Los perfumes en el cristianismo
Autor: Patricia Grau-Dieckmann
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En las diversas religiones, los
olores agradables —los perfumes— desempeñan un importante papel en los ritos y
liturgias, en la meditación, en las plegarias y en la comunicación con las
divinidades. El cristianismo no permanece ajeno a esta práctica pero la dota de
un nuevo significado. El propio Jesús toma contacto con los perfumes más
valorados desde muy pequeño. El incienso y la mirra que le ofrecen los magos
venidos de Oriente, el aceite de nardo, y los óleos funerarios con que ungen su
cadáver, son sólo el inicio de una relación con los aromas que florecerá en el
legado religioso de Jesús durante los siglos de formación y consolidación del
cristianismo.
Los perfumes en la antigüedad
Los más antiguos documentos que registran los primeros cultos organizados
reflejan un elemento común a las diversas religiones. En todas ellas, los olores
agradables —los perfumes— desempeñan un importante papel en los ritos y
liturgias, en la meditación, en las plegarias y súplicas y en la comunicación
con las divinidades.
Hacia el año 3200 a.C. se desbordaron el Tigris y el Éufrates y cubrieron una
extensión de 100.000 kilómetros cuadrados con 2,5 metros de arcilla y cascotes
(Graves, 1969: 137). Esta trágica inundación fue interpretada como la intención
divina de destruir a la humanidad. La Epopeya de Gilgamesh, poema babilónico
escrito poco después de 2000 a.C., relata cómo Utnapistim se salva del Diluvio
ordenado por los dioses, enojados y vengativos. Al bajar las aguas, Utnapistim
sabe que debe apaciguar las iras divinas y lo primero que hace es derramar una
séptuple libación de vino y quemar maderas aromáticas: caña, cedro y mirto
(Graves, 1969:136). Para que la ofrenda sea aceptada, el olor del sacrificio
debe resultar grato a las divinidades. Afortunadamente para la humanidad, el
aroma es recibido con beneplácito por los dioses, que deciden no repetir el
castigo.
La historia judía del Diluvio bíblico que se relata en Génesis 8:20-21 presenta
las mismas características. Cuando está en tierra firme, Noé ofrece un
sacrificio a Yahvé. Su aroma agrada tanto a Dios que decide que nunca más
intentará destruir a la humanidad.
Los dos relatos que anteceden, uno politeísta, otro monoteísta, ejemplifican una
faceta definitoria del carácter del sacrificio que rige la relación Dios-hombre:
el olor debe resultar apropiado para la divinidad. En su intento por agradar a
la deidad, los hombres buscarán la forma de obtener olores más cautivantes, más
dulces. Buscarán sustancias que, al quemar, despidan perfumes intensos,
penetrantes, peculiares, adecuados para sus dioses. Egipcios, súmeros,
babilonios, judíos, griegos, romanos y cristianos —todos— han recurrido a la
práctica de complacer a sus dioses por medio de los aromas.
El cristianismo también apeló a los perfumes como otro de los recursos para la
comunicación entre Dios y el fiel. Ya en vida de Jesús, algunos aromas tuvieron
su protagonismo, protagonismo que se profundizará durante la Edad Media y que
continúa hasta nuestros días, reflejado en los usos litúrgicos de las Iglesias
de Oriente y Occidente.
Los perfumes en vida de Jesús
Desde muy pequeño, Jesús toma contacto con los perfumes más valorados. Al
ofrendarle su homenaje, los magos llegados de Oriente descritos en Mateo 2:11,
le ofrecen sus presentes: oro, incienso y mirra.
Es evidente que la presentación de estos dones al Niño Jesús y su específica
mención en el Evangelio no es un hecho trivial. El oro ha sido apreciado por
todas las culturas, pero para comprender la estima en que se tenían al incienso
y la mirra, es necesario efectuar algunas consideraciones y no olvidar los
valores del mundo antiguo.
a. Incienso
La primera de las sustancias odoríferas mencionadas es el incienso. Esta palabra
(en griego thumiama) proviene del latín incendere (quemar) y designa una
sustancia aromática que se obtiene de ciertos árboles resinosos de la familia de
las burseráceas cuyas exudaciones, al ser quemadas, despiden buen olor. Para
producir un aroma más penetrante y pesado se le agregan otras sustancias,
generalmente en número de cuatro, pero pueden llegar hasta trece, entre las que
se encuentran sándalo, bálsamo, mirra, áloe, cedro, enebro, benjuí, almizcle,
estoraque, ámbar. El incienso se conocía desde antiguo y se usaba para las
ofrendas religiosas, ahuyentar a los espíritus malignos, alejar a las
enfermedades y, naturalmente, como medio de comunicación de los hombres con sus
dioses ya que los perfumes deliciosos agradaban a las divinidades y los
predisponían a favorecer lo implorado en las plegarias. Colocado sobre rescoldos
de carbón, el incienso se consumía lentamente, dejando escapar su fragancia
exótica. Al igual que el olor del sacrificio de animales y la quema de ofrenda
de cosechas, su aroma agradaba a las divinidades y quien lo ofrecía accedía
desde la tierra al estrato divino. Sus ruegos, mimetizados con el humo,
ascendían hasta el dios.
En el Antiguo Egipto, el incienso se usaba también para embalsamar y fumigar y
en las fiestas, las damas más finas colocaban sobre sus pelucas conos de
incienso que se disolvían lentamente, impregnando su ropa y su pelo con perfume.
En los tiempos bíblicos, la quema de incienso acompañaba los sacrificios de
aceite, frutas, vino y otros sacrificios incruentos en el Templo de Jerusalén.
Existía un altar especial en patio del Templo para la quema exclusiva de
incienso. El propio Dios prescribe a Moisés la fórmula del incienso, que sólo
podía ser preparado por la tribu de los levitas y los únicos que poseían el
privilegio de ofrendarlo en el Templo eran los sacerdotes. (Éxodo 30, 34-38)
Al Sancto Sanctorum, donde se encontraba el arca de la Alianza, sólo estaba
permitido entrar una vez al año. Esto era en el Día del Perdón, y el gran
sacerdote, único autorizado, lo hacía quemando incienso (Levítico 16, 12-13).
Pese al legado judaico, la quema del incienso no forma parte de los ritos
religiosos en los primeros tiempos cristianos. Lucas lo menciona en su relato
sobre el nacimiento de Juan el Bautista, cuando el ángel se le aparece a
Zacarías a la derecha del altar del incienso(Lucas 1,8-11). Otra referencia
neotestamentaria al incienso se encuentra en Apocalipsis 8,3-5.
Probablemente ambas alusiones al uso de incienso sean referencias a costumbres
hebreas, con las cuales los primeros cristianos indudablemente estaban
familiarizados. La práctica del encendido del incienso aparece en la liturgia
cristiana alrededor del año 500 y al principio, sólo la Iglesia de Oriente
quemaba incienso. Lo hacía antes de las plegarias con que se abría la liturgia y
lo repetía muchas veces durante las ceremonias. Esta práctica continúa siendo
hoy muy intensa en las Iglesias Ortodoxas ya que forma parte estructural de la
liturgia: el incienso se usa para fumigar iconos, altar, utensilios de culto y
la fumigación constituye un acto dedicado Dios, a quien se le rinde así honor y
gloria. También se inciensan personas y esto significa que hasta ellos ha
descendido el Espíritu Santo. Los incensarios que se utilizan en el ámbito de
las Iglesias Orientales, derivan de las formas de la arquitectura religiosa
(Iconos, 2000:65) y presentan la forma característica de las cúpulas bizantinas.
En el rito romano de la Iglesia Católica, el incienso se usa sólo como
acompañamiento de otras acciones y su uso es aleatorio. Se puede emplear en la
procesión de entrada, en la lectura del Evangelio, en el ofertorio y en la
elevación de la Eucaristía. Al igual que en otras religiones, el humo del
incienso significa la ascensión de las plegarias de los creyentes hasta Dios. El
incienso no siempre se quema, ya que en para el período de cuarenta días que
media entre la Pascua y la Ascensión se insertan cinco granos de incienso en el
cirio pascual, que simbolizan las cinco heridas de Cristo.
El ingrediente principal de los granos de incienso es una sustancia gomosa
resinosa (llamada también incienso) que se extrae de diversos árboles o arbustos
que crecen en ambas orillas del mar Rojo y de los golfos de Suez y de Aqaba
(Arabia meridional —el llamado país de Saba— de donde procede el mejor
incienso), en el noreste de Africa (Somalia) y en la India. Para obtener esta
resina, se le hacen incisiones a las plantas para que exuden unas lágrimas
semiopacas amarillas o rojizas que endurecen al contacto con el aire. El
incienso deliberadamente producido por cortes provocados, se llama "incienso
hembra". El que produce la planta naturalmente, es el "incienso macho" u olibano
y es más puro y de mejor calidad que el obtenido artificialmente. Su comercio
era uno de los más lucrativos e importantes en la Antigüedad y la Edad Media, ya
que se trataba de un artículo exótico, lujoso, sumamente costoso y muy
apreciado.
En la Antigüedad se creía que el incienso era una sustancia divina y sus
recolectores eran considerados sagrados. Durante la cosecha, los trabajadores
debían abstenerse de ciertas actividades consideradas impuras, tales como
asistir a funerales, tocar a los muertos, o tener relaciones sexuales. Al
terminar la jornada, los cosechadores debían desvestirse para ser revisados y
evitar así la sustracción de la resina, prevención inútil ya que el temor y el
respeto sagrado provocados por el divino incienso evitaban por sí solos
cualquier intento de robo.
El uso que se le daba en el mundo antiguo era principalmente ritual. Egipcios,
griegos, romanos, quemaban incienso en sus casas y en sus templos y lo empleaban
en sus ceremonias funerarias, en la creencia de que el alma ascendía junto con
el humo. Plinio (HN 12.83) relata que el emperador Nerón mandó quemar la cosecha
de incienso de Arabia de todo un año durante los funerales de su esposa Popea en
el año 65.
El incienso también se usaba en cosméticos y medicinas. Los egipcios lo mascaban
para combatir el mal aliento y también para aliviar lastimaduras en la boca.
Griegos y romanos lo mezclaban con bálsamo y fabricaban ungüentos para las
heridas y los chinos inhalaban el humo para curar los males respiratorios
b. Mirra
La otra sustancia aromática que menciona Mateo es la mirra. Se trata de una
gomorresina aromática exudada por diversos árboles del noreste de África
(Somalia), Arabia y Anatolia (Turquía). De la familia de las burseráceas, es un
árbol espinoso que alcanza una altura de 1,2 a 6 metros (Burgstaller, 1984:102),
y presenta un tronco desproporcionadamente grueso al que se le practican
incisiones para recoger una sustancia que, al secarse, se torna roja,
traslúcida, frágil y brillante. Las gotas que exuda contienen entre un 25 y un
45% de resina, de 3 a 8% de aceite esencial y entre 40 y 60% de goma.
Su nombre, mirra, proviene del árabe (murr) y significa amargo (The Oxford,
1979, p. 600). Tiene una doble connotación: por un lado se refiere al sabor acre
de la mirra, de la que se dice posee "gusto amargo y dulce olor" (Vaughan,
1998). Y por otro, se refiere a la asociación de la mirra con el dolor, en
referencia a su empleo funerario. Se la utilizaba también en las ofrendas y se
la podía quemar sola o junto con otras resinas, ya que formaba parte de la
mayoría de las fórmulas del incienso.
De múltiples usos en la Antigüedad, se utilizaba la mirra para la fabricación de
perfumes, ungüentos, medicinas. Se creía que curaba casi todo, desde las
paspaduras de pañal hasta la calvicie. Se la utilizaba para tratar lastimaduras,
problemas digestivos como atonía digestiva, dispepsia, gastralgia, diarrea y
disentería; también como enjuague bucal, para bajar la fiebre y como emenagogo
(para provocar el flujo menstrual) (Burgstaller, 1984:102).
Se le atribuía también un cierto efecto narcótico. Era práctica entre los
romanos —como resabio de compasión hacia los condenados a tormento seguido de
muerte— que se les ofreciera vino mezclado con mirra, a fin de adormecerlos
previamente a su agonía. Antes de clavar a Jesús en la cruz le ofrecen, según
esta costumbre, vino con mirra, bebida que rechaza : "Y le dieron a beber vino
mezclado con mirra, más él no lo tomó" (Mateo 27:34).
Se usaba también en los embalsamamientos: los egipcios llenaban los cuerpos
vacíos con mirra en polvo. Por un lado, tapaba los olores de la carne en
descomposición y por otro, también ayudaba a conservar el cadáver. Asimismo, se
creía que purificaba el cuerpo, preparándolo para la vida en el más allá.
Heródoto destaca que el incienso no era utilizado en los menesteres
momificatorios, lo que probablemente se deba a su carácter netamente
ofrendatorio. Los judíos, que no practicaban el embalsamamiento, usaban mirra y
áloe en los ungüentos funerarios para la preservación del cuerpo. Los cadáveres
eran perfumados y ungidos con óleos y sustancias aromáticas antes de ser
envueltos en lienzos blancos. En Asiria se quemaba mirra en la cabecera de los
moribundos, tal vez con intenciones antisépticas. Debido a su uso en los
padecimientos y en los preparativos mortuorios, la mirra se asocia con el dolor
y la muerte en las culturas antiguas.
Antes de ordenarle a Moisés cuáles han de ser los componentes del incienso, Dios
especifica la receta para el óleo que han de usar los sacerdotes para sacrificar
y ungir (Éxodo 30,23-31)
El significado de la palabra Mesías en hebreo ("Maschiah") es "el ungido" y se
tradujo al griego como "Khristós", que no es un nombre propio sino que quiere
decir "el ungido del Señor". La palabra griega "khrîsma" expresa la acción de
ungir y pasó a denominar al óleo (santo crisma) que se utilizaba para la unción.
El óleo que debía ungir al Mesías, al Cristo Jesús, se preparaba con la dulce
mirra.
Por otro lado, en el plano terrenal y profano, la mirra se asociaba con estilos
de vida lujosos, con la opulencia y la riqueza, como símbolo de un elevado nivel
socio-económico. A fines del tercer milenio a. C., el egipcio Ipu-wer se queja
amargamente del orden social trastocado y denuncia que los nuevos ricos han
elegido a la mirra como emblema de su nuevo estatus.
La mirra se relacionaba en el mundo antiguo con los preparativos amorosos, la
voluptuosidad y el placer. Era el perfume con que se aromatizaban los lechos
cuando se preparaban para el amor: "He rociado mi alcoba con mirra y óleo, y
cinamomo: Ven, embriaguémonos de amor hasta la mañana; solacémonos con amores
(Proverbios 7:17-18)". El Cantar de los Cantares (1:12-13) se refiere a la
práctica de las mujeres de llevar una pequeña bolsa que contenía mirra, bajo sus
vestidos (Keller, 1980:223): "Mi amado es una bolsita de mirra que descansa
entre mis pechos." Con mirra se perfumaban las camas y las ropas de los reyes, y
con mirra se preparaban a las bellas jóvenes que eran elegidas para formar parte
del harén. El libro de Ester (2:13) refiere que las futuras esposas debían
ungirse durante seis meses con óleo de mirra antes de ser presentadas al rey
Asuero, a quien se lo identifica con el rey Jerjes I, que reinó entre 585 y 465
a. C.
Su elevadísimo precio hacía que antaño se le considerara un tesoro; una sola
gota de mirra tenía el poder de convertir a un perfume ordinario en costosísima
y codiciada fragancia. Pero su demanda decreció a partir de la difusión del
cristianismo ya que los enterramientos simples de los cristianos menguaron las
prácticas crematorias romanas y con ello, el habitual uso de la mirra en los
funerales. Hoy en día, su aplicación es muy limitada (fabricación de tónicos,
dentífricos, remedios para el estómago y medicinas para calmar el dolor de
encías y boca) y por ello ha perdido su valor económico.
c. Significado de los presentes
Se ha analizado la importancia del incienso y la mirra y sus usos y aplicaciones
en la época del nacimiento de Jesús. Por otro lado, es dable inferir que el
aprecio que en ese entonces se tenía del oro es similar al que produce en
nuestros días dicho metal. A lo largo de la historia del cristianismo, diversos
teólogos se han preguntado y han hallado variadas respuestas al por qué del
regalo de los magos al Niño Jesús, algunas terrenas, otras espirituales o
dogmáticas.
El motivo que espontáneamente surge en primer lugar es el económico y se refiere
concretamente al valor pecuniario de las ofrendas. Si bien hoy en día el oro
tiene un precio altísimo y comparativamente el incienso y la mirra han perdido
su valor, en los tiempos de Jesús, oro e incienso tenían aproximadamente el
mismo valor (unos 1200 dólares actualizados por kilo. Pero el kilo de mirra
costaba casi siete veces más (Vaughan, 1998). La ofrenda de los magos
representaba, pues, un altísimo valor económico.
Estos elevados valores del incienso y de la mirra explican por qué el comercio
de ambos artículos era tan lucrativo. Los países productores intentaban por
todos los medios mantener su monopolio y procuraban descorazonar cualquier
intento de ubicación de las plantaciones. Hacían circular rumores falsos sobre
su localización y echaban a rodar diversas leyendas, como la que aseguraba que
los árboles estaban protegidos por feroces serpientes voladoras.
Algunos Padres de la Iglesia y teólogos sostienen que el oro, metal precioso
propio de reyes, simboliza el tributo a la realeza de Jesús, a su calidad de
rey. El incienso, de importante papel en los rituales religiosos y en las
ofrendas a las divinidades —tanto en las religiones idolátricas como en el
judaísmo, religión monoteísta— era un tributo a la divinidad del Niño, el
reconocimiento de que Jesús era Dios. La mirra, usada en los embalsamamientos,
en la unción de los cadáveres y en los ritos funerarios, era emblema de muerte y
sufrimiento y, por lo tanto, prefiguraba la pasión y muerte de Cristo.
Simbólicamente era un tributo a Jesús hombre, a su componente humano. En el
siglo V, Pedro Crisólogo (Sermón 160) y el papa León Magno (I Homilía para la
Solemnidad de la Epifanía) declaran que los magos presentaron, entonces, oro
para el rey, incienso para el Dios y mirra para el hombre.
Jacobus de Voragine, en La Leyenda Dorada (1270), reflexiona que el oro
simboliza el amor, el incienso la plegaria y la mirra la mortificación de la
carne. Sostiene que los tres presentes significan tres atributos de Cristo, "su
más preciosa divinidad, su más devota alma y su carne intacta e incorrupta". (Voragine,
I, 1995:83)
Beda el Venerable (siglo VIII) y san Bernardo de Claraval (siglo XII) brindan
una explicación más prosaica, aunque no por ello menos factible. Afirman que el
oro tenía por fin aliviar a la Virgen María de la pobreza, que el incienso era
para eliminar el mal olor del establo y que la mirra era para alejar a los
gusanos, o sea, desparasitar al niño.
d. El aceite de nardo
Según la usanza judía, Jesús es circuncidado a los ocho días de nacido (Lucas
2:21). El Evangelio árabe de la infancia, de alrededor del siglo VII, completa
la historia de este episodio: Se lo circuncidó en la caverna, y la anciana
israelita tomo el trozo de piel (otros dicen que tomó el cordón umbilical), y lo
puso en una redomita de aceite de nardo viejo.
El aceite de nardo era un perfume sumamente valorado. Se fabrica a partir de los
rizomas de la planta homónima, originaria del Himalaya y produce un óleo
intensamente aromático. Era extraordinariamente caro porque para obtener un
litro de esencia era necesario prensar más de 100 kilos de nardo.
De acuerdo con el Evangelio árabe de la infancia, ese valioso aceite de nardo,
cuidadosamente guardado, es el que derramará María de Betania sobre la cabeza y
pies del Señor días antes de su muerte.
Los perfumes en la muerte de Jesús
Si bien los judíos no practicaban el embalsamamiento —como los egipcios—
preparaban a sus muertos con perfumes, ungüentos y óleos aromáticos,
envolviéndolos luego con lienzos blancos, antes de ser depositados en sus
tumbas. Cuando Jesús muere, sus amigos se apresuran a bajar el cadáver de la
cruz para tener tiempo de prepararlo y sepultarlo antes de que comenzara el
sabat, ya que no les estaba permitido hacerlo en ese día dedicado a Dios. José
de Arimatea y Nicodemo preparan el cuerpo con áloe y mirra. Pero el
apresuramiento con que ungen el cadáver hace temer que éste necesite una
preparación más minuciosa. Por ello, una vez finalizado el sabat, María
Magdalena y las otras dos Marías se dirigen al sepulcro con "drogas perfumadas y
ungüentos" (Marcos 16:1; Lucas 24:1) ya que en esa época era tarea de las
mujeres la disposición del cuerpo de los muertos (Duby, 1996:31) y ellas
probablemente consideraran que la unción de José y de Nicodemo no había sido
suficiente.
A las tres Marías que concurren al sepulcro en la mañana del domingo se las
conoce como las "mirróforas", o portadoras de mirra y son María Magdalena, María
Salomé —que es la vieja partera a quien le había sido entregado en custodia la
redoma con el aceite de nardo— y una tercera María, cuya filiación presenta
dudas y contradicciones. El sepulcro está vacío: Cristo ha resucitado, pero el
legado del mundo antiguo que relaciona religión y perfumes, encontrará en el
cristianismo una nueva forma de contacto entre Dios y el fiel.
Los perfumes tras la muerte de Jesús
Tras la muerte de Jesús, los perfumes adquieren una connotación diferente e
innovadora ya que pasarán a ser una manifestación de santidad de los hombres y
no sólo una vía de agradar a Dios.
Los últimos días de la Virgen son narrados por un texto apócrifo, el Tránsito de
la Bienaventurada Virgen María. El arcángel Gabriel se le aparece para
anunciarle su inminente partida de la tierra y desde ese momento la rodea un
exquisito perfume, signo de su santidad.
María no muere, sino que es transportada al cielo en cuerpo y alma. Su hijo
Jesucristo viene a buscarla mientras la Virgen se encuentra rodeada de los
apóstoles (incluyendo a los que habían fallecido) que, avisados por el Espíritu
Santo, han llegado de las diversas partes del mundo para acompañarla y
despedirse. Esta instancia se conoce como Asunción, Tránsito, Dormición o
Koimesis.
El Tránsito se produce apaciblemente y cuando María llega al Paraíso, la recibe
un aroma delicioso.
El Paraíso, tanto en los textos canónicos como en los apócrifos, está presentado
siempre como la tierra de los aromas y de las piedras preciosas (Albert,
1990:72). Es probable que las referencias a los perfumes que actúan como
manifestación de santidad signifique que quien lo emana pertenece, por su
elevada condición espiritual, a la esfera en la que el pecado no tenía cabida.
Esta relación entre las fragancias exquisitas y los santos se manifestó ya desde
los primeros mártires. Las crónicas insisten en que a sus muertes se difunden
aromas deliciosos, "imposibles de describir". Este perfume maravilloso, síntoma
de bienaventuranza, es al que alude la frase "morir en olor de santidad".
Una somera recorrida por los relatos hagiográficos que jalonan la historia del
cristianismo será más que elocuente para ilustrar la relación entre una vida
beatificada y el perfume que exhala esa santidad.
El evangelista Marcos, uno de los primeros mártires del cristianismo, es
enterrado en la ciudad de Alejandría. En el año 468, por mandato del propio
Marcos, según se relata, sus restos son robados y trasladados a la ciudad de
Venecia. Si bien es cierto que tras varios centenares de años, no es probable
que un cadáver despida ya olores nauseabundos, sí es inusual que exhale una
deliciosa fragancia: ( … ) Cuando el cuerpo fue levantado de su tumba, un
olor se desparramó por toda la ciudad de Alejandría —un olor tan dulce que todas
las personas se preguntaban de dónde provenía (Voragine, I, 1995:245)
En el siglo III un santo muy popular —san Vito— es castigado por su padre, que
no compartía su fe cristiana. El joven, de apenas doce años, es encerrado en su
habitación para forzarlo a abjurar de su convicción. Pese al encierro, (… )
una maravillosa fragancia salía de la habitación, impregnando la casa y las
personas con su olor. El padre espió por la puerta y vio siete ángeles rodeando
a su hijo (Voragine, I, 1995:322).
Dos mártires italianos, Gervasio y Protasio, sufrieron tormento y fueron
decapitados bajo las órdenes de Nerón en el siglo I. Sus cuerpos fueron
enterrados en Milán, pero con el transcurso de los años, la ubicación de sus
sepulturas fue olvidada. En el siglo IV, ambos jóvenes se aparecen en sueños al
entonces obispo de Milán, san Ambrosio, y le piden que rescate sus tumbas del
olvido. Le indican dónde cavar y cuando finalmente descubren sus cuerpos, éstos
no sólo se encuentran intactos sino que además despedían "el más dulce y noble
aroma" (Voragine, I, 1995:326).
La hagiografía abunda en historias que insisten en la emanación de perfumes
inexplicables que actúan como signo de beatitud. Curiosamente, con la excepción
de la Virgen María, a quien el aroma delicioso acompañó en vida —si bien como
preludio de su próxima partida— el olor a santidad surge generalmente en el
instante de la muerte o como consecuencia de ella. Cuando a san Pablo le cortan
la cabeza en Roma, su cuerpo emana un muy dulce olor. Y la leyenda que los
monjes borgoñones forjan en el siglo XI para justificar la supuesta existencia
de las reliquias de María Magdalena en la abadía de Vézelay refiere que, cuando
la Magdalena muere delante del altar de una iglesia marsellesa, un olor poderoso
y dulce persistió durante siete días en la iglesia. En 1231, el cuerpo de la
hija del rey de Hungría, santa Elizabeth, permanece sin sepultar durante cuatro
días y, a pesar de ello, despide un olor placentero "que refrescaba a todos" (Voragine,
II, 1995, 312).
Con el cristianismo ha cambiado el concepto de que el perfume debía ser quemado
y transformado en humo para que el fiel tuviera acceso al Dios. Con la llegada
de Cristo, quienes viven su fe de una manera rigurosa e perseverante pueden
manifestar su gracia a través del aroma exquisito que emanan.