexual. Basta, por ejemplo, que un amigo mayor le "enseñe"
y/o le ayude a masturbarse, lo que es frecuente en muchos adolescentes
que no han recibido educación sexual de sus padres. En ese caso
atribuirá el placer que obtenga a la acción de su amigo, infiriendo
erróneamente que eso le sucede por ser homosexu al. Si esa conducta se
reitera algunas veces más, será interpretada por el adolescente como una
experiencia confirmatoria de lo que antes imaginaba, a pesar de sus
dudas y temores.
Es posible que motivado por encontrar solución a
sus problemas, reitere su visita una y otra vez a esos ambientes. Como,
por otra parte, no se atreve a comentarlo en casa, optará por llevar una
"doble vida", una de las cuales -la sospechosa de homosexualidad- la
guardará como un secreto en su corazón y la vivirá como algo vergonzante
e intimista, lo que tiene una mayor potencia confirmatorio del
etiquetado homosexual.
Esta "doble vida" en los adolescentes inseguros
tiene un efecto muy pernicioso. Entre otras cosas, porque les hace
perder el vigor y la fortaleza de su devoción radical por la
autenticidad. Esta "doble vida" extingue su sencillez y enrarece su
personalidad, al mismo tiempo que les aleja de su núcleo familiar y les
hunde en la hipocresía, el cinismo y la
impostura.
7. La asunción explícita de la falsa
identidad
Después de la etapa anterior, la asunción, al
menos implícita, de la falsa identidad homosexual suele ser un hecho.
Por supuesto que esto varía mucho de unos casos a otros, pudiendo
complicarse todavía más si se entrevero con el laberinto de la
afectividad. Esto es lo que sucede cuando emergen ciertos sentimientos y
emociones, aunque sean de pura amistad -por otra parte, algo natural y
normal entre adolescentes-, respecto de algún amigo homosexual.
El adolescente pensará que está enamorado de su
amigo. Y aunque sólo se trate de un amor platónico entre ellos -igual
que el que suele acompañar a la amistad en la mayoría de los
adolescentes-, sin que medie ninguna relación sexual, el hecho es que le
conducirá a asumir su identidad como homosexual. Una identidad ésta que
en modo alguno le corresponde ni le es propia, pero que templada en el
fuego de las impetu osas pasiones adolescentes, puede acabar por
configurar su entera personalidad.
La "doble vida" respecto de su familia continúa
en lo que atañe a estas relaciones, hasta que su amigo le ofrece otros
argumentos que, por el
momento, le resultan más convincentes. Es lo que
suele ocurrir cuando el amigo le dice: "Tú en casa no tienes que ocultar
esto, nuestra relación. Tú también tienes derecho a ser feliz en tu
vida. No podemos estar siempre
ocultándonos. Además, a mi me gustaría conocer a
tus padres. Creo que en casa tendrías que explicar lo nuestro, lo que
hay entre nosotros".
Animado por estos argumentos de que no hay que
ocultarse, de que cada uno debe ser aceptado tal como es, un buen día se
atreve a decirlo en casa, a pesar de que se genere un fuerte conflicto.
La escena es fácil de imaginar.
El padre se siente deshonrado y la madre
avergonzada y, probablemente, ambos
culpabilizados. Los hermanos le tratan a partir
de entonces de un modo e special. Es posible que una de sus hermanas le
acepte tal y como es y trate de comprenderlo. Pero aun cuando se ponga
de su parte, tratará de evitar que sus amigas se enteren y que su
hermano exhiba ese modo de comportarse en
público.
Mientras tanto, el adolescente continúa con sus
inseguridades respecto de su identidad sexual. Sólo que ahora lo que
emerge en casa es la asunción de su posible conducta homosexual,
mientras siguen latentes su inseguridad, dudas y temores. Pero aquí se
ha producido un poderoso salto: de la asunción implícita de la supuesta
homosexualidad -que se inició en la etapa anterior- a la asunción
explícita y manifiesta, que se desvela ahora con todo lo que ésta
comporta de cambio en la imagen social, relaciones interpersonales,
aceptación/rechazo de los familiares, génesis de conflictos, etc.
8. La filosofía de la acción y el
comportamiento homosexual
Esta etapa podría denominarse también como de la
praxis sustanciali zadora.
La acción realizada reobra sobre quien la
realiza. La conducta homosexual, sea esporádica o no, reobra e influye
sobre la identidad sexual de quien así se comporta. La conducta humana
modifica a la persona que así se conduce.
Aunque, como ya observamos, el comportamiento
homosexual no se identifica con la homosexualidad, no obstante, su
reiteración puede modificar y hasta sustanciar a quien así se comporta
como una persona homosexual.
Esta etapa es la más grave y definitiva.
Mientras no se llegue a ella es mucho lo que se puede hacer para
modificar el rumbo de la conducta homosexual, aunque no siempre. Pero
llegados a esta etapa, podemos quedarnos sin recursos terapeúticos y que
el adolescente pierda el norte para toda la vida, porque ésta se
autoconfigura con el reobrar del propio comportamiento sobre la persona.
En esta etapa acontece una inflexión en el
proceso. Hasta que el adolescente no se decide a tener relaciones
homosexuales, es posible que no se sienta atraído por los chicos. Pero
si inicia y reitera sus contactos homosexuales, acabará por atraerle e
incluso por sentirse solamente atraído por ésta o aquella persona de su
mismo sexo. La sexualidad, en su fase final, es autónoma e independiente
de los estímulos que la desencadenan. Una vez que se llega a la fase de
excitación, el objeto de atracción deja de estar revestido de la
especificidad y selectividad que le caracterizaban.
Por otra parte, el refuerzo suministrado por el
placer sexual es autónomo e independiente del estímulo que lo suscitó,
una vez que se ha producido, lo que confunde todavía más al adolescente.
De aquí que infiera el error de que
si ha experimentado placer con un homosexual,
entonces es que él es homosexual, como si esto fuera una prueba
irrefutable. El hombre será libre de asumir o no lo que es; pero ahí
comienza y ahí acaba también su libertad respecto del sexo: en aceptar o
rechazar el género en que consiste.
Esto qui ere decir que el hombre se
autodetermina relativa y libremente en su sexualidad. En la medida que
elige lo que por su naturaleza sí es elegible: su comportamiento sexual
(cuantitativa y cualitativamente) se moldeará en
una cierta manera; del mismo modo que ciertas
preferencias por determinados estímulos le van a permitir seleccionar,
crear y recrear aquellos estímulos a los que, en lo sucesivo, va a
confiar la capacidad suscitadora de sus
propias respuestas.
La persona se compromete tanto con su propio
comportamiento sexual como con los estímulos que elige, vinculándose con
todo ello, integrándolo e implicando su propio yo (egoimplicación) en
las elecciones que ha realizado y en el contenido de éstas. Dicho con
otras palabras: la persona dispone de una virtual libertad para
determinar su conducta sexual, configurándola y moldeándola según lo que
ha elegido y su estilo personal, que a su vez está en parte determinado
por el modo en que se egoimplica sexual y perso nalmente.
Cada persona acaba configurando o diseñando
originariamente aquellos estímulos capaces de poner en marcha o
"disparar" su propio comportamiento sexual. En estos repertorios
estimulares que cada persona se "fabrica"
encontramos muchas veces estímulos que, a pesar
de ser insólitos, inusuales o inaceptables, no obstante, tienen la
extraña capacidad de suscitar en esa persona concreta una determinada
conducta sexual.
En este caso, la patología sexual que se
manifiesta a través de los estímulos que se han elegido, sí que podría
considerarse, en cierto modo, como elegible y hasta libremente diseñada
por quien la así la realiza, quien forzosamente tendría que asumir la
cuota de responsabilidad que por esa acción le compete.
El estilo comportamental que resulta de todo
esto en el ámbito de la homosexualidad es a veces configurado según un
cierto patrón resistente a la extinción, de fácil respuesta ante
cualquier otro estímulo parecido, por efecto de la habituación, y, en
suma, consolidador del aprendizaje que, con anterioridad, libremente se
realizó.
Supongamos que alguien elige un estímulo
extraño, que para la mayoría de las
personas no tiene capacidad de suscitar ninguna
respuesta sexual. En este caso concreto no sería válido afirmar que
dicho estilo comportamental -el guión que dirige aquella concreta
respuesta sexual- estaba ya previamente determinado en aquel hombre, sin
que él fuese libre para escoger éste o aquel comportamiento.
Son muy numerosos los ejemplos que sobre este
particular podrían traerse aquí. Esto es lo que sucede cuando la
sexualidad es entendida como un mero comportamiento que hay que probar
("probatismo") o cuando es reducida a una mera experiencia sexual
("experimentalismo"). Poco tiempo después, y tras la repetición de actos
-se supone que libremente elegidos-, dichas personas ya sólo responderán
sexualmente ante la presentación de aquel extraño estímulo
que, paradójicamente, f ue elegido por ellas
tiempo atrás.
Muchas de las conductas sexuales desajustadas
del hombre contemporáneo -tanto en su programación, suscitación e
iniciación, como en su mantenimiento, finalización y consolidación-
podrían explicarse a través de este último factor, que, obviamente,
condiciona también el proceso de la identidad sexual. También entonces
-hay una numerosa casuística clínica que así lo atestigua- puede el
hombre arruinar la identidad sexual conquistada a lo largo de las
numerosas etapas que integran su prolongado y complejo proceso
evolutivo.
9. El descubrimiento de un nuevo estilo de
vida
Resulta muy difícil y arriesgado separa la
conducta de la persona, de su trayectoria biográfica. Si el adolescente
sólo obtiene placer sexual a través de su conducta homosexual, si desea
a personas del mismo género, si ya lo ha manifestado en casa, ¿por qué
no adoptar el estilo de vida propio y característico de los
homosexuales? No se trata, pue s, de seguir adelante con la conducta
homosexual, sino también de imitar el estilo de vida que les es
característico y que, en cierto modo, se adecua y correlaciona bien con
aquella conducta.
Se trata de establecer, de un vez por todas, un
fuerte vínculo entre el estilo de vida y el comportaminto homosexual.
Esto se manifiesta en centenares de detalles como, por ejemplo, forma de
vestir, suscripción a ciertas revistas, adopción de determinados gestos,
asunción de un nuevo estilo perceptivo interpersonal, manifestaciones
concretas de su afectividad, selección de los lugares de ocio que
frecuenta, etc.
De esta suerte, comienza a descubrir en el nuevo
estilo de vida homosexual adoptado, que hay también muchas otras cosas
positivas, que es necesario asumir e identificarse con ellas. Es
necesario que se produzca esta "metanoia", esta transformación de manera
que su vivir sea más coherente. En cierto modo, es ésta una exigencia de
su mundo interior, que no puede compartirlo del todo con sus amigos no
homosexuales, entre otras cosas porque no le entenderán. Y lo que no se
comparte no une, sino que separa, distancia y aleja.
10. El definitivo etiquetado del experto
El etiquetado se sustancia de modo definitivo
cuando el experto aprueba y da
razón, desde su supuesta autoridad de
profesional, de que aquello es así y
así hay que aceptarlo. Como, por otra parte, lo
más fácil es abandonarse a
los deseos e inclinaciones y lo más difícil
tratar de modificar el comportamiento y el significado del flujo
estimular que lo pone en marcha, lo lógico es que se opte por
comportarse en lo sucesivo como un homosexual.
Llegados a esta etapa, el etiquetado ha llegado
a su fin e incluso ante la
opinión pública está ya consolidada la nueva
identidad sexual, una identidad
que, más tarde, tal vez la exija como un derecho
y como un deber.
Algunos psiquiatras -que ante los ojos del
supuesto o real homosexual se presentan como expertos-, entienden que la
homosexualidad no es de su competencia, una vez que ha sido definida por
las instituciones científicas como una forma alternativa de satisfacción
sexual. De aquí que les aconsejen lo que sigue: "Si usted elige una
persona del mismo sexo como objeto de satisfacción, y le acepta, allá
usted. Ese es su problema. Yo, como experto,
no puedo hacer nada en su caso". Con esto, el
experto contribuye a fijar, de
una vez por todas y tal vez para siempre, el
etiquetado de homosexual.
Es lo que suele inferir quien consultó con el
experto, que acaso se sorprenda diciéndose a sí mismo: "Al menos este
señor me comprende y sabe que soy homosexual. Me aconseja que siga
adelante y que busque un compañero con el que vivir, que yo también
tengo derecho a rehacer mi vida y a ser
feliz".
11. La acogida e identidad homosexual en el
contexto del grupo
El homosexual no sólo actúa independientemente,
sino también en grupo, en el grupo de homosexuales del que, según sus
afinidades electivas, llega a
formar parte. La acogida por un grupo de
pertenencia es otro factor
importante, por cuanto que contribuye a
ratificar esa falsa identidad.
El actual reconocimiento por algunos de la
existencia de una "cultura gay",
es algo que va mucho más lejos de la mera
psicología grupal. En efecto, la
identidad del homosexual no sólo se fortalece al
contacto con el grupo, sino
que se desarrolla y acrece al configurarse como
fenómeno cultural. Sólo
entonces emergen nuevas actitudes que
contradicen a las anteriores y que tal
vez por reacción se presentan como señales de
identidad del colectivo homosexual. Surge así el "orgullo gay" que
enarbola la bandera de ciertas actitudes proselitistas al sostener que
"hay que estar orgulloso de ser homosexual. No lo escondas. Al
contrario, publícalo, manifiéstalo".
Este m odo de reafirmación de la identidad
homosexual coincide casi con su apología y confirma la puesta en
circulación social de un nuevo modelo útil para la identificación de
quienes se sentían inseguros y dubitativos respecto de estas cuestiones.
Hay en todo esto algo de rivalidad apenas
enmascarada, de agresividad
superficialmente contenida, de rivalidad
manifiesta respecto de las otras
personas que parecen estar seguras de su natural
identidad de género. Una chispa cualquiera también puede prender aquí
nuevos conflictos que desencadenen la guerra. No entre los sexos -cosa
que es ya sabida-, sino entre los géneros o, mejor dicho, entre lo que
genera las diferencias de identidad sexual entre personas del mismo
sexo.
12. Ensamblaje atribucional y modelado
personal
El modo en que se ensamblan las diversas
atribuciones sociales acerca de la
homosexualidad acaban por configurar un icono,
representación o "pensamiento
dominante", des de el cual se lleva a cabo el
modelado de quienes experimentan ciertas inseguridades respecto de su
identidad sexual. De aquí que no sean indiferentes las ideas y opiniones
que acerca de esta cuestión se ponen en circulación social, respecto de
la incidencia y prevalencia de
la homosexualidad.
De otra parte, el incremento de la
homosexualidad masculina suscita y
aumenta la incidencia de la femenina. En la
actualidad, del hecho innegable
del aumento de la homosexualidad masculina,
parece seguirse una mayor incidencia del lesbianismo.
Otra cosa es que la percepción social se
comporte de diferente forma respecto de una u otra. Es posible, por eso,
que haya más lesbianas de lo que parece. Lo que sucede es que desde la
perspectiva social, y en función de las atribuciones de género y de
roles, es más difícil detectar e
identificar el comportamiento de una lesbiana.
Así, por ejemplo, las chicas no suelen ir nunca
solas al baño, mientras q ue
los chicos cuando van al servicio no suelen
hacerse acompañar por otro; estaría mal visto. Que dos chicas vivan
juntas en un apartamento suele tener una interpretación sociocultural
benévola ("mejor así; de esta forma se ayudan económicamente y no están
solas"), cosa que no acontece en el caso de
los chicos. El hecho de que dos chicas vayan por
la calle cogidas por la
cintura, a muy pocos o a ninguno le sugerirá la
idea de que son lesbianas;
por contra, si esto sucede entre dos chicos, se
les estigmatizará de
inmediato, atribuyéndoles el etiquetado de
homosexuales.
El etiquetado social no tiene la misma fuerza, a
este respecto, entre uno y
otro género. Pero incluso reconociendo que en la
actualidad haya menos lesbianas que homosexuales, si aumenta la
homosexualidad masculina, de seguro que aumentará también el
lesbianismo. Y eso, porque los dos géneros, los dos sexos son
complementarios. Si los varones devienen homosexuales, la
complem entariedad entre los géneros se quebrará
y, en consecuencia, las
mujeres no podrán recibir ese complemento
significado por el varón ni
tampoco ayudarle como es debido. En ese caso, es
comprensible que la mujer
vuelva también sobre ella misma y acomode sus
necesidades de afecto e
instintivas a otra persona del mismo sexo. Con
esto todos pierden y nadie gana.
De hecho hoy se ha incrementado también eso que
con cierta ambigüedad se conoce con el término de bisexualidad. Esto
demuestra la confusión social existente, así como el poder de las ideas
puestas en circulación para la construcción social de la sexualidad
humana. En realidad, esto nada tiene que ver con el sexo biológico, sino
más bien con el haberse apostado por el
sexo como único y supremo valor de la conducta
humana, es decir, como placer
exclusivo, único y absoluto.
Cuando esto sucede, entonces la sexualidad se
desnaturaliza y pierde su
norte y su sentido. Si cualquier forma de
satisfacción sexual es tan válida
como cualquier otra, si cada conducta apenas
significa un uso alternativo y
hedónico desconectado de toda finalidad,
entonces todo está permitido y, por
consiguiente, todo vale. Pero si aquí todo
vale, entonces es que ya nada vale.
Acaso, por eso también, la sexualidad vale hoy
menos que nunca. Tal vez, por
eso, en la actualidad, es tan bajo el índice de
satisfacción sexual en el
hombre y en la mujer. La desnaturalización de la
sexualidad, su trivialización y reducción a mero placer hedónico y
mecánico hace que muchas personas la vivan como una sexualidad alienada,
manipulada, arruinada,
frustrada, amputada, incompleta, en una palabra,
insatisfactoria.
Si el sexo es sinónimo de placer y sólo placer,
parece lógico que a las
personas les resulte indiferente el modo en que
pueden obtenerlo, con independencia de que se ayunten con una persona
del otro o del mismo sexo.
Por otra parte, si culturalmente todo está
permitido y el ensamblaje atribucional interpretativo de la sexualidad
-vehiculizado y diseminado por
el "pensamiento dominante"-, opta por el total
permisivismo,
¿a dónde puede acudir la persona para encontrar
las señas de su identidad sexual?
¿para qué comprometerse con alguien?
¿hasta cuándo podrá comprometerse?
¿para qué engendrar hijos?
Pero el sexo no es eso o, al menos, no es sólo
eso. La sexualidad humana
exige la comunidad de personas, la donación y
aceptación recíproca de dos
seres de diverso sexo -lo que se fundamenta en
las diferencias que hay
entre ellos-, que tratan de complementarse en la
búsqueda de la mutua y común felicidad conyugal y familiar.
Otra consecuencia de este funesto ensamblaje y
modelado social de la
sexualidad humana es la emergencia de ciertas
paradojas incomprensibles. Al
mismo tiempo que la familia tradicional parece
est ar en inflación y que el
matrimonio tiene mala prensa y está
desprestigiado -divorcio, separaciones,
uniones irregulares, incremento de las familias
monoparentales y
reconstituidas, etc.-,
¿por qué se reclama el matrimonio entre los
homosexuales con la radicalidad de un derecho
inalienable e irrenunciable?
A lo que parece tal forma de ensamblaje sólo
sirve para abolir las diferencias entre la homosexualidad y la
normalidad lo que, sin duda alguna, contribuirá a aumentar la incidencia
de la primera.
13. Psicodinamía, pronóstico y evolución de
estas conductas y actitudes
Es bastante improbable que puedan establecerse
algunos criterios rigurosos
acerca del modo cómo evolucionan estos
comportamientos, así como de las
estrategias modificadores que son más
eficientes. En cualquier caso, las
"recetas" sirven aquí de muy poco, dada la
versatilidad de los factores etiológicos que se concitan en la hom
osexualidad y de su muy diverso perfil sintomático y comportamental.
No obstante, hay ciertos indicadores que, a
pesar del rango de variabilidad
individual al que están sometidos, pueden ser de
cierta utilidad. Este es el
caso, por ejemplo, de aquellas manifestaciones
que comienzan en edades muy
tempranas y que hemos denominado con los
términos de la "la niña marimacho"
y el "niño afeminado".
En el caso de la "niña marimacho", la
psicodinamía, el pronóstico y la
evolución de estas conductas y actitudes son muy
diferentes de lo que sucede
en el "niño afeminado". Es cierto que
especialmente durante la preadolescencia van a afianzarse las conductas
masculinizantes en estas chicas. Pero casi siempre estas conductas se
han interiorizado antes, expresándose a través de alguna actividad, que
con mucha frecuencia suele ser de tipo deportivo, donde se tolera una
dosis mayor o menor de
agresividad -si como suele ocurrir "se sale a
ganar" -, lo que permite una cierta simulación que dificulta la
identificación de estos comportamientos.
Por lo general, al llegar a la preadolescencia
en la "niña marimacho"
disminuyen o se anulan las anteriores
preferencias que tenía por los varones, observando con simpatía, al
menos durante esta etapa, que en su grupo se integren más chicas que
chicos.
Respecto de otra de sus peculiaridades -el deseo
de ser varón, si volvieran
a nacer-, ya en la preadolescencia se restringe
el número de las que todavía
optan o se afirman en este deseo -en el estudio
de Green (1982), quedaba
limitado al 29%-, a pesar de que algunas de
ellas continúen diferenciándose
en este punto respecto de las "niñas femeninas"
preadolescentes con las que
fueron comparadas. Más tarde, las diferencias
entre los dos grupos se anulan
o dejan de ser significativas. De ordinario, las
chicas de ambos grupos
prefieren ser mujeres -es decir, lo que son- al
llegar a l a adolescencia.
Si las estudiamos a través de otros
procedimientos, como el dibujo de la
figura humana o el inventario de roles sexuales
de Bem (1974) para la
evaluación de la identidad y diferenciación
sexual de estas niñas, las
conclusiones encontradas acerca de su
psicodinamía son las siguientes:
(a) en la medida que se aproximan a la
adolescencia se suavizan o
desaparecen las diferencias hasta entonces
existentes, que además sirvieron
para distinguir a las "niñas marimacho" de las
que no lo eran;
(b) las contradicciones que antes
existían entre ambos grupos evolucionan en
los dos a favor de los rasgos que caracterizaban
a las "niñas femeninas";
(c) los trastornos relativos a la
interacción entre ambos grupos de niñas,
que parecían existir antes de la
preadolescencia, se extinguen ahora, por lo
que al no sumarse a ninguna otra variable
extraña -jamás fueron rechazadas,
por ejemplo, por sus compañeras-, esa
interacción se puede recuperar
totalmente, sin dejar ningún residuo ni marca,
al contrario de lo que sucede
en el caso del "niño afeminado", y
(d) en todas ellas se aminoran los
diferentes rasgos y atributos que
remitían al modelo masculino, mientras se
acrecen aquellos rasgos típicamente femeninos. Es posible que en una
evolución como la aquí descrita intervenga una importante constelación
de factores socioculturales, de refuerzos, gratificaciones y
penalizaciones que, en última instancia, son los responsables de tal
evolución psicodinámica en el proceso de
diferenciación sexual (cfr. Polaino-Lorente,
1992).
Quiere esto decir que el aprendizaje social -y
los distintos eventos en que
aquél se fundamenta, como los refuerzos, las
gratificaciones y los estímulos
aversivos- puede desempeñar un importante papel
en la explicación de la
evolución que se acaba de describir, en lo que
se refiere a la "niña marimacho". Se equivocaría quien supusiera que tal
evolución minimiza y dulcifica las consecuencias psicopatológicas que
puedan de aquí derivarse para la futura conducta sexual de estas niñas.
Con ello me estoy refiriendo al problema del
pronóstico y de la evolución de
estos comportamientos. Un tema que es aquí
especialmente relevante, por la capacidad que tienen algunos padres de
percibirlo y, casi siempre, cuestionarse de forma angustiosa. No es
propósito del autor de estas líneas angustiar todavía más a los padres
de estas niñas, pero no sería honrado de su parte silenciar algunos de
los elocuentes datos de que disponemos a este respecto.
En síntesis: me atrevería a decir que es
preciso admitir un cierto
pronóstico sombrío en la evolución de la
sexualidad de algunas de estas
niñas, sobre todo en lo que se refiere a su
mayor vulnerabilidad respecto de
la conducta lesbiana.
Sintetizo a continuación algunos de lo s
hallazgos que se han comunicado.
Saghir y Robins (1973) encuentran una fuerte
asociación entre la "niña
marimacho", que continúa con esas conductas
durante la adolescencia, y el
comportamiento lésbico cuando adulta.
En un trabajo retrospectivo, llevado a cabo por
Bell y col. (1981) con
centenares de mujeres lesbianas y
heterosexuales, encontraron que el mejor
indicio del futuro comportamiento homosexual
femenino consistió en la
disconformidad manifestada por estas mujeres,
cuando niñas, con respecto al
propio sexo. Entre las lesbianas había sido muy
frecuente la preferencia
infantil por los juegos y las ropas masculinas;
también entre ellas había
muy pocas -si se les comparaba con las mujeres
no homosexuales- que hubiesen
realizado durante la infancia tareas lúdicas o
recreativas típicamente
femeninas (jugar a las comiditas, a las casitas,
etc.).
A un resultado análogo han llegado Grellert y su
equip o (1982), tras el
estudio de 400 mujeres lesbianas y
heterosexuales. Durante la infancia, las
primeras prefirieron dedicarse a las actividades
deportivas (baseball y
football) más propias de los varones, además de
utilizar también con
frecuencia la vestimenta propia de ellos. Entre
las heterosexuales, en
cambio, las actividades y vestidos preferidos
durante su infancia fueron
exactamente los opuestos.
La otra meta final a la que arriban algunas de
estas niñas es al transexualismo. Tanto Benjamín (1966), como Green
(1969) son coincidentes al comunicar las características que han
encontrado en la infancia de las mujeres que han cambiado de sexo. En
casi todas ellas hubo siempre un
vehemente deseo de ser del sexo opuesto,
manifestando desde la más temprana
infancia comportamientos análogos a los de los
varones.
Por último, hay que reconocer, como señala
Stoller (1982) -aunque no sin una
cierta extrañeza, si establecemos la oportuna
comparación con lo que sucede
en los "niños afeminados"-, que ninguna de estas
niñas evoluciona en la
práctica hacia el travestismo.
Hasta cierto punto es lógico que esto sea así,
ya que los usos y costumbres
propias de nuestra cultura hacen que los
vestidos tengan una significación
erótica muy distinta para el varón que para la
hembra. No debemos olvidar la
mayor cercanía de la mujer respecto de las
prendas masculinas -por encargarse tradicionalmente de su cuidado y
limpieza-, simultáneamente que la enorme y abismal distancia a la que se
encuentra el varón, respecto de las prendas femeninas.
Nadie duda de que los hechos no sean así, pero
entonces,
¿por qué prefieren ataviarse con prendas
masculinas las "niñas marimacho", cuando son jóvenes?,
¿por qué es éste un excelente predictor de su
futuro comportamiento lésbico?,
¿qué sentido puede tener el que posteriormente,
a causa de las
modas, la sociedad sea tan permisivo, además de
complaciente, con el
vestuario usado por la mujer, a pesar de que
muchas de las prendas empleadas
por ella sean típicamente masculinas?,
¿por qué desde la perspectiva apetitiva hay
varones que se excitan todavía más cuando una mujer se disfraza de
varón?,
¿acaso sucede esto último también en la mujer,
respecto
del hombre?
Como puede observarse es mucho lo que todavía
ignoramos, a este respecto,
que acaso pudieran explicarnos los resultados
que se obtengan en futuras
investigaciones sobre este particular.
En el caso del "niño afeminado", tanto la
psicodinamía como el pronóstico y
la evolución se nos aparecen con una mayor carga
patológica, a la vez que con un mayor grado de complejidad, lo que a
primera vista puede confundirnos al hacernos sospechar que al fin nos
hemos topado con la tozuda realidad. Y la verdad es que tal impresión
clínica parece estar en muchos casos b ien fundada, pero enseguida se
complica lo que parecía estar bien fundamentado, acabando por atomizar
la hipótesis que, bien formulada, se presentaba al fin con un riguroso
alcance explicativo. Antes de seguir he de afirmar, como se observará
más adelante, que no conozco ninguna hipótesis, por bien formulada que
esté, que sirva para explicar la patología sexual del varón, así como su
evolución en el futuro.
La interacción entre el "niño afeminado" y sus
padres sigue con frecuencia
un largo proceso, cuyo encadenamiento
secuencias, siguiendo a Green (1985),
podría establecerse como a continuación se
describe:
Un niño es considerado y gratificado por su
madre, quien le manifiesta de
continuo -o con mayor frecuencia de lo
necesario- su extraordinaria belleza
y atractivo. Un buen día irrumpe en el armario
de su madre y descubre un
mundo completamente nuevo para él, repleto de
ropas extrañas, abalorios, adornos exóticos, joyas, cremas, et c., por
lo que se dedica a jugar con ellas o a tratar de "investigar" acerca de
cuál pueda ser su utilidad. Hasta aquí el niño será calificado de
travieso y de curioso, pero sin que se infiera de este comportamiento
suyo nada grave que pueda generar
consecuencias para su futura conducta sexual.
Mientras todo esto sucede, el padre tal vez esté
distante respecto del futuro "niño afeminado", relacionándose
escasamente con él, alegando que este niño es muy pequeño todavía y no
sabe cómo tratarlo, o que es muy travieso y le pone nervioso, o
simplemente que está muy ocupado, por lo que
el poco tiempo que pasa en casa ha de dedicarlo
a relacionarse con el hijo
mayor, con el que, sin embargo, sí que se
entiende mucho mejor.
La anterior circunstancia se presenta de forma
mucho más frecuente de lo que
pensamos, y explica un hecho relativamente
paradójico: que el padre ignore casi siempre la conducta "traviesa" de
su hijo, no tratando con él, ni siquier a para corregirle. Así las
cosas, el padre no se expresa ni se manifiesta tal como es, en presencia
de su hijo, que de esta forma puede llegar a ignorar -y a no imitar,
como sería debido- el natural comportamiento de su padre.
A continuación el niño inicia su etapa de
socialización. Al principio comienza a relacionarse más con las niñas
que con los niños que componen el grupo, entre otras cosas, porque tal
vez haya oído a su madre que los niños se entretienen en juegos
demasiado bruscos, que son unos brutos. El niño comienza a experimentar
como más agradable ciertos ámbitos de la guardería a
la que asiste, precisamente aquellos donde hay
más niñas y menos niños con los que relacionarse, una vez que ha
descubierto que las niñas son más agradables y menos agresivas que los
niños.
Así las cosas, un conjunto de circunstancias
fortuitas, espontáneas y en
absoluto previstas por los padres y educadores,
van moldeando su contexto
social, facilitando una m ayor cercanía o
proximidad entre el niño y su madre, mientras que cada vez hay una mayor
distancia entre éste y su padre.
Se desarrollan así intereses, actividades,
actitudes, pautas, estilos perceptivos, determinadas pautas de
comunicación gestual, etc., todo lo cual lleva una cierta impronta
femenina, que es precisamente el fundamento que más tarde permitirá que
se califique la conducta de este niño de "afeminada".
Durante toda esta secuencia, la madre ha sido lo
suficientemente permisiva como para no corregir aquellas conductas que
no eran concordantes con el género de su hijo, o lo suficientemente
protectora y cariñosa, como para haberle caído demasiado en gracia los
juegos, gestos y actitudes que se iban
desarrollando en su hijo y, en consecuencia, no
haber tratado de corregirlo.
Por contra, el padre resulta sorprendido por el
comportamiento afeminado -no
ha visto cómo se ha ido desarrollando esta
secuencia día a día-, que ahora emerge en su hijo. Ante este repentino
descubrimiento, el padre suele
plantar batalla a su hijo, lo que puede suscitar
la retirada por parte de
éste, que luego se prolonga en el rechazo que el
niño hacia él experimentará.
En esta etapa es posible que se advierta ya -o
que los padres comiencen a
intuir- el comportamiento atípico del niño, pero
muy posiblemente no se consulte todavía con ningún especialista. Esa
última decisión suelen tomarla los padres un poco más tarde, cuando son
presionados por algún conflicto escolar (otros compañeros varones de su
clase han calificado a su hijo de
"afeminado", creando un conflicto escolar del
que ahora el maestro informa a
los padres), o cuando a través del tutor del
colegio o de la monitora de la
guardería, son los padres seria y explícitamente
advertidos del
comportamiento desviado del niño.
Sólo cuando llega este momento los padres
abandonan sus antiguos tópicos y excusas ("todos los niños pasa n por
ese modo de comportarse"; "cuando crezca un poco más se le pasará";
"seguro que lo superará al pasar de la guardería a la escuela", etc.), y
consultan al fin con el pediatra, el psiquiatra o el psicólogo; pero ya
en esa toma de decisiones, aunque apenas sí haya
fundamento para ello, comienza a suponerse y a
vislumbrar lo peor en el caso del niño (la posible vinculación que puede
establecerse entre esa conducta "afeminada" de ahora y su futuro
comportamiento homosexual), mientras se infraestima esa misma
información en el caso de la niña (y la posible vinculación entre su
actual conducta de "marimacho" y su futuro
comportamiento lésbico).
En el "niño afeminado" es de vital importancia
estudiar y tratar de ayudar a
los padres -si es que lo necesitan-, pues con
frecuencia reaccionan de forma
mucho peor que las madres. Por otra parte, esta
ayuda es tanto más importante, cuanto que muy posiblemente haya que
apoyarse en ellos para el tratamiento del niñ o. De aquí que sea muy
aconsejable el tratar de ayudarles siempre.
En efecto, las interacciones entre padres e
hijos "afeminados" son muy variadas y todas ellas relativamente
complicadas. En unos casos los padres sienten alterada su personal
identidad sexual a causa de lo que acontece a sus hijos. En estas
circunstancias suelen aducir o recriminarse por haber fracasado como
padres, al no haber sabido transmitir a sus propios hijos el modelo de
masculinidad que precisamente aquéllos necesitaban para tratar de
identificarse con ellos.
En otras ocasiones, la conducta de sus hijos les
hace volver a revisar el
modelo de comportamiento masculino que hasta
entonces tenían, por considerarlo tal vez como demasiado exigente,
lejano e idealista, a lo que atribuyen las dificultades encontradas por
el niño para identificarse con ellos. Pero no siempre los padres
responden autoculpabilizándose para salvar así a sus hijos.
Hay padres que en esas mismas con diciones
aumentan sus exigencias al niño,
suponiendo que con ello le hacen un favor para
que así su hijo tenga un comportamiento más masculino en el futuro. No
se dan cuenta de que al proceder de esta forma acaban por causar un
rechazo total del comportamiento masculino en sus hijos y, por
consiguiente, el efecto contrario de lo que se proponían conseguir.
Otras veces son los hijos los que rechazan todo
lo que procede de sus padres
(hábitos de comportamiento, estilo de vida,
valores, etc.), generando que sus padres se sientan rechazados. Ante
esta situación, cada padre responde de un modo diferente y relativamente
peculiar. Algunos se desentienden por completo de ese hijo, mientras
buscan una compensación volcándose todavía más en otra hija o en un hijo
mayor, que no presentan ninguna dificultad.
El rechazo infantil, otras veces, es mal
aceptado por el padre, quien responde
con agresividad, violencia, ansiedad y
culpabilidad, provocando un distan ciamiento de su hijo todavía mayor y,
lo que es peor, un modo de interacción bastante patológico.
Por todo esto resulta imprescindible conocer,
valorar y afrontar cuál es el
comportamiento del padre y sus actitudes ante el
problema, en qué medida
considera que puede ayudar a su hijo a modificar
ese comportamiento que ha
detectado, cómo explicar el origen y las
manifestaciones de esa conducta,
etc. La indagación en estas cuestiones no sólo
tiene una gran importancia
para verificar la validez del diagnóstico, sino
que muy a menudo constituye
una importante vía de entrada que facilita el
abordaje terapéutico.
El pronóstico y la evolución de estos "niños
afeminados" es mucho más
sombrío que el de las "niñas marimachos", tal y
como de forma coincidente se
concluye en la bibliografía disponible sobre
este particular.
¿Hacia dónde suele evolucionar la conducta
sexual de estos niños, cuando adultos?
En realid ad, resulta muy difícil responder a
esta pregunta, puesto que apenas si se han realizado seguimientos
longitudinales en ellos. Los datos de que disponemos no permiten dar
aquí una respuesta que sea unívoca, ya que son datos que en su inmensa
mayoría provienen de estudios retrospectivos que, como es sabido,
comportan numerosos sesgos y dificultades interpretativas.
Es decir, son datos que proceden de los
recuerdos que acerca de su infancia
tienen los adultos con trastornos psicosexuales,
a los que se ha estudiado.
Cabe, por tanto, sostener la hipótesis, a título
orientativo, de que la
homosexualidad es una de las conductas sexuales
más frecuentes hacia las que
evoluciona el desarrollo psicosexual de estos
niños, cuando se transforman
en adultos. Si se les abandona a su evolución
espontánea, es muy posible que
la homosexualidad, junto al travestismo y al
transexualismo, constituyan las
conductas sexuales más frecuentes en que se
transforma el comportamiento de estos niños cuando adultos. No obstante,
esas mismas alteraciones psicopatológicas pueden transformarse en otros
trastornos sexuales muy diferentes con el pasar del tiempo.
Bioética y etiología de la homosexualidad
La homosexulidad no se da en el vacío, sino en
un determinado contexto sociocultural -el que sea- siempre en
transición, del que en buena parte depende la imagen que de ella se
tiene. Y esta imagen tiene una gran
importancia, por cuanto contribuye a modelar y/o
configurar lo que de la
homosexualidad se piensa, suscitando un nuevo
modelo, útil o no para la imitación y/o generalización, en función de
los rasgos más o menos valiosos con los que se le adorne.
En este punto, puede afirmarse que se ha operado
un gran cambio en el actual
contexto sociocultural. Si, tiempo atrás, la
homosexualidad estaba penalizada, en la década de los sesenta se
despenalizó, lo que sin duda alguna constituyó un auténtico progreso,
por cuanto con ello se ponía fin a
la injusta marginación sufrida por los que se
alineaban en esa situación.
Desde entonces a esta parte la tolerancia social
respecto de la homosexualidad no ha hecho sino crecer. Llegamos así a
finales de los ochenta, en que asistimos, paradójicamente, a un intento
de equiparación, igualación y posterior confusión entre homosexuales y
heterosexuales.
No puede afirmarse que esta etapa haya
contribuido a ayudar a esclarecer qué
sea la homosexualidad. Más bien sus efectos han
sido los contrarios. Incluso
puede sostenerse que el actual incremento -real
y empíricamente comprobable-, de la homosexualidad en los países de la
cultura occidental pudiera ser atribuido, en algún modo, a la nueva
imagen social que acerca de
ella se ha propalado.
Es posible que en el futuro -de seguir por esta
vía-, se dispare la incidencia de la homosexualidad, tanto de la
masculina como de la femenina.
Y ello p orque el modelo con que hoy se ha dado
en presentarla suscita una
mayor facilidad para la imitación,
generalización, diseminación y
"naturalización forzada" de estos
comportamientos.
Si a esto se añade la presión ejercida por
ciertos movimientos homosexuales
-apologistas del llamado, por ejemplo, "orgullo
gay"-, es lógico que un
nuevo icono homosexual se "construya" y asome a
nuestra cultura. Incluso es
posible que por mor de esa equiparación
igualitaria entre las conductas homo
y heterosexual, se suscite en algunos
-especialmente en aquellos que tienen
ciertas dudas, por las razones que fuere, acerca
de su género y de su identidad sexual una cierta persuasión imitadora y
normalizante acerca de este tipo de comportamiento y de sus posteriores
consecuencias.
Un paso más y, aprovechando esta confusión
conceptual, tal vez se de un nuevo y desgraciado salto -cuyas
repercusiones son hoy muy difíciles de predecir y valorar, en lo que
atañe al pronóstico social- al pasar de la injusta equiparación entre la
heterosexualidad y la homosexualidad, a la
imposición de la segunda, por vía de su
magnificación valorativa y social.
Lo peor del caso es que este "iter", este
itinerario a favor de la homosexualidad se ha producido desde confusas
actitudes relativas a lo que es y significa el antidogmatismo y/o la
tolerancia. Pero de darse este fenómeno, habría que concluir que se ha
incurrido en el más fragante
antidogmatismo (el sincero respeto a los
homosexuales), al mismo tiempo dogmático (una fuerte imposición social
de la homosexualidad, sin respeto alguno por la heterosexualidad).
No parece que este modo de proceder sea propio
del liberalismo; en todo caso
de un liberalismo, paradójicamente muy poco
liberal. ¿No sería más conveniente hacer una indagación más profunda por
si debajo de tal modo de proceder no se encontrase, subrepticiamente
agazapada, la permisividad y no la tolerancia , el relativismo
desenfadado y radical y no el respeto a la
dignidad de los homosexuales?
Las anteriores cuestiones trascienden la mera
sociología y demandan situarse
en el plano epistemológico en que les
corresponde ser estudiadas, es decir,
en la bioética.
Algunos psiquiatras -que ante los ojos del
supuesto o real homosexual se presentan como expertos-, entienden que la
homosexualidad no es de su competencia, una vez que ha sido definida por
las instituciones científicas como una forma alternativa de satisfacción
sexual. De aquí que les aconsejen algo parecido a lo que sigue: "Si
usted elige una persona del mismo sexo como objeto de satisfacción
sexual, y es aceptada por ella, allá usted. Ese es su problema. Yo, como
experto, no puedo hacer nada en su caso". Con esto,
el experto contribuye a fijar en esa persona, de
una vez por todas y tal vez
para siempre, el etiquetado de homosexual.
Es lo que suele inferir quien consultó con el
experto, que acaso se sorprenda diciéndose a sí mismo: "Al menos este
señor me ha comprendido y sabe que soy homosexual. Lo que me ha
aconsejado es que siga adelante, que busque un compañero con el que
vivir, pues también yo tengo derecho a rehacer mi vida y ser feliz".
Ante la interpelación que desde este problema se
nos hace a psiquiatras y
psicólogos, es preciso asumir la correspondiente
carga de responsabilidad
ética que emana y se demanda a nuestras
respectivas profesionalidades, como
algo que naturalmente a todos nos atañe.
No parece que sea acertada la negación de la
realidad, precisamente cuando esa realidad nos concita y reclama de
nosotros una solución. Por eso, la psiquiatría y la psicología, a través
de sus instituciones científicas y de sus profesionales en particular,
debieran asumir este nuevo reto, para que con arreglo a sus conciencias,
a lo que saben -y a lo que no saben, pero pueden llegar a saber-, hagan
las necesarias indagac iones. Sólo así podrán
contribuir a no aumentar la confusión existente
acerca de la identidad de
género y prestar alguna ayuda a los homosexuales
que soliciten sus servicios.
Lo que no podemos decir -y menos al amparo de la
ciencia, como se dice ahora-, es que el lesbianismo o la homosexualidad
son meras formas alternativas de satisfacción sexual, que pueden
equipararse a cualesquiera otras. Entre otras cosas, porque ni son
formas alternativas ni son
equifuncionales respecto de otras. Hoy se han
puesto en paridad las conductas homosexual y heterosexual. Tal modo de
proceder es, desde luego, anético.
La bioética de la homosexualidad tiene que
habérselas, qué duda cabe, con numerosas y aristadas cuestiones que, por
el momento, no encuentran una fácil solución. De todas ellas, las que
parecen más obligadas y prioritarias son, sin duda alguna, el
conocimiento de lo que la homosexualidad es, de sus causas, de las
nuevas estrategias que es preciso diseñ ar a fin de poder ayudar a
quienes lo soliciten y de la aplicación de programas que tengan una
probada eficacia preventiva.
En una palabra, es imprescindible investigar más
para conocer mejor. En esto
consiste, principalmente, el actual reto de la
bioética de la homosexualidad. Un reto que, de forma obligada, pasa por
no hurtar el bulto a la realidad, por formarse mejor profesionalmente,
por hacer a conciencia
el quehacer clínico y psicoterapeútico
cotidiano.
Esto, en modo alguno es moralina ni algo que se
le parezca. Hacer la ciencia
a conciencia es un requisito imprescindible e
irrenunciable exigido por el concepto mismo de lo que se entiende por
ciencia. De hecho, la condición indispensable del primer acto científico
es siempre un acto de conciencia (de "cum-scientia", de "con ciencia"),
es decir, de percatarse del problema, de no eludirlo y afrontar la
realidad, por difícil que ésta sea, sin
edulcorarla a través de forzados consensos en
los diversos escenarios políticos. He aquí una exigencia ética que ha
sido hoy obviada y desatendida.
Si las instituciones científicas continúan
dictaminando en favor de la supuesta "normalidad" de la homosexualidad,
es lógico que los profesionales que de ellas dependen asuman esos
criterios sin apenas espíritu crítico y que, en consecuencia, no se
afronten como es debido los retos científicos a que, líneas atrás, se ha
aludido. Pero en ese caso, ni las instituciones científicas ni sus
respectivos profesionales estarían sirviendo al fin que les es propio:
la persona doliente que precisa de ellos.
Flaco servicio harían a la persona quienes así
se comportasen. Quienes así
procedieran, de seguro que no contribuirán al
progreso de la ciencia, sino a su obstrucción y parálisis, por cuanto
que perpetuarán la actual situación
de ignorancia en que nos encontramos sobre estas
cuestiones y hasta podrían hipotecar el futuro de estas disciplinas
científicas. N o, no parece que quepa "dejar siempre para después" la
resolución de los problemas, ni
siquiera cuando so capa de la supuesta
"normalidad" se abandonan a la
espontaneidad inoperante del desconocimiento y
la ignorancia.
Allí donde no hay ciencia hay política y la
ignorancia científica es sustituida por la hermeneútica ideológica. La
homosexualidad se ha transformado hoy en una cuestión ideológica y
politizada, justamente por el
estado de ignorancia científica en que nos
encontramos acerca de ella. De aquí el flaco servicio de tantos
profesionales con su ausencia de actitudes exploratorias y su arrojarse
en conductas confirmatorias a favor del ensamblaje socialmente vigente,
por otra parte, carente de fundamento. Desde
la perspectiva de la ética, tales
comportamientos en modo alguno son aceptables.
Así las cosas, nada de particular tiene que el
derecho asuma el discurso científico y legisle conforme a él. Pero en
ese caso, el poder ahormador y configurador de la realidad que el
entramado jurídico conlleva, hará todavía más difícil la modificación de
tantos sesgos, estereotipias y prejuicios como, sobre estas cuestiones,
se han puesto en circulación en la actual sociedad.
Más allá de la identidad sexual: la búsqueda
de sentido para la identidad personal
La identidad sexual no surge de la nada, no es
algo que se lleve debajo del
brazo o que espontánea y exclusivamente proceda
de lo biológico, ni tampoco
algo caído del cielo con lo que cada persona se
encuentra. El proceso de
adquisición de la identidad sexual -lo hemos
visto en detalle, líneas atrás-
se hace a expensas de un marco de referencias
culturales muy amplio -de las
que algo tomamos y algo rechazamos-, y sobre las
que diseñamos esas coordenadas que servirán para acunar nuestra
identidad personal.
Esto significa que entre la identidad sexual y
la identidad personal hay, cuando menos, un poderoso e invis ible haz de
hilos conductores que las aúna, hasta el punto de no poder distinguirse
del todo una de otra. En realidad, no puede establecerse una prioridad
entre ellas, pues aunque la primera se prolonga en la segunda, esta
última contribuye de forma poderosa a configurar aquélla.
Sólo desde una perspectiva temática y de meros
contenidos, tal vez cabría afirmar que inicialmente, durante las
primeras etapas del desarrollo psicosexual, la identidad sexual está
como sometida a la directriz por la que opte la identidad personal, al
elegir para sí una determinada trayectoria biográfica.
Pero incluso entonces, la misma trayectoria
biográfica por la que se había optado, puede ser modificada hasta errar,
cambiar de dirección o conducir a la persona a donde ella no quería ir.
Y esos cambios en la identidad personal se producen a veces como
consecuencia de las dificultades, obstrucciones o inflexiones sufridas
por la identidad sexual. Así pues, hay que concluir que la interacció n
entre ambas es continua a lo largo de la entera travesía de la vida.
No puede ser de otra forma, ya que ambas
constituyen aspectos que, aunque relativamente diversos -dados sus
respectivos contenidos diferenciales-, no
obstante inciden en una
misma y única diana: la identidad y unicidad de la persona.