Hubo terremoto en el Perú, y no solo
tembló la tierra sino también los corazones y las mentes. Porque a todos se
nos movió algo, quizá poquito, pero algo. Todos reaccionaron. Y si algunos
tomaron su rosario con más fuerza entre las manos, otros lanzaron con más
violencia la Biblia por la ventana, tal vez viendo si de pasadita alcanzaban a
bajarse alguna ventana del Vaticano.
Y mientras César Hildebrandt[1] escribía un
artículo provocador esperando remover conciencias —y quizá parar la olla—,
una más sencilla amiga mía me preguntaba (sin saberlo), quizá con menos
pretensiones, pero seguramente con el mismo desgarro en el corazón: «Si Dios
existe, ¿dónde estuvo el miércoles?».
Y leo su pregunta y me pongo triste porque pienso muchas cosas.
Pienso, por ejemplo, en tres ómnibus llenos de gente que partió hacia Chincha
apenas 96 horas después de la tragedia. ¿Especialistas en rescate? ¿Sismólogos?
¿Brigadas de Defensa Civil? No. Solo gente, común y corriente, gente que de
lunes a viernes trabaja, estudia, va al cine y toma el transporte público,
pero que ese fin de semana decidió dejar esas cosas para ir a dar una mano a
los que perdieron todo, pagando su propio pasaje, llevando su propia comida y
una simple bolsa de dormir. Gente que ni siquiera dudó cuando, una
vez arriba del bus, el improvisado encargado general quiso advertir que la
situación no estaba tranquila, que apenas el día anterior hubo robos, saqueos,
bandas armadas recorriendo la ciudad en busca de la ayuda que no llegaba.
Pienso en esa gente, en cuyos rostros vi encresparse el miedo al oír esto, en
esa gente que hizo un silencio de tumba cuando oyó «No les garantizo su
seguridad», pero que cuando escuchó «¿Alguno se quiere bajar?» no se movió.
Pienso en todo esto, y pienso que sé dónde está Dios.
Y mientras recuerdo la pregunta de mi amiga, pienso en las toneladas y
toneladas (porque han sido toneladas, eh) de ayuda que salieron de todos lados
y llegaron todas al mismo sitio.[2] Tantas toneladas, que las
organizaciones de ayuda que normalmente cubren este tipo de desastres no se
daban abasto. Y pienso en la secretaria de un sitio que frecuento rogándome
que me anotara, que se necesitaban turnos de cien voluntarios diariamente para
ayudar a procesar las donaciones en cierta organización católica internacional
sorprendida y sobrepasada. Pienso en todo esto, y pienso que sé dónde está
Dios.
Y pienso en la pregunta de mi amiga, y recuerdo que toda la semana posterior
al sismo los supermercados estaban llenos de gente, pero vacíos de productos.
Pienso en lo difícil que era conseguir en esas fechas algún enlatado,
alimentos en conserva, agua envasada… Pienso en las cajas
registradoras llenas de personas que compraban en grandes cantidades para
enviar a la familia, a los amigos, o simplemente para donar a los
desconocidos, para regalar… Y pienso en aquella señora que sufrió el
embate de la curiosidad de cierta amiga periodista, que a la sazón trabajaba
al lado de mi escritorio y me lo contó: «Disculpe, señora, ¿para quién compra
eso? ¿Tiene familia en el sur?», y la respuesta que destroza toda lógica: «No,
no tengo. Es para donar a esa gente que necesita». Pienso en todo esto, y
pienso que sé dónde está Dios.
«¿Dónde está?», pregunta mi amiga, y pienso en las imágenes de un
grupo de gente que en medio de los escombros, en medio de las casas venidas
abajo, en medio de la carestía, el frío y la miseria sacó en procesión a su
santo para homenajearlo, para rezarle, para pedirle, para rogarle…
Pienso en toda aquella gente que al ver llegar los convoyes de ayuda se miraba
entre ella y luego miraba a los socorristas con un sutil brillo en los ojos:
«Vayan más allá, señor: en ese otro pueblo están peor que nosotros».
Pienso en todo esto, y pienso que sé dónde está Dios.
«¿Dónde está Dios?», pregunta tanta gente, y pienso en el testimonio
conmovido de un amigo sacerdote, que cuando llegó a cierto pueblo golpeado por
la tragedia vio a la gente venírsele encima, desde lejos, corriendo. «Ya me
fundí —pensó—. Ahora me pedirán donaciones, me reclamarán la falta de ayuda…».
Pero cuando se vio rodeado de la muchedumbre polvorienta, sudorosa y arañada
por las zarpas de la tragedia, el reclamo que oyó le heló la sangre en las
venas, porque no era de este mundo: «Padre, ¿cuándo nos celebra misa?».
Pienso en todo esto, y pienso que sé dónde está Dios.
«Si Dios existe, ¿dónde está en momentos como este?», preguntan por ahí. Y yo
me pongo triste porque pienso muchas cosas. Pero, sobre todo, pienso
en una sola, que me martillea el cerebro locamente: si a cualquiera con dos
dedos de frente le queda claro dónde está Dios, ¿cómo hacérselo entender a los
que no?
Enrique Gordillo
Cisneros
Pensamiento Católico
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[1] César Hildebrandt (Lima, 1948), periodista peruano,
conductor de varios programas de televisión y director de diversos medios
escritos a lo largo de su carrera. Es uno de los periodistas más influyentes
y con más credibilidad en el Perú. Se caracteriza por su estilo agudo,
directo y carente de falsos respetos al entrevistar a sus invitados.
Sumamente crítico con la corrupción y los malos manejos políticos, es
célebre también por su coherencia y su radicalidad: en no pocas
oportunidades ha renunciado en vivo al programa que conducía cuando veía
amenazada su libertad de expresión. Se declara agnóstico y suele mostrar una
actitud muy crítica ante la Iglesia católica.
[2] Bueno, en realidad casi todas, porque algunas toneladas
se perdieron por ahí, en casa de algunos ... [individuos] a quienes les
deseamos que el día que Dios les pida cuentas, lo encuentren de buen humor.
Afortunadamente, de algunos ya se ocupó la justicia peruana.