El primado del obispo de Roma y su autoridad magisterial

 

Karl Ranher

(Traducción de Juan Iliasi)

 

En su famoso Curso fundamental sobre la fe, que apareció en alemán en 1976, el reconocido teólogo alemán Karl Rahner explora los aspectos centrales de la fe católica. En el texto que presentamos aquí, expone el fundamento eclesial de la autoridad del primado del Papa.

 

En relación con la cuestión de la reivindicación del primado del Obispo de Roma, del Papa, y de su autoridad magisterial, infalible en ciertas condiciones, hay que decir que al Papa, en cuanto cabeza visible de la Iglesia, se atribuye sólo aquellas prerrogativas que según la inteligencia de la fe anterior a la Reforma se atribuyen claramente a la Iglesia en cuanto tal. En efecto, no hay ninguna duda de que la Iglesia anterior a la Reforma consideró que la Iglesia como tal, reunida en Concilio, puede hablar con autoridad última, irreversible y normativa de manera vinculante para la conciencia del cristiano. Fue así que los antiguos concilios se consideraron como doctrina definitiva de la Iglesia, ya no revisable, aunque capaz de desarrollarse, y como normas que ligan la conciencia del cristiano creyente. En consecuencia, en lo que se relaciona con la autoridad magisterial del Papa la cuestión se reduce a esto: si esta autoridad que, según la inteligencia de la fe anterior a la Reforma, existe en la Iglesia, puede atribuirse también al Papa en cuanto tal. Si decimos: al Papa en cuanto tal, evidentemente esto no quiere decir: al Papa en cuanto persona privada, sino al Papa en cuanto autoridad suprema de la Iglesia jerárquica, y en cuanto actúa como tal. Esta precisión significa que el Papa es infalible sólo cuando, apelando a su autoridad suprema, toma una decisión última, por su misma posición en la Iglesia, sobre una cuestión que tiene que ver con la interpretación de la Revelación contenida en la Escritura y con la Tradición.

 

Por lo tanto, el dogma de Vaticano I sólo significa esto: afirma en relación con el Papa una proposición que desde siempre, en la inteligencia católica de la fe, se admitía en relación con la Iglesia, con los Concilios ecuménicos. Aquí hay que decir que la dificultad teológica que deriva de atribuir una función similar en la Iglesia a una persona singular determinada, no es mayor que la que proviene de atribuirla a un concilio o al episcopado universal (presuponiendo que el Papa se considere siempre como el vértice activo, como la persona que representa a todo el colegio). Aquí está fuera de lugar mostrar perplejidad, por decirlo así, por cuestiones democráticas relacionadas con la Iglesia y el punto aquí en cuestión. Un gran número de obispos no representa ni garantiza ciertamente una mayor verdad y una mayor infalibilidad en relación con la decisión última sobre cuestiones de fe que tocan la conciencia más íntima de un hombre, de lo que puede garantizar una persona singular (presuponiendo que consideremos siempre al episcopado universal reunido en concilio, o al Papa como persona singular, como la concreción de la Iglesia concreta que se mantiene en esta realidad escatológica de la verdad no por la capacidad, la inteligencia y la preparación teológica de ciertos hombres, sino por el Espíritu de Cristo). Cuando vemos las cosas así, entonces en el fondo podemos decir que un vértice personal de la representación sinodal y colegial es también la cosa humanamente más razonable y conveniente. Naturalmente, semejante autoridad del Papa, desde el punto de vista humano, siempre representa un enorme riesgo; está, por decirlo así, en la aguda cresta entre la falibilidad, finitud e historicidad humanas y la potencia del Espíritu de Cristo que conserva en su verdad propia a la Iglesia, no obstante su humanidad. Pero esto es válido para la Iglesia en su conjunto. En efecto, una suma de hombres no vuelve a los hombres y a la humanidad menos humanos de cuanto lo es el sujeto singular, dado que aquí no puede tratarse de una búsqueda colectiva de la verdad, en la que, en línea de principio y por la naturaleza de la cosa, más individuos tendrían más probabilidades que el sujeto singular de llegar a la verdad. Aquí, en efecto, se trata del don del Espíritu a la Iglesia. Así como en el fondo el Espíritu no necesariamente debe dirigirse al sujeto singular y a su conciencia de verdad justamente en esta verdad de fe como libre decisión del hombre -aunque en el conjunto de la Iglesia-, y como la fe se escucha y se recibe creyendo que constituye el fundamento de la fe que se puede decir y anunciar con autoridad, así, en el fondo, la idea que está detrás del primado magisterial del Papa romano es sin duda una idea que demuestra en medida suficiente la intrínseca legitimación teológica del primado -es como decir que una autoridad magisterial semejante no puede separarse de hecho de una persona concreta.

 

En nuestra cuestión, dado el método indirecto que adoptamos, no se trata de deducir de manera teológico-bíblica directa la autoridad magisterial del Papa, por ejemplo a partir de Mt 16,18. Aquí se trata de saber si la Iglesia católica, que en Vaticano i, a través de su episcopado universal, declaró que el poder del primado del Papa forma parte de su inteligencia de la fe, necesariamente se equivocó y fue necesariamente contra la naturaleza más íntima del cristianismo, de tal manera que un cristiano en nombre del cristianismo estaría obligado a salir de ella. Si en la Iglesia existe y puede existir tal autoridad magisterial que liga de manera última, entonces no hay motivo teológico para protestar contra el sujeto personal de este poder.

 

Esto resulta también de la constatación de que ya Lutero y sobre todo la teología evangélica moderna niegan la posibilidad de ligar de manera absoluta la conciencia de fe no sólo al Papa, sino también al concilio o a cualquier otra autoridad tangible que opere en la Iglesia. Pero con esto, el foso entre las diversas cristiandades del presente se transforma de un foso que sólo surgió del concilio Vaticano I, en un foso que en realidad debe buscarse mucho más allá del tiempo de la Reforma. En efecto, que, por ejemplo, desde el punto de vista formal, se reconociera que los primeros concilios ecuménicos tenían una autoridad igual a la de la Escritura, y que se considerara que contradecir sus sentencias significaba destruir simplemente a la Iglesia y al cristianismo, era ya claro para la Iglesia y su conciencia de fe incluso en los tiempos en los que no existía la división entre cristianismo evangélico y católico ni la división entre cristianismo oriental y occidental.

 

Si la Iglesia es una sola y si la unidad, no obstante la multiplicidad de las Iglesias episcopales locales, es una y, en consecuencia, en cuanto tal posee y debe poseer también un vértice capaz de actuar, entonces en lo relacionado con el poder del primado verdadero y propio del Papa (distinto de su autoridad magisterial) no es posible elevar ninguna protesta de principio en nombre del cristianismo. Con esto todavía no se demuestra de manera positiva que en la Iglesia exista un igual vértice personal del poder del primado, del poder de guía. Pero se afirma que este poder no contradice realmente la naturaleza del cristianismo como cristianismo que existe en una única Iglesia universal concreta.