IV.  TUS PREGUNTAS SOBRE EL HOMBRE

 

 

A decir verdad, no he encontrado preguntas tuyas sobre el hombre. Quizás eres todavía demasiado joven para interesarte por ello. Por eso no me atrevo a juzgar; simplemente constato que en el hombre ves sobre todo al individuo y sus problemas, y no al ser social. Sin embargo, me hablas de los pobres para acusar a Dios y a su Iglesia de no hacer nada por ellos (¿realmente lo crees?). Evocas la guerra, pero para reprochársela también a Dios. Yo, en cambio, temo menos a la guerra que al mundo estúpido que los hombres construyen... Dicho sin querer ofenderte, eres un individualista encantador preocupado únicamente de tus heridas, de tu profesión... Y de tu sexualidad... Quizá sea tu edad. Por el contrario, hay un tema que te obsesiona y que vuelve continuamente: el más allá.

 

Así pues, voy a hacer tres partes desiguales: una pequeña reflexión sobre la libertad; otra sobre el cuerpo, y la última, y la más importante, sobre la vida eterna.

 

 

LA LIBERTAD

 

No voy a darte un curso de filosofía. Sólo intentaré ayudarte a reflexionar y a poner en claro tus propias ideas.

 

1. La palabra libertad tiene tres sentidos:

 

a) Soy libre físicamente cuando nada externo me fuerza o me impide hacer una determinada cosa. No estoy encerrado con llave en una habitación. No soy prisionero, ni estoy secuestrado, ni bajo la amenaza de nadie. En definitiva, soy libre de hacer lo que me plazca.

 

b) Soy libre psicológicamente cuando he logrado un grado suficiente de madurez; si no soy un retrasado mental; cuando no estoy en estado de embriaguez; cuando nadie me aterroriza ni me hipnotiza.

 

c) Soy libre espiritualmente cuando consigo vencer la servidumbre del pecado o cuando llego a discernir mi vocación.

 

Fíjate bien en esto, para no mezclarlo todo: puedo estar encarcelado físicamente y, sin embargo, tener una extraordinaria libertad espiritual. Por el contrario, puedo hacer todo lo que me venga en gana durante un fin de semana y, sin embargo, aburrirme como un cosaco. Puedo estar en pleno uso de todas mis facultades y servirme de ellas para enterrarme en el pecado. Así pues, sólo gracias a mi vida espiritual soy capaz de liberar mi libertad. Porque la verdadera libertad no es la posibilidad de hacer lo que cada uno quiera, como aburrirse por no tener una ideal o suicidarse por no tener una razón suficiente para vivir. Se puede también, desgraciadamente, utilizar la libertad psicológica para matar a la libertad profunda. Tal era el desafío que se lanzaba a sí mismo un joven cuando decía: «¿Y si me da la gana de destruir mi alma?» Pero este desafío, ¿no era en el fondo una llamada de socorro, como lo son tantos suiciDios fracasados? Por el contrario, es bueno ayudar a una voluntad debilitada -la de un drogadicto, por ejemplo- para hacerle salir de su caos, aunque los límites de la insistencia sean difíciles de fijar. Lo mismo sucede con un niño, cuyos padres podrían llegar a prohibirle algo de manera terminante. Sólo más tarde, cuando haya madurado, el joven les estará agradecido por haberle ayudado a madurar su libertad. Porque la libertad se educa y se conquista.

 

2. No seas individualista, amigo mío; no te encierres en tu subjetividad, ni te creas único en el mundo. Tu libertad no consiste en hacer lo que quieras, por capricho o por fantasía, sino en lograr lo que realmente debes ser. Y no tengas miedo de la verdad. No digas que la verdad no existe. Por propia experiencia, sabes bien que algunos caminos son falsos, que determinados actos te hieren, que las ilusiones decepcionan y que el pecado destruye. Es cierto que, como nos recuerda el Vaticano II, el hombre tiene que alcanzar la verdad libremente, sin coacciones. Esto es lo que se llama la libertad de conciencia, a la que la Iglesia respeta por encima de todo.  Pero esta libertad no te exime de buscar lo que es justo, lo que es exacto, lo bueno, lo que construye. Dicho de otra forma: la sinceridad no basta. «Sincero» quiere decir «sin cera» (sine cera) y, por lo tanto, sin maquillaje. Pero la ausencia de maquillaje no implica necesariamente la belleza. Se puede ser sincero y estar en un error.

Regodearse en el mal hasta el punto de dejar de ser dueño de uno mismo y perder la salud no es ningún éxito. El pecado no da la felicidad. El poeta decía: «la carne, desgraciadamente, es triste ... » La verdadera libertad no es libertinaje. La exigencia moral no es algo arbitrario, como puede serlo una ley positiva (circular por la derecha o por la izquierda). La exigencia moral es una sabiduría. Jesús no dice: «Esto es así», sino «bienaventurados seréis si ... ». Y, si no me crees, pregunta a los que intentaron hacer lo contrario.

 

3. Tu libertad debe tener también en cuenta la del otro. Es algo que nunca debes olvidar. A mi edad ya he oído a este respecto tres discursos sucesivos. En primer lugar, el discurso de los derechos humanos: «La libertad es el derecho a hacer lo que no molesta al otro.» Después, el discurso de las ideologías: «La libertad es el deber de hacer todo aquello que va en el sentido de la historia, despreciando a los enemigos, que no son más que unos reaccionarios.» Y, por último, el discurso del nuevo individualismo actual: «Libertad es poder hacer cualquier cosa, incluso si molesta a los demás».

Por favor, amigo mío, no caigas en esta trampa. Tienes que estar pendiente del otro. No puedes molestarle, ni atentar contra sus derechos. Tienes que evitar escandalizarle y atentar contra sus convicciones morales o religiosas, haciendo gala de tu impudor o profiriendo blasfemias (19: Esta regla vale para ti y para la sociedad a la que perteneces. Ahora bien, es evidente que el ofendido no tiene derecho a recurrir al atentado o a la muerte para vengar su derecho. No estoy de acuerdo ni con Jomeini, invitando a matar a Rushdie, ni con los cristianos que incendiaban los cines donde se proyectaba la película de Scorsese. Aunque también es verdad la sociedad no puede provocar tales reacciones, dejando impunes a los que insultan).

Debes ayudar al otro en caso de necesidad, y aunque nada te obligue a ello. No puedes decirle que se levante para sentarte tú. Y mucho menos, puedes decir a Dios, como Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Génesis 4,9). ¡Eso es ser un caradura! Ahora bien, tampoco debes tener miedo a herir a tu hermano si le das un consejo amistoso para sacarlo de sus debilidades o de sus errores, o si le presentas la Verdad en Persona, que es Jesucristo. Hecha así, la propuesta de la fe no es una agresión, sino la más hermosa de todas las caridades. No digas, pues, para justificarte, que respetas mucho la libertad de los demás, cuando lo que en realidad te pasa es que tienes miedo a utilizar la tuya, porque no te atreves o porque dudas.

¿Estás seguro de no ser intolerante, cuando, después de mi charla, me dices furioso: «cállese, es usted un intolerante»? Tú eres el intolerante, porque me prohibes hablar. Yo no te impongo mis ideas, pero tengo todo el derecho a exponerlas, sobre todo teniendo en cuenta que he sido invitado para ello. Es evidente que puedes contradecirme. Yo mismo te invité a ello, pero sin salirle de tus casillas. Acepta que sea diferente a ti sin sentirte por ello agredido y sin impedirme que tome la palabra o que exponga mis razones. Haría falta que mi lenguaje fuese realmente odioso y mis ideas ofensivas para que alguien me impusiese el silencio o me pusiese de patitas en la calle.

 

4. En efecto, nacemos a la vida en sociedad, y, en primer lugar, en la sociedad civil. Los sociólogos nos dicen que para pasar del estado animal al estado humano hay que respetar, al menos, dos prohibiciones: la del incesto y la del asesinato. Escribir, pues, sobre los muros de la Sorbona, como en mayo de 1968, «prohibido prohibir», es una estupidez, tanto más que ello significa una prohibición más. La verdadera libertad no es, pues, liberal, como no cesan de recordárnoslo los Papas desde hace un siglo. Ya ves en esta doctrina tres aplicaciones posibles.

 

a) el «dejar hacer» total conduce a la ley de la selva. Es la teoría del zorro libre en un gallinero libre. Siguiendo esta regla, las leyes del siglo pasado permitían a los patronos contratar a los niños para trabajar en la industria del textil. Niños de seis años trabajaban once horas diarias hasta que, pocos años después, morían de tisis. Cuando la jerarquía protestó, los economistas de entonces contestaron lo mismo que los sexólogos de hoy: «¡Esto no es un asunto de obispos1» Como ves, las cosas apenas han cambiado. Antes, a decir de algunos, no entendían nada de economía, y ahora no saben ni papa de sexualidad.

 

b) ¡Atención a la incoherencia! ¿Cómo puede entenderse que se permita a los medios de comunicación incitar a los jóvenes a la violación, o a los padres al incesto, cuando tales conductas están duramente castigadas por la ley? ¿Puede el Estado continuar con este doble juego? En un encuentro con jóvenes de un instituto, alguien me dijo: «entonces, ¿ qué hay que hacer: suprimir la ley penal o censurar la televisión?» Conociendo la opinión de la sala, mayoritariamente laxista, respondí: «pregúntaselo a los encarcelados y a sus víctimas.»

 

c) ¡Cuidado con la parcialidad! No eres justo en el campo moral, cuando cierras los ojos ante ciertas cosas y, sin embargo, vituperas otras. De tal forma que todo lo relacionado con el sexo te parece mínimo (incluso la prostitución de jóvenes y niños); en cambio, exiges que se castigue con rigor el racismo y el antisemitismo. 0 bien, absuelves con facilidad el mal que cometes (la impureza), pero denuncias el de los demás - y el que no te afecta personalmente (la tortura, por ejemplo). ¿A qué viene esta diferenciación? Hace un rato hablabas de sinceridad para disculpar el error. Pero, seguramente, hay torturadores sinceros. Muchos de ellos, como Eichmann, uno de los principales verdugos de los judíos durante la última guerra, defienden su derecho a hacerla y se declaran dispuestos a volver a repetirla, sin ningún remordimiento, siempre que su superior jerárquico se lo ordene. ¿Hay que dejarles impunes?

 

5. Abordemos ahora el problema de la Iglesia.

 

a) La pertenencia a la comunidad cristiana es absolutamente voluntaria. Al entrar libremente en ella, aceptas la institución como la quiso Cristo, haces tuyo el Credo y asumes unas exigencias mayores que las que te impone la nacionalidad. Este es tu compromiso. Antes, la Iglesia te pregunta: «¿Crees? ¿Quieres?», y no dejaré de replantearte estas dos preguntas en el umbral de los principales sacramentos, especialmente el del matrimonio y el del orden sacerdotal.

 

b) No contrapongas tu libertada la autoridad (del Papa o de otros superiores). En primer lugar, porque tú fuiste el que quisiste entrar, sin coacción alguna, en la Iglesia apostólica. Además, la autoridad es un medio para crecer (auctoritas viene de augere, que significa hacer crecer). No la confundas con el autoritarismo, es decir, el abuso de los que mandan sin explicaciones ni diálogo alguno. La verdadera autoridad es un servicio, y un servicio difícil. Cuando un jefe es negligente e irresponsable, puede cometer auténticas barbaridades. Por otra parte, mandar es una prueba de gran humildad y disponibilidad. Estoy seguro de que has encontrado ya auténticos jefes, cuya valentía te ha maravillado, al tiempo que no entorpecía para nada sus dotes relacionales. Juan Pablo II hace su trabajo con todo el corazón y sin dejarse abatir por la contradicción. Seguro que los que le critican, cuando ejercen su autoridad, no tienen con sus subordinados la misma delicadeza del Papa.

 

c) Un pastor nunca se opone al surgimiento de la vida. Lo único que hace es canalizarla para que no se pierda entre la arena inútilmente. El pastor es el que está atento a esos patinazos de los que hemos hablado más arriba: los doctrinales y los morales, que provocan, por un lado, la pérdida de la fe, y, por el otro, el integrismo. El pastor se erige en defensor de los más pequeños y de todos aquellos que, para hacer valer sus derechos, acuden a las instituciones de la Iglesia. El pastor visita las comunidades para escuchar a cada uno, y elige hombres competentes y válidos para cada una de ellas. No hace falta que te recuerde los duros combates que ha tenido que mantener el Papado para arrancar la nominación de los obispos al cálculo político o a la cooptación local. El Romano Pontífice pudo reformar la Iglesia sólo porque se mantuvo firme en la ya famosa «querella de las investiduras». Y continúa haciéndolo con valor, porque ése es su deber, oponiéndose, sobre todo, a la designación del amigo por los amigos, ya que los «matrimonios consanguíneos» nunca dan buenos resultados. En el campo intelectual, el Papa no prohíbe la investigación, pero pide a los investigadores que no lancen sus hipótesis al gran público, sobre todo prematuramente, para no perturbar la opinión pública ni escandalizar a los más sencillos. Además, los verdaderos sabios no necesitan recurrir a tales procedimientos, porque son humildes, no quieren impresionar a nadie, y son conscientes de la fragilidad de sus descubrimientos.

 

d) La Iglesia de Jesús promueve tu libertad. Una de las frases del Evangelio más importante para Juan Pablo II es la siguiente: «La verdad os hará libres» (Juan 8,32). Para San Juan, en efecto, la verdad es la plenitud del don de Dios que se encuentra en una Persona. Sólo serás realmente libre amando a Alguien con todas tus fuerzas. «Ama y haz lo que quieras.» Todo lo demás son griteríos de periódicos, vanas disputas, pérdida de tiempo y de energías. Deja para los más mayores este «complejo antirromano», que procede de su galicanismo y que funciona como la rabia.

 

 

 

 

 

EL CUERPO

 

«A mi juicio, dices, el cuerpo es un obstáculo para el Espíritu Santo y una bestia de carga.»

 

Tu opinión puede parecerle mística a algunos, porque privilegia lo espiritual. En realidad, expresa un dualismo muy grave que puede conducirte al extremo contrario, es decir, a la licencia moral. Por otra parte, me da la sensación de que te sientes mal contigo mismo y todas tus preguntas revisten un carácter moral:

 

«¿Qué piensa del aborto?

-¿Por qué la Iglesia prohíbe los anticonceptivos?

-¿Por qué las relaciones prematrimoniales no están permitidas?

-¿Qué diría a una chica que toma la píldora?»

 

Todas estas preguntas remiten a un problema más hondo: «¿Qué dices de tu cuerpo?» Sígueme y verás como todas tus preguntas se reducen a este problema de fondo.

 

¿Ser o tener?

 

¿el cuerpo forma parte del tener o del ser? ¿Es un objeto que poseo o un componente de mí mismo? En el primer caso, es un estuche, una bolsa, un hábito intercambiable por cualquiera de mis cosas. En el segundo caso, soy un todo, hasta tal punto que la muerte me hace violencia porque introduce en mí una dolorosa separación. Lo sabes bien, y, por eso, me preguntas con un asombro comprensible: «¿qué es un hombre sin cuerpo?>, es decir, un alma sola.

 

Ahora bien, a menudo conviertes tu cuerpo y el de los demás en una cosa. Y de ahí vienen todos tus problemas.

 

¿Se puede disponer del propio cuerpo?

 

«La mujer es dueña de su cuerpo», dicen los eslóganes de la planificación familiar. ¡Bonita forma de plantear el problema de la regulación de la natalidad! Si la carne no fuese más que un material cualquiera, el aborto no causaría ningún traumatismo a la mujer. Si la carne fuese algo extraño al espíritu del hombre, los problemas psicológicos no acarrearían ese problema que se llama «somatización», es decir, la repercusión de lo espiritual sobre lo corporal. El problema es que no estás convencido de ello.

En primer lugar, estás preocupado por tener un cuerpo ideal y, para ello, estás dispuesto a manipularlo, retocarlo y hacerte la cirugía, para gustarte a ti mismo y a los demás. Actúas como un espíritu que pilotase una máquina, según la idea que Descartes tenía del ser humano.

Y después tratas de exprimir al máximo esta bolsa de placeres, buscando, por encima de todo, tu confort y tu comodidad. En esta búsqueda pides al cuerpo del otro lo que, evidentemente, no encuentras en la caricia de un sofá, y te prestas a este juego sin que haya ternura mutua, de manera mecánica, y cambiando constantemente de pareja. Te ofreces al instante, sin más, o le provocas.

De hecho, confundiendo el noviazgo con las relaciones prematrimoniales, ofreces tu cuerpo al otro como un cobaya, sin que haya compromiso alguno por ninguna parte. A partir de este test sueles evaluar el conocimiento de tu amigo(a) y las posibilidades de una eventual unión. Pero pronto constatas que este pretendido título de fidelidad no funciona. Me preguntas: «¿Esto es moral?» Y yo te contesto: «Eso no es sabiduría ni conduce a nada. Cuando la Iglesia te pide la abstención, no intenta importunarte ni interrumpir algo que funciona bien. Lo único que te dice es que lo que buscas no se obtiene de esa manera.» La relación sexual sólo procura una experiencia de plenitud si conlleva el don incondicional de dos personas que desean amarse toda la vida. Sin esta donación mutua, no es más que un frotamiento carnal en la superficie de la piel y del consentimiento. No esperes ningún conocimiento verdadero de esta curiosidad, que se limita a realizar sondeos y a medirlos en el registrador de los estremecimientos. No, este juego sin alma no es el aprendizaje del amor. Por eso, muchos de los que se han ido a vivir juntos terminan renunciando a la idea del matrimonio: ya no quieren concluir nada, porque tal experiencia nunca será concluyente y, entonces, la persiguen hasta el agotamiento de la sensación. Ni por un momento habrán hecho un acto realmente humano y libre.

 

¿Se puede disponer del cuerpo del otro?

 

Lo mismo sucede con el cuerpo del otro. El feto, incluso cuando está desarrollado, parece a veces un tumor de la mujer; y algunos comerciantes se aprovechan de las rebajas para hacer productos de belleza con ellos. Se trata, pues, de una «cosa» que se opera y que se explota. En vez de acoger con cariño a este ser ya constituido, algunos esposos deciden autoritariamente si lo reconocen o no; se erigen en jueces para decretar si este objeto puede ser tratado como una persona. Es lo que se llama la dialéctica del dueño y del esclavo: éste sólo existe en la medida en que aquel le confiere la existencia. Al Creador, que les dice: «os hago un regalo maravilloso», el hombre y la mujer responder sin rubor alguno: «nosotros somos los que decidimos.»

Suponiendo, incluso, que el niño haya sido aceptado, a veces se confía el objeto-embrión a una madre de alquiler, una especie de incubadora humana que funciona por dinero y con un contrato en toda regla. No hay amor por ninguna parte: sólo una cosa que se confía a una máquina que ofrece garantías ¿Qué podrá sentir un día el adolescente al que su madre cuente su nacimiento? ¡Es para traumatizarse! Por otra parte, a veces la madre de alquiler se niega a entregar el niño después del parto, porque el niño le parece suyo. No se puede transplantar impunemente un niño en otras entrañas para recuperarlo después, como si fuese una gabardina que se lleva a la tintorería...

Se pueden también comprar otros cuerpos recurriendo a las prostitutas de todos los sexos y edades. Entonces, lo que se atreven a llamar «el amor» funciona al minuto y sin la menor ternura (aquí la ternura sería una trampa en las reglas del juego ya establecidas). Se entabla, pues, una relación hecha de desprecio mutuo. Desprecio del hombre por esta mujer que se vende a cualquiera y que se puede utilizar como se quiera; desprecio de la mujer así tratada hacia el macho que se sirve de ella como un instrumento de placer.

También se puede llegar a querer deshacerse de un minusválido o de un viejo, como si se demoliese un muro que estorba. Y todavía hay quien tiene la cara suficiente para hablar de «eutanasia», es decir «muerte bella», como si se prestase un servicio al enfermo, suprimiéndolo. ¿Quién puede encontrarse a gusto en tal operación? No es esta la actitud de la madre Teresa hacia los moribundos de las calles de Calcuta... La «muerte bella» es terminar la vida como una persona, en unos brazos llenos de ternura.

Todavía hay una última operación posible: el embellecimiento del cadáver que se realiza en los salones funerarios de América del Norte. Es como encontrarse ante un animal disecado del Museo de Historia Natural. El muerto es un objeto que parece que está vivo, para tranquilizar a los que vienen a visitarle por última vez. Y todo ello con el fondo musical de una composición de Mozart. ¡Qué angustia contenida se respira en esta comedia! Si has asistido al entierro de un monje, habrás descubierto inmediatamente la diferencia!

 

¿Tendremos otro cuerpo?

 

Hoy se habla mucho de la reencarnación. También tú me preguntas varias veces mi opinión de ella. Más adelante abordaré el tema en profundidad, pero déjame decirte ya desde ahora que la reencarnación es la consecuencia del cuerpo objeto. Al final de esta vida, piensan algunos, no queda más que sufrir o encontrar complementos: ya sea para pasar por pruebas purificadoras, ya sea para continuar un turismo que se juzga insuficiente. El alma pasa por las carcasas que sean necesarias para eliminar el mal por frotamiento (en el primer caso) o para apagar la sed de viajar (en el segundo). De esta forma, el dualismo es completo: de un lado, un espíritu independiente que no tiene nada que ver con el alma; del otro, una piel que, como las serpientes, se cambia tantas veces como sea necesario. Como ves, no se sale de la lógica que vengo denunciando.

 

Ahora bien:

 

a) el cuerpo es mi propio cuerpo, y no un disfraz disponible en cualquier teatro. Yo no tengo a mi cuerpo. Yo no soy ni i cuerpo. Pero yo no soy sin mi cuerpo. Para mí, ser es vivir, es palpitar en una carne. No es mi boca lo que besan, sin(> yo en persona. No se dice a alguien: «mi corazón te presenta sus respetos.» Mis miembros no tienen nada que ver con esos autómatas manipulados a distancia que pueden verse en las fábricas modernas. Yo no maniobro mi cuerpo, ni asisto de lejos a sus evoluciones, ni le contemplo hacer su gimnasia. El amor no es el reajuste de dos mecanismos en un engranaje, sino la comunión de dos personas con todo su ser. Curiosamente, nuestra época se ufana de haber rehabilitado el cuerpo que se encontraba postergado, se dice. Y, sin embargo, es todo lo contrario: lo ha degradado, y, si lo cuida más, lo hace como si fuese un objeto que hay que mimar para que proporcione el máximo placer.

 

b) No tengo más que una vida y no dos. Una sola vida para amar, una sola vida para experimentar. El tiempo del viaje se termina con mi muerte corporal. «Y por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el juicio» (Hebreos 9,27). Resucitaré, porque mi alma no está hecha para permanecer separada; pero nunca me reencarnaré. Seré totalmente «yo», con mi cuerpo glorioso, pero no iré a revestirme del cuerpo mortal de otra persona.... que no puede prestármelo para dar otra vuelta a la pista, porque se ha convertido en polvo, y también ella debe resucitar un día.

 

c) No me salvaré por el desgaste, sino por la misericordia de Dios. No será la erosión la que elimine las huellas dejadas por mi pecado, sino la ternura de mi Dios, que provoca en mi corazón un fuego purificador y activa mi deseo del Reino.

 

d) La reencarnación no me dice absolutamente nada sobre la vida eterna: es un movimiento sin fin que no desemboca en nada, a no ser en mi disolución en el gran Todo. Si esto es así, no vale la pena purificarse, porque no hay que encontrarse con nadie. Nos arreglamos para ir de visita y no para ir a ahogamos.

 

Amigo mío, no te entretengas haciendo mezclas imposibles y fíjate en las incompatibilidades radicales que hay entre ciertas teorías y la fe cristiana. No intentes, pues, practicar la doble pertenencia. De lo contrario, estarás proclamando a los cuatro vientos que no has entendido nada del cristianismo.

 

 

 

 

ESTO ES MI CUERPO

 

Retén la frase de Jesús en la Cena: «Este es mi cuerpo entregado por vosotros.» Esta frase se aplica a el y, en cierto modo, también a ti.

 

El cuerpo de Jesús

 

El cuerpo de Jesús es, a la vez, recibido y entregado. Al entrar en el mundo, mientras María ofrece su carne al misterio de la Encarnación, el Hijo recibe la suya para ofrecerla en sacrificio (Hebreos 10,5-7). No se la coloca, como un vestido, sino que se la apropia y la hace suya. «Lo que fue clavado en la cruz no era un disfraz», dice Paul Claudel. Su cuerpo es el que permite a Cristo decir «Yo», con su condición limitada y vulnerable. Es la traducción concreta de la palabra Emmanuel, Dios con nosotros. Es el signo por el cual se nos entrega en la Pasión y en la Eucaristía: no un pedazo de el, sino el mismo en persona. Su cuerpo es la humanidad llena de fiebre, en la que se abandona el Padre en Getsemaní. Resucitado, no se desencarna por eso, pero se hace tocar (Juan 20,27). Yo creería en el, haciendo abstracción de su carne y de los agujeros de su cuerpo, que, en adelante, son fuertes. Y, ciertamente, cuando hablo del cuerpo de Jesús, no olvido que está animado, y que es humano gracias a un alma. «Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame.»

La Eucaristía hace intervenir el signo del pan y del vino. De esta forma nos entrega la presencia del Resucitado por medio de estas humildes cosas. Pero estas cosas han dejado de ser intermediarias para convertirse en «especies». Han perdido, no su química, pero sí su substancia profunda, para convertirse realmente en el Cuerpo y la Sangre del Señor. No son símbolos, en el sentido normal del término, ni simples alusiones poéticas. Tengo, pues, todo el derecho y el deber de decir «Jesús» al Santísimo Sacramento, aunque en esta presencia real haya un aspecto provisional y limitado a nuestra tierra. Te digo todo esto porque me preguntas: «¿qué es la hostia absolutamente única- el Hijo encarnado y resucitado hace conmigo una especie de cuerpo a cuerpo por medio de este signo que es el alimento. De esta forma, va mucho más allá que el cuerpo a cuerpo de los esposos que no permite una tal interioridad y que no tiene una tal permanencia, pero se presenta en la misma línea y con la misma imagen (cf. 1 Corintios 6,16-17).

Con cuanta más fe comulgues, amigo mío, mayor será tu comprensión de la grandeza del cuerpo y de su maravillosa dignidad. No. El cuerpo no es un objeto manipulable, sino la persona en su aspecto concreto, el «tú» vibrante y amante. Ahora entiendes que uno no pueda divertirse con su carne sin destruir su ser profundo. Y también entenderás esta extraordinaria frase de Pablo a los Corintios, reprochándoles su impureza: «el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Corintios 6,13).

 

Tu propio cuerpo

 

Es evidente, amigo mío, que no te has encarnado como el Hijo de Dios: tu carne es tu condición normal. Lo que eres no lo has conseguido, a pesar de que también tú entres en la misma dinámica del cuerpo recibido y entregado.

Tus padres no te han «infligido la vida», como dice Chateaubriand hablando de su nacimiento, sino que te la han dado, espero que con sumo gusto. Como decía Diana, dirigiéndose a su madre, que nunca había conocido porque la había abandonado recién nacida: «Gracias por no haber abortado; la vida es tu mejor regalo.» Cuando dos jóvenes padres contemplan a su primer bebé en la cuna, no se extasían ante él de la misma manera que ante un coche. En la cuna hay ya una persona, cuyo destino es todavía desconocido, pero que ya lleva un nombre propio, no un nombre común. En cualquier caso, cualquiera que sea tu origen humano, Dios tu Padre te quiere y no puedes dudar de ello ni un instante. Y tampoco puede molestarte, como a los ateos de hace algunas décadas, que hubieran preferido no ser los hijos de nadie para poder ser totalmente libres.

Su cuerpo, un cuerpo que, evidentemente, no habían elegido, les parecía el signo de su dependencia respecto a sus padres y a su Creador. Querían ser libres, sin cuerpo y sin Dios. ¡Afortunadamente, esta época ha pasado!

Tú sabes que el hombre es imagen de Dios. Ahora bien, Dios es relación, en el interior de sí mismo, del Padre al Hijo en el Espíritu. Dios es también relación al exterior de sí mismo, que es lo que la Biblia llama Alianza. La imagen más bonita de esta Alianza es la del matrimonio. Y éste es el don de los corazones a través del don de los cuerpos. Tu cuerpo te permite, pues, vivir a imagen de Dios, estableciendo con el otro una relación amorosa y fecunda. Está claro que hay otras relaciones, además de la del matrimonio. Así pues, amigo mío, el cuerpo no es un obstáculo para el Espíritu Santo, como me decías al principio, sino un órgano del Espíritu Santo, aunque en ciertas condiciones. En la Visitación, María e Isabel hablan con sus cuerpos. María, embarazada de Jesús, siembra la alegría a su paso como una verdadera procesión. Y Jesús, desde lo más profundo de sus entrañas, hace estremecer a Juan, que da saltos de gozo en el seno de Isabel. Todo vibra al mismo tiempo, carne y espíritu... Incluso los enfermos y los minusválidos son capaces de brillar casi físicamente con un cuerpo deficiente.

Y, además, no hay donación de ti mismo si no se expresa con tu cuerpo y si no repercute en tu cuerpo. Ya sea casándote o aceptando el celibato consagrado, te comprometes a una manera concreta de vivir y amar que no sólo se desarrollará en el espíritu. De una u otra manera, toda ofrenda de ti seguirá las palabras de la misa: «Tornad y comed: esto es mi cuerpo entregado por vosotros.» Entonces te convertirás en trigo del Señor, que será molido por los dientes de las bestias, como decía Ignacio de Antioquía antes de sufrir el martirio.

Por último, quiero suplicarte una cosa: que no repitas esa estupidez que a veces se sostiene incluso dentro de la Iglesia: que el cristianismo ha despreciado el cuerpo. Es verdad, sin duda, que en algunas épocas lo trato con dureza, porque lo creía capaz de lo mejor. Rompe con los estereotipos falsos. La cultura actual desprecia muchísimo más a esta carne con la que hace cualquier cosa, y a la que ha excluido totalmente de la zona del sentido y, por lo tanto, de la zona de la moral.

 

 

 

 

 

 


 

LA VIDA ETERNA

 

Muchas de tus preguntas versan sobre el más allá. Se nota que es una cuestión que te inquieta, aunque algunas sean extremadamente ingenuas.

 

«¿Qué piensa de la vida después de la muerte? ¿La vida es un aprendizaje para más tarde?

-¿Tiene miedo a la muerte?

-¿Es verdad que hay algunas personas que, después de salir de un coma, dicen que han visto una luz?

-¿Dónde están los muertos? ¿Nos ven?

-¿Existe el paraíso? ¿Habrá sitio en él para todos los muertos?

-¿Qué haría usted si fuera eterno?

-Toda una eternidad con Dios debe ser algo tremendamente lúgubre.

-La religión es una estupidez. Sólo vale para alimentar sueños. Cuando muere un padre, la religión dice que va al paraíso, pero no lo devuelve»

 

Otras de tus preguntas no versan sobre la muerte individual, sino sobre el fin del mundo:

 

«¿Habrá un gran cataclismo el día del fin del mundo?

-¿Es verdad que al final de los tiempos había un nuevo mundo en el que viviremos mejor?

-¿Cree usted que se va a retomar la vida y el cuerpo?

-¿Está seguro de que resucitaremos un día?

-¿Qué piensa de la reencarnación?»

 

Vayamos por partes.

 

1. Tú sabes que el hombre entero ha salido de las manos de un Dios, que es único. No puede tener, pues, un alma buena y un cuerpo malo, como si cada uno de estos elementos procediese de una divinidad diferente. Esta es una concepción pagana que debes olvidar. El hombre es creado a imagen de Dios en toda su unidad. Es con su cuerpo puesto en pie como el hombre se vuelve hacia su Creador para decirle: «Padre nuestro que estás en el cielo.» En esta misma posición (homo erectus) puede mirar a los demás, amarles, hablarles y abrazarles. Tal es la altura desde la que Dios se nos revela, como dice el filósofo judío Levinas. La criatura nos enseña también el amor de Dios por los hombres y su deseo de alianza en su diferencia sexual. No separes, pues, nunca la materia del espíritu.

 

2. La Escritura nos dice que la muerte es fruto del pecado, y la Iglesia lo confirma. No quiero entrar en esta difícil cuestión del pecado original, pero sí tengo que decirte que la muerte no es la destrucción del hombre. Lo que Dios crea, no lo vuelve a «descrear». Así pues, no hasta con decir que cuando uno desaparece, Dios conserva en su corazón el proyecto que tiene para mí, de tal manera que lo puede continuar después de una interrupción. De ninguna manera, me dice la Iglesia. Dios no cesa de dialogar conmigo y no habla nunca con un puro proyecto. Lo que en mí hay de indestructible se llama el alma.

 

3. ¡Hablemos, pues, del alma! Además, está de actualidad, aunque desde fuera. Porque lo que la catequesis se olvida de mencionar nos viene siempre mal y desde fuera. Por eso es necesario clarificar este punto:

 

a) el alma no es lo que los paganos llaman el «doble», una especie de fantasma que saldría ileso de la batalla. Ciertamente, mi alma es inmortal, pero, cuando muero, paso por esa experiencia por entero. Mi alma no ve morirse a mi cuerpo, diciendo: «Pobrecito». La agonía afecta a todo el hombre. Más aún, porque tengo un alma es por lo que me veo morir, a diferencia de los animales. En mi lecho de muerte, la función del alma no es poner un pedazo de mí mismo al abrigo de la muerte. Su función es hacer que mi yo entero la traspase. No sólo es mi cuerpo el que muere, sino yo en persona. Amigo mío, te aconsejo que desees vivir tu muerte y abandonar este mundo con plena conciencia «para comulgar al morir», como decía Teillhard de Chardin.

 

b) el alma es, sin duda, inmortal, pero el cielo no consiste en eso. La vida eterna no es la propiedad química de un espíritu que, por sí mismo, durase siempre. La vida eterna es un don, el don de la salvación. Y ésta no consiste en sobrevivir como un producto de «larga duración», sino en comulgar. Por otra parte, la eternidad no consiste en estirar perpetuamente el tiempo. ¡Esto sí que sería lúgubre, como tú dices! En el cielo, el hombre no será una especie de pescado supercongelado o un bote de leche pasteurizado de duración infinita. Al contrario, en el cielo el hombre hervirá de ternura en presencia de su Dios y de sus hermanos reencontrados. «Sí, nos volveremos a ver, hermanos míos, esto no es más que un hasta luego.» el alma ha sido hecha inmortal de cara a su felicidad, felicidad que no está en su poder y que la sobrepasa. El paraíso no es una aburrida supervivencia, sino una alegría desbordante.

 

c) En la espera de la resurrección, el alma del difunto queda como asumida por el Cristo resucitado, que la guarda en su cuerpo. Por eso la Iglesia reza por los muertos durante la Eucaristía, y el sacerdote les recuerda mirando la hostia en el altar. Amigo, no busques a tus seres queridos desaparecidos en los recuerdos que te hayan dejado, por muy venerables que sean esos objetos; reencuéntrales comulgando con Jesús. Esto no te los «devolverá», pero estarás realmente unido a ellos en la fe. Díselo a los padres que hayan perdido un hijo, o a tu padre, si se ha quedado viudo. Las fotos se vuelven amarillas y los cabellos también; sólo permanece la fe.

 

4. Nuestro Dios nos promete la resurrección, que ya se ha realizado para Jesús y para María, pero todavía no para nuestros difuntos. La resurrección no es la reanimación de un cadáver que, como el de Lázaro, volviese a la vida anterior y tuviese que volver a morir (¡el pobre!). ¡Tanto más que al final de los tiempos la mayoría de los cadáveres seguramente se encuentren en un estado lastimoso! No «retomaremos la vida», como si volviésemos atrás en el tiempo. «Pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no tiene dominio sobre EI» (Romanos 6,9). Es, pues, inútil buscar en la tumba. Escucha al ángel de Pascua: «No busques entre los muertos al que está vivo.» No quedan reliquias del Resucitado. Cree solamente que el Espíritu reconstituirá tu persona entera de una forma nueva, y no intentes imaginar cómo lo hará. En ti, el hombre será salvado, y no sólo el alma, en una especie de salto en el vacío indescriptible para desembocar en la ternura de Dios, donde hay sitio para todos. No vayas a imaginarte que el cielo está superpoblado y que hay crisis de viviendas. En la ternura de Dios hay sitio para todos. Ya se lo decía Pablo a los Corintios: que en su corazón hay sitio para todos (2 Corintios 6,12).

 

5. Me preguntas sobre el escenario del fin de los tiempos. ¿Habrá catástrofes terribles en la tierra y fenómenos espantosos en el cielo? Todas estas descripciones las tomas del Apocalipsis de Juan. Pero, ¿lees correctamente este libro? el objetivo del Apocalipsis no es predecir una fecha, ni describir espantos, sino hablar de la esperanza final para los perseguidos, anunciándoles un mundo completamente nuevo. «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21,5). Apocalipsis significa «revelación» y no «catástrofe». Deja a las sectas que hablen con profusión de las venganzas del Todopoderoso. Yo espero la vuelta de Cristo cantando: «Marana tha» (Apocalipsis 21,17), sin el menor miedo en el fondo del alma. Y para este mundo yo espero más bien una dulce y radiante aurora (Salmo 130,6) que una gigante explosión nuclear.

 

6. Amigo mío, deshazte de tus falsas ideas, que yo esquematizo así: la vida, la revida y la supervida.

 

a) Los materialistas dicen que sólo existe la vida terrestre. Los más generosos de entre ellos se ven pudrirse como una hoja en la tierra para hacer el estiércol del progreso de la humanidad. Los estoicos se resignan a esta dura ley de las cosas. Los epicúreos se consuelan reconociendo que han aprovechado a tope la vida. Algunos «místicos» creen que se van a disolver en el nirvana de la nada. En cambio, el cristiano cree de todo corazón en la promesa de su Cristo, que, además, conecta con el deseo más profundo del hombre.

 

b) Otros cuentan con una revida, es decir una o varias reencarnaciones, ya sea para purificarse, ya sea para completar su turismo, ofreciéndose una prolongación del viaje hasta hartarse. Afortunadamente no se muere más que una vez, y después de la muerte viene el Juicio (Hebreos 9,27). Sólo disponemos de una vida para decir sí o no a Dios, sin que haya un examen de recuperación después de un recorrido suplementario. El jardinero divino concede simplemente un año a su higuera improductiva para que se decida a dar fruto; después de lo cual, si sigue siendo estéril, la cortará (Lucas 13,6-9). El alma no es un espíritu autónomo que pudiera revestirse con diferentes disfraces, ni un motor para diversas carrocerías. La purificación no se obtiene mecánicamente; se produce como un acontecimiento interior; no procede de la necesidad, sino de la libertad. La puerta del cielo no será abierta por un controlador o un «gorila». Será el Abba, mi Padre querido, el que me acogerá en el umbral con sus grandes brazos abiertos.

 

c) Por último, otros esperan una supervida, que conciben como la prolongación de la existencia actual, pero muy mejorada, y creen ver el cielo en los fantasmas del enfermo en coma. En primer lugar, a lo sobrenatural no se le pueden poner trampas, ni enviarle una especie de globo sonda para hacer espionaje espiritual, ni se toma a la eternidad en flagrante delito de existir. Además, el más allá no es la prolongación del más acá. De lo contrario, al llegar al cielo, los esposos que se hayan vuelto a casar serían polígamos (Lucas 20,27-40). Cuando se cree esto, pronto se cae en el ocultismo.

 

7. Amigo mío, tienes que creer que la vida eterna es una nueva realidad que te es ofrecida por el Amor. La eternidad no tiene nada que ver con una duración ¡limitada y aburrida... hasta morir una segunda vez. No estriba tanto en la cantidad cuanto en la calidad. No propone una supervivencia de la vida terrestre, pero realizando todos nuestros caprichos. ¡Puro materialismo! La vida eterna no es la inmortalidad, sino la comunión: «estar con Cristo», eso es todo (Filipenses 1,23; 1 Tesalonicenses 4,17; Lucas 23,43). Lo único que pido al Señor es que, al llegar al paraíso, pueda encontrarme con tres grandes sorpresas:

 

a) Primero, la de encontrarme allí.

 

b) Segundo, la de ver allí a la gente que ya no pensaba encontrar.

 

c) Y, por último, la de descubrir a un Dios mucho más hermoso que todas las cosas bonitas que he escrito sobre el.

 

8. Después de haberte dicho todo esto, ya puedo responder a tu pregunta: «¿Tiene miedo de la muerte?». ¿Cómo se puede tener miedo de pasar por la muerte para volver a encontrarse vivo? De ninguna manera. Deseo con todo mi corazón «estar con Cristo» y confío ciegamente en su palabra. No temo al más allá, porque, en lo esencial, no representa una incertidumbre para mí. ¿Miedo del trance de la muerte? ¿Miedo de sufrir? Sí, un poco. Pero me abandono en manos de Dios y cuento con mis hermanos y con la oración de la Iglesia. Cuanto más pienso en la muerte, para familiarizarme con ella, más me prohíbo imaginarme el escenario. «Padre mío, me abandono en ti.» Por eso la muerte se encuentra integrada en mi vida espiritual como un momento capital, y así se lo enseño a los demás cuando dirijo ejercicios espirituales. Quiero vivirla ya de antemano como un acto cotidiano. «Muero todos los días», decía San Pablo (1 Corintios 15,31), porque amar es morir un poco. Como Jesús la tarde de la Cena, la víspera de su Pasión, quiero que mi muerte sea, ante todo, un acontecimiento espiritual y no sólo algo biológico. En este sentido, «mi vida nadie me la toma, soy yo el que la da» (Juan 10, 17-18). No quisiera tener que improvisar el acto terminal de mi existencia, mi última ofrenda. Si no muero de repente, quisiera que mis amigos me acompañasen desde el momento en que el médico me hiciese ver lo irreversible de la situación para entrar en el «morir» con un acto perfecto de oblación y la celebración de la unción de enfermos.

 

Pero no creas que todo eso me paraliza. Al contrario, en ello encuentro una formidable razón para vivir y un gusto furioso por la vida...

 

 

 

 

EL CIELO Y EL INFIERNO

 

«¿Cree en el paraíso, en el infierno y en el purgatorio? -¿Qué significa todo esto para usted? -Si Dios ama a los hombres, ¿por qué existe el infierno?»

 

Voy a reagrupar tus preguntas para ponerlas en relación con el amor, e incluso con el infierno.

 

Es verdad que la Iglesia se ha vuelto muy discreta en estos asuntos. Parece haber colocado sobre estos temas la pancarta de «cerrado por inventario». Y, sin embargo, no cesa de hablamos de todo ello, pero con otros términos. Por ejemplo, el del «Reino» para designar el cielo.

 

1. No se puede hablar de las realidades invisibles como un explorador que, a la vuelta a casa, relata sus lejanas experiencias. Nadie vuelve del más allá. El mismo Jesús y la Escritura sólo nos hablan del más allá con imágenes, porque es la única forma de evocar las realidades profundas.

 

2. A veces empleamos la expresión «las últimas verdades» para designar las diversas posibilidades que nos esperan en el más allá. Pero este tipo de lenguaje es impropio, porque parece colocar todas las posibilidades en pie de igualdad. Ahora bien, el único «fin» con el objetivo logrado, el recorrido hecho, el happy end, es el cielo. Dios no nos coloca ante la vida y ante la muerte como si nos pusiese ante dos hipótesis que pudiesen dejarnos indiferentes, sino que nos llama «bienaventurados» o «malaventurados». El sí y el no no producen el mismo efecto, sino que imponen una elección. Sólo uno de los caminos elegidos es un verdadero «final», es decir, una llegada satisfactoria. El otro es un final trágico.

 

3. El hombre es creado por amor y para el amor. Y no se trata de un detalle sin importancia. Si se «divierte», como dice Pascal, un día u otro terminará por echar en falta algo esencial. Si se desvía y se deforma, puede sufrir graves trastornos y lanzarse a cualquier cosa: sexo, alcohol, droga, espiritismo... o suicidio. No te dejes dominar por este vértigo, ni impresionar por los que se burlan de todo, pues sus burlas pueden esconder una herida. Tampoco seas duro con ellos y muéstrate siempre dispuesto a echarles una mano. Los psicólogos afirman que hay neurosis que provienen de una pérdida profunda de identidad, porque falta la memoria de Dios.

 

4. Dicho esto, hablemos del cielo.

 

a) No es el producto de tu imaginación, ni la proyección de tus deseos más tenaces, buenos o malos. No es un lugar donde, al fin, todo es posible, ni una mesa llena de los manjares más exquisitos... Tampoco es el lugar donde, al fin, todo está permitido y donde se pueden conseguir todas las alegrías del pecado sin que sea pecado. Realmente, ¿hay alegría en el pecado?... Los santos han luchado para no precipitarse sobre el paraíso como niños sobre un caramelo o un pastel, y el mismo Dios purificó su deseo. En su cama de tuberculosa, Teresa de Lisieux murmuraba: «me da la sensación que después de esta vida mortal no hay nada; todo ha desaparecido para mí; sólo me queda el amor.» Había tenido que renunciar, sin duda bajo los efectos de su dolorosa enfermedad, a todas las imágenes suaves por medio de las cuales se representaba la felicidad eterna, y sólo le quedaba lo esencial. Otros, llevando la paradoja hasta el final, dijeron al Señor que le amaban tanto, y sólo a el, que serían capaces de amarle incluso en el infierno. Así expresan la gratuidad de su afecto, que no busca recompensa alguna.

 

b) el cielo tampoco es la compensación para el creyente por sus privaciones, voluntarias u obligadas, ni la recompensa futura para resignarse aquí abajo. Es el lenguaje atípico del siglo XIX: «Aceptad vuestros sufrimientos actuales en espera del juicio final en el que creéis, y aceptad que yo sea rica, porque no tengo la fe que me recompense en el cielo». De ninguna manera. El Reino debe comenzar por establecerse en la tierra y no exime de ser justo aquí abajo: «Que venga tu Reino en la tierra como en el cielo.»

 

c) Ya te dije que, para San Pablo, el paraíso es estar con Cristo, y nada más. No se trata, pues, de un tener, sino de un ser. No se trata de una determinada cantidad de bienes, sino de una calidad de vida. No esperes nada más. Estar con el Señor significará también reencontrarme con todos los que liemos amado y que constituyen su cuerpo místico. Pero no intentes imaginar el cuadro. Confía en Dios y en el saber hacer de sus ángeles...

 

d) Así pues, el cielo comienza en la tierra, porque Jesús nos lo dice: «Si alguien me ama, mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Juan 14,23). «el cielo es Dios, grita Teresa, y Dios está en mi alma.» Encuentra ya un aperitivo de la felicidad en todas las formas de caridad, en la oración y en el servicio. Hay momentos en los que no se siente pasar el tiempo...

 

5. Sólo puedes «comprender» el infierno en función del cielo. No se trata, pues, del horno lleno de torturas sutiles y suplicios refinados, sino el sufrimiento procedente del hecho de haber rechazado conscientemente el amor para el que estamos hechos.

 

a) el infierno no es un lugar delimitado, sino un fuera, un no-lugar. Es el exterior de la comunidad, de la que se es excluido por la propia culpa. Por eso la Biblia coloca al diablo en el desierto, en la tierra árida, inhóspita y sin senderos. Por otra parte, el mismo Satanás es un ser marginado. De la misma manera, la condenación es lo contrario del comedor familiar, donde brillan las luces familiares. Es la noche opaca de fuera, que el Evangelio denomina «tinieblas exteriores».

 

b) el dolor del condenado no proviene de los instrumentos de tortura, sino de la evidencia de su falta de sentido. El dolor del condenado no es algo que se añade, sino que surge desde dentro. Al estilo de la alegría del cielo, que tampoco es un suplemento de amor, sino el mismo amor. Deja, pues, de lado las imágenes terroríficas de tus libros de adolescente. Dios no castiga; sólo deja de resistir al hombre cuando le dice: «¡Oh, hombre, que se haga tu voluntad!» Y entonces comienza la condenación y toda la verdad irrumpe en un alma vendida al error. El condenado continúa prefiriendo todo a Dios, pero se da cuenta de que nada puede confundirse con el. El condenado se encuentra destrozado entre todo lo que ha elegido, y que no es nada, y Aquel al que ha rechazado, que lo es todo.

No se necesita buscar un tormento exterior; el interior es más que suficiente. No se necesita imaginar un suplicio, puesto que aquí el castigo se confunde con la falta.

 

c) el infierno nos es revelado en el Nuevo Testamento, al mismo tiempo que se nos revela el mismo Amor. Se nos muestra como la terrible posibilidad creada por la apertura de corazón de Jesús, si este Amor, reconocido como tal, no es acogido. También aquí la condenación no es más que una consecuencia y no se corresponde con ninguna intención deliberada de Dios, como lo precisaron los concilios. Quizá me digas que, en estas condiciones, el Señor habría hecho mejor quedándose tranquilamente en su cielo sin amarnos nunca. Como ya te he explicado más arriba, no fue ajeno a este problema, pero tampoco se dejó intimidar por él, sino que lo asumió. Crucificado, vino a impedir con sus dos brazos extendidos la entrada del infierno; en adelante, para entrar en él hay que pasar sobre su cuerpo.

Por otra parte, el es el primero en mostrarse afectado por el rechazo categórico del hombre. Si lo piensas bien, el infierno es una humillación para Dios, de tal forma que algunos, al pensar en esto, niegan la condenación. Sugieren que el oponente absoluto debía, más bien, ser reducido a la nada para evitar el escándalo de una contestación definitiva. De esta forma, Creador y criatura quedaban aliviados de un tremendo problema. Ahora bien, ésta es una teoría demasiado humana, Es la actitud que nosotros tomaríamos si estuviésemos en el lugar de Jesús. En cambio, el Señor nunca rompe sus compromisos y asume sus consecuencias con lealtad y valentía.

 

d) En el Evangelio, Jesús sólo habla del infierno con sus mejores amigos (Lucas 12,4-5). En efecto, es el amigo íntimo el que, al traicionarle, puede convertirse en el enemigo ideal. Por eso, «a los que se les ha dado mucho se les exigirá mucho». La posibilidad de condenarse no es, pues, un sermón destinado a meter miedo a la gente para que no peque, sino la meditación de un enamorado ferviente. Cuanto más amo, más temo no amar suficientemente, o dejar de amar un día. Es, pues, la ternura -y no el miedo- el que me hace decir esta oración: «¡No permitas que me separe de ti!» el infierno sólo le parece algo posible y real para el que está enamorado. No puedo pensar que en el infierno pueda estar alguien más que yo, decía un santo cardenal de la Iglesia. Como ves, no salimos de la dinámica del amor.

 

e) el Evangelio nos dice que el fuego del infierno no se apaga jamás. El condenado ha traspasado, pues, el punto de no retorno, como afirma la fe de la Iglesia. De ahí que se hable de un fuego eterno, pero la expresión es ambigua. En primer lugar, porque la eternidad no es una cantidad de tiempo, sino una calidad del ser. Por lo tanto, esta calidad del ser no puede ser la misma en el cielo que en el infierno. De lo contrario, no valdría la pena salvarse.

 

f) Jesús nos habla a menudo y de una forma enérgica del infierno como posibilidad (Mateo 18,8-9), pero, aparte de los ángeles caídos (Mateo 25,41), no designa a ningún condenado, ni siquiera a Judas. La Iglesia también canoniza a los santos, pero no publica las listas de los condenados. ¿Quiere esto decir que el infierno existe, pero que está vacío? Jesús tampoco dice esto, sino que nos invita a estar vigilantes y a rezar no como seres aterrados por el infierno, sino como centinelas' del cielo.

 

 

EL PURGATORIO

 

Por último, voy a tratar, amigo mío, un punto que seguramente estás esperando, porque compromete nuestra oración por los muertos: el purgatorio.

 

1. Cuando el hombre peca, su mala acción produce un doble efecto: la falta (culpa), que puede llegar incluso a destruir la relación amistosa con Dios, y una especie de lesión (poena), que crea en su corazón un desorden, una propensión, una vulnerabilidad o una desestabilización. La falta se anula con el perdón: la absolución la suprime radicalmente. Pero la lesión permanece, y quizá su cicatrización sea larga. ¿0 es que crees que el hijo pródigo pudo retomar con toda facilidad su vida anterior, nada más concluida la fiesta dada en su honor? ¿Y las malas costumbres9 Además, ¿crees que el corazón de su padre, profundamente herido por su huida brutal, se quedó curado de sus heridas por arte de magia? No. Por muy real que sea el perdón, no se puede confundir con la magia.

 

2. Imagina que un esposo abandona a su mujer y a sus hijos para correr una aventura, pero cambia de opinión y vuelve al domicilio conyugal. Imagina también que su mujer le perdona y retoman su vida en común sin hablar de este mal recuerdo. La falta (culpa) ha desaparecido. Pero la herida (poena) permanece: la magulladura en el corazón de la mujer y de los niños, así como la pérdida del equilibrio en el corazón del marido y su ruptura de la fidelidad. Por eso, el hombre se va a dedicar con más ahínco que nunca a curar las heridas de los que ha hecho sufrir y a familiarizarse con el amor que ha manchado... Esto es exactamente lo que pasa cuando te confiesas. En el sacramento del perdón, después de que has reconocido tu culpa (mea culpa), el sacerdote te absuelve de tu pecado, lo suprime arrojándolo al brasero del corazón de Jesús. Pero tu ser permanece herido por el acto cometido. Por eso, el sacerdote te pone una «penitencia» (poena), no para hacerte pasar por caja, para que pagues el precio del perdón, sino para que no te deslices por la cuesta del pecado. ¡Qué mal entienden todas estas cosas muchos cristianos! Algunos creen que hay que cumplir la penitencia para arreglar la contabilidad, y por eso quieren que la penitencia sea una oración cortita que se pueda decir rápidamente para quedarse con la conciencia tranquila. Ahora bien, la penitencia es retomar un nuevo dinamismo que dé la vuelta por completo a la atracción del pecado. Así, si has pecado contra la esperanza, el sacerdote te mandará hacer un acto de esperanza; si rezas poco, te pedirá que hagas diez minutos de adoración, etc... Está claro, por otra parte, que esta penitencia no es más que un comienzo simbólico, algo así como en la misa el beso de la paz no hace más que expresar un deseo de reconciliación, que deberá realizarse después del podéis ir en paz con una persona que quizá ni siquiera esté presente.

 

3. La penitencia tiene algo de propio y algo de comunitario. Quizá sepas que el santo cura de Ars, que confesaba hasta diecisiete horas diarias a muchos y grandes pecadores, ponía penitencias bastante suaves. Alguien se lo dijo un día, y él respondió: «Es que yo hago el resto ... » Cargaba, pues, sobre sí mismo, practicando la mortificación, con una parte importante de la curación de los demás.

 

4. El purgatorio se mueve también en esta dinámica, No se parece en nada al infierno, ni siquiera a un infierno reducido. No tiene nada que ver con la condenación, que es un castigo, y que se cumple lejos de Dios y con el odio en el corazón. Aquí no hay nada de todo esto. Cuando alguien muere, incluso en estado de gracia, le hace falta concluir la curación que comenzó en la tierra pero que dejó inacabada. Porque la cicatrización se comienza en la tierra a través de nuestros actos de amor, nuestras oraciones, ayunos y pruebas materiales y espirituales, y se termina en el más allá, en esta especie de horno que nada tiene que ver con el infierno, sino con un fuego de amor, humilde e impaciente por ver a Dios. El purgatorio no es un castigo, sino una purificación; no es una explosión de odio, sino una ardiente oración. Es aquí donde interviene la oración de la Iglesia en favor de los difuntos, aunque su forma de actuar siga siendo un misterio para nosotros.

 

5. Seguramente has conocido personas muy buenas, muy queridas y muy santas, en cuyo entierro todo el mundo decía: «Seguro que está en el cielo.» Esperémosle, pero nadie puede asegurarlo. A excepción de los que la Iglesia beatifica y canoniza, los elegidos permanecen en el anonimato. Por eso les honramos en la fiesta de Todos los Santos. En los funerales suele ser normal subrayar brevemente los méritos del difunto. Pero cuando yo muera, no vengáis a hacerme el panegírico. Eso sí, rezad con todas vuestras fuerzas por mí. Pienso siempre en la pequeña Bernadette de Lourdes, que, en el convento, decía con humor a la gente que le admiraba demasiado: «Seguro que cuando muera, la gente dirá que era una santa, y me dejará arder en el purgatorio ... » Dios es el único que puede Juzgarnos. ¡Déjale hacer su trabajo! Por otra parte, sucede a menudo que, al hacer el elogio de los difuntos, se haga el elogio de uno mismo. «Ha librado un buen combate, lo mismo que yo ... » Evita esta película y reza.

 

6. En las grandes circunstancias, el Papa pone a nuestra disposición todo el tesoro de la Iglesia: es lo que se llama las indulgencias. Las indulgencias no se refieren al perdón de los pecados (culpa), que pertenece al sacramento y supone estar confesado y haber comulgado. Su objetivo es acelerar tu curación, conectándote con la comunión de los santos, para que esta profusión de caridad suprima en ti toda lesión (poena). Para ello, el Papa te pide, además de la confesión y de la comunión, que hagas alguna obra buena: una oración por sus intenciones, una peregrinación, una visita a la Iglesia, etc... Y, sobre todo, no tomes esto como un rito mágico y no transformes todo esto en un tráfico mercantil (ganar indulgencias), puesto que la misericordia es eminentemente gratuita. Y no hagas caso de los que critican las indulgencias. Pronto te darás cuenta de que no han entendido nada y de que se están refiriendo a caricaturas como las del tiempo de Lutero. Tú, en cambio, muéstrate orgulloso de la comunión de los santos, este intercambio extraordinario del que habla el Credo. Y no te obsesiones con tu problema: pide a María que te eche una mano...

 

7. En el centro de todo está la Eucaristía, el gran intercambiador cielo-tierra, el punto de encuentro de toda la Iglesia militante, sufriente y triunfante. Piensa en todo esto durante el Canon de la misa, porque ése es el momento prodigioso en el que se comunican los ángeles y los hombres, los santos y los pecadores, los vivos y los muertos, con una sola y misma voz (una voce).

 

 

La muerte no me puede retener sobre la cruz;

mi cuerpo tiene que revivir en tus brazos.

Voy hacia ti, mi Señor, con alegría.

Voy hacia ti, mi Señor y mi Rey.

el día no puede ya tardar,

el invierno tiene que ceder a la primavera.

Tú sabes mi nombre, mi Señor, y me esperas;

tú sabes mi nombre, mi Señor, Dios vivo.

Tú tomas mi vida y la llevas alegre;

tú tomas mi sangre y yo abro los ojos.

Y ves tus manos, mi Señor, en los cielos,

 ves tus manos, mi Señor y mi Dios» (20 Poema de Didier Rimaud).

 

 

CONCLUSION

 

No es nada fácil responder a tus preguntas, ya sea de palabra o por escrito, a bote pronto o con tiempo. A veces no se entiende bien lo que se pregunta. Se puede comenzar a responder, y de pronto bifurcarse hacia otro asunto más conocido, para evolucionar en un terreno más familiar. Incluso a veces se puede haber preparado tanto la intervención, que las respuestas parecen preceder a las preguntas. Un humorista puso en labios del general de Gaulle, que dirigía con mano de hierro sus conferencias de piensa, esta frase: «Por favor, señores, traten de adaptar sus preguntas a mis respuestas ... »

 

Por otra parte, el entrevistado no se limita a recitar una lección bien aprendida, como lo haría un estudiante en un examen real. El entrevistado no se encuentra ante ningún jurado, pues no es un estudiante, sino un testigo. Como Jesús, puede responder a una pregunta con otra: «¿Por qué me dice usted eso? ¿En qué le molesta la posición de la Iglesia? ¿No se está contradiciendo usted? ¿Me está usted tendiendo una trampa? ... » el entrevistado puede también detenerse más sobre el problema y profundizar en él, lo que conduce al otro a reformular su pregunta.

 

Tampoco es fácil para un hombre de mi edad dialogar con los jóvenes de hoy. En este punto veo cuatro posibilidades:

 

a) Dar una conferencia sobre un tema bien preciso y detallado. En ese caso, el oyente pide explicaciones objetivas y sin implicaciones personales. A veces, cuando la conferencia ha merecido la pena, se aplaude con fervor al orador y se vuelve a casa satisfecho, con la conciencia de no haber perdido el tiempo. A los directores de los colegios les gusta mucho este tipo de encuentros, porque se desarrollan con toda tranquilidad y no revolucionan a los alumnos...

 

b) Dar un discurso enfático del tipo: «¡Bravo por vosotros. los jóvenes, que sois el futuro de la Iglesia! Cristo cuenta con vosotros y la jerarquía os apoya. Continuad sintiéndoos amados, apoyados y bendecidos ...». Los aplausos surgen entusiastas, pero ahí se acabó todo. Es como una tormenta de verano que no cala ni deja rastro.

 

c) La recuperación tendenciosa: «Vosotros los jóvenes, pensáis exactamente igual que nosotros, vuestros mayores. Juntos haremos un mundo nuevo después de haber barrido la actual podredumbre...». Esta actitud me parece oDiosa y deshonesta. Tú puedes manifestarme, siempre que quieras, tu desacuerdo o tu diferente visión de las cosas, sin que por ello deje de considerarte mi amigo.

 

d) La interpelación franca y cordial. Esta es la actitud que creo he tomado contigo. No he querido distraerte, ni excitarte, ni condicionarte, sino hacerte reaccionar amistosamente. Tus salidas de pata de banco y tus embestidas de toro bravo no me han impresionado.

 

Y ahora permíteme que te cuente mis reflexiones sobre ti y sobre tu generación, porque a tu lado he aprendido muchas cosas que no tenía tan claras. Al principio de este libro te prometí una foto: aquí está. Poco a poco tus contornos se han ido diseñando, unos más acusados que otros, hasta que fue surgiendo tu retrato. Un retrato que coincida totalmente con el que, no hace mucho tiempo, hacía el cardenal Danneels de la juventud de su país.

 

1. Ya no estás aferrado a un materialismo grosero. Y no crees a los profetas de las «mañanas luminosas». No me planteas ninguna pregunta sobre Marx, por ejemplo, y ni siquiera me interrogas sobre lo que suele llamarse las ciencias humanas. De entrada, te siento más espiritualista, o, en todo caso, más espiritualista que las generaciones anteriores, aunque, en la práctica, te muestres indiferente ante las diversas comunidades religiosas clásicas y ampliamente ignorante de la fe católica.

 

2. Pero este espiritualismo es el de un pagano. Para ti, Dios es una especie de ley mecánica que provoca los fenómenos naturales o un espíritu cósmico sin consistencia personal. La religión no comporta ninguna vida interior propiamente dicha, es decir, una comunión con el Señor. Todo esto lo reemplazas por una serie de técnicas y trucos. Ignoras al Dios Padre y, por consiguiente, ignoras lo que es el don y la gracia, palabras que nunca utilizas.

 

3. Por eso te sientes poco atraído por Jesús. La generación anterior a la tuya decía: «Sí a Jesús, no a la Iglesia», y la precedente: «Sí a Jesús, no a Dios.» Tú, en cambio, pareces interesarte más por Dios que por Cristo. La vida sexual de Jesús y de María te plantea problemas y les aplicas tu forma habitual de ver las cosas.

 

4. La Iglesia ha dejado de ser para ti la enemiga que todavía sigue siendo para los adultos, y se ha convertido en una extraña y desconocida, en una institución rara a la que analizas a través de los clichés estereotipados de los medios de comunicación. La cosa resulta curiosa, sobre todo teniendo en cuenta que tal vez nunca esta Iglesia haya sido tan cristiana desde la base a la cúpula, tan internacional, tan creativa, tan viva, y tan de hoy, a pesar de lo que tú puedas pensar. Deberías informarte mejor sobre la vida de la Iglesia. Pero, ¿cómo podrías interesarte por la Iglesia, si Cristo no te dice nada? La Iglesia es Iglesia de Cristo y de nadie más.

 

5. Tienes enormes lagunas en tu formación, aunque no te sean imputables. Por eso nunca hablas del pecado, original o personal, ni de la redención, de la cruz o del sacrificio; casi nunca de la presencia real, y nunca de los sacramentos. La misa es para ti una ceremonia, y la hostia una cosa. Tu régimen alimenticio cristiano es una pena. Tienes que equilibrar tu menú.

 

6. Hay dos cosas que la catequesis no te ha enseñado y que has aprendido en las revistas y en las sectas. Y, evidentemente, los has aprendido mal: el diablo, al que has hecho pasar de ángel caído a divinidad maléfica, y los novísimos o las últimas verdades.

 

7. En el fondo, eres esencialmente un ser narcisista, vuelto sobre sí mismo y mirando casi exclusivamente en dirección de su sexo, que se ha convertido en una verdadera obsesión para ti. A tu juicio, el hombre es una tierra sacudida permanentemente por un seísmo cuyo epicentro es el bajo vientre. «Tienen por Dios a su vientre», dice Pablo (Filipenses 3,19). Se diría que nuestra época, después de haber utilizado todas las demás fuentes de placer, se vuelca sobre esta última manera de gozar; pero ¿por cuánto tiempo? Dudo mucho que la sociedad pueda mantenerse en buena salud, mientras continúe deslizándose por esta pendiente.

 

8. Eres un ser esencialmente conformista, incapaz de definirte y de llevar la contraria a la mayoría. La opinión más extendida te parece absolutamente irrefutable, no tanto por una cuestión de verdad, cuanto por una cuestión de confort psicológico. Porque ser diferente es ser un desviado, y, por lo tanto, un anormal, y como tal, un estigmatizado. Tu reflejo interior es el miedo de diferenciarte de la tribu cultural. ¡el grupo ante todo! Como no tienes una personalidad fuerte, te alineas con la infalibilidad tranquilizadora de la sociedad en todo lo que concierne a las ideas y a las costumbres. ¡Te hace falta calcio!

 

9. Eres el hombre del momento presente, y, por eso, te da miedo comprometerte. O mejor dicho, haces promesas, pero casi nunca las cumples. Tu unidad de tiempo es el día a día. El mañana no existe para ti. ¿Qué haces de ese valor de base que es la fidelidad a la palabra dada? ¿Qué coherencia esperas de una visión de la vida puramente puntual?

 

10. Hablas poco de lo social, aunque no haces ascos a entregarte a los demás, porque también a veces eres generoso y porque lo social te singulariza menos que la fe. Después de todo, cuidar a los enfermos no está tan mal visto.

 

11. No tienes noción del bien y del mal, pero juzgas lo que te conviene cada día e improvisas diariamente. No tienes sentido del pecado porque no crees en un Dios Padre que te pide que le ames. Y pasar por encima de los mandamientos de la Iglesia no te causa problema alguno. Según dicen los medios de comunicación, es la actitud de casi todo el mundo. Además, tú haces imperturbablemente lo que te apetece. ¡Y que todo el mundo haga lo mismo!

 

12. Para complicar todavía más el problema, hoy las actitudes morales están ligadas a los descubrimientos de la biología. Tú piensas a priori, como mucha otra gente, que todo lo que permite la ciencia es necesariamente buena. No te das cuenta de que, por primera vez en la historia, las citadas ciencias provocan consecuencias malas, e incluso mortales, mientras que antes contribuían a mejorar la situación del hombre. ¿No deberíamos, pues, tener el coraje suficiente de decir no al aprendiz de brujo, aunque sus primeras realizaciones todavía parezcan buenas?

 

13. Al hacer este retrato tuyo, no olvido, amigo mío, que participas, tanto o más que los otros, en la sociedad que se prepara. Los investigadores nos hablan ya de la «postmodernidad» y de un nuevo individualismo, e incluso de la «derrota del pensamiento». Nos dicen que la gente vive de impresiones, «feelings». Ya no existe ni verdad, ni mentira, ni belleza, ni fealdad, sino una muestra indefinida de placeres diferentes e iguales. Provisto de un mando a distancia, el hombre se programa según sus pulsiones del momento -que llama «cultura»-, sin preocuparse para nada de los valores tradicionales. ¿No vale tanto Bob Marley como Beethoven? Atrapado por la industria del ocio, Su Majestad el Consumidor sucumbe deliciosamente al principio del placer: satisfacer los deseos inmediatos. El hombre consumista confunde egoísmo con autonomía, es alérgico a los proyectos totalitarios, pero también incapaz de combatirlos. Predica la libertad, pero no hace nada por ella... Por eso la sociedad corre el peligro de descomponerse y de ver enfrentarse a dos tipos de hombres: el zombi, que pasa de todo, y el fanático, excitado e intolerante. El zombi engendra al fanático y toma por tal a cualquier persona convencida y reflexiva.

 

14. Y, sin embargo, amigo mío, no olvido tus cualidades, que Juan Pablo II te reconoce en su carta «Christifideles laici» (30 de noviembre de 1988): la preocupación por la justicia y por la paz; el gusto por la no-violencia; el sentido de la fraternidad, de la solidaridad y de la amistad (n.º 46). Conozco también tu búsqueda inquieta de Dios. Sé asimismo que bajo una aparente desenvoltura eres capaz de entender que el pecado es una masacre. Y veo, entre los más cristianos de tu generación, que vuelve a florecer el espíritu misionero. En esta víspera de Ramos, en la que doy el ultimo repaso a este libro, se anuncia que los jóvenes de Montmartre van a formar equipos de oración y de predicación en los cuatro puntos cardinales de París, para contar a los parisinos qué es la Semana Santa. ¡Enhorabuena!

 

No soy, pues, un médico que te anuncia tu muerte cercana o que hace tu autopsia. Simplemente, he querido rendirte el servicio de la franqueza, para que puedas fortalecer tu humanidad y tu fe, y, de esta forma, ayudar a tus hermanos y comprender mejor sus problemas. Evidentemente, he generalizado, pero seguramente te has reconocido en muchas o en algunas de las consideraciones realizadas. Y si, por fortuna, ya has conseguido construirte una osamenta espiritual, piensa en aquellos que son débiles y están todavía a la merced de cualquier virus.

 

Hasta pronto, amigo mío. Sólo he pretendido la evangelización calurosa de tu espíritu para que seas capaz de dar razón de tu esperanza a cualquiera que te la pida (1 Pedro 3,15). Gracias por haber reflexionado conmigo y hasta otra ocasión. Un abrazo.