PROBLEMAS PASTORALES DEL DOMINGO, HOY



DESCANSO DOMINICAL Y SOCIEDAD DE CONSUMO

En la actualidad, el domingo es el día del culto y el día del descanso. Sin embargo, durante los primeros siglos, el domingo fue únicamente el día destinado a la reunión eucarística. Más aún: lo que hizo del «primer día de la semana» el <día del Señor» no fue la práctica del descanso, sino la celebración de la Eucaristía. De todo esto surgen algunas preguntas: ¿Qué significa el descanso dominical? ¿Cómo contribuye la prescripción del descanso a la configuración espiritual, cristiana, del domingo? Sin Eucaristía no hay día del Señor. ¿Puede haberlo sin descanso dominical? El sábado judío se configuró desde el principio como un día de descanso. ¿Puede decirse lo mismo respecto al domingo cristiano?

 

EL DESCANSO SEMANAL ENTRE LOS JUDÍOS

En las sociedades arcaicas, los tiempos de descanso y las largas temporadas de fiesta fueron fijados por los sacerdotes o por los jefes de las tribus de acuerdo con las constelaciones cósmicas. La institución del sábado en la sociedad judía, sin embargo, hay que entenderla, al menos en sus orígenes, como una forma de racionalizar la vida laboral, estableciendo los tiempos de trabajo y los tiempos de descanso, pero prescindiendo de los ciclos cósmicos, de los solsticios y de las estaciones. En la estructuración de la semana judía no es el ritmo de la naturaleza el que determina la combinación de días de trabajo y días de fiesta, sino las mismas exigencias de la vida cultual. Por ese motivo precisamente será la teología sacerdotal posterior al exilio la que intentará asentar las bases dogmáticas del ritmo septenario y del reposo sabático en el mismo relato de la creación (Ex 20, 11; 31, 17). De este modo, el caos original quedará sustituido por la ordenación cultual del tiempo, al margen del ritmo cósmico. Posteriormente, la teología deuteronomista hará del sábado una conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto (Dt 5, 15). Así, la celebración del sábado recordará al pueblo israelita que es un pueblo libre, liberado maravillosamente por Dios de la servidumbre del trabajo. Finalmente, la predicación profética presentará el sábado como signo y memorial de la alianza que Dios realizó con su pueblo (Ez 20, 12.20)1.

1 P. Ficher: "El tiempo de la libertad. Una comunidad cristiana para el ocio y el mundo del trabajo», Concilium, 162 (1981), 248.

Inicialmente el sábado fue un día de descanso. Posteriormente se convirtió, además, en un día de culto. La ley del reposo sabático se aplicó al principio con un razonable criterio de flexibilidad. Fue a partir de la cautividad de Babilonia cuando se adoptaron criterios rigoristas, dando lugar a una casuística interminable y complicada. Lo que en su intención primera y original debía ser un día de gozo y de descanso, como recuerdo de la liberación, se convirtió en un yugo insoportable.

Por otra parte, es preciso reconocer que, al sacralizar el sábado y convertir el día de descanso en expresión de la acción de Dios en el ámbito de la historia y en espacio abierto a su acción liberadora y salvífica, se compromete la noción misma de trabajo. La vida real de cada día, el tiempo de la lucha cotidiana y del quehacer diario queda lógicamente descalificado, insignificante y carente de sentido. Sólo el no trabajo es expresión de la acción creadora, liberadora y redentora de Dios. Al prohibir realizar determinadas acciones el día del Señor, se las desacraliza y profana y se las reduce a simple trabajo2.

2 P. Eicher: »El tiempo de la libertad...», o.c.


POSTURA DE JESÚS FRENTE AL DESCANSO SABÁTICO

Llegados a este punto es conveniente analizar la postura de Jesús respecto al sábado. Es una postura crítica y de abierta oposición al rigorismo de los fariseos. Para captar el sentido profundo de su actitud crítica hay que leer Mc 2, 27-28 sin separar ambos versículos: «El sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. Por tanto, el Hijo del hombre es señor del sábado». Esta lectura del texto, que conlleva seguramente dificultades de crítica histórica, responde sin duda a una reinterpretación de las palabras de Jesús por parte de la comunidad primitiva. Pero es probable que, a juzgar por la lógica interna del texto, la redacción original fuera así: «Por tanto, el hombre —no "el Hijo del hombre"— es señor del sábado». Esta forma de entender las palabras de Jesús pone de relieve el dominio del hombre sobre el tiempo y aclara el sentido que tiene la obra liberadora de Cristo. Éste restituye al hombre al orden original, en el que todo el tiempo pertenece al hombre, porque todo el tiempo es tiempo de salvación. Cristo ha derribado, por otra parte, las barreras existentes entre el tiempo del trabajo y el tiempo del descanso. Todo el tiempo (kronos) es tiempo de gracia y de salvación (kairós). En todo tiempo, la cercanía de Dios, su presencia, puede ser una realidad. La acción reconciliadora de Jesús no queda limitada a determinados días o tiempos festivos.


¿PRACTICÓ LA IGLESIA PRIMITIVA EL DESCANSO DOMINICAL?

La comunidad cristiana, inspirándose en la praxis judía, adoptó el ritmo semanal y celebró periódicamente —cada ocho días- la cena del Señor. Es posible incluso que, en los primeros años, algunos cristianos provenientes del judaísmo observaran el reposo sabático. La Iglesia primitiva, en cambio, nunca consideró el domingo como un día de descanso. Los más antiguos testimonios dejan entrever que el domingo fue para los primeros cristianos un día de trabajo. Refiriéndose a ellos, P. Eicher afirma que «no celebraron el domingo, sino que edificaron su comunidad mediante la celebración de la Eucaristía en un día de la semana. La esfera del señorío de Cristo esperado para el fin de los tiempos coincidía para ellos con la esfera de la vida diaria»3. En este sentido, pues, se detecta una clara ruptura de la comunidad cristiana respecto al sábado. Por eso es injusto afirmar que el domingo cristiano sea una sustitución del sábado judío. Mientras lo que define e identifica al sábado judío es el descanso, lo que configura al domingo es la reunión de la comunidad para celebrar la cena del Señor.

ESTABLECIMIENTO PROGRESIVO DEL DESCANSO DOMINICAL EN LA IGLESIA

Sin embargo, asistimos posteriormente a una «sabatización» del domingo. El 3 de marzo del año 321, el emperador Constantino el Grande dicta una ley instituyendo el domingo -el día del sol- como día de descanso: «Que todos los jueces, las poblaciones de las ciudades y todos los cuerpos profesionales (artium oí/ida a cunctarum) cesen de su trabajo el venerable día del sol»4.

3. P. Ficher: ««El tiempo de la libertad..., o.c., 251.
4. Codex Justinianus 111, 12,3, en P. Krüger: Corpus Juris Civilis, II, 1929.

Es probable que en la decisión de Constantino haya influido, sobre todo, la tradición religiosa de su familia de dar culto al sol, sin excluir especiales motivaciones de tipo social y político.

Es sorprendente, sin embargo, que ni los concilios de la época ni los padres, que escribieron en el período inmediatamente posterior a Constantino, hayan hecho mención alguna respecto a la prohibición de trabajar en domingo. Más aún: hay testimonios que aseguran la persistencia del trabajo en domingo. En la regla de San Benito leemos: «Igualmente en domingo todos deben aplicarse a la lectura, excepto quienes hayan sido designados a los diferentes deberes. Pero si hubiera alguno tan descuidado o perezoso que no quisiera o pudiera estudiar o leer, dadle algún trabajo que realizar para que no permanezca ocioso» (cap. 48)5.

5. PL 66, 704.


¿HUBO UN PROCESO DE «SABATIZACIÓN» DEL DOMINGO EN LA IGLESIA?

La lectura de este texto nos hace pensar que la determinación imperial tardó en ser asumida en la práctica y que, al aplicarse, originó problemas nuevos. Uno de ellos, quizás el más importante, fue el de la ociosidad, que los pastores de la Iglesia procuraron resolver dando una mayor amplitud a los actos de culto. Por otra parte, en la medida en que el domingo fue configurándose como día de descanso, fue preciso elaborar una reflexión teológica, en la línea del Antiguo Testamento, interpretando el descanso en perspectiva escatológica. Progresivamente, sin embargo, el domingo cristiano fue equiparándose al sábado judío, hasta llegar a confeccionar una normativa en torno al descanso dominical tan exigente o más que la normativa judía. «La casuística cristiana en relación con el domingo que se desarrolló entonces (especialmente en la época carolingia), no puede, en modo alguno, distinguirse de la casuística judía en relación con el sábado»6. Más aún: convencidos de la superioridad del domingo respecto al sábado, los cristianos redoblaron el nivel de sus exigencias, pensando que «si los judíos observaban su sábado en honor de Dios absteniéndose de todo trabajo, cuánto más debieran los cristianos hacer lo mismo en domingo, por cuanto su condición de pueblo del pacto nuevo debía hacerles superar la condición del pueblo del antiguo pacta7. De esta manera, el día del Señor, liberado en un principio de cualquier sombra judaizante, vino a caer en la esclavitud de la casuística, que tanto Jesús como el apóstol Pablo condenaron desde el principio. El domingo quedó «sabatizado» y su identidad cristiana gravemente dañada.

Esta forma deteriorada de entender el domingo se ha mantenido hasta nuestros días. Para comprobarlo basta leer cualquiera de los manuales de moral que circularon en los ambientes eclesiásticos hasta la misma víspera del Concilio Vaticano II. El Concilio, sin embargo, nos ofrece una preciosa descripción del día del Señor en un texto que bien podría considerarse capital y definitivo. En esa descripción se conjugan coherentemente todos los aspectos que configuran el día del Señor. La cesación del trabajo aparece como expresión de la alegría festiva y como signo de liberación. He aquí el texto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los "hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (1P 1, 3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico»8.

6 W. Rordorf: -El domingo...», p. 173.
7. W. Rordorf: «El domingo...», o.c., 173.
8. Sacrosanctum Concilium,
106.


¿SIGUE TENIENDO SENTIDO EL DESCANSO DOMINICAL?

Efectivamente, en una sociedad dominada por la producción y por el consumo, en la que el hombre aparece esclavo del sistema y el descanso es concebido en función de un mayor rendimiento en la producción, la comunidad cristiana, al mantener el descanso dominical, denuncia la degradación del trabajo y la adulteración manipulada del descanso. En ningún caso el tiempo del descanso debe entenderse como contrapartida del tiempo del trabajo. Es preciso liberar el tiempo del descanso del enmarcamiento social que lo encadena al engranaje de la producción y del consumo. El tiempo libre debe permitir experimentar, con cierta espontaneidad -sin programaciones manipuladoras-, la libertad, la existencia redimida, la paz, la alegría y la redención, de suerte que la comunidad cristiana tenga en ese tiempo libre un punto de referencia para descubrir la cercanía de Dios, su reconciliación y su paz. De esa manera, el descanso dominical se constituye en denuncia del sistema laboral alienante, en afirmación de la existencia liberada del cristiano y en expresión anticipada del más allá celeste -del futuro de Dios- en el que la vida recobra la plenitud de su sentido9.

9 Además del artículo citado de P. Ficher, vale la pena tomar en consideración las obras siguientes: P. Scolas: ««Le dimanche et le monde du travai', en A. Haquin et E. Henau: Le dimanche: un temps pour Dieu, un temes pour l'-homme, Bruselas, 1992, 152-164; J. C. Sailly: dimanche et travail', en Le dimanche: Situation, enjeux, propositions pastorales, Paris, 1991, 83-100. Dentro de esta misma línea considero sumamente interesantes las anotaciones de X. Basurko en el cap. 13 de su obra Para vivir el domingo..., y que lleva el título "Descanso dominical: cuestiones actuales» (123-136).


CELEBRACIONES DOMINICALES SIN SACERDOTE

No podemos dar por terminadas estas notas sobre el domingo sin antes hacernos eco de algunos problemas de orden pastoral que hoy se debaten por obispos y sacerdotes con cierta angustia. La situación sociorreligiosa ha cambiado profundamente, originando una seria crisis a la pastoral del domingo. Querer ignorar esta crisis o pretender infravalorar sus dimensiones reales, puede llevarnos a una situación irreversible de verdadero desastre. No soy yo precisamente quien vaya a recetar la solución mágica que resuelva el problema. Nadie tiene en su poder esta solución. Sí está en nuestras manos, sin embargo, el tomar conciencia de los problemas y ensayar posibles caminos de solución. Uno de los problemas que se están planteando en los últimos tiempos, con una cierta agudeza, es el de la sensible merma de sacerdotes y el aumento consiguiente de pequeñas parroquias, rurales sobre todo, sin su presencia.

Efectivamente, la grave crisis de vocaciones sacerdotales que venimos padeciendo durante estos últimos años en España y en otros países de vieja tradición católica, está afectando sensiblemente al servicio pastoral que la Iglesia presta a las distintas comunidades cristianas. No son pocas las parroquias que a lo largo de estos años se están viendo privadas de la presencia del sacerdote. Tampoco son pocos los sacerdotes que se están viendo obligados últimamente a multiplicar su presencia en distintas comunidades parroquiales, a fin de asegurar la Eucaristía dominical. Sin embargo, la capacidad de acción de los sacerdotes tiene un límite. Por ello, cada vez son más las parroquias, especialmente en zonas rurales, que no pueden contar cada domingo con la celebración eucarística.

En esta situación, ¿cómo garantizar la celebración del día del Señor en esas comunidades? Pretender que los sacerdotes ensanchen cada vez más su radio de acción y de presencia resultaría inviable para ellos desde muchos puntos de vista y por diversos motivos. ¿Cómo resolver, pues, la cuestión?

Ya en 1964 la instrucción Inter oecumenici (nn. 37-39), haciéndose eco de este problema, sugería la posibilidad de promover celebraciones de la Palabra, presididas por un diácono o por laicos, con el fin de paliar de algún modo la falta de sacerdotes10. Este tipo de experiencias, que en los países de misión eran harto conocidas, para las iglesias de nuestros países de Europa y América no dejaban de ser una novedad. La iniciativa, sugerida por la mencionada instrucción, cuajó con la creación de un Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de sacerdote, del 2 de junio de 1988, publicado por la Congregación para el Culto Divino, y cuyos artífices tuvieron que sortear innumerables obstáculos, provocados siempre por las suspicacias de canonistas y teólogos cercanos a la curia romana11.

En conexión con la problemática planteada por el directorio, antes y después de su aparición, el tema fue ampliamente aireado y debatido por liturgistas y teólogos en las revistas especializadas12, y no fueron pocos los obispos, algunos por su cuentat3 y otros a través de sus respectivas Conferencias Episcopales14, que, asumiendo el problema, ofrecieron datos para la reflexión, sugirieron pistas de solución y marcaron pautas de comportamiento.

10 Inter Oecumenici. Instructio (prima) «ad executionem Constitutionis de sacra Liturgia recte ordinandam»... en Reiner Kaczynski (ed.): Enchiridion Documentorum Instaurationis Liturgicae, Marietti, 1976, 50-78.

" Texto español y comentario en: P. Tena: «Congregación para el Culto Divino. Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia del presbítero», Phase, n. 168 (1988), 469-498. Véase además: X. Basurko: Para vivir el domingo..., o.c., 144-147.

12 Piero Marini: La eventual presidencia litúrgica de los laicos en ausencia del sacerdote», Phase, n. 158 (1987), 113-128; Ramiro González: «Las asambleas dominicales en ausencia de presbítero (Del pasado al presente)», Phase, n. 212 (1996), 145-162. Estos artículos, sobre todo el segundo, estudian el estado de la cuestión y ofrecen una valoración teológica y pastoral del tema.

13 Monseñor J. Jullien, obispo de Beauvais: «Reflexión pastoral sobre las asambleas dominicales sin sacerdote», en El día del Señor. Documentos episcopales sobre el domingo, Madrid, 1985, 189-197; Monseñor L. Soulier, obispo de Pamiers: «Las asambleas dominicales sin sacerdote» en El día del Señor..., o.c., 199-204.

14. Sínodo alemán 1975, Liturgia comunitaria dominical en ausencia de sacerdote en El día del Señor... o.c., 245-250.

No es ésta, ciertamente, la solución ideal, por supuesto. Ni siquiera podría decirse, en términos estrictamente teológicos, que con ello queda garantizada la celebración del día del Señor, cuyo eje es la Eucaristía. Con todo, esta solución evita la ausencia total de celebración —lo cual sería indudablemente peor—, permite un contacto con la Palabra de Dios y asegura una participación en el banquete eucarístico. Por otra parte, y quizás sea esto lo más importante, se inicia un camino de incorporación de los laicos en las responsabilidades litúrgicas de la comunidad. En este sentido, no habría por qué esperar a situaciones extremas, en que las comunidades pudieran quedar desasistidas. La experiencia propuesta es enriquecedora y bien valdría la pena proseguir por un camino que, con el tiempo, podría abrir horizontes y perspectivas nuevas.


ÉXODO MASIVO DE LOS FINES DE SEMANA

Las transformaciones sociales y el desarrollo económico están dando origen, en nuestros días, a comportamientos sociales nuevos. Me estoy refiriendo, en concreto, al fenómeno del desplazamiento masivo que se observa en los fines de semana, especialmente en las grandes concentraciones urbanas, hacia zonas residenciales y lugares de turismo. Este fenómeno repercute de lleno en la pastoral dominical, no sólo por la sensible ausencia de fieles en la Eucaristía dominical de las parroquias urbanas, sino también —y en el mejor de los casos— por el desajuste que provoca en las parroquias la presencia imprevisible de fieles provenientes de la ciudad. Este fenómeno obliga a una seria reflexión a los responsables de las parroquias enclavadas en las grandes urbes, que se ven prácticamente imposibilitados de reunir a la comunidad parroquial para celebrar el día del Señor. Pero no es menos grave el problema que se plantea a los pastores que trabajan en zonas rurales o residenciales. Éstos deben hacer frente a un aumento desproporcionado y repentino de la asamblea dominical, originado por la presencia ocasional de fieles desconectados de la vida parroquial y marcados casi siempre por una peculiar idiosincrasia urbana, difícilmente compaginable con la mentalidad característica de la comunidad rural. En estos casos debe resultar difícil, por no decir imposible, idear un tipo de celebración que responda adecuadamente a la situación real.

Este problema se complica cuando, al desajuste cultural y de mentalidad, se añade la diferencia de idiomas. Este fenómeno es frecuente en nuestros días, de manera especial en las zonas turísticas.

¿Respuestas? En realidad apenas si hemos tomado conciencia del problema. Algunos intentos, superficiales en su mayoría, se han hecho y se siguen haciendo en las zonas turísticas. Pero el problema sigue sin resolverse y las pistas de solución experimentadas hasta el presente apenas si ofrecen garantías mínimamente positivas de solución15

15 Este tema es abordado con amplitud en: X. Basurko, Para vivir el domingo... o.c., 143-144; Domingo y sociedad. Nota de la LXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española: Phase, n. 207 (1995) 243-248.


VIGENCIA DEL PRECEPTO DOMINICAL

A muchos creyentes les resulta actualmente difícil entender la existencia de un precepto eclesiástico que impone la asistencia a la misa dominical. A este propósito hay que decir que la Iglesia de los primeros tiempos no urgió con preceptos disciplinares especiales la asistencia a la asamblea dominical. Era algo tan normal y estaba tan arraigado en la conciencia de los fieles que éstos no necesitaron de leyes especiales para asegurar su presencia en la asamblea eucarística. La asistencia a la Eucaristía dominical, en los primeros siglos, aparece como fruto de un convencimiento personal profundo y no como resultado de una imposición disciplinar.

Aparte de una rápida y esporádica disposición del Concilio de Elvira Q300-306?), que, en el canon 21, amonesta a quienes por tres domingos consecutivos no acuden a la asamblea dominical16, habrá que esperar hasta las declaraciones del papa Inocencio XI (1676-1689), en una de las cuales se condena la siguiente afirmación: «El precepto de guardar las fiestas no obliga bajo pecado mortal, excluido el escándalo, con tal que no haya desprecio» (n. 52)17.

Estos datos debieran hacer pensar a los pastores que lo importante no es cargar el acento en la urgencia y gravedad del precepto, sino educar la conciencia de los fieles haciéndoles ver la importancia de la Eucaristía dominical. No es tanto la urgencia del precepto lo que debe mover a los fieles a participar en la asamblea eucarística dominical, cuanto la imperiosa necesidad interior, vivida con responsabilidad personal, de celebrar la fe con los hermanos y de compartir fraternalmente el cuerpo y la sangre del Señor18. Son muy elocuentes a este respecto las palabras de la Didascalia de los Apóstoles (II, 59): «No os despreciéis, pues, a vosotros mismos y no privéis a nuestro Salvador de sus miembros; no dividáis y no disperséis su cuerpo; no antepongáis vuestros asuntos a la Palabra de Dios, sino abandonad todo en el día del Señor y corred con diligencia a vuestras asambleas, pues aquí está vuestra alabanza. Si no, ¿qué excusa tendrían ante Dios los que no se reúnen el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse del alimento divino, que permanece eternamente?»19.

16. J. Vives (ed.), Concilios visigóticos e hispano-romanos, Barcelona-Madrid, 1963, 5.

17. E. Denzinger, El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres, Barcelona, Herder, 1963, 306.

18. El problema que aquí se plantea es objeto de un amplio tratamiento en la excelente monografía que he citado repetidas veces a lo largo de este capítulo: X. Basurko, El precepto dominical: de la coacción a la convicción en Para vivir el domingo... o.c., 149-155.

19 F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones Apostolorum 1, Paderborn, 1905, 170-172.


JORNADAS ESPECIALES COMPROMETEN LA IDENTIDAD DEL DOMINGO

No fue fácil, para los artífices de la reforma litúrgica conciliar, devolver al domingo el relieve que le correspondía en el marco del año litúrgico. El viejo conflicto entre santoral y temporal había terminado por recuperar la primacía a las fiestas y ciclos que celebran el misterio del Señor, sobre las fiestas de los santos que habían saturado, de forma desmesurada, la casi totalidad del calendario. Esta batalla había comenzado a librarse desde los tiempos de San Pío X (-' 21 de agosto). El Beato Juan XXIII (-12 de octubre) y, sobre todo después, el Concilio Vaticano II devolvieron al domingo el rango propio y la primacía que le corresponde como celebración del día del Señor.

Pero hete aquí que lo que fue resuelto por la vía solemne de los decretos conciliares, se está viendo ahora gravemente comprometido por la fuerza inexorable de los hechos consumados, mediante la proliferación incontrolada de jornadas o intenciones especiales a celebrar en domingo, promovidas por un mal llamado sentido pastoral.

En la lista de Jornadas Nacionales para 1996, facilitada por la Conferencia Episcopal Española, podían numerarse, repartidas a lo largo de los doces meses del año, hasta treinta y dos jornadas dominicales especiales, formando casi una especie de calendario dominical paralelo al calendario litúrgico.

Ante esa lista de 32 jornadas, que se repite casi íntegramente año tras año, surge la preocupación por el riesgo que estamos corriendo de desvirtuar la identidad del domingo, sometiéndolo a un proceso de manipulación e instrumentalización en función de determinadas ideas o determinados mensajes. No criticamos, por supuesto, la preocupación de la Iglesia por los problemas que se afrontan en las jornadas. Eso nos parece legítimo y sobradamente justificado. Lo que no compartimos es la instrumentalización de la asamblea eucarística del día del Señor para plantear problemas que debieran debatirse y resolverse en otros foros. Es cierto. Caben fórmulas intermedias que compaginen las jornadas sin comprometer la identidad del domingo. Va de por medio el sentido pastoral y el criterio sano de los responsables. Pero, a la larga, no saldremos del terreno de los parches y de las chapuzas pseudopastorales.

Después de haber planteado yo mismo este problema en escritos anteriores y haber señalado la gravedad del hecho, he podido leer con satisfacción, en la página Web de la Conferencia Episcopal Española, una Nota elaborada por la Comisión Episcopal de Liturgia sobre las Jornadas Mundiales y Nacionales que ya había aparecido anteriormente en el boletín Pastoral Litúrgica, nn. 157/158, pp. 9-21. Sin llegar a proponer un planteamiento radical del tema y sin ofrecer soluciones completas y definitivas, quizás por la complejidad misma del problema, sí que aparecen criterios claros y pistas de solución adecuadas que encauzarán el tema de manera correcta hacia soluciones satisfactorias. Después de sugerir la conveniencia de reducir el número de jornadas y de agruparlas en los tiempos más adecuados, se insiste en la necesidad de no hacer coincidir estas jornadas especiales en los domingos de adviento, cuaresma y tiempo pascual. Por otra parte, se advierte con toda claridad que <la campaña de mentalización de los fieles deberá hacerse fuera de la liturgia, porque la liturgia no puede convertirse en transmisora de mensajes. En todo caso, para que no se lesione la identidad de la Eucaristía dominical ni el sentido peculiar que la define, las alusiones al tema de la jornada quedarán reducidas «al mínimo indispensable: alusión en la monición inicial y en la homilía, intención en la oración de los fieles e indicación de la finalidad de la colecta». La Nota apoya todo su razonamiento en los documentos del Concilio Vaticano II y en las grandes líneas pastorales que emergen de la reforma litúrgica conciliar.


AÑO LITÚRGICO Y PLURALIDAD DE CALENDARIOS

Al estar ya a punto de cerrar estas reflexiones sobre el año litúrgico y, de modo especial, sobre el domingo, me asalta una preocupación. Me pregunto si todo este hermoso planteamiento sobre la mística del año litúrgico y sobre la vivencia del misterio pascual a lo largo de sus ciclos, domingo tras domingo, no será una colosal utopía. ¿Está de verdad nuestro pueblo, esa gran masa de cristianos de a pie que frecuentan nuestras iglesias, en condiciones reales de entender, asimilar y vivir estas hermosas teorías? Tengo el presentimiento de que no. Por muchos y variados motivos.

Ante todo, porque vivimos inmersos en una sociedad pluralista que, como he indicado en otra parte, cabalga a ritmo de múltiples calendarios. Hay un calendario que proviene del campo de la religiosidad popular, concebido con categorías distintas a las del año de la Iglesia, y que ha penetrado incluso en el mundo de la cultura popular y de los comportamientos sociales de nuestras gentes. Así, contamos con un año cristiano que se desarrolla a ritmo mensual y cuenta con la celebración sucesiva de determinados meses a lo largo del año: el mes de las flores (mayo), el mes del Corazón de Jesús (junio), el mes del rosario (octubre), el mes de los difuntos (noviembre). Se subrayan ciertas fiestas populares, de escasa relevancia en el calendario litúrgico, pero muy importantes en las costumbres sociales: carnaval, antes de la Cuaresma; San Blas, San Valentín, San Juan y sus hogueras, por nombrar sólo algunas. Si a estas fiestas añadimos las numerosas novenas y triduos que todavía se celebran entre nosotros a lo largo del año, tendremos un panorama que en nada o muy poco coincide con el ritmo que la liturgia cristiana ha querido imprimir a la celebración del año, centrado en torno al misterio pascual.

Existen además otros calendarios y otros ritmos sin ningún colorido religioso, pero que condicionan una experiencia auténticamente cristiana del año litúrgico. Me refiero, por una parte, al calendario civil, que, por ejemplo, en la actual sociedad española de las autonomías reviste una peculiar resonancia; al calendario laboral, ideado en función de la productividad y del consumo, en el que se suceden de forma programada las jornadas de trabajo y de ocio; y, por último, al calendario comercial, amparado muchas veces en motivaciones religiosas y orquestado hábilmente por los medios de comunicación y publicidad con finalidades claramente lucrativas.

Este conjunto de calendarios provoca una inevitable interferencia de ritmos festivos y laborales. Interferencias que a veces hacen impracticable el desarrollo normal del año litúrgico. De hecho, el creciente desplazamiento de la población urbana al campo, en los fines de semana, dificulta seriamente, como ya se ha comentado, la celebración regular del día del Señor. Los períodos de vacaciones estivales representan, al mismo tiempo, un paréntesis o una ruptura del ritmo religioso. La nueva estructuración del calendario laboral no ha facilitado, en absoluto, una presencia más asidua de las comunidades cristianas a las celebraciones festivas, especialmente en Semana Santa. Por otra parte, la instrumentalización comercial que la sociedad de consumo ha montado en torno a determinadas fiestas religiosas, especialmente en Navidad, ha favorecido poco una comprensión adecuada del sentido cristiano de esas fiestas. Más bien las está rodeando de una lamentable ambigüedad.

Pero nadie puede ir en contra de la historia. Nosotros, los cristianos, tampoco. La situación real de nuestra sociedad es ésta; y de ahí debemos partir. Debemos comenzar, sin duda alguna, con un esfuerzo pastoral y catequético renovado, intentando educar a nuestras comunidades cristianas, haciéndolas comprender el sentido del año litúrgico, de sus ciclos y de sus fiestas. Es preciso superar el vergonzoso analfabetismo religioso que padece una buena parte de nuestros cristianos de a pie. Aunque, bien pensadas las cosas, quizás debamos comenzar esta labor educativa en nuestros seminarios y facultades de teología.

Por otra parte, quizás podamos ir pensando en nuevas posibilidades de celebrar el año litúrgico, recuperando esquemas más simples y lineales en los que se salven las líneas de fuerza que penetran y definen la estructura del año litúrgico. No puedo ocultar el temor de que los arbustos y árboles pequeños no nos dejen ver el bosque. Quizás fuera necesario que, quienes tienen en la Iglesia legitimidad para hacerlo, idearan una forma de celebrar el año litúrgico de tal modo que, respetando y salvando la gran herencia que hemos recibido de la tradición más genuina y universal, se diera, al mismo tiempo, una respuesta adecuada a los retos que plantea hoy la sociedad en la cual vivimos. Sólo así, después de una poda audaz e inteligente, el bosque podría aparecer en la hermosa sencillez de sus líneas más originales.

,JOSÉ MANUEL BERNAL LLORENTE