El prójimo en Europa  

EL PAÍS  -  OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL

 

¿Cuáles son los caminos que Europa ha abierto recientemente hacia una humanidad más humana y fecunda? ¿Cuáles son, en cambio, aquellos caminos perdidos en el bosque, que no conducen a fuentes de vida sino a abismos de muerte? Admirablemente ha roturado los campos de la economía, del derecho y de la organización tecnológica. Europa es ya un espacio abierto, con fronteras que son puentes de comunicación hacia mejor convivencia y mayor solidaridad, traspasándose las vallas de ciertos nacionalismos, arcaicos en un sentido y violentos en otro.

 

Europa se encuentra ahora ante dos imperativos sagrados. De su respuesta a ellos depende que logre un futuro en dignidad o pervierta el destino ya logrado y su misión aún pendiente. El primero es la abertura al mundo de la pobreza en los países de su entorno y a aquellos otros con los que en ciertos momentos ha mantenido unas relaciones comerciales, que eran poco menos que de vasallaje. El segundo imperativo es reconstruir sus fundamentos de humanidad, que abarcan la justicia y la esperanza, la verdad y el sentido, la fe y la paz, más allá de un egoísmo y mercantilismo, que cierran al prójimo sobre sí mismo, a cada grupo en sus intereses, a cada región y religión sobre su propia historia.

 

Dos de los ejes del carro que sostenían la autocomprensión anterior de Europa han cambiado en los últimos decenios. En ese extraño y desconocido desfiladero de la modernidad hacia la posmodernidad se ha alterado la comprensión de la vida y de la libertad. De ellas todos tenemos una percepción implícita, aunque no todos lleguemos a poseer una teoría filosófica, religiosa o política explícitas. Por el hecho mismo de existir, con nuestros comportamientos y relaciones, adhesiones y distancias, estamos ejercitando una u otra comprensión. ¿Cómo ha cambiado la comprensión de la vida y de la libertad en los últimos decenios? De ese cambio resultan problemas como el de la caída de la natalidad, la emigración, el choque de culturas y formas de vida, la tensión entre el cristianismo y el islam, la alternativa entre un comunitarismo empecinado y un liberalismo individualista.

 

¿Por qué no engendra Europa? ¿Por qué cesa de fluir el torrente de la vida humana y se agotan las fuentes de una ilusión constructora de futuro? El problema es difícil. ¿Quién podrá aportar una respuesta iluminadora del hecho en toda su complejidad? Yo apunto sólo una raíz de ese cambio. Se ha abandonado una comprensión de la vida como don, recibida con gozo y agradecimiento, para la que vivir era una gracia y estar en el mundo era percibido como un ser enviado y tener capacidad de cumplir una misión de la que se era responsable ante alguien. A ese don de la vida se respondía con responsabilidad en su realización y transmisión a los demás. Nacer era recibir la vida de alguien y existir era transmitir ese don a alguien. La vida no era posesión propia, que se agotaba en sí misma, venía de más atrás y marchaba hacia más adelante. ¿Qué ocurrió el día que se esfumaron estos horizontes? Que al no sentirla ya como don de nadie ni en responsabilidad ante nadie se vive en disfrute cerrado sobre sí, sin sentir la necesidad de agradecerla ni la responsabilidad de transmitirla. Dios ya no aparece en el origen de la realidad; no vela por ella ni es aquel ante quien el hombre se sabe responsable. Dios y el prójimo desaparecían al mismo tiempo. Cada hombre entonces comienza en sí mismo y se agota en sí mismo. No engendra porque al no tener un pasado comprendido como amor no tiene la confianza necesaria y no siente la responsabilidad de prolongar esa vida para que otros la compartan y gocen.

 

El otro eje que ha cambiado ha sido la concepción de la libertad. La historia moderna ha sido el empeño sostenido por la conquista de todas las liberaciones y por la emancipación frente a todas las esclavitudes. Ese proceso no tiene posible marcha atrás. La Ilustración proclamó el necesario ejercicio personal, público y político de la razón. Los movimientos sociales del siglo XX proclamaron la necesaria solidaridad comunitaria en las luchas por los derechos de los individuos y de los grupos, de marginados y excluidos. Algunos de estos logros se han oscurecido en los últimos decenios. Ha cristalizado un individuo sin prójimo; una comprensión de la libertad sin alteridad; una comunidad sin trascendencia. El hombre queda entonces solo en el mundo y siente su libertad como un abismo de soledad con la que aturdido o autodivinizado no sabe qué hacer, si construir utópicamente un mundo nuevo o destruir con violencia el actual. ¿Para qué y para quién lo iba a construir si el prójimo ha desaparecido de su horizonte y no tiene razones para mirar confiadamente al futuro?

 

No hay libertad sin projimidad. Aquélla sólo existe cuando se parte de alguien, se comparte con alguien y se convive con alguien; cuando alguien habita nuestra soledad y nuestra compañía enciende la estancia, oscura o vacía, del prójimo. La libertad sólo germina desde el amor y sólo desde el amor se mantienen la fortaleza y la esperanza. El cuidado o descuido del prójimo constituyen la piedra de toque para medir la verdad de un individuo, de una cultura y de una sociedad. ¿Desde dónde se quiere ser persona y habitar el mundo: desde el poder que se impone o desde el amor que se sabe religado, solidario, responsable? Y el prójimo siempre es concreto; es el cercano y el lejano a los propios intereses o reclamaciones.

 

El cristianismo no sólo ha religado de una forma inseparable el amor a Dios y al prójimo, sino que ha definido a Dios como el prójimo absoluto del hombre, que le ha hecho surgir en amor desinteresado y gratuito para que exista en libertad. Prójimo absoluto, que no sólo le ha puesto en la existencia sino que también le ha acompañado en su destino. Cuando el teólogo habla de creación no está describiendo un proceso cósmico o genético, sino el radical origen personal y libre tanto del mundo como del hombre por ser fruto amoroso de un Dios personal y libre. Cuando en el cristianismo se habla de la encarnación y se celebra la Navidad se está haciendo una afirmación decisiva sobre Dios y sobre el hombre: Dios no es el lejano absoluto, es decir desligado, sino el cercano, referido al hombre y solidario de su destino. La libertad de Dios se ha manifestado como solidaridad de destino, compartiendo nuestra soledad y recreando nuestra situación. Ése es el verdadero sentido de las parábolas del buen samaritano y del hijo pródigo. Navidad no es un cuento de pastores de antaño o de belenes de hogaño: es ante todo una afirmación metafísica doble: sobre el Dios prójimo del hombre y sobre un hombre que sólo lo es si es prójimo de su próximo, fuere éste el que fuere.

 

¿Cómo entender y describir ese extraño comportamiento del hombre contemporáneo, que se apropia absolutamente la vida en la que ha sido implantado, que no la reconoce como don y no la transmite, que se absolutiza como primer origen y último fin de sí mismo, excluye o no reconoce al prójimo como el destinatario de su libertad y el garante de su destino? Kant lo designó como "el mal radical" y los teólogos hablan de pecado original. El papa Ratzinger, sondeando en la experiencia antropológica que nos haga comprensible el sentido del pecado original, decía solemnemente el pasado 8 de diciembre: "El hombre tentado incuba la sospecha de que Dios es el concurrente u opositor que limita su libertad, y que sólo será libre cuando lo haya eliminado... Quiere conquistar por sí solo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de autodivinizarse elevándose al nivel divino y vencer con sus propias fuerzas la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor. Antes que con el amor cuenta con el poder, para tomar su vida de manera autónoma en propia mano". Y añadía: "La libertad de un ser humano es la libertad de un ser finito y por ello limitada en sí misma: sólo es verdadera cuando es compartida y realizada desde el amor".

 

Ese intento de absolutización de la propia libertad, sin Dios y sin prójimo, cada uno lo percibimos en nosotros mismos. Adán somos todos. Y sólo podemos salir de esa original inclinación cuando otro amor nos previene, nos arranca al miedo de la finitud y nos afirma como valiosos a cada uno más allá de nuestras posesiones o atributos. Sólo somos libres si alguien nos hace libres por el amor y libres absolutamente sólo puede hacernos un amor absoluto.

 

Hay que responder de la vida y hay que responder del prójimo.Porque sin esa extensión de la vida a lo que nos precede y nos sigue nos asfixiamos en la degustación ebria del instante. Sin historia, sin memoria y sin agradecimiento al origen, no hay vida personal ni comunitaria dignas. Hay que recordar a los muertos y abrir la puerta a los no nacidos. ¿Qué locura nos lleva a agotar el tiempo y el mundo como si comenzasen con nosotros y con nosotros acabasen? Somos hombres por el nombre y recuerdo que nos da el prójimo. El poeta, premio Nobel, Quasimodo: "¿Seríamos hombres sin un nombre que recuerde los sueños, las lágrimas, los anhelos de este hombre derrotado por preguntas todavía no abiertas?". Para el salmista el hombre tiene un nombre propio dado por un prójimo absoluto que le acompaña y un amigo fiel, que siempre le espera: "El hombre es aquel de quien Dios siempre se acuerda y de quien nunca se olvida". Es importante no olvidarse de Dios, pero mucho más decisivo es que él no se olvida de nosotros. Kart Barth, en un alemán de propio cuño, hizo una afirmación sublime: "Podrá el hombre no reconocer o renegar de Dios (Gottlosigkeit des Menschen), pero ya nunca habrá un Dios que no reconozca al hombre y carezca de humanidad (Menschenlosigkeit Gottes)".

 

La primera tarea ante la que estamos hoy es mantener en alto la gloria y dignidad del hombre, que sólo son reales cuando abriéndose a su prójimo mantiene en alto todas las preguntas y en limpio todos sus empeños. "Más allá del humo de la niebla, dentro de los árboles vela la potencia de las hojas; es verdadero el río, que presiona sobre las orillas. La vida no es sueño. Verdadero es el hombre y en su llanto está celoso del silencio. Dios del silencio, abre nuestra soledad". El mismo Quasimodo, autor de este poema, pone a uno de sus sonetos el título: Bethlehem. Allí se rompieron el silencio y la soledad, cuando el Absoluto pronunció palabras humanas y se le dio al hombre como prójimo absoluto.

 

Olegario González de Cardedal es catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca.