Perfil del sujeto evangelizador
de la gran ciudad

El caso latinoamericano

Pedro Trigo Durá S.J.

 

http://www.sjsocial.org/crt/puntos.html

 

PALABRAS PRELIMINARES

Este trabajo parte el convencimiento de que el problema de la evangelización de las grandes ciudades no es un problema de mercadeo. No es cuestión de trazar un plan maestro, técnicamente bien concebido, y arbitrar los recursos materiales y humanos necesarios para llevarlo a cabo, y evaluarlo y redimensionarlo sobre la marcha para que dé de sí completamente.

La pregunta es si existe un sujeto evangelizador. Es la pregunta de quién es en concreto la Iglesia en una gran ciudad, qué grado de entidad y prestancia tiene ese sujeto. ¿Es cierto que los cristianos tenemos algo que decir a nuestros conciudadanos? ¿Vivimos de hecho una experiencia tan densa y humanizadora que se nos nota y se nos pide participar de ella? ¿Tenemos el corazón tan encendido que se nos rebosa y damos testimonio? Si no podemos contestar que sí, lo que emprendamos será un modo de ocultarnos ese vacío que profana nuestro nombre de cristianos.

Yo creo que en alguna medida sí existe este sujeto evangelizador en las grandes ciudades latinoamericanas, pero no en la medida suficiente. Por eso tenemos que construir ese sujeto evangelizador. Así pues el problema de la evangelización de las grandes ciudades está ente todo en nosotros mismos, en los cristianos que habitamos en ellas. Como lo viene planteando el papa, y singularmente en la Ecclesia in America, tenemos que dejarnos evangelizar por Dios, tenemos que iniciarnos en el misterio cristiano: vivir de fe, seguir a Jesús, dejarnos guiar por su Espíritu. Al entrar decididamente por sus caminos, nos invadirá su misericordia y tomaremos en serio la tarea de solidarizarnos con nuestros conciudadanos, con la suerte de la ciudad. Al ir dejando el corazón de piedra y transformarlo en un corazón de carne, nos saldrá al paso la brecha creciente que desgarra a la ciudad. Nos dolerá la exclusión de la mayoría y la deshumanización de quienes los borran de su corazón. Entonces, al solidarizarnos con unos y otros, nos iremos poniendo a la altura de la situación. Al ir desde ella en la dirección de los excluidos, recobraremos nuestra humanidad. Al proponer a todos encontrarnos en esta tarea, evangelizaremos a la ciudad y participaremos de la cruz de Cristo, fuera de la cual no hay resurrección para la vida.

Así pues, el problema del sujeto evangelizador es que existe sólo en ciernes, que tiene que constituirse. Pero como de hecho (hablando en términos económicos) tenemos una capacidad instalada que la sentimos ociosa o no bien usada, tendemos a obviar los planteamientos anteriores, a considerarlos como arenga piadosa inoperante, y a centrarnos en la tarea de optimizar los recursos disponibles, repotenciándolos, como lo vienen haciendo las empresas que quieren mantener su competitividad, entrando en la mundialización. Así por una parte tenemos la confortante sensación de estar en la onda y por otra nos ahorramos la tarea, tremendamente dolorosa y exigente, de convertirnos nosotros mismos. Por eso para abordar el problema del sujeto evangelizador es imprescindible descartar lo que no tenemos que hacer, porque precisamente eso es lo que tenemos tentación de acometer. Una vez puesto esto claro, podremos centrarnos en trazar el camino que tenemos que recorrer.

Existe la tendencia a decir que ya hay sobrados documentos sobre lo que hay que hacer y que el problema es el cómo. No estoy de acuerdo. Creo que se confunde la ideología, es decir lo que se sabe, en nuestro caso lo que la institución dice sobre sí y nosotros profesamos, con lo que efectivamente se posee, con lo que tenemos puesto, con aquello de que nosotros podemos dar cuenta y llevar adelante, con la comprensión adecuada de lo que somos y hacemos y lo que en concreto Dios nos pide que seamos y hagamos. La deformación escolar nos lleva a fabricar documentos empedrados de citas que recojan lo que se ha escrito sobre el tema y autoricen lo que decimos con su prestigio o su autoridad institucional. De ese modo, arropándonos con ropa ajena, nos evitamos preguntarnos quiénes somos nosotros, cuáles son nuestros haberes reales, dónde estamos, hacia dónde va nuestro dinamismo interno y cómo seguir avanzando y transformándonos.

Por eso, porque pensamos que lo más práctico es una buena teoría, este escrito se mueve en lo que podemos llamar teología fundamental en el sentido de lo más grueso y elemental respecto del sujeto evangelizador. Una buena teoría no la hace un individuo. Por eso lo que sigue está expuesto de forma abierta para incitar la discusión y elaboración colectiva.

 

INTRODUCCIÓN

El sujeto evangelizador es siempre la Iglesia. Pero el destinatario exige del sujeto determinadas especificidades para que la evangelización llegue efectivamente a él y llegue precisamente como buena nueva.

La primera pregunta que nos hacemos es, pues, quién es la Iglesia como sujeto evangelizador de las grandes ciudades latinoamericanas. La segunda será qué determinaciones tiene que poseer ese sujeto para que pueda transmitir efectivamente a los habitantes de las grandes ciudades la buena noticia del reino de Dios que Jesús proclamó e incoó y que comenzó a acontecer en su resurrección.

Si preguntamos quién es la Iglesia en las grandes ciudades latinoamericanas, habría tres tipos de respuestas que, proyectándolas, pueden entenderse también como tres tipos de propuestas, como tres modelos de evangelización. La Iglesia son ante todo y en último término los cristianos que viven como testigos y evangelizan con su existencia significativa y con su palabra que da cuenta del secreto de su vida, que da razón de su esperanza (1Pe 3,15). La Iglesia es en segundo lugar la comunidad de los discípulos que aparece ante sus conciudadanos como una ciudad en lo alto de un cerro, como una luz en el candelero para que, viendo la gente el bien que hacen, glorifiquen a su Padre del cielo (Mt 5,14-16). Así dicen los Hechos que la comunidad de Jerusalén era muy bien vista por la gente (2,47; 4,33) que se hacían lenguas de ellos (5,13). En tercer lugar la Iglesia es la institución eclesiástica, es decir los responsables, cuando se identifican hasta tal punto con la Iglesia que para la gente ellos son la Iglesia, en tanto que los demás son simplemente cristianos. La institución eclesiástica canaliza su evangelización sobre todo a través de los bienes y servicios que otorga y secundariamente a través de su palabra pública.

Estos tres tipos de sujetos existen de hecho en nuestras grandes ciudades y de un modo u otro pretenden evangelizar y aun evangelizan de hecho. Pero nosotros aquí no los vamos a analizar de un modo meramente descriptivo sino considerándolos prescriptivamente, es decir como propuestas pastorales, como modelos de sujeto evangelizador. No pretendemos que se den ni se conciban en estado químicamente puros, lo normal es que se presenten como internamente referidos. Pero sí es cierto que, tanto en la realidad como en la consideración ideal y en los proyectos que se elaboran, uno de los elementos lleva la voz cantante y da el tono al diseño y a la práctica pastoral.

 

1 LA INSTITUCIÓN ECLESIÁSTICA

1.1 EL CONCEPTO Y SU REALIDAD

1.1.1 No la dimensión institucional del pueblo de Dios sino la institución corporativizada

Vamos a comenzar por el modelo que tiene más visibilidad: el de la institución eclesiástica. Comenzamos por este modelo por dos razones. La primera porque de hecho funciona como paradigma implícito. Existe la institución eclesiástica como una institución en sí, que no se siente responsable ante los cristianos sino sólo ante Dios, que posee una notable capacidad instalada y que por lógica institucional proyecta cómo cumplir sus objetivos y optimizar sus recursos. Es claro que se entiende a sí misma como el sujeto evangelizador. La segunda razón es que en la dirección dominante que ha seguido hasta ahora esta figura histórica las grandes corporaciones trasnacionales son el sujeto que ha logrado mediatizar a los gobiernos y que en gran medida está reconfigurando a los Estados, tiene el control de la opinión pública e intenta por todos los medios definir los imaginarios cotidianos citadinos. En este escenario parece a muchos congruente que también la Iglesia planifique y promueva sus campañas a través de una gran plataforma corporativizada. Esta sería la institución eclesiástica, concebida no sólo como institución local sino nacional y regional, aunque con una sede central que dé envergadura mundial y coherencia al proceso.

Cuando hablamos, pues, de la institución eclesiástica como el sujeto evangelizador es claro que no nos referimos al hecho inevitable de que la Iglesia, como cualquier agrupación estable, requiera formas organizativas, incluya principios de estructuración y por tanto se exprese institucionalmente. Es obvio que la dimensión institucional es en todo caso insoslayable. Nos referimos al caso específico de que los personeros de la institución absorban en la práctica y aun refrenden en el derecho todos los papeles decisivos, de manera que los que no tienen cargos estables en ella son destinatarios o a lo más colaboradores subordinados de su acción. Quien caracterizó de modo más tajante esta configuración eclesial fue Pío X al decir que los seglares en la Iglesia sólo tienen el derecho a ser pastoreados. El sujeto de la pastoral es, pues, la jerarquía. Pío XI dio cierta iniciativa a los laicos al definir la Acción Católica como la participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia. El apostolado sigue siendo la función propia de la jerarquía, pero ella da participación, desde luego que bajo su dirección, a los seglares.

En principio la constitución conciliar sobre la Iglesia superó esta concepción eclesiológica, al rechazarse el esquema inicial en el que después de tratar de la Iglesia como misterio se refería a la jerarquía, y al cambiarlo por el del pueblo de Dios. Si el sujeto que es la Iglesia debe ser caracterizado como pueblo de Dios, de ningún modo puede ser reducido a la institución eclesiástica, no sólo porque ella es únicamente una parte de ese pueblo sino sobre todo porque los miembros de la institución eclesiástica forman parte del pueblo de Dios en primer lugar por su condición de cristianos, común a todos los miembros del pueblo de Dios, y secundariamente desempeñando en su seno esas funciones específicas.

Para lo que hace a nuestro tema esta distinción es fundamental. La índole escatológica de la Iglesia estriba sólo en su condición de cristiana: la vida eterna es la vida de los hijos de Dios en su Hijo Jesús y de los hermanos en Cristo Jesús, el Hermano universal. Las funciones dentro del pueblo de Dios son meramente funcionales y duran por tanto lo que dura el tiempo. Esto significa que la función, para que produzca fruto de vida eterna tanto en el evangelizador como en el evangelizado debe estar arraigada en el ser y en la existencia cristiana. Por tanto, si la función jerárquica es tan densa existencialmente que reduce la condición cristiana a meramente residual, esa función no es ya cristiana, no contiene evangelio ni produce salvación. Y esto es lo que sucede tendencialmente cuando la institución eclesiástica se identifica con la Iglesia.

En cualquier modelo, por más estrecho y aun deformado que sea, las personas sincera y profundamente cristianas siempre se las arreglan para vivir su cristianismo y para expresarlo con la mayor nitidez posible. Esas personas evangelizan a pesar de todo. Y aunque los cauces sean inadecuados, la gente percibe con todo ese trasfondo trascendente y por eso tiene respeto a la persona y se siente positivamente afectada por lo genuinamente humano que descubre en ella: ese sentido de Dios que le da peso, humildad y paz; esa configuración con Jesús de Nazaret que lo hace sensible a los demás y dispuesto a ayudar y a pagar el precio que lleva consigo esa vida verdadera y libre. Así pues reconocemos que hay miembros de la institución eclesiástica que se identifican con la Iglesia y sin embargo son realmente cristianos y evangelizan con verdadera autoridad. Pero aun ellos lo hacen teniendo que suplir con gran esfuerzo personal las insuficiencias del modelo y en medio de sus contradicciones que no pocas veces neutralizan su testimonio y su proclama. Estas insuficiencias y contradicciones pasan a primer plano en aquéllos cuyo espíritu cristiano no es tan denso como para imponerse sobre ellas.

1.1.2 Este modelo eclesiástico existe en América Latina

Subrayemos primero el hecho de que en América Latina hay un buen número de miembros de la institución eclesiástica que han asumido de tal modo ese papel que en la práctica se identifican con él. Se visten y hablan como se entiende que debe vestir y hablar un clérigo, se relacionan con los demás como piensan que corresponde a su estatus, hacen en su puesto lo que tanto quien los puso en él como sus feligreses o diocesanos esperan que hagan según sus cualidades.

Es cierto que parte de estos clérigos juegan este papel con la conciencia más o menos clara de que es un papel social y una obligación contraída, en todo caso algo que no los totaliza y que ni siquiera los define en lo más profundo de su ser; y viven así la dicotomía entre una existencia pública y una privada, que no son necesariamente contradictorias pero sí distintas, aunque la mayor parte de las veces más o menos componibles según el criterio de quien así vive. Pero bastantes otros viven como clérigos porque han optado por la clerecía y ésa es la vida que han elegido y quieren vivir, o al menos porque el ejercicio de su función ha ido cobrando tanto peso vital que a la larga se ha ido constituyendo en una segunda naturaleza.

1.2 DÉFICIT CRISTIANO DE ESTE MODELO

1.2.1 Dificultad de vivir la fraternidad evangélica

¿Por qué decimos que personas así, identificadas con su papel institucional, tienden a relegar su condición de cristianos? Una primera manifestación de este déficit cristiano es la dificultad de entablar relaciones horizontales. El que a un cura se le siga llamando padre y a un obispo monseñor no es una formalidad vacía de contenido sino el precipitado de una historia de cinco siglos, es decir de toda la experiencia cristiana en América Latina. Aun los misioneros más proindigenistas siempre entendieron que su papel para con ellos era el de padres responsables y no el de hermanos en Jesucristo, y expresamente lo teorizaron así. El motivo más repetido para justificar la negativa del sacerdocio a los indígenas fue la salvaguarda del honor sacerdotal. Si el cura tenía que pertenecer al estamento dirigente, no se podían reclutar curas entre los de abajo. Con respecto de los españoles y criollos la separación se debió a la recaída en el postrento en la distinción pagana entre lo sagrado y lo profano y a la atribución de sacralidad a la figura del sacerdote, que tenía que ser por eso una persona distinguida en el doble sentido de la palabra: en el de que no se debía mezclar con los asuntos de este mundo y en el de que la aristocracia espiritual de representar a Dios debía ser reconocida en forma de deferencia y respeto, en definitiva de privilegio. En el siglo XIX y hasta bien entrado el XX persistió esta referencia ideal y por eso, alternativamente, los lamentos ante las postergaciones e injurias de los gobiernos liberales, y las alabanzas a los gobiernos conservadores a las élites tradicionales y al pueblo fiel por reconocerles el honor debido.

La eclesiología del Vaticano II y la onda secularizante que eclosionó en los años 60 parecieran haber barrido para siempre la situación privilegiada de los clérigos. Además de que esta figura implosionó desde dentro y bastantes curas y no pocos obispos altamente representativos (de los que Hélder Cámara, Angelelli o Romero pueden ser cifras) construyeron, a veces con gran autenticidad y hasta de modo eximio, otra figura de pastores en la que las relaciones horizontales y mutuas fueron una nota distintiva.

Sin embargo la sociedad y los gobiernos que resistieron las presiones populares y de sectores profesionales por lograr unas relaciones sociales y un marco jurídico más justo y dinámico, se aliaron con una parte de la institución eclesiástica a la que halagaron y dieron un trato de preferencia que restauraba lo más negativo del antiguo imaginario. Los medios de comunicación, sobre todo la televisión, se empeñaron en transmitir imágenes muy estereotipadas de curas y monjas como un modo de ignorar e incluso contrarrestar la nueva figura emergente. Y posteriormente una ola sacralizadora (en la que aún navegamos) demandó la imagen tradicional del cura.

A nivel interno dos fenómenos coadyuvaron a restaurarla. Por una parte un sector de la institución eclesiástica asumió que la aventura conciliar en ese momento tan explosivo en que se dio estaba poniendo en peligro no sólo la estabilidad institucional sino la misma persistencia de la institución. La determinación que se tomó fue un regreso a lo anterior dentro de las nuevas condiciones, es decir una reinstitucionalización, un fortalecimiento de la lógica institucional, pero sin la carga de sacralidad ni las formas retóricas que la harían anacrónica. Ahora de lo que se trata es de implantarse sólidamente y ser eficaz. Esto se traduce en la dotación de templos modernos alrededor de los cuales surgen verdaderos complejos educativos y asistenciales, además de lugares de reunión para diversas actividades y asociaciones. De esta reinstitucionalización forma parte también la promoción de movimientos y la organización periódica de actos de masas. Además de redes de emisoras, de canales de televisión, de universidades de la Iglesia. Y por supuesto, el intento persistente de dar organicidad a las conferencias episcopales de modo que puedan llevar a cabo sistemáticamente proyectos.

Esta reinstitucionalización pide curas que se caractericen como hombres de la institución. Gente magnánima, laboriosa, eficaz y disciplinada que se aplique a levantar y sostener este complejo organizativo y de mantenerlo ocupado, es decir respondiendo a las demandas de la gente e incluso siendo capaces de inducir demanda a base de ofertas interesantes y atractivas, para decirlo en argot del mercado. Personas así podrán comportarse de una manera simpática y cercana; pero es claro que ese semblante es un requerimiento del proyecto. No expresa una comunión de vida tan profunda que los constituya a ellos como personas. Un cura así en el mejor de los casos es un ser para los demás; pero de ningún modo de ellos, ya que su lealtad de fondo es con la institución. Podrá estar con ellos, pero como requisito de su función, no, digamos, como ser privado. Su identidad no es ser un hermano de ellos sino un hombre de la institución que trabaja para ellos, incluso que se mata trabajar por ellos, y que hasta logra que muchos le colaboren. Pero que no echa la suerte con ellos ni está encarnado en su medio, sino que se dedica a ellos como representante de la Iglesia, es decir de la institución eclesiástica.

Hemos analizado el punto de vista institucional, veámoslo ahora desde la perspectiva de bastantes curas. La propuesta conciliar de ser cristiano con los cristianos como actitud de fondo y luego ser cura para ellos resultaba demasiado exigente, dura e incluso arriesgada. Este básico ser con los demás que se realiza en las relaciones mutuas, que incluye el ser conocido por ellos y no sólo conocerlos, exigía una autenticidad de fondo, una humildad y un amor para los que no habían sido educados ni estaban hasta entonces en su horizonte. Si los demás lo conocen a uno ¿no se pierde toda la autoridad? Más aún ¿no acabará estando el cura en poder de ellos? Es cierto que el precio del poder es la soledad; así pasa en la política, en la economía y en la vida social jerarquizada: en la educación formal, en el trato social e incluso en la familia. ¿No es inhumano que el cura, que es un ser público, realice su existencia concreta como uno de la comunidad, en el seno de la comunidad, rezando, comiendo, y aun descansando muchas veces con ellos? La congruencia que eso exige ¿puede pedírsele a cualquier sacerdote?

Hacerse cristiano con la comunidad, aunque como cualquier cristiano tenga necesidad y por tanto derecho a la soledad consigo mismo y delante de Dios e incluso a la intimidad con algunos condiscípulos que más le ayuden y con amigos, exige no tener una vida pública y otra vida privada, exige definirse como hermano en Cristo, de tal modo que ese hermano es el que en el seno de la comunidad desempeña para ella su ministerio. Claro está que con la trascendencia que él reclama, que no es la trascendencia de la institución sino del misterio que representa, trascendencia que debe estar ya presente en la convivencia en la comunidad, de ahí la congruencia de lo de hermanos en Cristo.

Esta dificultad sentida personalmente o entrevista como amenaza ha llevado a no pocos sacerdotes y aspirantes a serlo a asumir la imagen preconciliar de un ser separado en cierto modo de los demás, aunque sin exagerar ni caer en notas discordantes, por otro lado también difíciles de vivir. Ya no se puede asumir la imagen de ese patriarca recatado, devoto, revestido de una cierta majestad y lleno de celo pastoral, que fue el mejor cura postridentino. Ahora lo que se pretende es ser una persona sencilla, servicial, asequible, pero siempre desde esa distancia que da el ser cura; distancia que evita distracciones y ahorra energías que se dedican a llevar obras religiosas y promocionales a favor de la comunidad. Y también, cosa que es humana, a la propia vida.

En conclusión la propuesta de reinstitucionalización, que demanda para tener éxito hombres de la institución, dificulta enormemente que el cura que se identifica con la institución viva ese componente ineludible del ser cristiano que es la fraternidad evangélica. Lo hemos desarrollado respecto de la comunidad cristiana y de los destinatarios de las obras de asistencia y promoción. Es claro que los argumentos esgrimidos valen más todavía respecto de la gente en general.

 

1.2.2 Dificultad de vivir la trascendencia del misterio

Una segunda manifestación del déficit cristiano en personas que tienden a identificarse en la Iglesia con su papel institucional es la propensión a administrar la Iglesia como si fueran sus dueños ya que, si tomamos la imagen de un establecimiento comercial, ellos son los que están dentro del mostrador, mientras que los demás cristianos son meros usuarios, ya sean frecuentes u ocasionales. Esta posición estructural no sólo impide la fraternidad cristiana sino que también acaba desnaturalizando el sentido de lo sagrado opacándose la trascendencia.

En efecto, aquél que se identifica con su ser cristiano y no con su papel institucional está siempre en la Iglesia ante todo como un paciente pastoral. Nunca pone entre paréntesis su ser empírico, en definitiva su ser personal, necesitado de redención, es decir de perdón, de sanación, de rehabilitación, de reconciliación y transformación, como todos los demás cristianos. No sólo es el que da sino el que pide, busca y llama a la puerta, el pecador arrepentido, el que busca luz y gracia, el que como todos sabe que en la vida espiritual no avanzar es retroceder. Más aún sabe que ejercer el ministerio es jugar con fuego porque, como decían los antiguos, el sol ablanda la cera pero endurece el barro. El manejo de lo sagrado no es neutro: o sensibiliza y estimula o endurece de tal modo que no es fácil concebir esperanza de salvación. El que se identifica como cristiano no dice nada a otro que no se lo diga también a sí mismo. No hace ninguna acción sagrada que no la haga también para sí.

Pero quien se identifica con su función se ha puesto a sí mismo entre paréntesis y sólo toma en cuenta la justeza de su desempeño, de modo que sea responsable, y a los destinatarios, de modo que cumplan con los requisitos y les aproveche. A la larga una persona así tenderá a guiarse por la demanda y por los requerimientos institucionales. Si, al ponerse entre paréntesis, el contacto con la trascendencia, característico de su función, no acontece a nivel personal sino sólo al nivel objetivo del rito, que él quiere realizar según las prescripciones y el sentido de la Iglesia, ¿cómo evitar que esa trascendencia objetivada se reduzca a la larga a un repertorio que se le ha encargado a él y del que él dispone, algo que él tiene a la mano y sobre lo que decide, en definitiva algo que le pertenece por su condición? Quien tiende a administrar lo sagrado según su propio entender dentro de la normativa vigente ¿no está a un paso de considerarse dueño de ello? Más aún, si esta persona está absorbida por su condición de agente pastoral, de manera que la condición de paciente pastoral sea meramente recesiva, ¿cómo conservará el sentido de lo sagrado? A la larga ¿no tenderá a equipararlo a la trascendencia que él atribuye a la institución a la que pertenece? ¿No se habrá sustituido la trascendencia de Dios por la trascendentalización de la institución eclesiástica? Al cabo se instaura la paradoja de que quien está dedicado a lo sagrado profesionalmente pierde el sentido del misterio, aunque siga siendo una persona correcta, cumplidora, incluso sacrificada y generosa.

 

1.2.3 Propensión a apoyarse en el orden establecido

La tercera manifestación de que quienes se identifican con su papel institucional tienden a relegar su condición de cristianos sería la instalación a la que lleva inevitablemente la lógica institucional. La razón es muy sencilla: si las relaciones horizontales y mutuas con el resto del pueblo de Dios son residuales y por tanto no se apoyan en él ¿en quién se apoya la institución y los ministros identificados con ella? La respuesta podría ser que se apoyan en Dios. Ésa es sin duda la doctrina de la institución eclesiástica: ella es la representante oficial del Dios de Jesús, ella pertenece al misterio, Dios se ha comprometido a asistirla. La precisión que haríamos a nivel doctrinal, de esta pretensión es que el sujeto a quien competen esas proposiciones es el pueblo de Dios, al que pertenece por supuesto la jerarquía, pero como una función dentro de él. Pero en el caso que estamos considerando de aquellos miembros de la institución eclesiástica que viven primordialmente para cumplir esa función y por tanto relegan su condición de cristianos, es decir de pacientes pastorales ¿cómo realizan existencialmente su pertenencia al misterio, de modo que ella sea el principio de su solidez personal? La seguridad con la que se posee una doctrina ¿equivale a vivir de fe es decir a apoyar efectivamente la vida en Dios? Si esas personas no son ante todo pacientes pastorales, es decir fieles cristianos sino hombres de la institución tenderán a apoyarse en la institución trascendentalizada. Pero como por más que sea trascendentalizada no es Dios, ella no ofrece ese apoyo imprescindible. Por tanto, si el apoyo no son los cristianos, a la larga tendrá que serlo el orden establecido, bien sea el Estado o una parte de las clases dominantes o ambos. Ordinariamente el apoyo tiende a ser indirecto, diluido, encubierto por distinciones formales, pero no menos real y eficaz. Apoyo mutuo.

Pero una institución apoyada en las fuerzas vivas, que eso significa establecida o instalada, ¿cómo va a ser ya sacramento del Mesías crucificado por los poderes? Sucede como en el santuario de Betel, que pretendía ser a la vez la casa de Dios y el santuario real. Al fin no queda más remedio que expulsar de él a la palabra de Dios, con lo que los ritos que quedan son no sólo vacíos sino encubridores del pecado, sacrílegos. Una institución eclesiástica establecida no sólo no puede entender algo que se presente como buena nueva sino que lo tiene que reprimir, porque para ella lo bueno es que no haya novedad, que siga el establecimiento, aunque niegue la fraternidad y deshumanice a sus fautores. El cristianismo, como evangelio que es, es para ella mala noticia. Por eso se lo sustituye por ritos despalabrados, una ética que ha perdido la trascendencia y servicios sociales dentro de la lógica y el horizonte establecidos.

 

1.3 EVANGELIZACIÓN COMO MERCADEO

1.3.1 La mundialización del mercado como signo de los tiempos

Con esto creemos haber mostrado que la Iglesia, en cuanto se la conciba como institución eclesiástica, no puede ser sujeto de evangelización. Nos hemos demorado en este punto por dos razones. La primera, formal, es que el conocimiento negativo, es decir de lo que no hay que hacer, es muy positivo ya que dispensa de búsquedas inútiles, ayuda a desechar lo que no es procedente y concentra los esfuerzos en la dirección correcta. La segunda, que es la más importante, es que creemos que en las grandes ciudades latinoamericanas la Iglesia está fuertemente tentada a asumirse como institución eclesiástica y está cayendo en esta tentación. La Iglesia latinoamericana, o un sector muy influyente de ella, está tratando de encarar la evangelización de las grandes ciudades configurándose como una macroinstitución, incluso como una corporación multinacional, si no trasnacional. La razón de esta escogencia es la comprensión de que estamos en una época mundializada dominada por las grandes corporaciones trasnacionales, y la aceptación de esta configuración como algo polivalente, es decir que puede ser usado tanto para maximizar ganancias privadas como, en nuestro caso, para evangelizar. La propuesta que se desprende de esta visión es que o asumimos esta configuración o seremos ladeados o reducidos a la insignificancia. Este sector de la Iglesia que razona o más bien reacciona instintivamente así, acepta al mercado como horizonte englobante. Como le parece un hecho inevitable, no gasta tiempo en analizarlo cristianamente. No le parece que está sujeto a discernimiento lo que no está sujeto a elección porque le parece indispensable y necesario, si la Iglesia quiere conservar o recuperar la vigencia, cosa que a todas las luces les parece voluntad de Dios. Quien como la Iglesia está condenado al éxito (no es el éxito nuestro sino el de Dios) tiene que aceptar las posibilidades de la historia como le vienen dadas. En el día de hoy no hay más remedio que entrar al mercado. Y como, dadas las condiciones del mercado sólo prevalecen los grandes, hay que desechar espontaneísmos y exquisiteces particulares, y hay que compactarse, estandarizarse y someterse a una planificación central.

Para esto la Iglesia tiene que maximizar su condición de institución, institución fuertemente posicionada localmente, pero no menos institución nacional, regional y mundial. En concreto el plan es optimizar la atención a lo zonal mediante las parroquias, pero de manera que sean también plataforma para la consolidación de movimientos de envergadura mundial, y se complementen con instancias de comunicación masiva y de atención especializada, solventes técnica y organizativamente. Sólo así podrá captarse un segmento sólido de marcado y responder con sentido de actualidad y capacidad de innovación a sus exigencias cambiantes.

Creemos que en América Latina una buena parte de la institución eclesiástica como por instinto está adaptándose a la configuración del mercado. Tal vez no lo explicita como lo acabamos de hacer e incluso a bastantes esta formulación les parecería chocante; sin embargo ella es la comprensión realista de lo que se esfuerzan por llevar a cabo llevados por la lógica institucional, y con ello evidencian su sólida identificación con la institución a la que pertenecen y representan.

Es cierto que en otros se observa una sensación de frustración teñida de gran desaliento porque perciben más o menos confusa pero certeramente que su tiempo pasó, y que la época que se instaura ni siquiera es anticristiana sino que prescinde absolutamente de toda motivación trascendente. Estas personas que gozaron hasta ahora de una existencia pública, de un puesto social reconocido y se ven ahora relegadas a la sección de artículos religiosos del Gran Bazar cultural, sienten una secreta angustia que tal vez podría formularse en los siguientes términos: si la existencia social de nuestro Dios depende del número y del fervor de los que se declaren adoradores suyos ¿merecerá la pena creer en él? Aquí antes todos éramos cristianos; ahora, aun para la mayoría de los que todavía dicen serlo, esa dimensión no es muy importante en su vida; sólo para algunos parece seguir siendo lo decisivo. En esta situación ¿no es extemporáneo definirse públicamente como ministro suyo? Si me dejaran solo, si tuviera que empezar ¿seguiría siendo lo que soy? ¿Es verdad que Dios y Jesús son para mí un tesoro tan incomparable que no tengo ningún deseo de desprenderme de él?

Estas personas no se sienten en condiciones de encarar esta nueva época. Mas bien se recluyen entre los muchos que todavía no la aceptan, y siguen en lo de antes sin evangelio, con perplejidad, procurando vivir con prudencia, incluso con elegancia, un tiempo malo o adoptando posturas apocalípticas.

Pero los del grupo anterior no se permiten esas flaquezas y para no caer en ellas procuran no dar lugar a muchas preguntas sino que, sintiéndose al timón de su nave, procuran enrumbarla en la dirección del viento para que siga navegando airosamente. Estas personas han percibido intuitivamente el tiempo y tratan de orientarse siempre por las apetencias de los consumidores, para decirlo en el argot del mercadeo. Si la Iglesia es para la gente, dicen, hay que ver por dónde van sus preferencias; al fin y al cabo ellas también tienen sentido cristiano y también a ellas las mueve el Espíritu. Así pues los contenidos y las formas no son lo más importante. Lo esencial es que interesen a la gente. Ése es el criterio decisivo.

 

1.3.2 Razones para considerar el éxito de mercado como evangelio

El presupuesto de este modo de razonar es doble. Por un lado que es bueno que los templos estén llenos, que la institución eclesiástica convoque, que tenga mucha gente alrededor, digamos mucha clientela. Ella es la visibilidad del Dios cristiano. Si la Iglesia está en el aire, si tiene mucha influencia y gran poder de convocatoria, Dios no está arrinconado, Dios sigue sonando, se mantiene vivo en el ambiente; en definitiva se produce salvación. Se entiende, claro está, que la institución eclesiástica no está vendiendo el alma sino sacando de su repertorio lo que pega.

El segundo presupuesto es que la masa cristiana no es una masa inerte; ella tiene instinto y busca lo que le conviene, lo que le ayuda. Por eso no hay que empecinarse en ofertas rígidas. Aquí no cuenta ni lo que se le ocurrió al que está más arriba ni lo que sale de laboratorios de clarividentes. Aquí sólo vale el método universal del ensayo y error para seguir en todo caso lo que vaya teniendo éxito. Es verdad que hay genios que tienen empatía y un sentido exquisito de la oportunidad y pueden inducir demandas. Donde se dé el caso, hemos de felicitarnos y aprovechar lo que se pueda; en los demás casos, seguir probando, y sobre todo no mirarse a sí mismo sino tratar de mirar la sensibilidad de la gente para salirle al paso.

Así pues, para este sector de la institución eclesiástica la buena nueva es el éxito pastoral. Ése es el signo de que va bien la cosa. La buena nueva no es un contenido predeterminado. La buena nueva es que la gente acuda y que se sienta bien. Los contenidos son cambiantes. Lo que queda es que la gente acude a la institución eclesiástica y ella le responde.

1.3.3 El modelo pide profesionales solventes y la situación lleva a elegirse así

Esta propuesta evangelizadora que está en marcha en las grandes ciudades latinoamericanas demanda un tipo de sacerdote que hemos caracterizado como hombre de la institución. Queremos agregar que la situación imperante en nuestras ciudades propicia la existencia de este tipo de agentes pastorales. Vamos a mirarlo desde el punto de vista del marcado de trabajo. Una masa ingente no puede aspirar más que al sector informal que no tiene ningún tipo de seguridad, que no da sino para vivir, que exige un gran esfuerzo y en condiciones de sobreexplotación. Muchos otros sólo llegan a empleos escasamente especializados, monótonos, a veces duros y siempre tremendamente desprestigiados, que además sólo dan para seguir viviendo. Otros mediante una preparación larga y costosa logran empleos más cualificados, pero cada día más inestables, con más exigencias de capacitación y competitividad; es cierto que logran alguna seguridad y satisfacciones, pero a costa de un desgaste que por momentos llega a hacerse insostenible.

Hay que reconocer que la carrera eclesiástica contiene algunos requerimientos drásticos, sobre todo el celibato y la obediencia (aunque ésta también existe en las empresas y de modo más descarnado), pero una cierta seguridad y un cierto prestigio social quedan garantizados de entrada, no son el fruto incierto de muchos años de esfuerzos sostenidos. Es cierto que muchos curas trabajan mucho y con gran creatividad. Pero el que la competencia se mantenga dentro de ciertos límites y que exista desde el comienzo una seguridad y una aceptación social básicas son unas ventajas tan grandes que se convierten en una gran tentación. No me refiero a la tentación de hacerse cura sin tener interés por ese campo. Presupongo por el contrario que ese interés cristiano se da. La tentación estriba más bien en vivir al nivel de la institución y no al nivel del misterio cristiano; la tentación es aceptarse como un profesional honesto que cree en lo que hace, en vez de vivir la aventura interior que descentra y torna la vida insegura y expuesta a la no aceptación. Jóvenes que entraron al seminario o a la vida religiosa por exigencias de profundización en su compromiso cristiano, son fuertemente tentados a convertirse en hombres de la institución, tanto por presiones de la propia institución cuanto por la inducción de la situación laboral imperante.

Este plano inclinado que lleva a dejar de definirse por el compromiso interior cristiano, por la religación trascendente y a configurarse como hombre de la institución, como un profesional que, recalquémoslo, cree en lo que lleva a cabo, viene también propiciado por una característica de la gran ciudad que es el anonimato. Él inclina a vivir dentro de responsabilidades limitadas, en papeles ligados a lugares (el templo, el despacho o la casa parroquial) y a tiempos (funciones litúrgicas, reuniones) que dejan margen a otra existencia, digamos privada, atenida a la propia libertad y conciencia. De este modo la pertenencia institucional resulta más llevadera.

 

1.4. DISCERNIMIENTO DE ESTE MODELO

1.4.1 negatividad de la pérdida de la tradición cristiana

¿Qué decir de esta propuesta pastoral presente y actuante en nuestras grandes ciudades?

Las tradiciones, como las costumbres a nivel individual, son la huella del carácter histórico de la humanidad, contienen la densidad que ella ha ido adquiriendo, densidad ambivalente, pero en todo caso densidad humana, haberes sobre los que ejercitar la libertad. En concreto en nuestros países y en nuestras grandes ciudades existen tradiciones que podemos llamar en un sentido descriptivo cristianas en cuanto son el precipitado histórico del modo como ha sido vivido el cristianismo a lo largo de cinco siglos. Ellas, como todo lo humano, son ambivalentes, y por eso no las podemos sacralizar. Pero en conjunto creo que hay que valorarlas positivamente ya que han sido más fuente de humanización que de lo contrario.

Desde este punto de vista el que esa historia cristiana se pierda, es decir no esté ya disponible para muchas personas que habitan en nuestras grandes ciudades, no hay que verlo como un acto de liberación sino por el contrario, de desnudamiento humano, que es proclive a la elementarización o al sometimiento a pautas no discernidas ni abrazadas libremente, como modo de paliar la orfandad.

Sin embargo sí es positivo superar de una vez lo que la tradición cristiana acarreaba de conductual, es decir de pautas introyectadas desde el poder, que al menguar la libertad dificultaban la realización humana. El abandono del campo y las pequeñas ciudades del interior y el desdibujamiento de la antigua ciudad criolla produjo ya desde los años sesenta un clima saludable de libertad, en el que se dieron sin duda excesos, pero en el que también maduraron muchas personas. Si la existencia conductual se había resquebrajado y en buena medida superado hace cinco o cuatro décadas ¿cuál ha sido la evolución en estos últimos quince o veinte años en los que según países se ha venido gestando la época actual? Por lo que toca al cristianismo es claro que el obrar conductual es netamente residual. Aquellos sectores de la institución eclesiástica que pretenden regresar al ordeno y mando sólo encuentran como respuesta el retraimiento, bien sea para tomar contacto con otro tipo de propuestas, bien para vivir un cristianismo sin sentido de pertenencia institucional, aeclesial.

Hay que decir que es muy saludable que la institución eclesiástica deje de tener poder de coacción, aunque sea poder moral.

 

1.4.2 La lógica institucional no puede discernir porque absolutiza el éxito

Sin embargo yo no veo tan claro que este impulso hacia la emancipación que saludaba Medellín como signo del Espíritu haya ganado terreno en las últimas décadas. Lo conductual no viene ahora de la tradición ni, como sucedió en casi toda América Latina en algún momento de la segunda mitad del siglo XX, de los regímenes militares. Lo conductual tiene hoy como productores a las corporaciones trasnacionales. En primer lugar como empleadores: la flexibilización del contrato de trabajo ha puesto a los trabajadores a su merced y cada vez más tienen que aceptar sus condiciones, de hecho dictatoriales. Después, por la compulsión a consumir mediante la propaganda, que hace sentirse fuera de juego a quien no consume lo que publicitan ni vive según el efecto demostración de los medios masivos.

Esto ¿qué significa para nuestro tema? Que la institución eclesiástica no puede configurarse sin más según esta concepción vigente del mercado, que por una parte oprime para rebajar costos y por otra elementariza para ganar compradores. Absolutizar el tener una cuota cada vez mayor de mercado lleva a relativizar todo lo demás: el modo de producción, el producto y los consumidores. El ideal es convertir en adictos a los consumidores, y para eso la propaganda los debe volver moldeables. Los productos deben moldear a ese ser humano que ellos quieren retener. Deben ir envueltos en prestigio, pero deben tener la menor cantidad posible de valor para que haya mayor ganancia. Y al contrario, la mano de obra debe aportar el mayor valor posible al menor precio.

La institución eclesiástica no puede absolutizar el mercado, es decir el éxito de público. Como todo lo demás, este éxito también debe ser discernido. Esto no significa que lo absoluto sean propuestas emanadas de la autoridad eclesiástica o de cenáculos de clarividentes. También ellas deben ser discernidas. Lo mismo digamos de las preferencias de lo que podemos llamar el público cristiano. La institución eclesiástica no puede ser una mónada que actúa solipsísticamente. Hace bien en auscultar sus inclinaciones, pero también ellas han de ser discernidas.

¿Y quién es el sujeto que discierne? No puede ser otro que la Iglesia, es decir el pueblo de Dios, no la institución eclesiástica abstraída de él ni el público cristiano llevado de sus reflejos masivos. Pero este sujeto desborda completamente este modelo, que no está construido sobre la dimensión institucional del pueblo de Dios sino sobre ese colectivo bien preciso que es la institución eclesiástica, cuando, llevado de la lógica institucional, se equipara a la Iglesia.

La institución eclesiástica (cuando no está concretamente inserta en el pueblo de Dios) no puede discernir porque, al pretender la autoconservación, carece de libertad ya que no puede no elegir lo que la conduce al éxito. Si el sujeto evangelizador es la institución eclesiástica, el problema de la evangelización se reduce a un problema de medios, en el mejor sentido de la palabra, de marketing.

Sólo puede discernir el que por fidelidad está dispuesto a aceptar la posibilidad del fracaso. Ése es el cristiano, no el hombre de la institución. El cristiano por su condición de discípulo, de paciente pastoral, tiene una dimensión trascendente que lo posibilita entregar la vida para ganarla. Naturalmente que prefiere que esa entrega sea correspondida, no sólo por sano instinto de conservación sino más aún porque quiere la fraternidad, la humanización de los demás. Pero se arriesga siempre a que su don no sea correspondido. Sin embargo el que trascendentaliza la institución eclesiástica se encuentra envuelto de algún modo en la lógica del Estado que teorizó Hobbes: al ser un dios mortal no puede darse el lujo de perder y se ve obligado a prevalecer siempre. En cambio el que entiende que la institución eclesiástica es una dimensión necesaria pero transitoria (es decir no escatológica) de la Iglesia, espera de un modo abierto en la promesa de indefectibilidad mientras sigue confiado su camino de fidelidad.

 

1.4.3 El Evangelio, como no es un bien transable, no puede ofertarse en el mercado

Si nos preguntamos por los criterios de discernimiento, tenemos que distinguir entre los signos de los tiempos de que nos habla el n°4 de la GS, que se refiere al "mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza", y "los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios" en él, de lo que trata el n° 11. En el primer texto se nos insta a conocer el mundo en que vivimos para que, interpretándolo a la luz del Evangelio, pueda la Iglesia responder a él, es decir evangelizarlo. En el segundo texto el mundo en que vivimos no aparece meramente como una construcción humana que tenemos que comprender a la luz del Evangelio para responder a sus interrogantes sino como un mundo en el de Dios, mediante su Espíritu, está activamente presente llevando a cabo su designio, que no es otro que rehabilitar la creación vulnerada y llevarla a plenitud. Ambos textos contemplan la necesidad de discernir nuestra situación histórica por dos razones, la primera porque ella no es epifanía de Dios, y la segunda porque a pesar del pecado, incluso del pecado estructural, el Espíritu de Dios nunca deja de actuar en ella animándola.

Así pues, el cristianismo no tiene una receta fija que la lleva por doquier sino que es una religión histórica porque acontece en la historia y acontece precisamente historizando la realidad que tiende a cerrarse sobre sí, expandiéndose, sin abrirse a la conversión, a la transformación superadora. Hay una correspondencia entre el Evangelio de Jesús y la acción incesante de su Espíritu que trata de configurar desde adentro a la humanidad según su paradigma. Lo que significa que el Evangelio nos sirve para detectar el paso del Espíritu y correspondientemente que la participación en la acción del Espíritu en nuestra situación nos capacita para leer el Evangelio.

Desde este horizonte queremos insistir en que el Evangelio no es un bien transable y por tanto no puede ofertarse en el mercado y por tanto el sujeto evangelizador no puede ser una macroinstitución que lo implanta con un mercadeo adecuado. El Evangelio no es un bien transable porque no tiene precio. Por eso no se puede vender ni comprar, ni publicitar ni ofertar como una mercancía. El Evangelio no es un bien o servicio producido por el evangelizador. Es un don de Dios que el mensajero ofrece de su parte con la misma gratuidad que él lo ha recibido. Esta gratuidad es inherente al contenido del Evangelio, no uno de los modos posibles de entregarlo. Ya que lo que se comunica es el reinado de Dios que viene en Jesús (la autocomunicación de él en Jesús como alianza incondicional, como amor fiel) y su reino como esperanza, anticipada en signos (es decir la transformación plenificadora que sobreviene a la creación histórica como consecuencia de esta acción personal de Dios en ella). Un ofrecimiento así no puede revestir la forma de la mercancía. Ni el evangelizador es el propietario ni el que lo acepta puede dar nada proporcionado a cambio para adquirirlo. En términos del Cantar de los cantares, "si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable" (8,7). Si esto se dice del amor humano, que es rigurosamente trascendente porque es "llamarada divina" (Can 8,6), ¿qué diremos del amor de alianza de Dios, del que el amor de alianza que canta este libro de la Biblia es el símbolo menos inadecuado?

Tampoco puede ofertarse en el mercado ya que no es una oferta expuesta objetivadamente a particulares, aunque sean muchísimos, que se interesen en adquirirla, sino una propuesta pública, es decir hecha a la humanidad como tal, como entidad histórica personalizada que existe al menos como designio primigenio de Dios inscrito en cada corazón humano, y precisamente para que exista como cuerpo histórico, rompiendo con todas la barreras que impiden el reconocimiento mutuo.

Por la misma razón este ofrecimiento de Dios no puede tener como sujeto a una institución corporativizada ya que ella no puede recibir esa propuesta en su densidad real sino sólo al modo de un paquete objetivado que es su capital, con el que negocia para su autoconservación, desarrollo y prestigio. Esta alianza sólo puede proponerla el pueblo de Dios que se ha constituido como tal al aceptarla, y que la propone a los demás para que todos participen de su alegría y para permanecer en ese amor de Dios que se le ha entregado por Jesús.

 

1.4.4 Llegar al mayor número posible

Al descartar la propuesta evangelizadora desde el modelo del mercado como forma global de esta figura histórica y por tanto a la institución eclesiástica corporativizada como sujeto evangelizador ¿no retenemos nada de los presupuestos y de la sensibilidad de su proyecto evangelizador?

De otro modo sí conservamos los dos motivos que lo llevan a considerar el éxito como evangelio. Ante todo afirmamos que no es cristiano un proyecto evangelizador que no se proponga realmente no sólo llegar al mayor número posible de personas sino que efectivamente se salven todas, en cuanto de nosotros dependa. Esto es así tanto objetiva como subjetivamente. Dios no excluye a nadie de su alianza. Precisamente este rasgo fue el más inasimilable de la propuesta de Jesús y lo sigue siendo, más aún si cabe, en nuestra figura histórica. Esta dirección inclusiva tiene que ser perceptible en la evangelización, tanto respecto de los excluidos (de los pobres, que son aquéllos que tienen que recibir nuestro amor preferencial) como respecto de los excluidores (los despreciados por los buenos como pecadores públicos que son, a quienes tenemos que llamar convincentemente a conversión).

Dios no se resigna a un resto santo en medio de una masa condenada, y por tanto quienes tengan el corazón de Dios tampoco pueden resignarse a esa brecha creciente que niega a multitudes la posibilidad de vivir y deshumaniza a quienes prescinden de ellos. La simpatía y al compasión, actitudes medulares de la Iglesia en el mundo actual, según el Vaticano II, tienen que ser las actitudes que distingan a los discípulos de Cristo, al pueblo de Dios como sujeto evangelizador.

Ahora bien, la salvación no es lo mismo que la incorporación masiva a una Iglesia masificada. La Iglesia es sacramento de la salvación que obra en el mundo el Espíritu derramado en la Pascua sobre toda carne. La Iglesia no es la barca de Pedro fuera de la cual es inevitable el naufragio existencial. Si éste fuera el caso (como se creyó en América en la primera evangelización constituyente) se justificaría una pastoral masiva de mínimos para que puedan entrar todos y otra de máximos para los que quieran ir más adelante. Pero como vamos "comprendiendo que Dios no hace distinciones sino que acepta al que le es fiel y practica la justicia" (Hch 10,34-35), no podemos confundir el orar por todos, el echar la suerte con la humanidad, el hacer el bien a todos y el dar razón nuestra esperanza a todo el que nos la pide e incluso a tiempo y destiempo, componentes ineludibles de la evangelización, con la propuesta de rebajas, ofertas y otros incentivos por el estilo para que acceda el mayor número, no a la salvación sino a las instalaciones y convocatorias de la institución eclesiástica.

Esto no quita que si a nosotros como personas nos va bien en el seno del pueblo de Dios, invitemos con el contagio que da una experiencia satisfactoria a que entren a él el mayor número posible. Este tipo de propuesta entusiasta y convincente es un claro indicio de salud espiritual en el pueblo de Dios. Pero es obvio que por una parte nada tiene de compulsivo y que desde luego no es una invitación a mínimos sino realmente cualitativa; si no, no nos habría entusiasmado a nosotros.

 

1.4.5 seguir la demanda de la gente

El segundo motivo para valorar el éxito de público como criterio del éxito evangelizador era considerar que en grandes números la gente acude a lo que le dice algo, le satisface, le ayuda, en definitiva a lo que contiene salvación para ella.. Es así porque si el Espíritu de filiación fue derramado en la Pascua sobre toda carne, podemos presuponer que lo posee, incluso de modo más cualificado, el público cristiano. ¿Qué decir de este argumento?

Primero diría que es más sano pensarlo así que pensar como el tradicionalismo católico, que en este punto coincide con la ilustración cristiana, que el pueblo puede ser devoto, pero que a causa de su ignorancia es proclive a caer en supersticiones y extravíos (casi lo que dicen los dirigentes del templo a los guardias que no obedecieron a su orden de prender a Jesús: "esa gente que no conoce la ley son unos malditos": Jn 7,49). Ha habido un énfasis tan unilateral y persistente en que las propuestas tenían que venir de la institución eclesiástica, que manifestar la conveniencia de que ésta se haga cargo de las inclinaciones religiosas de la gente y aun las acepte y secunde parece que en principio debería ser acogido con simpatía para balancear un poco el ensimismamiento eclesiástico y su directividad sin contrapeso.

Sin embargo el apoyo popular a tantos populismos mesiánicos que han sido un fiasco (no todos lo han sido, algunos simplemente fueron aplastados y otros comenzaron bastante bien, aunque en el camino degeneraron) nos indica que no siempre el juicio de las masas es acertado. Lo mismo podemos decir actualmente del consumo masivo de tanta basura, desde lo alimentario a lo ideológico pasando por muchas modas.

El tema es demasiado amplio, pero para lo que tiene que ver con nuestro propósito diríamos que es cierto que el público cristiano es movido por el Espíritu, pero no sólo por él. Lo mueve sin duda el Espíritu de vida. Sobre todo el pueblo pobre vive por la obediencia al impulso del Espíritu, Señor y dador de vida, lo que significa en este caso dador de vida cuando no existen, porque les son negadas, las condiciones para vivir. Este Espíritu se apoya en algunas características de su cultura y también en algunos bienes culturales de la figura histórica dominante. Pero también apremian a la gente otros espíritus y en primer lugar la ideología del mercado total que unidimensionaliza al ser humano considerándolo como productor-consumidor y descalifica todo lo público, incluida la misericordia, la justicia y la solidaridad, y exalta al egoísmo individualista como el estímulo más hondo y eficaz para el desarrollo histórico.

La gente busca en la Iglesia ante todo consuelo y lo busca en las devociones (oraciones cargadas de unción, contacto con imágenes, luces y cantos, y la palabra de Dios); en convocaciones masivas entusiásticas en las que el contagio multitudinario tiene un papel destacado; en el contacto fraterno en la comunidad cristiana donde uno es acogido personalmente, comprendido y ayudado. También pide vida: salud, trabajo protección ante tanta inseguridad; y la busca con promesas, oraciones y la petición a Dios que sale libremente del corazón. Además demanda sentido ya que con frecuencia se siente perdida en una ciudad cada vez más sin rostros ni propuestas ni motivaciones, fría y opaca. El sentido lo encuentra en el ámbito familiar del templo (y del altar casero), en la palabra de Dios, en la inmersión en el rito, en la confirmación de los correligionarios. Es cierto que las propuestas de la institución eclesiástica y sus ceremonias han pecado de formalismo ritualista, de doctrinarismo abstracto de moralismo falto de inspiración. Es cierto que expresiones renovadas se han centrado desmedidamente en lo ideológico y en lo práxico, descuidando a veces el corazón y el cuerpo, y forzando en demasía el ritmo, ya difícilmente soportable, de la vida.

Habría que analizar cada una de las demandas apuntadas, pero de modo global sí podemos decir que no se diferencian mucho de las que la gente le hacía a Jesús de Nazaret, y que él acogía y daba respuesta a su modo. Podemos decir que son demandas humanas y que es humanizante dirigirlas al Dios de la humanidad que reveló Jesús y del que la Iglesia se dice sacramento.

Sin embargo habría que anotar dos precisiones estrechamente conectadas entre sí. La primera tiene que ver con el horizonte de la demanda. La gente viene cada quien desde su horizonte; pero Jesús y consiguientemente la Iglesia no pueden procesar las demandas sino desde un horizonte abierto a la esperanza. La institución eclesiástica no puede desentenderse de la realidad y aceptar un papel compensatorio. Ése no es el consuelo cristiano. El consuelo cristiano se basa en una relación presente plenificadora y en la promesa de un cambio de situación, que exige ponerse en camino hacia esa transformación. Ése es el sentido de la conversión. El consuelo viene de la relación actual real de Dios (de la comunidad divina) con la persona, una relación que enaltece y dignifica, y, como su sacramento, de la relación real de la comunidad cristiana evangelizadora con la gente que acude a ella. Esta relación da ya hoy sentido, compañía, dinamismo, alegría. Pero además lleva aparejada la promesa de una transformación de la realidad en la que la comprensión entre los pueblos, la paz, el trabajo fecundo, la fraternidad, van a dar el tono a la humanidad, desterrando a la exclusión, a la guerra, a la explotación en el trabajo y la imposibilidad de encontrar un trabajo creativo, al egoísmo personal y de grupo. La institución eclesiástica no tiene derecho a ocultar el horizonte del Reino y a atender a las demandas de la gente al estilo de cualquier corporación que vende sentido, vida y consuelo como píldoras de ilusión, como drogas, fuera de la realidad, compensatoriamente. Si hay gente que prefiere eso, la institución eclesiástica tiene que arriesgarse a desilusionarlos, porque sólo así arribarán a la esperanza; aunque como pasó con Jesús muchos se vuelvan atrás y no anden más en su ámbito (cf Jn 6,66).

La segunda precisión es que Jesús correspondía a las demandas de la gente no sólo personalmente sino con un estilo personalizador. Jesús no actuaba ni técnica ni ritualmente. No era ni un curandero ni un activista social o político; ni organizaba iniciaciones rituales a la manera de las religiones mistéricas ni sacrificios u ofrendas como los sacerdotes en el templo de Jerusalén. Jesús hablaba a la gente, le hablaba largo y tendido; no la entusiasmaba, no la encantaba; por el contrario la desencantaba con un lenguaje retante de contraposiciones desenmascaradoras y tremendamente exigentes. Jesús se empeñaba en desengañar para que se encontraran con la verdad como personas y como pueblo. Y lo hacía no con el lenguaje de los profesionales de la religión sino en el lenguaje de la vida con referentes de la cotidianidad que todos podían entender y sopesar. Jesús se presentaba no como un especialista en la Ley sino como una persona concreta que venía de ellos y optaba por ellos y que venía de Dios y en su opción revelaba la opción de Dios, su misericordia y su lealtad, pero no menos su verdad insobornable, fuente de libertad.

Jesús se encontró con una masa aplastada contra el suelo y abandonada por sus líderes y por eso desperdigada, como ovejas sin pastor. Y con su presencia alentadora, con sus signos liberadores, con su palabra de verdad y vida la fue movilizando y convirtiendo en pueblo. Lo suyo fue una convocación, un movimiento de reunión, que significaba nada menos que la santificación escatológica del nombre de Dios (cf Ez 36,16-28).

La institución eclesiástica no tiene derecho a atender a las demandas de la gente de modo meramente técnico o ritualizado. La Iglesia evangelizadora tiene que ser un sujeto social personalizado, y su convocatoria no puede no ser personalizadora. Tiene que darse en una relación personal que exprese al modo de un sacramento la alianza entre Dios y su pueblo, que en el designio de Dios es toda la humanidad. Tal vez ni los agentes pastorales ni la gente deseen algo tan denso. Tal vez habrían preferido algo menos trascendente, más suave, menos comprometedor. Pero, si queremos ser la Iglesia de Jesucristo, no podemos ceder al tono ambiental en cuanto a la sustancia de ese encuentro, en cuanto a su horizonte y el tipo de relación en que se desarrolla; aunque podamos aceptarlo meramente como un armónico.

 

1.5 RELEVANCIA DE LA INSTITUCIÓN ECLESIÁSTICA PARA LA EVANGELIZACIÓN

Nos hemos demorado muchas páginas para mostrar pormenorizadamente que el sujeto evangelizador de nuestras grandes ciudades no podía ser la institución eclesiástica cuando se equipara al pueblo de Dios relegando a los demás miembros al papel de meros usuarios o a lo más de colaboradores suyos. Justificamos este tratamiento tan despacioso porque creemos que esa propuesta está ya en marcha y es un paso en falso que urge rectificar. ¿Significa esto que la institución eclesiástica debe ser dejada de lado a la hora de emprender una evangelización a fondo de nuestras megalópolis? De ningún modo. Si la institución eclesiástica corportivizada y absolutizada no puede transmitir y ni si quiera recibir el evangelio del Reino que proclamó Jesús y que se instauró ya como primicias en el propio Jesús resucitado, la institución eclesiástica como dimensión insoslayable del pueblo de Dios es no sólo imprescindible para la evangelización sino realmente relevante.

No decimos esto para nivelar o neutralizar lo que hemos dicho hasta ahora, y ni siquiera porque así haya que afirmarlo en un diseño abstracto del tema que quiera ajustarse a una eclesiología correcta. Lo decimos sobre todo porque lo hemos experimentado, porque lo hemos vivido como una extraordinaria gracia de Dios; lo decimos, pues, como un acto de fidelidad agradecida y como comprensión de la luz que esta experiencia ha arrojado. Lo decimos entonces como teoría, entendida como comprensión adecuada de una práctica social en la que reluce la realidad histórica; en este caso como comprensión de una práctica pastoral en la que se reveló el Dios de Jesús como salvación para los seres humanos latinoamericanos.

A partir del postconcilio y teniendo como puntos focales Medellín y Puebla, se dio en América Latina una verdadera eclosión eclesial que sorprendió a propios y extraños. Tanto es así que se puede sostener fundadamente que nació la Iglesia latinoamericana, no obviamente como una entidad material sino como un cuerpo social con perfil propio, con capacidad para situarse en la realidad latinoamericana en consonancia con su propio ser, para establecer diagnósticos lúcidos sobre la situación, para tomar opciones valientes y superadoras, y para mantenerlas y profundizarlas en un tiempo de conflictividad e incluso de persecución. Se puede mostrar que en esta movilización la Iglesia fue tomando cuerpo como pueblo de Dios en el que confluyeron estudiantes, profesionales e intelectuales con mucha gente popular que en el proceso se cualificó extraordinariamente. En la Iglesia resonaron voces múltiples que no sólo actuaron como coro multitudinario sino que interactuaron en diálogos, foros, encuentros, en multitud de grupos y organizaciones. Una característica muy peculiar de esta movilización fue el desplazamiento al mundo de los pobres, en el que confluyeron gente de otras clases sociales en una relación adulta de diálogo pluricultural, horizontal y simbiótico. En estas décadas memorables el protagonismo grupal y colectivo fue muy destacado.

Pero no hacemos ninguna injusticia al asentar que los líderes de esta caminada realmente pascual fueron cristianos que formaban parte de la institución eclesiástica. Ante todo decenas de obispos, comparables en peso humano y cristiano y en relevancia histórica a los fundadores del siglo XVI o a los Padres de los siglos IV y V. Con ellos cientos de sacerdotes, de religiosas y religiosos que con el coraje del Espíritu se abrieron a la oportunidad salvadora del momento, cambiaron de lugar social, se transformaron internamente y se entrañaron en sus comunidades compactándolas y dinamizándolas. Sin olvidar a los teólogos que supieron elevar a concepto y a emoción lo que se estaba gestando y relanzarlo sobre los cuadros eclesiales y las bases para realimentar y decantar el proceso.

En este tiempo se dio un verdadero pacto entre este sector de la institución eclesiástica y una buena parte del pueblo de Dios, señaladamente del pueblo pobre creyente. Este sector de la institución fue minoría ciertamente, pero la llegó a representar en las Asambleas Generales del Episcopado, en la opinión pública y sobre todo en la percepción de la gente, en su vivencia cotidiana. En buena medida fue este sector dela institución el que tomó la iniciativa, el que desató el proceso, el que lo liderizó y el que pagó el precio de su misericordia y fidelidad. ¿Cuándo se había visto, por ejemplo, en la Iglesia en tan pocos años tres obispos indiscutiblemente mártires, además de otros tres muertos de forma violenta? El ejemplo de esos tres obispos (Angelelli, Romero y Gerardi) es muy significativo de un tipo de liderazgo que hace crecer a todo el pueblo de Dios, que le da lugar, que lo pone a valer. Un liderazgo totalmente entrañado en el pueblo creyente y pobre, que a la vez que carga con él se siente llevado por eso río de sufrimiento y gracia. Para el tema que nos ocupa hay que recordar que no pocos de esos líderes de la institución eclesiástica eran pastores en grandes ciudades. Además de Romero y Gerardi que actuaban en las capitales de sus respectivos países y fueron asesinados por la envergadura nacional de sus prácticas pastorales, habría que mencionar a Hélder Cámara, a Silva Henríquez, a Arms como representantes del peso decisivo de la institución eclesiástica en la evangelización de las grandes ciudades cuando está entrañada evangélicamente en el seno del pueblo de Dios.

La experiencia de la que hemos participado nos convence de la gracia tan extraordinaria que es para todo el pueblo de Dios tener pastores según el pastor modelo que es Jesús de Nazaret. Todos los cristianos estamos llamados a llegar a su estatura según el carisma recibido y todos somos necesarios. Pero precisamente para que el pueblo se movilice y se torne cada vez más cualitativo es imprescindible el concurso de una institución eclesiástica "ilustrada, humilde, devota y pobre", como la caracterizaba y reclamaba un intelectual venezolano del siglo XIX.

Creemos que la evangelización de nuestras grandes ciudades a comienzos del siglo XXI exige mayores dosis de profetismo que las que exigieron las décadas pasadas por el poder omnímodo que han llegado a acaparar las grandes corporaciones, un poder que ejercen totalitaria e irresponsablemente, pendientes sólo de sus ganancias, mediatizando todos los poderes y organizaciones y elementarizando a la gente. Por eso mismo exige una gran lucidez para discernir este totalitarismo del mercado, de aquellos bienes civilizatorios y culturales del occidente mundializado que resultan imprescindibles para constituir una alternativa superadora. También demanda una gran fe para apoyarse en Dios y en los excluidos, resistiendo tanto a la tentación de subordinarse a las corporaciones como la de ceder a sus amenazas de exclusión y a sus campañas de descrédito. No menos necesarias son grandes dosis de creatividad para dar consuelo y sentido, es decir para crear ámbitos que los generen juntamente con vida, la vida fraterna de los hijos de Dios. Todos esto ha de ser obra de todo el pueblo de Dios; pero será muy difícil que él lo vaya logrando, si la institución eclesiástica está compuesta no por pastores sino por eclesiásticos, por una clerecía que, como las corporaciones, proyecta desde sí y para sus fines.

 

2. LA COMUNIDAD CRISTIANA

El segundo modelo de sujeto evangelizador de la gran ciudad es la comunidad cristiana. Si el primero, la institución eclesiástica, lo estudiamos por su capacidad instalada y por correspondencia con las macroinstituciones que pretenden moldear a la gran ciudad, la comunidad nos sale al paso por todo lo contrario, es decir por su condición utópica, alternativa, diseño que tiene fuerte apoyo en las fuentes escriturísticas y en la literatura de los tres primeros siglos que para los cristianos tiene un valor si no siempre paradigmático sí fuertemente inspirador e incluso provocador.

 

2.1 COMUNIDAD Y PUEBLO DE DIOS

2.1.1 ¿dos modelos excluyentes?

Así como la institución eclesiástica es un sujeto fáctico, es decir que de hecho funciona, aunque no se prescriba en ningún documento, con la comunidad pasa al contrario: se lo propone con el mayor énfasis, pero apenas se lo pone en práctica, si excluimos las versiones fundamentalistas que sí tienen un cierto desarrollo. Para explicarnos esta paradoja es importante anotar que son dos modelos inversamente proporcionales, y que históricamente se puede comprobar cómo el primero desplazó al segundo, aunque sin negarlo nunca teóricamente. El desplazamiento consistió en hacer del modelo comunitario un ideal, constantemente exaltado, pero por su exigencia intrínseca no exigible a todos, aunque encarecidamente recomendado a todo el que se quiera señalar. El resultado fue el establecimiento de dos Iglesias: la primera de masas, basada en exigencias mínimas para que en ella cupieran prácticamente todos, y la segunda de minorías. En la primera es claro que el sujeto tenía que ser la institución eclesiástica, y la masa meramente los destinatarios de su acción. En la segunda todos formarían un sujeto eclesial. La misión de la Iglesia de minorías sería fecundar como la levadura la Iglesia de masas, no sólo con su ejemplo y su acción directa sino reproduciéndola en su seno mediante células más diluidas, que como núcleos de intensidad irradiarían energía cualitativa sobre la masa contrarrestando su inercia. Así pasó, al menos en alguna medida. Pero también pasó que el modelo institución eclesiástica - masa, al constituirse como modelo básico, tendió a sacralizarse como paradigma, y así se coló también dentro de la Iglesia de minorías, introduciendo en la comunidad el esquema jerárquico que minaba internamente la fraternidad evangélica, que acabó derivando en vida regular.

 

2.1.2 Jesús: movimiento de reunión y reciprocidad de dones

Para poner claridad en este asunto tenemos que empezar asentado lo reafirmado en el apartado anterior: que la primera referencia de Jesús no es por supuesto a la Iglesia (que estaba fuera de su horizonte) ni a su grupo de discípulos sino al pueblo de Dios, en el que privilegió a aquéllos que estaban en la base de la pirámide social: los pobres (que para él eran los carenciados, abatidos y despreciados), y del que no estaban excluidos los tenidos como pecadores públicos. Jesús es enviado como gloria de su pueblo y como luz de las naciones paganas, como alianza con el pueblo de Dios en favor de toda la humanidad.

Por eso la obra de Jesús puede ser caracterizada como un movimiento de reunión. Esta convocación no gira alrededor de él como centro que establece con su presencia iluminadora y sanadora un lugar sagrado, un santuario. Él no sigue el modelo del tercer Isaías (cps. 60 y 62): una ciudad a la que confluyen todos los pueblos porque es el ombligo del mundo, el punto donde se unen el cielo y la tierra. Tal como lo presenta Marcos (1,35-39), eso es lo que pretenden sus discípulos y la gente tras el primer sábado de gloria. Lo requieren a que regrese a Cafarnaún y desde ahí atienda a todos y todos acudan a él. Él desestima esta propuesta y lanza la suya de una existencia itinerante, yendo él a buscar a los necesitados, a la oveja perdida, a reanimar a los corazones desperdigados a causa de su abatimiento. El modelo que le proponen está montado sobre la dualidad estructural entre el salvador y los salvados. Esta dualidad genera una institución salvadora a la que acuden los que necesitan y desean. El modelo de Jesús instaura en cambio una reciprocidad de dones: él o sus discípulos entran a las casas a dar la buena nueva del Reino y a sacramentalizarla con el poder del Espíritu; la gente que les abre la puerta y que recibe su salvación les da a su vez su hospedaje como signo de la fraternidad de los hijos de Dios que se instaura. En el primer modelo tenemos una masa y una institución; en el segundo, el embrión de un pueblo personalizado en el que todos reciben y dan.

 

2.1.3 La comunidad en función de la constitución escatológica del pueblo de Dios

En este diseño ¿qué lugar ocupa y qué papel juega la comunidad? Ante todo comencemos por una constatación: tanto para Marcos (1,16-29) como para Juan (1,35-51) lo primero que hace Jesús es rodearse de un grupo de discípulos. La misión la lleva a cabo con ellos. Eso significaría que la comunidad de Jesús es el sujeto evangelizador. Según Juan ellos son los primeros del pueblo de Dios que lo reconocen como el Mesías. También en los sinópticos lo confiesan, por boca de Pedro, como Mesías; pero lo más característico no es esta confesión sino el seguimiento, un seguimiento que se va revelando como incondicional, por el que acabarán dejando la familia y la profesión y pasarán a constituir la familia de Jesús, que a su vez también rompe con su familia (Mc 3,31-35). También hay otros discípulos que no dejan la familia ni la profesión, pero que sí posponen todo al seguimiento de Jesús (Lc 14,25-27).

Este tipo de discipulado supone el reconocimiento del carácter escatológico de Jesús, de su propuesta y del tiempo que instaura, ya que sólo desde ese advenimiento de lo definitivo y por tanto de lo decisivo es posible relativizar la trama que define la vida. Así pues la comunidad de Jesús es la sacramentalización de su propuesta. El que esta comunidad fuera viable expresaría que el poder del futuro ya actúa de algún modo en el presente. La comunidad hace ver que lo de Jesús no es sólo algo nocional sino un verdadero acontecimiento que se propaga.

Así pues la comunidad de Jesús está en función del pueblo de Dios, de su constitución efectiva como tal ("ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios": Jr 31,33; Ez 36,28; Ap 21,3). Pero no al modo instrumental, es decir produciéndolo eficientemente, sino al modo sacramental: simbolizándolo efectivamente de manera que siéndolo incoativamente lo expanda como se desarrolla un embrión. Sin embargo no podemos aplicar consecuentemente este símil organicista porque el Espíritu derramado en la Pascua es libre respecto de la comunidad cristiana histórica ya que está derramado sobre toda carne (Jl 3,1; Hch 2,16-17). Podríamos hablar entonces de una causalidad ejemplar, en el sentido más fuerte de la palabra, aunque también hay que aceptar la causalidad instrumental ya que se da la misión expresa (Rm 10,14-18), que opera no por su propia eficacia sino por la gracia de Dios. La comunidad, pues, representa al pueblo escatológico de Dios, lo proclama como designio de Dios, lo produce con su visibilidad incitadora, lo sirve humilde y desprendidamente sabiendo que el pueblo, como ella misma, no se pertenece a sí mismo sino a Dios y al Mesías Jesús. Así pues, ella constituye las primicias del pueblo de Dios; pero el pueblo de Dios la trasciende desde dentro, y por eso no pretende dominarlo sino que se pone alegremente a su servicio.

 

2.1.4 La comunidad lleva el nombre de Jesús

Ahora bien, habiendo insistido en la trascendencia del Espíritu que es capaz de sacar hijos de Dios hasta de las piedras, tenemos que recalcar correspondientemente la pertenencia de la comunidad al misterio del Mesías Jesús. Es tan íntima esta pertenencia que el Resucitado puede decir a Pablo que la persigue encarnizadamente, que es a él a quien persigue. De esta revelación saca Pablo el símil de que la comunidad es el cuerpo de Cristo. Jesús resucitado no está aquí (Mc 1,6; Hch 1,11), su visibilidad en la historia es la comunidad (Mt 18,20;28,20;10,40). También lo son los pobres (Mt 25,40); pero ésta es una presencia sin rostro, como la del Siervo: no sólo no atrae sino que provoca voltear el rostro para no dejarse afectar; pero de la actitud para con ellos depende el destino final. Lo peculiar de la presencia de Jesús en la comunidad es que es la presencia de su nombre. De tal manera que de ellos depende el que sea santificado su nombre (Mt 6,9;18,20; Jn 17,6.26; Ez 36,23). Cuando esto sucede, es decir cuando la gente ve sus buenas obras y glorifica a su Padre que está en el cielo (Mt 5,16), se da la evangelización: la gente se siente atraída a ese camino, hacia ese modo de vida, y de entre ellos aquéllos a los que Dios llame se sentirán movidos a entrar a la comunidad.

Que la comunidad sea la visibilidad de Jesús en la historia (junto con los Evangelios que salen de ella y la trascienden) quiere decir que es la comunidad de los elegidos, de los que el Hijo ha consagrado con su sangre y correspondientemente de los que se han consagrado libremente a él, a llevar su nombre por los pueblos a través de la historia. La comunidad es habilitada para esta misión con el don del Espíritu, pero depende de la responsabilidad de cada quien obedecer al Espíritu o entristecerlo y hasta apagarlo en su seno. Por eso la exhortación a ser lo que somos, a secundar la obra de Dios en uno y en la comunidad. Esta exhortación tiene una validez permanente porque la comunidad lleva su tesoro en vasos de barro.

 

2.1.5 Superación de la tentación sectaria

Así pues, si la comunidad lleva el nombre del Mesías Jesús, ella no puede actuar en nombre propio buscando su gloria, ni encerrarse sobre sí misma anulando la salvación que significa ese nombre.

Hay indicios fehacientes en los relatos evangélicos de que cuando Jesús se percató del rechazo de los jefes habría sido tentado a confinarse en la comunidad de los discípulos desarrollando enseñanzas exclusivamente para ellos y abandonando el contacto directo y abierto con las masas. Sin embargo la decisión irrevocable de ir a Jerusalén expresa que Jesús vio incompatible con su misión la reducción al ámbito comunitario, y por tanto la concepción de una comunidad de salvación separada, al modo, por ejemplo, de los esenios. Ni siquiera admitió la separación farisaica de los impuros, de los tenidos como pecadores públicos y de ésos que no conocen la ley y por eso caen en la maldición de Dios.

La institución de los Doce declara esta ligazón indestructible entre la comunidad y el pueblo de las doce tribus; si los Doce representan a las doce tribus no pueden sustituirlas sino que están en función de ellas, es decir referidos a todo el pueblo de Dios que, tras el rechazo y la muerte y resurrección, se compone de judíos y gentiles, rasgado ya el velo que los separaba.

 

2.2 LAS COMUNIDADES, SUJETO DE LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN

La civilización de la ecumene helenista era una red de ciudades en la que, como auténticas metrópolis con gran capacidad de irradiación, se encontraban algunas megalópolis como Roma, Alejandría o Antioquía. Es sabido que la evangelización de este ámbito cultural se dio a través de una misión muy acelerada que tuvo como finalidad establecer en cada ciudad una comunidad cristiana. Esa misión al comienzo no fue planificada sino que se debió a viajes fortuitos de cristianos o a la dispersión de la comunidad helenista de Jerusalén con motivo de la persecución que cobró la vida de Esteban.

 

2.2.1 Comunidades escatológicas y ausencia de estructuras religiosas tradicionales

La primera misión sistemática de la que tenemos noticia fue decidida por la comunidad de Antioquía que tenía la novedad radical de albergar en su seno a muchos venidos del paganismo a los que se les evangelizó a Jesús sin pasar por la religión judía. Éstos, que ya no practicaban ni la religión olímpica ni las de los misterios y que no se habían hecho prosélitos del judaísmo, aparecían ente los ojos de sus contemporáneos como un grupo paradójico: consagrado a Dios pero sin práctica religiosa, ya que ésta consistía para ellos en la tríada templos-sacerdotes-sacrificios, notoriamente ausente de esas comunidades. Por eso, como se referían constantemente a Jesús como Mesías, los llamaron mesiánicos, en griego cristianos.

Esta ausencia de las estructuras religiosas convencionales es decisiva para nuestro tema ya que era ella precisamente la que creaba la condición de posibilidad de que existieran auténticas comunidades. No eran como las fratrías, características de las polis griegas, que eran comunidades cerradas en base a un culto compartido que no pocas veces tenía una base étnica o de vecindad (el demos). La comunidad la creaba Jesús como el Señor de todos, Señor como paradigma que los configuraba, un sólo Dios, el Padre de Jesús, constituido por él en Padre también de todos, y el Espíritu que, al configurarlos en el Señor y hacerlos hijos de Dios, los hermanaba entre sí. Esta realidad escatológica, definitiva, relativizaba todo lo demás. En tanto se decidieran por vivir esa novedad existencial, la diferencia entre judíos (pueblo de Dios) y gentiles (no pueblo) quedaba anulada; pero no menos las diferencias culturales de esclavos y libres, griegos y bárbaros, varones y mujeres. Claro está que subsisten las diferencias, pero como las personas ya no se definen por ellas, ya no son fuente de privilegio y discriminación.

Esto significa que mientras la comunidad viva en esta tensión escatológica, es decir tratando de definirse por este futuro que ya la trabaja por dentro, la comunidad tiene una existencia densa, trascendente, que por una parte provoca a toda la sociedad por lo que tiene de contraste con ella y por otra la atrae a esa alternativa superadora que lleva en su seno.

Y eso fue lo que sucedió: durante los tres primeros siglos sobre todo, las comunidades trataron de realizar esta novedad transformando la mentalidad, la sensibilidad, las actitudes y el tipo de relaciones que tenían antes de convertirse al Mesías Jesús. Es claro que la novedad no podía consolidarse en el sentido de almacenarse sino que tenía que recrearse siempre. Esto es así porque tanto el ambiente como mucho dentro de cada persona tiende incesantemente a reducir la novedad reponiendo los parámetros establecidos como los cauces de la experiencia. La novedad no acontece en cuanto los cristianos obran como miembros de los conjuntos dados (judíos-gentiles, griegos-bárbaros, libres-esclavos, varones-mujeres), ella sólo podría darse como dinamismo espiritual, aunque es verdad que ese dinamismo podía convertirse en una segunda naturaleza y moldear ambientes. De todos modos la obediencia al Espíritu, el que con su dinamismo hace nuevas todas las cosas y renueva la faz de la tierra, es el elemento decisivo.

 

2.2.2 Plenificación de lo bueno

Este dinamismo se dio en una medida suficientemente poderosa como para que en las diversas ciudades estuviera planteada realmente la renovación de la vida y de la cultura. Esta renovación tenía dos armónicos: por una parte se proponía como plenificación de las mejores energías que latían en los corazones, en los ambientes y en los distintos estratos, bastante heteróclitos, que componían el humus cultural. Así podía exhortar ya Pablo a sus queridos filipenses: "todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso ténganlo por suyo" (4,8). Quiero destacar que esta actitud de ningún modo refleja el abandono de la expectativa escatológica y la adaptación a los paradigmas ambientales. Precisamente esa carta está toda focalizada al día del Mesías Jesús (1,6.10;2,16); en ella Pablo define a los cristianos como "ciudadanos del cielo, de donde aguardamos como salvador al Señor Jesús, el Mesías" (3,20). En este mundo los cristianos somos los que estamos "en el bando de Cristo" (1,29) y por eso tenemos que tener sus mismos sentimientos, su misma actitud (2,5).

Si el mundo mata a Jesús porque no lo conoce ¿cómo es posible que podamos reconocer en él rasgos valiosos que tenemos que considerarlos nuestros? ¿Cómo es posible esa coincidencia, si no estructural, sí al menos parcial y no sólo fáctica sino axiológica? La explicación estaría en la persona de Jesús como el Hijo de hombre, es decir como alguien que puede ser caracterizado como un ser humano cabal (Dn 7,2-14). Así como los imperios que se han sucedido en el dominio del mundo tienen hasta hoy el común denominador de su talante ferino ya que se han impuesto sobre los demás por la fuerza y por ella han mantenido su dominio, y lo han tenido que mantener por la fuerza porque no es un dominio salvador, es decir en provecho de los ciudadanos, conducente a su humanización, así aquel ser por el que Dios va a realizar su soberanía en la historia tiene la característica de ser humano y por tanto la virtualidad de humanizar. En eso consiste su señorío, que por eso no puede ser impuesto. En este horizonte hay que colocar las contraposiciones del Sermón del monte (Mt 5,21-48) que deben ser entendidas como la universalización de la ley, posible por su radicalización, que se presenta como humanización integral, la gloriosa humanidad de los hijos de Dios. Esta humanidad, cuyo paradigma es Dios revelado como Padre, es propuesta para los discípulos y para todo el pueblo.

Ahora bien ¿cómo este modo genuinamente humano de vivir podía estar presente en el ambiente pagano, de manera que los cristianos pudieran reconocerlo como suyo? El prólogo de Juan responde que la Palabra por la que todo fue hecho contenía vida y esa vida era la luz de los seres humanos (1,3-4). O, en términos de la carta a los colosenses, por medio de él se creó el universo, él es modelo y fin del universo creado, él es antes que todo y el universo tiene en él su consistencia (1,16-17).

Los Padres de la Iglesia dirán, siguiendo este modo de pensar, que los seres humanos hemos sido creados a imagen de la Imagen de Dios, Imagen que como prototipo ha impreso su marca en cada ser humano, una marca trascendente y por eso inamisible. Esta marca es luz, sentido y también fin que atrae. Si ésta es la estructura trascendente humana, a pesar de todas las desfiguraciones que deshumanizan, siempre se conservan direcciones vitales, valores genuinos y siempre hay gente que intenta investirlos seriamente.

Ésta será precisamente la dirección que estimule el Espíritu derramado en la Pascua sobre toda carne, que siendo el Espíritu de vida que promueve desde el inicio el despliegue de la creación hacia su meta, ahora aparece no sólo como animador de la vida sino específicamente de la vida fraterna de los hijos de Dios que el Padre nos otorgó en su Hijo amado. Como el Espíritu no está constreñido por las coordenadas espacio-temporales, cubre la redondez de la tierra y remonta la historia hasta Adán.

Porque somos imágenes de Dios en la Imagen e hijos en el Hijo, la propuesta de Jesús podía ser percibida como evangelio: nueva porque la Imagen y el Hijo son precisamente Jesús de Nazaret; buena porque en él podemos percibir realizado el sentido humano hacia el que caminábamos desde adentro. Correspondientemente los evangelizadores cristianos podían apelar a todo lo que en el ambiente y en personas concretas había de obediencia victoriosa al Espíritu de humanidad cuyo paradigma, sin nombre para sus oyentes, era Jesús de Nazaret. Porque, como se dice en la proclamación del dogma de la Inmaculada, María lo fue por los méritos previstos de su Hijo. Ella es el caso más excelente de los que, por obediencia a esa gracia previniente, dijeron que sí a Dios en su vida, como lo vio Pedro respecto del centurión Cornelio que, siendo pagano, era acepto a Dios porque era fiel y obraba rectamente.

Este filón lo explotaron ampliamente los Apologetas y los Padres de la Iglesia. Claro que hay un sutil plano inclinado que conduce de la aceptación de todo lo humano de su cultura, midiendo lo humano desde el paradigma de Jesús, a la adopción por parte de la comunidad cristiana de todo lo tenido por noble y bueno en la cultura ambiental como si, por eso mismo, también lo fuera en la estimativa cristiana. Esta propensión tiene dos raíces. La primera, presente ya desde el comienzo, tiene que ver con la viabilidad del cristianismo: puesto que había divergencias irreconciliables con la propuesta vigente, había que encontrar puentes que hiciesen ver su papel de fermento humanizador en su medio y de este modo su legitimidad. La segunda raíz, mucho más drástica, tiene que ver con la protección imperial del cristianismo que llega hasta la proclamación del cristianismo como la única religión del imperio. La aceptación entusiasta de esta disposición por parte de la jerarquía eclesiástica hacía a la larga muy difícil mantener la autonomía y trascendencia en el señalamiento de los rasgos que caracterizan el modo humano de ser que proclamamos los cristianos como paradigma.

 

2.2.3 Comunidades alternativas, pero no sectarias

Pero en los escritos neotestamentarios resulta abrumador el dato de caracterizar a las comunidades cristianas más por contraste superador del modo de vida ambiental que por la plenificación de lo bueno que ya se vivía en el medio abigarrado que constituía el imperio romano. Es cierto que los cristianos tienen que trabajar con sus manos para no ser parásitos y para socorrer a los pobres (sobre todo los de las comunidades), que tienen que pagar religiosamente los impuestos y respetar a las autoridades, e incluso que los esclavos tienen que obedecer a sus amos, es cierto que tienen que abstenerse de hacer mal a nadie y hasta devolver bien al que les hace mal; pero también es cierto que se desmarcan de los juegos y espectáculos públicos porque para ellos estaban completamente contaminados de idolatría, violencia e inmoralidad, que por las mismas razones se apartan en gran medida de la convivencia social, y que al vivir una vida comunitaria tan densa y cualitativa pueden dar la impresión de que se desolizarizan de la sociedad despreciándola y dándola por perdida, y buscando salvarse de ella.

Hay que reconocer que muchas expresiones, aunque estén concebidas en otro horizonte, pueden dar pie para ser interpretadas en ese sentido. La visión tan pesimista del estado de corrupción generalizada en el imperio romano (Rm 1,18-32) lleva a Pablo a pedir a los cristianos de un modo general que no se adapten a este mundo (Rm 12,2). De manera coincidente y muy pormenorizada se insta a los efesios a que "no procedan como los paganos (...) que tienen su razón oscurecida (...) a causa del endurecimiento de su corazón; pues encallecidos, se entregaron al desenfreno para obrar con avidez todo tipo de indecencias (4,17-19). "Porque tengan bien entendido que ningún fornicario ni avaro (que es lo mismo que idólatra) ha de heredar el reino del Mesías y de Dios (...) No tengan parte alguna con ellos" (5,5.7). A los filipenses les pide que "sean íntegros y sin malicia, hijos de Dios irreprensibles en medio de esta generación perversa y depravada" (2,15). Respecto de sí mismo afirma Pablo estar tan identificado con el Crucificado que el mundo se le presenta como un crucificado, es decir como la figura más repelente e ignominiosa que podía haber, y reconoce que así es también como aparece él a los ojos y a la estimativa del mundo (Gal 6,14).

Por eso los cristianos fueron acusados frecuentemente (además de impiedad por no practicar la religión en la forma convencional de templos, sacerdotes y sacrificios) de odio al género humano. Esta acusación nunca habría existido si las comunidades cristianas no hubieran estado configuradas como comunidades alternativas. Sin embargo la atracción que suscitaban nos lleva a concluir que, si podían provocar malestar, disgusto y resentimiento por su efectivo desmarcarse de tantas prácticas y más aún actitudes, sin embargo también era perceptible que no había en ellos ni sectarismo ni desapego ni desprecio sino un genuino afecto hecho de iguales dosis de simpatía humana y de misericordia. La mayoría vivía su diferencia con humildad porque reconocía en sí los mismos gérmenes deletéreos. Su victoria sobre el mal era experimentada como triunfo en ellos de la fuerza del Resucitado y por eso motivo de agradecimiento. Pero además ellos se sentían llamados a llevar la buena noticia de su nueva vida a todos porque para todos había muerto y resucitado Jesús, y Dios quería la salvación de todos. Por eso, si por una parte luchaban para no sucumbir a las tentaciones, tribulaciones y persecuciones y en la lucha acendraban la paciencia y la esperanza, por otra confiaban en la fuerza transformadora del evangelio respecto de su ambiente.

Sin la unión de una novedad real y una acogida efectiva no se explica la irradiación de esas comunidades. La gente fue percibiendo en ellas una más alta realización humana y cómo ese estadio superior de humanidad estaba realmente abierto a todos, fuera cual fuera el punto de partida. Eran comunidades alternativas, pero no elitistas, porque su humanidad palpitante estaba sustentada por la acción del Espíritu, por la fuerza de Dios, por el carácter ejemplar de la presencia viva de Jesús, y no menos por la ayuda mutua de las hermanas y hermanos.

 

2.2.4 Comunidades, presbíteros y comunidad

Dos características que estimularon la fortaleza y la capacidad irradiadora de las comunidades cristianas fueron la presencia en ellas de los presbíteros-epíscopos y el sentirse y saberse formando parte de una gran comunidad cristiana, embrión del pueblo de Dios.

Cuando se sintió envejecer la generación de los discípulos que habían conocido al Señor y más todavía la de los discípulos de ellos, se consolidaron dos instancias decisivas: la primera la puesta por escrito de las tradiciones que dimanaban de Jesús y la recepción de otros escritos más o menos ocasionales dirigidos a comunidades particulares en los que la comunidad cristiana reconoció su fe (el canon), y junto a esos materiales nuevos, la recepción de la Biblia hebrea leída desde Jesús; la segunda, la constitución de los presbíteros-epíscopos, no ya ante todo para mantener el orden y supervisar la buena marcha sino sobre todo para velar por la transmisión fiel y creativa de la Tradición que se remontaba a Jesús. La constitución del canon y esta estructuración de las comunidades salvaron al cristianismo de su disolución ante el embate de los entusiastas, los judaizantes y de los primeros brotes de la gnosis.

Pero esta estructuración logró imponerse gracias a que nadie consideró a la Iglesia como una federación de comunidades sino como la comunidad de la que procedían las comunidades. Esta primera comunidad de los discípulos se designó simbólicamente como la comunidad de los Doce porque ella representaba al pueblo de Israel y tras la resurrección a todos los pueblos en él. Cada comunidad fundada por los primeros apóstoles y evangelizadores podía tener tradiciones particulares, pero acabaron reconociéndose mutuamente como formando parte de la riqueza común que derivaba de Jesús y sus discípulos, la comunidad escatológica que reunió Jesús para convocar definitivamente al pueblo de Dios. La asunción por parte de las comunidades del discípulo amado de tradiciones y formas organizativas de la gran Iglesia y el reconocimiento por parte de ésta de sus aportes invalorables representa el punto culminante de la constitución del canon y de la ecumene católica.

Así fue como la comunidad que procedía del Señor Jesús se fue desplegando en comunidades vivas y articuladas que interactuaban entre sí dinámicamente. En cada comunidad se realizaba ciertamente la Iglesia, pero ninguna pretendía totalizarla ni monopolizarla sirviendo de medida única para las demás. Aun en el caso de la Iglesia romana, a la que se asoció paulatinamente el carisma de Pedro de confirmar en la fe a los hermanos, esa función se ejercía en la caridad fraterna y el respeto de la legítima variedad. Esa función, análoga a la que desempeñó al principio la Iglesia madre de Jerusalén, no entorpeció la actividad carismática de las Iglesias en las que se afincaba su talante comunitario.

 

2.2.5 ¿conversión del imperio al cristianismo o conversión del cristianismo en religión imperial? Consecuencias para la comunidad

En el siglo IV se pasa de la persecución a la proclamación del cristianismo como religión lícita, y de este edicto de tolerancia a la protección abierta que acaba en la proclamación del cristianismo como la única religión del imperio. Este proceso es interpretado de dos modos opuestos. Para amplios sectores cristianos es el imperio el que reconoce la verdad del cristianismo y su capacidad para evitar la decadencia del imperio mediante la conversión personal al Dios de Jesucristo, que es el Dios de la humanidad, de la justicia, de la verdad y de la misericordia. Desde esa consagración a Dios y desde la entrada en la Iglesia se obtendría un cambio estructural hacia la moralización de las costumbres, el ordenamiento de la vida familiar, la superación de la violencia y la crueldad, el establecimiento de la verdad, la confiabilidad, la justicia y la solidaridad. Hay que reconocer que este cambio se fue dando en una medida apreciable.

La otra versión del proceso, proveniente de sectores públicos, establecía que los dioses tradicionales habían perdido la virtualidad de antaño, que ahora residía en Jesucristo; por tanto a sus sacerdotes se entregaba la función que hasta entonces habían desempeñado los colegios sacerdotales tradicionales. Naturalmente que eran los sacerdotes cristianos los que sabían qué había que hacer para obtener la protección divina para el imperio; pero en todo caso de eso era de lo que se trataba: el cristianismo quedaba convertido en la religión de la "ciudad y del mundo", de la res pública, una religión cívica, política, del Estado y de todos los ciudadanos. El culto cristiano tenía sus contenidos específicos, pero la nueva finalidad exigía también una nueva forma perfectamente objetivada y protocolizada para que el imperio pudiera estar cierto de la protección divina.

Desde esta perspectiva la comunidad cristiana es por hipótesis la comunidad del imperio, y ser ciudadano y ser cristiano se equiparan. Esto equivale a diluir la sustantividad de la comunidad. Además, si el objetivo de la religión es la salvación del imperio romano, se pierde la tensión escatológica y todo se reduce a la preservación de lo que existe con la mejora que se pueda. Si ya la comunidad cristiana no es la levadura de la masa sino la masa misma, la función que antes desempeñó la comunidad respecto del ambiente corresponde ahora a los sacerdotes convertidos en clerecía. Ellos son ahora los pertenecientes al mundo de lo divino, los que ofician los misterios de los que participa la masa como asistentes. En esta interpretación del cristianismo no cabe la constitución de la Iglesia como comunidad portadora escatológica del Espíritu del Resucitado en marcha al encuentro con él. Ahora son los ciudadanos que se unen al mundo de lo divino por los actos de culto que efectúan los sacerdotes, separados de ellos para este ministerio. Se ha recaído en el dualismo del esquema religioso en el que no es posible la comunidad sino por una parte individuos y masa, y por otra los especialistas que son el cuerpo sacerdotal.

Si nos preguntamos cuál de las dos interpretaciones hace justicia a la realidad, tenemos que responder que ambas en diversos grados según personas, lugares y tiempos. En sí ambas son incompatibles, pero de hecho convivieron y todavía conviven con las transformaciones del caso.

En principio el concilio Vaticano II insiste por una parte en la reescatologización de la comunidad cristiana que es sacramento de salvación en cuanto hace presente en el hoy de la historia el futuro de las promesas de Dios realizadas ya en la persona de Jesús como nuestro primogénito; y por otra, establece la libertad de conciencia que niega la legitimidad cristiana de una religión cívica. Esta declaración de libertad religiosa es condición de posibilidad para la reescatologización de la comunidad cristiana. Sólo en la medida en que se reciban estos elementos conciliares la Iglesia tendrá evangelio y la comunidad cristiana será su portadora.

 

2.3 LA COMUNIDAD, EVANGELIZADORA DE LAS GRANDES CIUDADES

Desde el recorrido que acabamos de hacer podemos concluir que la comunidad cristiana es sujeto evangelizador de las grandes ciudades en tanto no se conciba como una comunidad cívica, expresión religiosa del peso, es decir de la gloria, de la santidad, de la prestancia de la ciudad, sino como una comunidad escatológica, es decir que, gracias a la presencia del Espíritu en ella, se atreve a sacramentalizar la prestancia del futuro en el presente. Nos referimos específicamente al futuro que abren las promesas de Dios, que se pueden sintetizar en los bienes mesiánicos o en el reino de Dios. Este fue el horizonte en el que vivió Jesús y que hizo presente con su palabra de autoridad y la fuerza de sus acciones liberadoras. A este horizonte así anticipado pidió Jesús que se convirtieran. Era posible abrirse a él porque el propio Jesús atraía a él con su presencia alentadora. El que Dios lo resucitara significa que ya ha comenzado la transformación de los últimos tiempos. Jesús es ya un ser humano completamente espiritual, es decir que es capaz de vivificar porque vive la vida de Dios.

2.3.1 el mundo de las corporaciones, negación de la comunidad y la esperanza

Hoy vivimos en el imperio de las corporaciones mundializadas. Esta figura histórica ha producido bienes civilizatorios y culturales tan preciosos que sin ellos no puede vivir la humanidad. Es claro que la evangelización de las grandes ciudades debe apoyarse en ellos. Pero mientras las corporaciones dominen sin contrapeso imponiendo sus intereses y su lógica esos bienes no darán de sí, y se impondrá por el contrario la exclusión de las mayorías y la deshumanización de los que excluyen y la falta de medios de vida en los excluidos. Por eso la evangelización de las grandes ciudades se ve desafiada por las corporaciones en cuanto que son el sujeto dominante por ahora de esta figura histórica.

Ellas nos imponen un horizonte de individualismo, de insensibilidad y de resignación a las condiciones dadas y sobre todo al horizonte y a la lógica que ellas imponen.

Individualismo no significa aquí un rasgo de carácter sino la negación de que los seres humanos somos estructuralmente respectivos y por tanto sólo hacemos justicia a la realidad optando por la pertenencia a las comunidades que nos constituyen y constituimos: ante todo a la comunidad humana como un todo real y a la familia de la que concretamente provenimos y en la que nos socializamos, al pueblo del que formamos parte, al Estado del que somos ciudadanos, a la ciudad donde residimos, a las comunidades laborales, vecinales, políticas y a otras de nuestra elección. Individualismo significa que nos definimos como individuos, de tal manera que lo demás no nos constituye sino que es secundario (o algo previo o algo circunstancial) y está en función de los individuos. Dicho en otros términos, individualismo significa negar que formamos parte de la realidad histórica, es decir que provenimos de otros seres humanos y damos lugar a otros y que esta constitución concreta nos posibilita y es fuente de responsabilidades, o sea orienta nuestra creatividad histórica para que sobre ella se ejercite nuestra libertad constructivamente. Individualismo es vivir en el presente y en sus proyecciones, un presente abstraído de los que vivieron antes y de los que vendrán después, que hay que vivir según las preferencias individuales.

El horizonte que instauran las corporaciones es obviamente un horizonte de mercancías incesantemente renovado. Las mercancías no son cosas, digamos desnudas, sino productos asociados mágicamente a pulsiones, deseos y sueños, a un mundo apetecible y prestigioso, al mundo de los triunfadores, que viene a equivaler a la comunidad virtual de los consumidores. Para acceder a ellas (y a la constelación de vida y sentido de la que forman parte) hay que aceptar la lógica de la competitividad para prevalecer sobre los demás en la lucha sin cuartel del mercado; es decir el individualismo.

 

2.3.2 anticipar el futuro venciendo la desesperanza ambiental y el pecado interno

Este horizonte exige renunciar a la esperanza de construir el mundo fraterno de los hijos de Dios: a la esperanza de un mundo en el que la carrera armamentista se trasforme en trabajo biófilo y ecológico, en el que la explotación del hombre por el hombre dé paso a la colaboración y la emulación en el servicio, en el que la diversidad de pueblos y culturas se asuma como riqueza mutua venciendo la exclusión, en el que la autosuficiencia orgullosa ceda el campo a la adoración libre y agradecida al Creador y Padre de todos.

Esta esperanza fundada en la promesa de Dios es proclamada por la comunidad cristiana no como utopía, no como algo irrealizable que sirve en cuanto da ilusión y ánimo y hace las veces de punto de mira ideal, sino como principio del obrar presente. En este mundo de lobos la comunidad vive como hermanos; en este mundo violento vive desarmada; en este mundo objetivado y reducido a mercancía y a desecho vive en sobriedad y armonía simbiótica; en este mundo reiterativo de pretendidas novedades que no son sino camufladas reposiciones o variaciones sobre el mismo tema o desarrollo de lo dado la comunidad apuesta por la creación histórica, la concibe imaginativamente, la gesta pacientemente y la va dando a luz con dolores de parto; en este mundo que desconoce al otro y lo excluye la comunidad está dirigida a la inclusión y al reconocimiento; en este mundo sin fidelidades la comunidad vive religada al Dios de Jesucristo y echa la suerte responsablemente con la realidad histórica.

La comunidad cristiana lo es en cuanto cree que este futuro de Dios actúa con fuerza en el presente posibilitando en él la novedad de vida que consiste en vivir según el paradigma de Jesús. En cuanto la comunidad se deja determinar por la atracción del Crucificado resucitado (Jn 12,32) y por la fuerza del Espíritu que él nos entregó, en cuanto vive de la fe que libera del egoísmo esclavizante y vence al mundo, existe como magnitud cualitativa, como sacramento de la salvación que Dios obra por Jesús.

Mientras vivamos en este mundo no podemos dejar atrás definitivamente al pecado; por eso este testimonio de la comunidad está oscurecido por el ejercicio del dominio sobre los hermanos, por el desprecio de los pobres, por la hipocresía, por las rivalidades que generan bandos y hostilidad, por el apego al bienestar y la resignación a la mediocridad. Siempre habrá pecado en la comunidad cristiana. Pero dejaría de ser tal, si se resignara al pecado y peor aún si ni siquiera lo reconociera. La comunidad es cristiana en tanto se levanta incesantemente de su pecado, lucha por superar todo lo que le lleva a él, lo cubre con el ejercicio de la caridad e incluso sabe sacar bien de su propio mal humillándose, llenándose de misericordia y transformando la experiencia en sabiduría. Pero sobre todo es cristiana cuando ni su pecado le quita la capacidad de imaginar un mundo más humano y la esperanza de que va a pertenecer a ese mundo, de que es posible la conversión y la transformación consiguiente.

El mínimo que debe testimoniar la comunidad cristiana para serlo es la esperanza, que consiste en la referencia real a un mundo donde habite la justicia, la sinceridad, la honradez, el reconocimiento mutuo, la alegría de vivir y de convivir, el mundo fraterno de los hijos de Dios. Vivir a la espera de algo es ya vivir con una referencia concreta; pero vivir con esperanza es predisponerse a lo que se espera, prepararse para lo que viene, ir haciéndole lugar ya en el presente, que es por eso un presente dirigido hacia el objetivo de la esperanza. Se nos pide, pues, dejarnos afectar por ese mundo, desearlo, imaginarlo, cantarlo, rumiarlo en las entrañas hasta ser poseídos por él y dar pasos hacia él, hasta llegar a pertenecer a él, aunque la figura histórica vigente no pueda contenerlo.

 

2.3.3 esperanza y desinstalación

Ahora bien, la comunidad no puede cultivar en su seno esta esperanza y testimoniarla como su evangelio, si está instalada en la figura histórica vigente, bien sea porque se siente de hecho moldeada por ella porque la usufructúa, bien porque, aunque la padece, se ha resignado de todos modos a ella a causa de la prestancia que le reconoce.

Si la comunidad se ha entregado a la figura histórica vigente ya no tiene evangelio. Su dios y su mesías o son los que dan anuencia a lo que se emprendió y ahora se ha consolidado (annuit coeptis, proclama emblemáticamente el dólar) o, como no pueden competir con ella, se reducen a consolar compensatoriamente a sus creyentes.

Tal vez el cambio cultural más fuerte respecto de hace algunas décadas es que entonces muchas personas eran capaces de pensar una figura histórica alternativa, un nuevo orden económico internacional, lo que requería un ejercicio político denodado y un cambio cultural (de hábitos, expectativas, valores...). Pensar una figura histórica diversa llevó a diseñar proyectos históricos y a emprender acciones concretas en muy diversos frentes. Hoy el dominio político de las corporaciones trasnacionales se consolida gracias a su dominio ideológico y a su capacidad de diseñar el imaginario vigente y coaptar así a las masas. En la medida en que soñamos los sueños que ellas han proyectado para nosotros y nos sirven enlatados no sólo nos tienen en su poder sino que somos hechura suya.

Si los miembros de la comunidad cristiana se dejan configurar por esa ideología y ese imaginario su adscripción cristiana no pasa de ser algo ancestral y sagrado que no se quiere tocar y que se vive como algo arcano, separado del resto y que por eso renuncia a configurarlo, o se asume suplementariamente como algo compensatorio ante tanta vaciedad, tedio, degradación y muchas veces escasez vital.

 

2.3.4 evangelizar (escatologizar) el cristianismo vivido como experiencia de lo sagrado

En el primer caso la comunidad cristiana se realiza sobre todo en el ámbito litúrgico en el que tiene lugar ese contacto con el trasmundo que da peso, equilibrio, identidad y sentido de dignidad. En la vida esa comunidad pasa a ser una suerte de comunidad virtual de los que se saben referidos a este mundo sagrado, lo que les lleva a jugar este juego establecido con una cierta resignación y sobriedad, cuidando de no hacer actos individuales en contra de los mandamientos, aunque considerando que no hay responsabilidad moral en seguir la lógica del mercado porque sus leyes no dependen de uno y si uno no las acata la competencia lo desplaza. Esta comunidad cristiana de gente de orden no se da sólo en clases altas y medias sino también en los segmentos populares establecidos, amarrados al sistema por créditos pesados para la vivienda y que aspiran por eso a la estabilidad de su empleo y del sistema general. Es una comunidad que goza de gran estabilidad ya que en la estabilidad están cifrados sus deseos y su necesidad vital. Pero, por eso mismo, no tiene ningún evangelio ni esperanza. La salvación se dio en el pasado y se adhiere a ella en la liturgia y en el comportamiento moral y se espera participar de ella definitivamente en la otra vida. Esta concepción de la salvación y del modo de participar en ella no genera comunidad de vida, interacción humana, fraternidad histórica. La salvación es individual. La comunidad, que se aprecia y se necesita para reafirmarse, consiste en una especie de reconocimiento casi tácito de que se está en lo mismo, de que se pertenece al mismo mundo de sentido. Pero nada más.

Lejos de mí despreciar este modo de vivir el cristianismo. A veces es cierto que se aspira a poseer sentido con independencia de cualquier compromiso histórico e incluso estilo de vida. Pero eso, que se da sobre todo en clases adineradas bienpensantes, es la deformación de lo que decimos y no hace justicia a esa religación, no por arcana menos real, que muchos contemporáneos de países tradicionalmente cristianos no quieren de ningún modo perder sino que la estiman y cultivan a su modo, sobre todo en los tiempos litúrgicos fuertes, en las fiestas locales y más personalmente en los ritos de pasaje. Hay que hacer notar que ese sentido de pertenencia a ese mundo arcano y a la vez a esa comunidad diluida pero real de los que aceptan esa misma religación ha resistido incólume el embate de la secularización. A estas alturas no puede verse este fenómeno como pura inercia ya que ha intervenido la decisión libre de varias generaciones en un ambiente muchas veces no sólo de emancipación de la autoridad eclesiástica sino de virulenta reacción ambiental en contra del autoritarismo eclesiástico padecido secularmente y todavía no superado en la práctica por la institución.

Esta opción, más o menos consciente y firme pero real, por la religación con lo sagrado mediante los ritos cristianos y la moral de los mandamientos debe ser valorada cuando menos como el pabilo que aún humea y que los responsables en la Iglesia y todos los cristianos que sientan la responsabilidad por ella deben contribuir a reanimar siguiendo la misión del Siervo que Mateo atribuye a Jesús (12,17-21). Es cierto que no es aún esperanza escatológica que da lugar a la Iglesia como sacramento de salvación, pero sí es al menos principio de trascendencia respecto del totalitarismo de la ley de hierro del mercado. No tiene tanto peso como para posibilitar emanciparse de ella, pero sirve al menos para conservar otra referencia, más primordial y fundante, que impide sucumbir completamente a la lógica del mercado perdiendo el peso propio y la dignidad, el alma.

Si la comunidad cristiana concreta y sus responsables en ella se comprenden en el seno de toda la comunidad cristiana, es decir de todo el pueblo de Dios, el modo de evangelizar este tipo de religiosidad cristiana parte de reconocer la legitimidad de sus demandas, y más aún de su sentido de pertenencia, es decir su derecho de habitar así en esta casa que es el pueblo de Dios. Ellos son cristianos por la gracia de Dios y por su libre y peculiar respuesta a ella; no son cristianos por la gracia de ningún jerarca. Ellos tienen que sentir que son aceptados como de casa, que ni se les hace ninguna concesión ni se les cobra ningún peaje ya que la Iglesia es tan suya como del cura responsable. El cura está al servicio de su fe y para alimentar su participación y canalizarla constructivamente. Él no es el dueño que pone las normas según su criterio o conveniencia. Si hemos insistido que esta gente mantiene este lazo de unión como un acto de libertad entrañable en el que se unen el acatamiento al misterio y el sentido e incluso el gusto por la querencia, espera que se le acoja en esos mismos términos. Nada espanta tanto como una relación meramente burocrática o un aprovechamiento del acto para indoctrinar en cualquier sentido y para la autoafirmación institucional. En vez del encuentro deseado se da entonces un desencuentro que provoca desafecto y resentimiento. Es imprescindible que se mantenga el tono simbólico para que se anude efectivamente con la trascendencia. Lo que haya de palabra tiene que percibirse que viene realmente del más allá; sólo entonces se aceptará lo que tiene de exigencia porque es la exigencia de lo que enraíza y da vida y por eso tiene autoridad y se capta como saludable aunque dé dolor.

Si la comunidad cristiana cultiva una genuina esperanza escatológica, sí es posible que la presente a partir de esa noción de trascendencia que mantienen este tipo de cristianos, con tal de que la proponga como realmente trascendente, es decir fundada en la promesa de Dios y no como pretensión de un grupo humano o trascendentalización de un optimismo histórico. Para eso debe aparecer como horizonte y no como obligación, debe estar ofrecida a la imaginación, al deseo, al querer; no puede presentarse como una ley que se intima para ser cristiano. Además pueden proponerse algunas concreciones como sacramentos de esta esperanza, pero como invitación a una solidaridad que sólo puede ser libre y que puede tener múltiples expresiones.

De todos modos no puede dejar de reconocerse la contradicción objetiva entre esta religación ancestral y la adscripción a esta figura histórica en lo que ella tiene de destrucción de lazos humanos al entregarse a la competencia como norma suprema para vender y llegar a los recursos imprescindibles para vivir, y al consumo de objetos como realización vital con los recursos adquiridos. Esta contradicción no se resuelve separando los términos en ámbitos estancos sino sólo confinando al mercado a su campo, limitando sus deformaciones políticamente y arbitrando esferas densas de sinergia y solidaridad. Esto significa que en cuanto se tome en serio la religación con lo sagrado, al menos tal como lo concibe el cristianismo, por congruencia con ella habrá que poner su granito de arena para que se vayan dando estas transformaciones. Esto no puede no decirse por bien de paz, aunque debe hacerse ver cómo nace de esa religación y proponerse como horizonte y camino, no como ley o requisito y menos aún como imperativo del cuerpo social eclesiástico.

 

2.3.5 evangelizar (escatologizar) la vivencia compensatoria del cristianismo

La vivencia compensatoria del cristianismo tiene muy diversa densidad dependiendo fundamentalmente de dos variables. La primera, si se vive desde los vencedores o desde los perdedores en el juego de la competencia tal como está planteada en la figura histórica actual; la segunda, si se tiene conciencia de la deshumanización que produce en la propia persona el entregarse a ese juego o si sólo se percibe su insuficiencia y el desgaste que produce.

Si se trata de alguien que en algún grado podemos llamar un triunfador y que sólo capta las limitaciones de su vida, la vivencia cristiana será bastante magra; más que una compensación, un complemento, bien de sentido o de experiencia. La propuesta de un horizonte escatológico no puede atraerle porque su reino está en este mundo y el vivir en una novedad de vida le suena a innecesario porque está fundamentalmente satisfecho con lo que vive e inconveniente porque arriesga demasiado para algo cuyo sentido y conveniencia no se le aparecen claros. Una persona así difícilmente puede captar la propuesta cristiana, aunque de todos modos sí debe presentársele la alegría que acarrea el reconocer a los demás como hermanos y el ser reconocido por ellos, y consiguientemente el dedicar esfuerzos y creatividad para incluir a los hermanos excluidos del juego de la vida.

No es fácil que dé este paso, si no ha reconocido previamente la miseria humana que trae el entregarse al juego establecido por las corporaciones. Por eso quienes van cayendo en la cuenta de ello ya tienen adquirido lo más importante. A estas personas no les ayudan ni comunidades rigoristas que convierten en angustia ese sentido de su propia realidad y así lo reducen al ámbito subjetivo del superego y con ello impiden que sea procesado superadoramente, ni comunidades militantes que exigen a destiempo resoluciones drásticas con lo que impiden procesos auténticamente personales que acaben en conversiones humanizadoras que potencien lo mejor de esas personas minimizando lo malo. Comunidades que viven de la esperanza escatológica ayudan a estas personas a vivir la tensión entre la deshumanización que se siente y se sufre, y la nueva humanidad (cuya cifra es Jesús) por la que se suspira, de modo que esa brecha no destroce a la persona sino que la ponga en camino de superación, basado en la fuerza del Espíritu que el Señor nos dio y la comunidad cultiva.

Desde los perdedores es más fácil captar que ese juego deshumaniza, además de que a ellos casi no les da más que para sobrevivir. Amplios sectores populares estiman como muy positivo para ellos la llamada a cualificarse y hacerse competitivos, y no pocos a través de esfuerzos muy costosos van realizando bastantes progresos. Pero captan que tienen pocas oportunidades, enormes desventajas y que tal como funciona el mercado (tanto el de trabajo como el de productos) las reglas de juego no les favorecen. Sin embargo muchas de estas personas no ven ninguna otra posibilidad, sienten que no tienen más remedio que resignarse a lo dado, incluso han llegado a la conclusión de que así es la vida y que lo mejor que pueden hacer es aceptar las pequeñas oportunidades y la vida vicaria que da el televisor con la ilusión de que se pertenece a la comunidad virtual de los que andan en lo mismo.

Para estas personas el cristianismo sí puede llegar a ser una compensación bien sustantiva. Lo fundamental con ellos es propiciar experiencias cada vez más hondas y verdaderas, tanto en relación con Dios y con Jesús y la corte celestial como personas que tiene fe en ellos y les llaman a relaciones de confianza, más aún a que se entreguen a ellos en una alianza incondicional, como en relación con la propia comunidad que los acoge con el mismo respeto y gratuidad de Dios. Lo fundamental aquí es dar lugar al proceso de modo que conciban posibilidades vitales distintas y las vayan poniendo en práctica en la comunidad fraternal, donde pueden ver a personas que desde su misma situación se van trasformando y viven ya en otro horizonte vital: el que instaura el Dios de Jesús con su compañía y la fe que tiene en nosotros, con la presencia de su Espíritu que nos dirige y posibilita y con sus promesas que comenzaron a realizarse en Jesús, el condenado resucitado como primogénito nuestro.

 

2.3.6 El evangelio de que en la ciudad hay Espíritu

La comunidad cristiana no es el ámbito de los predestinados ni una institución religiosa particular. Ella se autoentiende como sacramento de salvación. Evangeliza a la ciudad en cuanto que anuncia que en ella alienta el Espíritu de Dios y en cuanto que se pone a su servicio. No hay mayor buena noticia que anunciarle que su Dios, el Dios de Jesús, actúa en ella, que ella ni es un ámbito profano, ajeno a la presencia salvadora de Dios, carente de significado trascendente. No es la Iglesia ni otra institución religiosa la que introduce en ella relevancia salvadora, la que la pone a valer en lo que es definitivo. Es en ella misma donde se juega el destino humano, no sólo el destino de cada ser humano sino de cada generación y de la realidad histórica.

Y sin embargo si no es la Iglesia aquello absoluto a lo que la ciudad tiene que referirse, tampoco es ella misma como estructura ni sus instituciones ni sus ordenanzas ni sus organizaciones y personeros quienes deben dar la medida. Por el contrario, ellos deben ser medidos por aquello que deben propiciar y para lo que existen, que es el desarrollo humano de los ciudadanos, que sólo puede concebirse como formando parte del desarrollo de la humanidad como un todo. La ciudad ni es ni la suma aleatoria de individuos ni un colectivo totalitario. El Espíritu que mueve la evolución creadora lleva por una parte a la constitución de núcleos personales cada vez más densos, es decir más conscientes de sí y más capaces de autodeterminarse libremente, y por otra a una interconexión cada vez más tupida de esos núcleos de modo que constituyan una red de redes creativa y simbiótica.

Los bienes civilizatorios de la actual figura histórica permiten esta interconexión interactiva, horizontal, simbiótica y personalizadora. Y sus bienes civilizatorios (la democracia como cultura, la cultura de los derechos humanos y la de la vida) la fomentan. Sin embargo las corporaciones trasnacionales se esfuerzan por todos los medios por convertir la posibilidad de interlocución en mercancía que se consume y por reducir los derechos a la libertad y ésta a la libertad económica y ésta como el único contenido de la democracia, que debe salvaguardar y servir el Estado. Desde este punto de vista la gran ciudad es el espacio óptimo para que se interconecten un aparato productivo extremadamente complejo y un mercado suficientemente vasto y además una comunidad científico técnica que garantice la innovación tecnológica constante. La producción material de la vida y su organización social así como el consumo altamente diversificado posibilitan un ingente volumen de negocios que se realimentan mutuamente. Si este punto de vista prevalece, no se produce desarrollo humano. Por eso la ideología que segrega este proyecto es que el desarrollo humano no puede ni debe ser el objetivo de la ciudad ya que desde el punto de vista del individualismo éste es un asunto que concierne sólo a aquellos individuos que quieran planteárselo, y que además son ellos los que privadamente como individuos o en grupo deben resolverlo.

La comunidad cristiana sí cree, por el contrario, que el desarrollo humano es el objetivo de la ciudad y por tanto lo que legitima sus instituciones y estructuras. Más aún, proclama que esta convicción suya nace de su fe en Dios como creador de la humanidad y del designio divino sobre ella que es que llegue a constituirse en el mundo fraterno de los hijos de Dios, más aún que llegue a participar de la propia comunidad divina. La comunidad proclama que este designio de Dios no sólo está ofrecido sino que ya ha empezado a cumplirse en Jesús que está en Dios como primicias y primogénito de la humanidad.

 

2.3.7 La comunidad, sacramento de la fuerza del futuro en el presente

Por eso decíamos que lo primero que proclama la comunidad es su esperanza, basada en la promesa de Dios, promesa que en Jesús ya ha comenzado a tener su cumplimiento. Así como Pablo decía a los corintios que si los muertos no resucitan él y los cristianos eran unos ilusos o unos embaucadores al anunciar la resurrección de Jesús, así también nosotros decimos que si el ser humano es lobo para el hombre, y la humanidad un campo de lucha para que prevalezcan los mejor dotados y que esta lucha es el padre de todo (como decía Heráclito) porque a través de ella avanza la civilización, es mentira que Jesús sea el primogénito de muchos hermanos y que la humanidad vaya a constituir un día el mundo fraterno de los Hijos de Dios.

Pero así como la proclamación de Jesús resucitado no depende para Pablo de la creencia en la doctrina de la resurrección sino de que Jesús se dejó ver en su nueva existencia de resucitado y los testigos, entre ellos el propio Pablo, lo testifican verazmente porque se les apareció para que nosotros creamos, así la proclamación que hace la comunidad de Jesús como primicias de la humanidad salvada y reconciliada, como primogénito del mundo fraterno de los hijos de Dios, no se basa en una concepción antropológica sino en que cuando se les apareció no les echó en cara su abandono sino que nuevamente los convocó y como hermano mayor (Jn 20,17) les envió su Espíritu para que formaran un solo cuerpo, más aún para que ese Espíritu aboliera en la comunidad los antagonismos de judío-gentil, libre-esclavo, griego-bárbaro, varón-mujer, de modo que las diferencias no conllevaran discriminaciones.

Así pues la comunidad cristiana es el argumento y la prenda de que Jesús en la cruz ha reconciliado a los seres humanos no sólo con Dios sino entre ellos, posibilitándoles el perdón mutuo, el cambio de mentalidad y actitudes, la victoria sobre el egoísmo individual y colectivo, el reconocimiento de los otros individuos y culturas como riqueza para sí y el establecimiento de la convivialidad fraterna y la sinergia en la creación histórica. Esto significa que si en un momento determinado no se da nada de esto sino que reina el egoísmo, en ese momento Jesús no es el Señor, ya que es Señor como primogénito de los hermanos. Si no es Señor, no está resucitado, ya que resurrección no significa vida nueva meramente ofrecida sino vida fraterna actuante.

Pero como la comunidad cristiana es la que lleva el nombre de Jesús, si en ella desapareciera la fraternidad, no sería santificado su nombre. Por eso la glorificación que Dios hace de su Hijo Jesús incluye que nunca falte la fraternidad en los que llevan su nombre (Fil 2,9-11; Jn17,20-23). Ahora bien esa fidelidad victoriosa del Espíritu fraterno del Crucificado resucitado no incluye ninguna garantía institucional. Se da donde se da y como se da, no se da por hipótesis en ninguna institución ni estructura. Ni la eucaristía se salva de ese riesgo de vaciamiento. Así lo testimonian dos textos del NT que afirman que como la estructura de la celebración era diabólica, es decir desunía, rompía la fraternidad, no celebraban la cena del Señor (1Cor 11,17-22; St 2,1-9).

De aquí se deduce que la esperanza que proclama la comunidad cristiana no está meramente remitida al futuro. No proclamamos sólo el designio de Dios de que la humanidad creada por él no fracase sino que llegue a su plenitud, cuya medida es Jesús; ni siquiera proclamamos que esa esperanza está realizada en Jesús, asesinado en la tortura por los que colocaban a las instituciones por encima de los seres humanos, pero resucitado por Dios. Los cristianos proclamamos que ese futuro (presente para Jesús) actúa ya en nuestro presente. Proclamamos que actúa en toda la humanidad porque el Espíritu del ser humano enteramente renovado ha sido derramado sobre toda carne, pero también testimoniamos que actúa en nosotros, en la comunidad cristiana, renovándonos y constituyéndonos en comunidad reconciliada y dinamizada por el Espíritu. Si la Iglesia renuncia a este testimonio, su mensaje es vacío. En este sentido la comunidad cristiana es escatológica: ha sido constituida para testimoniar la fuerza del futuro de Dios (actual ya en Jesús) en este mundo y en esta carne y particularmente en ella. Evangeliza a la ciudad en cuanto es capaz de señalar en ella ese paso del Espíritu creando ese desarrollo humano según el paradigma de Jesús, pero ese señalamiento cobra autoridad al provenir de un grupo de ciudadanos, la comunidad cristiana, que son capaces de ver esta humanidad cualitativa porque está también presente en ellos.

 

2.3.8 Evangelizarnos es constituirnos en comunidad

Esta visibilidad en ella de la salvación es el reto que tiene que afrontar la Iglesia para constituirse en sujeto evangelizador en las grandes ciudades. En este sentido viene insistiendo reiteradamente Juan Pablo II y nos lo ha dicho particularmente a nosotros en Ecclesia in America, que, para evangelizar, la Iglesia tiene que evangelizarse a sí misma. Pues bien, un resultado, que no puede faltar, de esta evangelización y por tanto la señal de estar evangelizada, es la constitución de la Iglesia como comunidad y por tanto constitución de una red de comunidades en la Iglesia. El que los miembros de la institución eclesiástica dejen de definirse como tales y entren en el seno del pueblo de Dios para entablar con los demás cristianos relaciones de convocados, de condiscípulos; y correspondientemente el que los demás dejen de asumirse como particulares que van a la iglesia sólo a buscar su provecho y conveniencia, y que se acepten como hermanos que se llevan mutuamente en la fe y en la vida cristiana, es no sólo la condición de posibilidad para evangelizar a la ciudad sino que es ya el evangelio, si no todo, sí una parte imprescindible.

Por eso la pregunta crucial es ¿tenemos tanta fe los cristianos en las grandes ciudades que nos atrevamos a empeñarnos en constituirnos en comunidad y comunidades? Nosotros, como el resto de nuestros conciudadanos, sentimos la fuerza del individualismo ambiental que pugna por configurarnos ¿creemos en la fuerza mayor del Espíritu que nos estimula a vivir en el seguimiento de Jesús como familia de Dios? Creo que no pocos preferirían poner la evangelización en manos de especialistas en mercadeo, camino que parece menos desmesurado, más productivo y no tan exigente y desgastante.

Y sin embargo, si Jesús concibió su misión como un movimiento de reunión, que exigía transformación personal y social pero que estaba sustentado en la fuerza del Espíritu que la posibilitaba, la Iglesia no puede, si quiere ser fiel, arbitrar otro diseño más objetivado, menos costoso y comprometido, más previsible. Habrá que poner mucho cuidado en concebir la comunidad cristiana correctamente, pero no proclamaremos el evangelio de Jesús, si renunciamos a constituirnos en comunidad y por tanto en comunidades.

 

2.3.9 Comunidad cristiana y comunidades cristianas

Por eso vamos a tratar de precisar qué entendemos por comunidad cristiana. Ante todo hay que instituir a la vez la comunidad y las comunidades. La primera sin las segundas acaba degenerando en declaración de principios vacía; pero las comunidades sin la comunidad o se convierten en sectas o se entienden como entidades supererogatorias que en vez de actuar como levadura justifican que para los que no se quieran señalar exista una Iglesia masificada.

La comunidad existe en cuanto que el reconocimiento de los demás como cristianos sea algo denso, entrañe un vínculo de simpatía, de afinidad, de andar en lo mismo. Esto supone como condición previa que para cada uno la condición de cristiano sea relevante, incluso de algún modo definitoria. Si para esas personas la referencia a Jesús y al reino que él anuncia es un eje fundamental, incluso el eje decisivo que mueve y da sentido a sus vidas, es claro que cuando se encuentren por cualquier circunstancia tendrán bastante que compartir y sentirán que les une un vínculo muy íntimo. Si además se sienten convocados y partícipes de la misma misión respecto a la ciudad a la que pertenecen, se reconocerán también como copartícipes de una misma responsabilidad, colaboradores. Pero es que además, si se sienten movidas por el mismo Espíritu, existe bastante posibilidad de que al escucharse en foros comunes o confluir en eventos o tareas lleguen a reconocer ese aire de familia, es decir a reconocerse como cristianos. Así pues la comunidad, en cuanto se vaya constituyendo, no se encuentra sólo ni principalmente en actos cristianos de masas (que no es lo mismo que masivos en el sentido de masificadores) sino sobre todo en la ciudad. Y así la comunidad acontece en el reconocimiento que se concreta a muy diversos niveles y con grados diferentes de intensidad.

Las comunidades son unidades de base: los lugares en donde habitualmente cada cristiano alimenta su fe y confirma la fe de otros, donde su ayudan mutuamente en su vida cristiana. Las comunidades (que se suelen llamar a sí mismas la comunidad) son la célula mínima de eclesialidad. Esto significa que no pueden ser tan grandes que no sean manejables, es decir que dificulten esas funciones, pero que tampoco pueden ser tan pequeñas que no puedan garantizarlas. Creo que más bien éste último es el problema real de las comunidades que les lleva a vivir un tanto forzadamente, a unilateralizarse a causa del talante dominante de su adherentes y no pocas veces a convertirse en secta o a desaparecer.

 

2.3.10 El evangelio consiste en que el Espíritu actúa en la debilidad

El secreto de las comunidades (y en su tanto de la comunidad) es comprender lo que implica que ellas sean creación del Espíritu. Significa sencillamente que son pura actualidad. Por supuesto que se dan en ellas los elementos societarios por los que es reconocible cualquier comunidad, pero no está en ellos la trascendencia que las convierte en sacramentos de salvación. La trascendencia está en lo que las comunidades tienen de acontecimiento vivo. El Espíritu, para decirlo de modo simbólico, es verbo no sustantivo. Por eso el Espíritu no se encarna, sólo acontece. De sí mismas las comunidades tienden a rutinizarse o por el contrario a hacerse elitistas, en todo caso a cerrarse sobre sí mismas viviendo autárquicamente o entablando con el exterior unas relaciones que expresen la separación , aunque sean benéficas. En cuanto se da la obediencia al Espíritu acontecen a la vez la transformación personal según el paradigma de Jesús, las relaciones verdaderamente fraternas y el echar la suerte con los conciudadanos, especialmente los pobres y los que sufren. Pero la obediencia no se puede almacenar, ha de convalidarse en el presente. Puede llagar a hacerse hábito, incluso una segunda naturaleza, y en la comunidad ambiente; pero nunca puede llegar a naturalizarse apropiándose las personas y la comunidad de esas actitudes. Si eso sucede, ya no es obediencia, ya no hay Espíritu.

Esto significa que las comunidades no son escatológicas por sus elementos socioculturales. En el mejor de los casos ellos expresarán las mejores posibilidades de la situación, no una trascendencia respecto de ella. La trascendencia se da en la vida en obediencia al Espíritu que circula en ellas. Teniendo presente que también en ellas se da la debilidad de la carne, la autoafirmación orgullosa y la adaptación a lo que la situación tiene de limitado y discriminador. Así pues los integrantes de las comunidades y las comunidades como tales se atreven a sacramentalizar la prestancia del futuro en ellas, pero contando siempre con que están en la carne, con que pertenecen al presente, con que viven en este mundo, con que aunque se esfuercen porque el pecado no las domine no lo pueden por ahora echar fuera de sí. Así pues, los cristianos de las comunidades confiesan sin ningún rubor que aguardan la redención de sus existencias, que no están salvados sino en esperanza y las comunidades como tales reconocen que siguen la suerte temporal del mundo. Pero desde las tentaciones y pruebas, desde la debilidad y el pecado y precisamente desde ellos testimonian la acción del Espíritu en ellas que las levanta del pecado y que promueve transformaciones incesantes. El testimonio consiste en que, siendo como los demás ciudadanos, el Espíritu los habilita para actuar de un modo distinto, superador.

Este testimonio es buena nueva para todos porque el Espíritu también alienta en ellos y todos pueden obedecerlo. Si las comunidades no tratan de ocultar esta distancia entre lo que son y lo que se obra en ellas, si en esa distancia se humillan ellas y dan gloria de Dios, ellas se hacen amables a los demás, buena nueva para ellos. Sin embargo, si pretenden naturalizar lo que es acción de Dios, acaban cayendo en la hipocresía, engañándose a sí y pretendiendo inútilmente engañar a los demás. Entonces la comunidad, que se cree superior, por una parte es inferior y por otra se hace odiosa por su autoafirmación soberbia, por su sacralización. Entonces, pensando que hace las veces de Dios en la historia, le quita la gloria a Dios y se echa sobe sí misma el desprecio.

 

2.3.11 El mayor evangelio: constituirnos en comunidad

En estos años estamos celebrando en Venezuela un concilio plenario. Yo vengo insistiendo (creo que con magro fruto) en que la mayor contribución que podemos dar al país es constituirnos en pueblo de Dios, en comunidad, integrándose como cristianos la institución eclesiástica al seno del pueblo de Dios y asumiendo los laicos su eclesialidad; superando unos su papel de dadores de servicios religiosos y convirtiéndose en pacientes pastorales, y superando los otros su papel de meros receptores; convirtiéndose unos y otros en hermanos al irse haciendo cristianos juntos en un esquema de reciprocidad de dones. Poner en marcha este esquema convertiría a la Iglesia en un signo para toda la sociedad, sería por un lado un signo profético que pone el dedo en la llaga de la exclusión y la falta de participación ciudadana y política, y sería por otro una incitación a la transformación. Además de que los cristianos que se acostumbraran a vivir participativamente es obvio que no podrán confinar esta actitud a la comunidad cristiana sino que tratarán de diseminarla, con las transformaciones de rigor según se trate del ámbito vecinal, de las relaciones laborales, de lo público municipal o de lo estrictamente político.

 

2.3.12 La comunidad sólo es cristiana cuando es germen de comunidad humana

Después de haber sustentado con todo el vigor posible el papel evangelizador que tiene la comunidad y las comunidades cristianas por su misma existencia espiritual, anticipadora del futuro, aunque en la carne, tenemos que insistir con vigor parejo en que la condición de posibilidad de que las relaciones en la comunidad sean realmente cualitativas, es decir espirituales, es que la comunidad las prodigue fuera de sí. No es pensable que una comunidad que se dice cristiana lo sea verdaderamente si no es germen de comunidad humana. En términos evangélicos, la comunidad cristiana existe como levadura en la masa. No existe para sí. La fraternidad que no se difunde no es la fraternidad de los hijos de Dios sino de la carne y de la sangre, así sea una comunidad de vida consagrada o una comunidad laical de élite o un consejo parroquial.

Esto es así porque Jesús dio su Espíritu a la comunidad de discípulos para enviarlos a la misión, como el Padre lo había enviado a él (Jn 20,21-22). La epifanía del Espíritu en Jesús tiene lugar en el momento en que él se había solidarizado con el pueblo penitente que acudía a bautizarse para prepararse para la venida del Señor; cuando él recibe el bautismo cargando con el pecado del mundo es cuando se revela como el Hijo amado, el escogido por Dios para la misión de superar la opresión, la discriminación y el abatimiento, de modo que la fraternidad instaurada revele a Dios como el Padre común. Jesús como alianza entre Dios y la humanidad posibilitó la superación de lo que se opone a la constitución de una humanidad fraternal que revele a Dios como Padre. La comunidad cristiana no es la de los elegidos para salvarse de este mundo de lobos saliendo de él sino la que en él prosigue con el mismo Espíritu de Jesús el movimiento de reunión que él comenzó.

Pero la comunidad no es Jesús, el salvador: es la comunidad pecadora, que necesita ser rescatada siempre, la que es enviada a superar el pecado que deshumaniza y divide; es la comunidad de los discípulos que necesitan que se les recuerde cada día "ojalá escuchen hoy su voz" (Sal 95,7; Hbr 3,7-4,13) la que es enviada a proclamar la buena noticia. El amor de Dios permanece en cuanto se entrega, la fe se robustece cuando se da, la esperanza se fortifica cuando se alienta a los abatidos y la Palabra se escucha con más nitidez cuando se tiene el encargo de trasmitirla y uno capta su radical insuficiencia.

Por eso cuando la comunidad cristiana evangeliza desde su verdad no humilla porque da desde abajo como ejercicio de solidaridad humilde y alegre en la que todos salen ganando. No humilla porque al evangelizar tiene claro, tanto su propia fragilidad y su pecado, que la empareja a los demás, como la presencia en los demás del mismo Espíritu que es su gloria y la garantía de su esperanza.

 

2.3.13 Cultivo de la democracia como cultura

Dos concreciones de este fomento de la comunitariedad humana como parte integrante del papel evangelizador de la comunidad cristiana son el cultivo de la democracia como cultura y la contribución al robustecimiento de la organización popular.

Un aspecto ineludible de la acción de levadura de la comunidad y de las comunidades cristianas en la comunidad urbana es el robustecimiento del tono democrático de la ciudad y sus instituciones, estructuras, organizaciones y asociaciones. Entendemos por esto el empleo de la palabra como puente, como modo de entender y de entenderse, de percibir las diferencias, de mediarlas como riqueza común, de negociar los conflictos de intereses, de velar porque se respete a la mayoría y porque se incluya en lo posible el sentir minoritario; y, como presupuesto de este proceso tan sutil, el que las palabras trenzadas sean el vehículo de la constitución de un nosotros en el que no se pierda la voz de nadie, pero también en el que cada quien ponga en común haberes para formar un verdadero cuerpo social.

El que llamemos a Jesús Palabra de Dios, Palabra creadora, Palabra de vida, Palabra humana que planta su tienda entre nosotros para amasar a la humanidad dispersa por el pecado es la fuente de la pasión de la comunidad cristiana por la palabra. Naturalmente que ninguna palabra humana equivale a la Palabra, ni, por supuesto las palabras de la propia comunidad cristiana; pero el que la Palabra se haya hecho carne, como puente tendido ya para siempre entre Dios y los seres humanos y entre unos y otros seres humanos, compromete a los cristianos a utilizar las palabras no como un arma para prevalecer sino como puente para intercomunicarse y trascender.

 

2.3.14 Solidaridad y trascendencia

Ahora bien, la contribución de la comunidad cristiana al entendimiento democrático pasa por su aporte a que la ciudad vaya trascendiéndose desde dentro. Para dar este aporte la comunidad cristiana tiene que estar a la altura de la ciudad en el sentido de que tiene que hacerse cargo de ella y echar la suerte con ella. Pero esta misma solidaridad la impide convertirse en una de las instituciones de la ciudad. Si acepta el papel de representar el peso, la gloria, de la ciudad, lo que hace es sacralizarla. Y en la medida en que se sacraliza se absolutiza y entonces se enmascara y se congela, se deforma e impide que se trascienda.

En la medida en que el templo es el templo de Salomón, deja de ser templo de Yahvé, en la medida en que refleja la gloria del rey, vela la gloria de Dios. Ése no es el camino de la inculturación. ¿Ama la Iglesia de Francia a Francia? Ese emplazamiento del rey cristianísimo tiene como objetivo declarado que la Iglesia no se sacralice misma como institución, pero no para que recobre su libertad sino para que se ponga al servicio de la nación, de la patria, del Estado, en definitiva del monarca. Es la lógica del brindis de Bolívar con los nuevos obispos nombrados para la naciente república: "La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza". Es la alianza entre el mandatario que porta la espada y el dignatario eclesiástico que al incensar a Dios le inciensa también a él. Esa Iglesia que sacraliza pierde su sustancia propia, su trascendencia, y nada puede aportar a la ciudad. Puede sostener el orden, pero no contribuir a su humanización según el paradigma de Jesús. Como supo ver muy certeramente Esquilo en La Orestíada, Apolo puede rehabilitar a Orestes porque no es una institución ciudadana. Apolo lo envía a Atenea, pero después de haberlo rehabilitado, cosa imposible para Atenea que representa la sacralidad de la ciudad. Es cierto que la Iglesia no puede ser para ella misma. Es cierto que tiene que amar a Francia y que atiene que probar que la ama. Pero la Francia a la que tiene que amar no es el gobernante, el Estado, la entelequia que es la patria o la institucionalización que configura la nación. Tiene que amar a los franceses. La Iglesia no puede reconocer al Estado como el árbitro de su amor al país. La Iglesia sirve a los ciudadanos, si no es sal que ha perdido el sabor. Pero también lo pierde si se hace socia del Estado. Sirve a los ciudadanos para que desde sí mismos se constituyan en humanos según el paradigma de Jesús de Nazaret, que también le trasciende a ella. Los ciudadanos tienen que ir haciéndose humanos desde sí mismos, es decir desde su propia cultura, que es su punto de partida y los únicos haberes que tienen a mano. Pero la Iglesia no sacraliza ese tipo humano, ese humanismo, sino que entiende la cultura en la que ella está inserta como camino para constituirse en humanos según Jesús de Nazaret.

Eso significa que la comunidad cristiana como tal no puede ser una institución de la ciudad ni del Estado ni de las fuerzas vivas que componen ese ordenamiento que llamamos la nación o esa entelequia que se dice patria. La Iglesia nada sabe de eso. Si nada sabe de eso, tampoco está en la oposición. Su ámbito de acción es la gente, los habitantes de la ciudad. Su compromiso es con el país, es decir con sus habitantes, desde el paradigma humano que es Jesús. Lo que la Iglesia puede y debe decir al gobierno o al Estado es desde la gente, desde cómo afecta al pueblo una medida o una política. No discute técnicamente las acciones de gobierno. Su perspectiva es el desarrollo humano de las personas y colectividades. La medida con que juzga no puede ser tampoco ella misma como institución, sus intereses particulares. En esto consiste la libertad de la Iglesia. Una libertad no como ausencia, como estar por encima ni como privilegio sino como servicio a las personas en orden a su trascendencia inculturada. En esto consiste el talante profético de la comunidad cristiana.

No se puede ocultar que tanto los gobiernos como las masas tienden a anular esa distancia para que la Iglesia ocupe la función de sacralizar lo dado. También la institución eclesiástica se siente inclinada a aceptar ese ofrecimiento. Aarón el sacerdote, y el pueblo y sus representantes tienden a ponerse de acuerdo y fabricar símbolos que expresen la propia gloria, anulando la trascendencia que inquieta y perturba por su indisponibilidad. Esta propensión es especialmente constatable en el ámbito latinoamericano. La Iglesia contribuye así al reforzamiento de las identidades nacionales, regionales y locales, pero también del orden injusto que las representa. Además su proclamación se restringe a inculcar a la gente que sean buenos paisanos. En este esquema se abandona la proclamación del evangelio del Reino, la conversión a él y la tensión escatológica hacia él y su anticipación en el hoy. Y sin embargo es esta incomodidad solidaria la que dinamiza a las culturas y las salva desde dentro.

Por eso la señal más inequívoca de que se quiere a la gente y no al Estado, a la patria, a la nación, a las fuerzas vivas es cuando ese amor privilegia a los excluidos en el ordenamiento vigente. La opción preferencial por los pobres es la prueba de que la Iglesia vive en tensión escatológica.

 

3. EL INDIVIDUO

Al tratar de pergeñar el perfil del sujeto eclesial evangelizador de las grandes ciudades nos sale al paso el individuo. Lo primero que tenemos que decir es que este sujeto existe de hecho, que existe legítimamente, que en él ha descansado en gran medida tanto la transmisión de la fe y la vivencia cristiana como la creatividad carismática de las Iglesias, y que como modelo es muy pertinente en la figura histórica vigente. Ahora bien, tenemos que precisar el diseño del modelo para que puedan discernirse y superarse las desviaciones a que es proclive.

 

3.1. EL INDIVIDUO COMO SUJETO CRISTIANO

Ante todo vamos a mostrar la legitimidad cristiana del modelo, ya que, si la Iglesia es el pueblo de Dios y el cuerpo de Cristo, parece que, así como hemos desechado el modelo de la institución eclesiástica corporativizada, así también habría que negar que los individuos sean sujetos eclesiales.

3.1.1. El individuo desde el cristianismo y el individualismo vigente

Es cierto que los individuos no son sujetos eclesiales, si los consideramos, como los considera el individualismo vigente, como entes no sólo autónomos sino autárquicos, es decir que se hacen a sí mismos de un modo tan omnicomprensivo que ellos son quienes diseñan lo que quieren ser y los que realizan su modelo en la medida en que tienen prestancia para llevarlo a cabo. Un tipo así no puede seguir a otro, no puede ser discípulo, y todo cristiano se define como seguidor de Jesucristo; tampoco puede obedecer, y los cristianos somos los que secundamos los impulsos del Espíritu; y sobre todo no puede fundar la vida en Dios y entregarse a cumplir su designio, y eso es lo que caracteriza a un cristiano. Por eso hay que poner en claro de entrada que el individuo que tienen en mente las corporaciones trasnacionales, que es el que se determina por sus preferencias (ni siquiera por sus necesidades) no puede ser sujeto eclesial ya que, aun en el caso de que su preferencia sea seguir a Jesús, este tipo de seguimiento no es el que acepta el Maestro de un cristiano adulto. Quien sigue así a Jesús no sale de sí sino que por el contrario coloca a Jesús en el centro de su construcción; Jesús es en el mejor de los casos la piedra angular, pero del edificio que él construye.

Eso era Jesús para Pedro: era el Mesías, pero desde su propio punto de vista, que incluía, por ejemplo, poseer el poder de Dios como poder de coacción imbatible que le garantizara el éxito, la victoria sobre sus enemigos. Porque Jesús era para Pedro una pieza de su engranaje, cuando Jesús comunica que le va a ir mal, Pedro lo toma como un desfallecimiento de su fe, como que se hubiera dejado llevar por cálculos humanos, por su apreciación de cómo estaba la correlación de fuerzas, sin contar con el peso decisivo del poder de Dios. Jesús hace ver a Pedro que así no le está siguiendo sino que es él el que se coloca como revelador del designio de Dios para Jesús. Por eso lo pone en su lugar: detrás de él; y, refiriéndose a todos, insiste en que el que lo quiera seguir tiene que negarse a sí mismo, en este caso a sus propias convicciones religiosas absolutizadas, y seguir a Jesús de modo abierto, sin poseer el diseño, sin controlar los pasos, sin la garantía del éxito.

Así pues el individuo cristiano no puede definirse como el que busca su vida. Spinoza definió el ethos y el pathos del ser humano occidental, exacerbado en el individualista actual, por el empeño por conservarse en la existencia, lo que actualmente significa el empeño por prevalecer en la lucha de la competencia. Ése sería para Spinoza y para el individualista actual el primero y único principio de la virtualidad, que es también la virtud. Es decir, ése es el único principio que mueve a los seres humanos, y es bueno que sea así, es bueno para ellos porque se ponen a valer y para la sociedad porque es el resorte del dinamismo civilizatorio. Para Jesús ese proyecto humano lleva al fracaso. Al fracaso propio porque la adquisición de poder y la adquisición de cosas se hace a costa del vaciamiento de sí; y al fracaso de la sociedad porque la acumulación de inventos y productos pasa por los cadáveres de los perdedores en la lucha y de los excluidos de ella, y no engendra por eso fraternidad.

 

3.1.2. ¿Buscar su vida o entregarla?

Para Jesús el que busca su vida, la pierde. Pero la gran ciudad ¿no basa su poder de atracción, incluso de fascinación, en su capacidad de brindar oportunidades para que cada quien busque su vida a su modo hasta encontrar o construir lo que se le acomode? ¿No estriba ahí precisamente su superioridad sobre pequeñas ciudades o pueblos? ¿No es ella la que se presenta como el ámbito en el que muchos seres humanos puedan realizar su ideal, que es precisamente buscar su vida? Muchos saben que no van a encontrar ni realizar lo que sueñan, pero les parece suficientemente atractivo y digno el esforzarse en buscarlo. Si este paradigma es el que motoriza las inabarcables ofertas que son el orgullo de la gran ciudad y la mantienen viva como polo de atracción de muchas gentes diversísimas ¿cómo va pretender evangelizarla quien proponga que el que busca su vida la pierde y el que la pierda por mí y por el Evangelio la gana?

Ante todo quisiera insistir en que los cristianos no deberíamos ocultar esto que se presenta como una contradicción sino reconocerlo con honradez y encararlo con perspicacia. Es cierto que en el modelo antropológico vigente ganar la vida se entiende como que cada quien es fin absoluto para sí mismo y en definitiva único sujeto interesado absolutamente en ese fin, porque, se dice, si uno no se ocupa de sí mismo ¿quién va a hacerlo por uno? Si yo soy fin absoluto para mí, lo demás sólo revestirá la categoría de medio: incitador para poner en marcha mis potencialidades, dador de dones que estimo, obstáculo para obtener metas a las que aspiro, contendiente en la lucha por obtener bienes escasos o incluso impedimento para dirigirme al fin que soy yo. En la propuesta de Jesús, en cambio, la vida se gana cuando se entrega. No se entrega para ganarse, como un pago. Se entrega como expropiación; el don de sí entraña un vaciamiento: yo ya soy para el otro, del otro. Para Jesús el egocentrismo es estéril, el autocentramiento es un fracaso vital. Sin embargo, también lo es la entrega a lo que es menos que uno. Por eso la Biblia prohibe la idolatría que es la entrega a la obra de nuestras manos. Para la Biblia el prototipo de la idolatría es la entrega al dinero. Uno no puede fundar la vida en él ni en la acumulación de mercancías porque no son base sólida para fundamentar una vida realmente humana.

¿Y entregarse a las personas? Para el cristianismo sí es ganar la vida cuando la entrega conserva su calidad personal, es decir cuando uno no se degrada a objeto o propiedad de la otra persona sino que en la expropiación de sí se conserva en el otro como otro autónomo y digno. Si se realiza así, la entrega no es una dejación de sí sino la actuación incesante de las mejores potencialidades del individuo. Esa pérdida de la propia vida en el sentido de que se gasta para el otro, es así consumación humana. La realización humana no se obtiene por pretensión directa, por acumulación, sino que es el resultado que acontece como retruque, como don para uno de la entrega graciosa y discreta de uno mismo. Esto es así, independientemente del éxito, es decir de si el don de sí es correspondido, de si obtiene reconocimiento.

 

3.1.3. Capacidad de dar la vida y dinamicidad de esta entrega

Los cristianos sabemos que esto es así y somos capaces de realizarlo porque Dios nos amó primero. Él fue el que tomó la iniciativa de vaciarse entregándonos a su Hijo Jesús y Jesús continuó el mismo movimiento de su Padre poniéndose en nuestras manos. Pero la entrega de Jesús fue fecunda porque fue discreta: mantuvo siempre su calidad personal. Los que no recibieron su don pudieron asesinarlo, pero no lograron convertirlo en víctima, no lo objetivaron, no lo redujeron a la condición de contraparte de su actitud. Jesús siguió su propio juego y por eso pudo morir entregando su vida por los que lo entregaban a la muerte. Así hemos sabido que (hablando humanamente) Dios nos prefirió a su Hijo Jesús. Su entrega es totalmente incondicionada y fiel. Nuestra entrega a él puede ser también absoluta. En la resurrección de Jesús hemos sabido que la fidelidad de Dios traspasa la muerte. La entrega a él hasta el vaciamiento produce fruto. Podemos vivir de la fe en él.

El cristiano está liberado del empeño obsesivo por perdurar en la existencia y prevalecer en la competencia porque recibe la vida como don de Dios. La recibe siempre y puede vivir de esa aceptación de su don, consintiendo en su entrega. Si eso es todo, si el todo de la vida está ya seguro como don recibido, cada parte queda liberada del peso de todo, cada aspecto de la vida (el trabajo, la aceptación social, la vida familiar, el desempeño ciudadano) tiene su propio tamaño y puede ser acometido con total libertad porque no se juega en ello el todo de la vida. Esto no significa que se lo viva con distancia desapasionada. Al contrario, la relación de fe con Dios no ensimisma, la entrega de Dios no busca realizarse en un cara a cara extático que desapropie de la realidad histórica. Así como Dios no retuvo a su Hijo para sí sino que lo envió al mundo, así envía a sus hijos a proseguir su historia, a colaborar en el establecimiento del mundo fraterno de los hijos de Dios, culmen en el designio de Dios de la evolución creadora.

Esto significa que la fe libera de la necesidad de absolutizarse como sujeto y abre a los demás, a las relaciones simbióticas, a establecer sinergias, a construir la ciudad. Y todo eso discretamente: sin mediatizar a los demás para proyectos personalistas y sin abdicar de la dignidad personal.

Creemos, pues, que la dinamicidad que se suscita al buscar cada quien su vida se obtiene también al vivir la vida desde la fe. Las diferencias son que en esta opción la búsqueda no es ansiosa ni angustiosa (lo que no quita que no siga siendo dramática) ya que en ella no se decide la vida como todo sino cada aspecto, y que no es una búsqueda solipsista y aleatoria, atenta sólo al subjetivismo de las preferencias individuales sino que trata de hacer justicia a la realidad, tanto la propia como la de los otros y la de la situación con sus estructuras e instituciones y su dinámica. Sí creemos por eso que se puede proponer como buena nueva para la ciudad porque retiene, superándolo, lo dinámico de la propuesta vigente y da respuesta a sus drásticas deformaciones.

 

3.1.4. El individuo en el designio de Dios revelado en Jesús

Tenemos ya diseñado el talante fundamental del sujeto cristiano y hemos visto cómo puede proponerse como buena nueva en la ciudad. Veamos ahora en qué sentido ese sujeto cristiano es eclesial y cómo evangeliza.

Contestando a la primera cuestión tenemos que recordar cómo la propuesta de Jesús, que es el Reino, tiene por destinatario a todo el pueblo de Dios y por eso se intima públicamente. Pero el modo de intimación es altamente personalizado y personalizador. Jesús se encuentra con un pueblo sobrecargado, abrumado por el peso de los tributos y de las observancias religiosas, y abatido, sin esperanza, porque sus dirigentes no eran sensibles a su situación ni buscaban su felicidad; se encuentra con una masa dispersa e inerte como ovejas sin pastor, y se dedica a movilizarla, a levantarla, a convocarla y reunirla. Pero esto no lo lleva a cabo seduciendo a las masas, encantándolas, ilusionándolas para que lo acuerpen y sigan sus dictados identificándose con él. Por el contrario, él trata de que abran los ojos y perciban por sí mismos la situación y fortifiquen su libertad hasta que cada quien tome la decisión que juzgue pertinente. En su propuesta ante todo imagina un horizonte, lo visualiza con símbolos y narraciones para que las personas puedan percibirlo y desearlo; luego traza el camino que conduce a él y no menos el que no conduce, para que el que quiera caminar hacia ese horizonte vaya derechamente en esa dirección. Respecto de la relación con él, plantea exigencias muy tajantes, pero nunca toma una medida disciplinaria contra los que no las cumplen. No las rebaja, pero da tiempo a procesos personales. En todo caso se refiere a los proyectos vitales de sus interlocutores: si ellos quieren de verdad ir en una dirección, él les hace ver lo que eso implica y les ofrece su ayuda. Pero todo depende en definitiva de la libertad de cada quien. La predicación de Jesús es tremendamente paradójica: trata de quebrar la lógica acostumbrada y las ideas recibidas e incluso sacralizadas para llevar a las personas a pensar por sí mismas, desde la realidad desvelada y desde la autenticidad personal. Esto, en los actos de masas. Pero es que además están las reuniones con grupos y los encuentros personales. Cuando lo invitan a comer a una casa o cuando está con sus discípulos más íntimos nunca trata de quedar bien, de asentar su autoridad, de cultivar lealtades. No teme plantear temas espinosos ni proponer a los comensales actitudes que son opuestas al consenso social e ideológico que expresa simbólicamente el banquete; el contrapunto con los de su círculo en asuntos tan decisivos como el carácter del mesianismo o el parámetro para establecer los rangos entre ellos es constante en los evangelios.

Podemos afirmar que este modo altamente personalizado de proponer el Reino y consiguientemente de relacionarse con los demás es el cumplimiento de las profecías de Jeremías y Ezequiel sobre el talante del tiempo escatológico. Para Jeremías la nueva alianza que Dios va a establecer con su pueblo se basa en la inmediatez de Dios con cada uno: cada uno, desde el más pequeño al mayor van a conocer a Dios, porque Dios se va a relacionar con cada uno íntimamente, los va a perdonar personalmente: "pondré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,33). Es sin duda una alianza con el pueblo, pero no en base a instituciones y estructuras sino a una relación absolutamente personalizada, directa. En Ezequiel Dios va a lograr que el pueblo viva "como Dios manda" porque va a infundir en cada uno su propio Espíritu que los va a inclinar desde dentro en esa dirección. "Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo su corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (36,26).

Estos textos no pueden entenderse como que la ley de Dios desplazara a la conciencia y el Espíritu de Dios sustituyera al corazón. En este caso no se obtendría la alianza entre Dios y su pueblo sino el vaciamiento del pueblo invadido y sustituido por Dios. Dios no quiere que se cumpla su voluntad al precio de reducir a los suyos a autómatas sumisos. El camino de Dios es relacionarse él más íntimamente con su pueblo, tomar la delantera en unas relaciones absolutamente personalizadas de manera que por una parte ellos se sientan estimulados a corresponder y por otra parte sean habilitados para hacerlo. Pero el que esté la ley y el Espíritu de Dios en el corazón lo que hace es alentar y solicitar la libertad humana para corresponderle, pero no sustituirla.

La presencia de Jesús es esa inmediatez de Dios para cada uno de los miembros del pueblo de Dios. Su entrega a ellos, horizontal, creativa, gratuita, es el establecimiento de esa alianza personalizada e incondicional. El acontecimiento de Jesús comunica energías de vida y de liberación, un dinamismo creador, plenificador de la creación, y la fuerza del amor. Esa presencia de amor en Jesús posibilita, pues, la respuesta a Dios, la conversión. Pero como esa llamada se da en una situación de pecado, la verdad que Jesús propone incluye el desvelamiento de la mentira, la libertad que Jesús inspira debe primero liberar de la esclavitud, la vida a la que se encamina y que comunica debe triunfar sobre la muerte. De ahí que la alegría que Jesús proclama tenga que pasar por los dolores de parto de una transformación que acarrea sufrimientos, aunque sea para la vida.

Sin embargo los jefes, ese establecimiento político religioso montado sobre fuertes dosis de opresión y de mentira, no se abren a la propuesta de Dios en Jesús y lo asesinan. Ahí se revela hasta el fin el amor fiel de esta alianza. Dios con nosotros humanado acabó siendo Dios a merced de nosotros. Ni el asesinato de Jesús quebró el respeto de Dios a nuestra libertad y su entrega incondicional. Por el contrario, al resucitarlo, proclamó Dios que esa alianza era eterna, incondicional, que ni el asesinato de su Hijo la quebraba, pero que por eso mismo ya todo dependía de nuestra libertad.

La entrega que hizo Dios de su Hijo y la propia entrega de Jesús culminaron con la entrega desde Dios por Jesús del Espíritu. Aquí la inmediatez ha llegado al colmo. Él alienta más adentro que lo íntimo nuestro e impulsa la historia. Ya Dios gastó todas sus cartas: se nos da completamente. Su entrega nos capacita para responderle: su Espíritu nos impele desde dentro y Jesús nos atrae desde el futuro de Dios. Ya sólo queda nuestra libre respuesta. Como se ve, el designio de Dios abarca a la humanidad como un todo, pero de un modo absolutamente personalizado. Éste es el puesto insustituible del individuo en los planes de Dios. La individualización del individualismo actual es inmensamente menos densa y trascendente que la que propone el cristianismo. La propuesta cristiana para el individuo es la alternativa superadora del individualismo vigente.

 

3.1.5. Dimensión eclesial del individuo

La dimensión eclesial del individuo cristiano viene dada porque cada uno sigue personalmente al mismo Señor, cada uno trata de seguir el impulso del mismo Espíritu, cada uno vive de la fe en el mismo Dios y Padre y cada uno camina en la misma esperanza. Así pues el mismo Espíritu lleva a que todos confluyan en el mismo Señor y en el mismo Padre; lleva pues a que se reconozcan como convocados, como condiscípulos, como hermanos en Cristo. Por eso el bautismo por el que cada quien se consagra personalmente a la comunidad divina, introduce también en la familia de Dios, en el cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,4-6).

Cada uno está en él por la gracia de Dios, pero esa gracia ha llegado a través de algún condiscípulo. Cada uno responde desde sí mismo, desde su más genuina autenticidad, pero su libertad se orienta hacia lo que construye la comunidad (1Cor 10,23.33). Así pues el cuerpo de Cristo se compone de miembros distintos, absolutamente personalizados, pero esos miembros están mutuamente referidos, de tal modo que con la participación de cada uno se construya el único cuerpo. La imagen es inexacta en cuanto que, a diferencia del cuerpo, cada miembro de la Iglesia realiza personalmente la alianza con Dios. Lo que dice esa metáfora es que Dios no se relaciona aisladamente con cada uno de los seres humanos sino que en la relación con Dios nos relacionamos con los demás y en la relación con los demás, si es realmente personalizadora, está presente Dios. En ese sentido la relación más íntima y personal con Dios es también relación social, igualmente personalizada. De este modo en la perspectiva cristiana no se oponen lo individual y lo respectivo sino que se interpenetran y realizan mutuamente. Claro está que eso sucede cuando ambas dimensiones están correctamente entendidas y procesadas. Lo que no sucede por armonía preestablecida sino que es el resultado de un proceso de incesante reacomodo y transformaciones superadoras.

 

3.2. EL INDIVIDUO EN LA EVANGELIZACIÓN Y LA VIDA DE LA IGLESIA

De hecho la iniciativa individual ha sido siempre fuente insustituible de vitalidad cristiana. La expansión del cristianismo no se debe sólo a quienes recibieron particularmente el encargo de evangelizar como aparece en el evangelio respecto del círculo más íntimo de los discípulos (Jn 20,21) o incluso de los once (Mt 28,16-20), o como dice de sí mismo Pablo (Hch 9,15; 13,2; 22,17-21). Es cierto que éstos dieron de sí todo lo posible, de tal manera que con razón fueron tenidos por columnas de la Iglesia porque su testimonio del Crucificado resucitado que se les había dejado ver y los había enviado es la fuente de todo testimonio. Pero ellos eran pocos y como seres humanos limitados. Por eso, aunque su testimonio es el paradigma de todo testimonio, sin embargo lo normal fue que cristianos convertidos convirtieran a su vez a otros.

3.2.1 Los dos modos de evangelizar los individuos

Esto tuvo lugar de dos modos o caminos fundamentales que con frecuencia se combinaban: uno de ellos es la Palabra. No es la palabra de oficio, proselitista, ni la palabra oficial de quien tiene el encargo de la comunidad o del que tiene a cargo la comunidad sino la comunicación del tesoro escondido que, al hallarse, ha inundado de gozo la vida. Como la boca habla de lo que rebosa el corazón, es normal que quien recibió la buena noticia y empezó a vivir a partir de ella, quiera compartir su hallazgo con familiares y amigos e incluso con personas que ve que están buscando. Lo que se comunican son las experiencias y el horizonte en que se inscriben; pero más allá de esa resonancia personal, el testimonio se centra en la persona de Jesús, en su Dios, en la fuerza de su Espíritu, en la nueva familia de hermanos y hermanas que ha encontrado.

El otro camino de evangelización de los individuos cristianos se basa en la novedad de vida del neófito. Vecinos, compañeros de trabajo, conciudadanos, van notando cada vez con más nitidez una transformación personal que asombra, que en general se ve como superadora del modo que venía mostrando de ser y vivir, pero que también suscita asombro, incluso una cierta incomodidad y en todo caso preguntas. Estas personas evangelizan no sólo a los que perciben que han mejorado sino más aún a los que se benefician de su progreso en humanidad; evangelizan, pues, con su vida. Pero esa vida nueva se vuelve fuente de interés. Al preguntarles por su secreto ellos dan razón de su esperanza con sencillez, respeto e incluso con unción (1Pe 3,15).

 

3.2.2 Algunos hitos de la historia cristiana

Para destacar la importancia decisiva de la misión de los individuos cristianos basta con apuntar que la decisión más trascendente que se ha tomado en la Iglesia hasta el día de hoy, que es la evangelización de los paganos al margen del judaísmo, se les ocurre a cristianos de Chipre y de Cirene cuyos nombres ni siquiera se nos han conservado. Para ponerla en práctica no se les ocurrió consultar con los apóstoles; simplemente se sintieron movidos a ello y lo hicieron, y tuvieron tal éxito que se suscitó la oposición de los que entendían el universalismo cristiano como universalización de la religión judía vivida desde el camino de Jesús, y la comunidad madre de Jerusalén tuvo que examinar el asunto informándose fidedignamente y deliberando después de escucharlos hasta aprobar esa posibilidad. No se puede sobrevalorar, pues, por más que se la pondere, la importancia decisiva de la iniciativa de los individuos cristianos, no sólo para la propagación del cristianismo y para el dinamismo de su vivencia cotidiana sino incluso para su configuración. Claro está que ellos actuaron siempre en la Iglesia, en el seno de la comunidad.

Como iniciativa personal surge lo que luego será llamada teología. Son los casos, bien decisivos por cierto, de Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes. También así comenzará lo que luego se designará como monacato y vida religiosa. Así lo describe fidedignamente Atanasio respeto de Antonio. Ése es también el caso de Francisco de Asís, que se resistirá con todas sus fuerzas a pertenecer a la institución eclesiástica, es decir al estamento de los que oran. Así realizó su experiencia fundante Ignacio de Loyola, que se tuvo que hacer sacerdote porque con cárceles y prohibiciones judiciales se le cerró el camino de la comunicación de la experiencia de Dios y la edificación de los prójimos como simple cristiano, como individuo particular de la gran Iglesia.

 

3.2.3 Los individuos en la evangelización y en la constitución del catolicismo latinoamericano y en su conservación creativa

Para nosotros, cristianos latinoamericanos, es crucial recordar y más todavía asumir que la cristianización de Indoamérica no se debió sólo a la misión de religiosos reformados, celosos obispos y curas párrocos de las diócesis que se iban formando. Es sabido que la unión de la espada y la cruz hizo que en un primer momento los indígenas no se convirtieran al Dios de Jesús sino que únicamente se rindieron al Dios de los vencedores, al Dios que había destronado a sus dioses. ¿Son equiparables las cruces de las banderas conquistadoras (por ejemplo del estandarte de Cortés) y la cruz en la que murió torturado Jesús de Nazaret? Los testimonios que poseemos, de los que es un caso excepcionalmente representativo los Coloquios de los Doce Apóstoles, revelan que con frecuencia el argumento decisivo para probar la superioridad del Dios cristiano es que fue él, por medio de sus instrumentos, los cristianos españoles, el que triunfó no sólo sobre los indígenas sino más aún sobre sus dioses. Esta rendición religiosa impedía la conversión ya que no se puede abrir el corazón al Dios enemigo triunfador sino sólo ante el Dios de la gracia misericordiosa y respetuosa.

Esta dificultad de la misión oficial para encontrar el camino del corazón indígena subió de tono con la demonización de las religiones indígenas que equivalía a proclamarles que por engaño o elección estaban sometidos al diablo. Si se habían entregado a él o no habían sido capaces de discernirlo, en todo caso, no eran sujetos religiosos. Tenían que ponerse en blanco, es decir borrar todas sus experiencias y su imaginario religioso para poder recibir el evangelio cristiano. Si además se prohibió a los indígenas acceder al ministerio, se puede entender que los obstáculos de la misión, tal como fue planteada, resultaban casi insalvables. Es cierto que no pocos misioneros se pusieron a favor de los indígenas y los defendieron de los españoles. Más aún, de entre ellos, una parte llegaron no sólo a quererlos sino más aún a estimarlos, a valorarlos. Ante estos últimos sí pudieron abrirse y de ese encuentro brotaron auténticas conversiones. Sin embargo, aun en este caso persistía el problema de la demonización de las religiones indígenas y la exclusión de los indígenas al ministerio.

En este contexto hay que situar la acción evangelizadora de los cristianos de a pie, para apreciar su enorme trascendencia. En primer lugar hay que recordar que estos cristianos, digamos particulares, no eran reformados, es decir no se regían por la Escritura ni por el ideal de la Iglesia primitiva (no porque los rechazaran sino porque desconocían ambas fuentes cristianas) sino por el catolicismo popular que era pagano, es decir la síntesis, más o menos lograda, entre el cristianismo y las religiones agrarias. Estas religiones eran sustancialmente las mismas de los indígenas. Por eso su cristianismo y las religiones indígenas tenían una matriz común, lo que hacía a este cristianismo mucho más comprensible y asimilable que el de los misioneros reformados.

Además aquí el modo de relación no era taxativo, disciplinario sino horizontal y, digamos, libre. Los españoles de a pie les comunicaban sus devociones, sus experiencias, lo que a ellos les daba resultado, una transmisión práctica bastante afín a la de los remedios caseros para las enfermedades. La transmisión se hacía en la vida, cuando venía al caso, y estaba basada en el interés por las personas y en el aprecio por la religión. Era pues una cara benevolente y gratuita, que contrastaba vivamente con la rapiña y el afán de prevalecer que constituían el talante que más habían mostrado los españoles. En esta relación aparecía, pues, la cara oculta de la luna. Para los indígenas era una agradable sorpresa, y para los españoles también ya que era la ocasión de sacar lo mejor de sí mismos y así cultivarlo. Con el tiempo esta relación se institucionalizó en las cofradías. Pero siempre siguió dándose libre y horizontalmente en la convivialidad.

La prestancia del catolicismo popular latinoamericano es el índice de la sustantividad que tuvo este encuentro evangelizador, este modo de intercomunicarse las vivencias cristianas y de responder a la gracia de Dios, caracterizado por su talante libre, creativo e interconectado. Muchos de estos individuos vivieron a su modo ese llevarse mutuamente en la fe que forja la Iglesia, talante bastante diverso de la separación entre la institución eclesiástica y los fieles y la trasferencia de la iniciativa a la primera, que se fue imponiendo en el postrento.

En el siglo XIX la institución eclesiástica, hostilizada y aun perseguida, casi desapareció en muchas regiones de América latina. Por ejemplo, en Venezuela las tres cuartas partes del territorio nacional sólo conocieron la visita anual del cura con motivo de la fiesta. Sin embargo esas regiones conservaron su identidad cristiana. Para nosotros la afirmación de Puebla de que la religiosidad popular es una fuerza activa con la que el pueblo se evangeliza a sí mismo describe exactamente lo que ha venido pasando hasta el día de hoy. En gran medida la conservación y transmisión del cristianismo reposa en individuos que no tienen ningún cargo oficial en la Iglesia y por tanto ningún encargo canónico.

 

3.2.4 Falta de reconocimiento y apoyo por parte de la institución eclesiástica

Desgraciadamente la institución eclesiástica corporativizada está muy lejos de reconocer este hecho y más lejos todavía de respaldarlo y cualificarlo con su asistencia. No se les ocurre pensar que una parte sustancial de cualquier proyecto pastoral debería consistir en alimentar la fe de esas personas y su ardor testimonial y apostólico. Porque al considerar a la institución como centro y fuente del cristianismo y no como algo funcional, ministerial, pretenden que todo gire alrededor de ella y no conciben ponerse al servicio de estos cristianos.

Gracias a Dios gran parte de ellos vive una recta eclesiología y por eso, como realizan pacíficamente su cristianismo en el seno de la Iglesia, aceptan agradecidamente lo que ven que les ayuda, pero resisten silenciosamente lo que no se les acomoda. Bastantes curas, sin embargo, consideran como deslealtad esta sorda resistencia a integrarse a sus dictados y tratan de marginar a estas personas sustituyéndolas por adictos a ellos. No captan que esa actitud es ejercicio genuino de autenticidad cristiana, ya que, si los sacramentos son para los seres humanos (como reza el adagio tradicional que se corresponde al de Jesús: el sábado es para el ser humano) son ellos quienes en definitiva deben juzgar lo que les ayuda. Si tienen recta intención y sentido espiritual, cosa que suele acontecer, es mejor que procedan así a que se plieguen a ojos cerrados a lo que diga el cura. Mejor sería todavía un discernimiento compartido; pero éste requiere que todos se consideren mutuamente cristianos adultos y se escuchen unos a otros y escuchen juntos por dónde pasa el Espíritu. Pero esto es imposible para un miembro de la institución eclesiástica que en la práctica y no raramente en teoría considera que sólo ella es la Iglesia y sólo a ella le incumbe dar directrices y dictaminar la marcha concreta de la comunidad.

 

3.3 EL INDIVIDUO, SUJETO EVANGELIZADOR EN LAS GRANDES CIUDADES

Desde todo lo dicho estamos en condiciones de responder a la pregunta de cómo el individuo es sujeto eclesial evangelizador en las grandes ciudades. Esta cuestión tiene tres aspectos: el primero es la ineludible dimensión individual en todo lo que se proyecte y realice, el segundo es el perfil propio de la evangelización individual, el tercero cómo este sujeto al realizarse queda trascendido desde dentro.

La evangelización de la ciudad no se puede reducir a la acción de los individuos cristianos, pero si esa acción no existe fracasará cualquier otro intento. Esa acción, en la doble vertiente de comunicación convencida del secreto de la propia vida y de irradiación de ese modo cualitativo de vivir, es, por su naturaleza libre y espontánea, y obedece tanto al aprecio que se tiene del cristianismo experimentado como del interés que se tiene por las personas a las que se evangeliza. El cristiano evangelizador es, por supuesto, un cristiano adulto.

 

3.3.1 Los consumidores de cristianismo no se transforman en productores

Es claro que cuando la institución eclesiástica se asume a sí misma como la Iglesia, relegando al resto del pueblo de Dios a la condición de usuarios de los bienes religiosos y sociales que ella administra, no se propicia el surgimiento y la consolidación de este tipo de cristiano. En este modelo de Iglesia supermercado quienes se acepten como clientes o consumidores nunca podrán asumir el papel de evangelizadores. Por eso ese modelo de Iglesia equiparada a institución eclesiástica, no sólo se incapacita para evangelizar sino que castra al resto del pueblo de Dios apagando en ellos la dimensión evangelizadora. Esto lo ha visto claramente la exhortación apostólica Ecclesia in America que por eso ha diseñado la función de los presbíteros centrándola en dos capítulos: el primero es alimentar la fe y la vida cristiana del resto del pueblo de Dios (para lo cual ellos deben dejarse evangelizar desarrollando su dimensión de cristianos, de pacientes pastorales), y el segundo, espolear y coordinar su participación en el cuerpo eclesial. No es necesario subrayar cuánto ayudaría a la consolidación de estos individuos evangelizadores el que la institución eclesiástica latinoamericana aceptara esta propuesta y se redimensionara para habilitarse para llevarla a la práctica. No son, sin embargo, por ahora muchos los curas convencidos de que ésa es su misión y menos aún los que se meten decididamente en el proceso de reprogramarse, que equivale a una verdadera conversión, para ayudar realmente a que los cristianos maduren desde sí mismos en vez de trasformarlos a su imagen y hacerlos colaboradores suyos.

Ya hemos aludido a que en América Latina tenemos experiencias sobresalientes, tanto de obispos como de curas y religiosas, que caminaron en esta dirección con el resultado del florecimiento de una Iglesia viva, de multitud de voces con entidad propia, con peso específico, confluyendo todos en una comunidad adulta, altamente personalizada y con una tremenda capacidad de irradiar. Una Iglesia de testigos que, al proseguir la historia de Jesús en situación de pecado, acabó convirtiéndose en Iglesia de mártires.

Así pues estos cristianos adultos existen y evangelizan de hecho, sobre todo entre el pueblo pobre. Toca a la institución eclesiástica comprender el carácter de este sujeto eclesial evangelizador y ponerse a su servicio potenciándolo sin pretender mediatizarlo empleándolo como piezas del engranaje institucional.

 

3.3.2 El testimonio de la vida

La palabra que sintetiza el carácter de esta evangelización de los individuos cristianos es el testimonio. Ya nos hemos referido a las dos vertientes de este testimonio, que en cada caso se balancearán de modo diverso, pero que siempre deben ir unidas y mutuamente referidas.

El primer testimonio que tiene que dar el individuo cristiano es el de su vida. Como venimos insistiendo, el testigo debe testimoniar con su vida la influencia del futuro en el presente. Es la temática paulina del varón y la mujer nuevos. Para Pablo la novedad está ligada a la participación del destino del Mesías Jesús: en su muerte morimos al pecado, en su resurrección participamos de su nueva vida. Quien ha muerto y resucitado es Jesús, nosotros aún andamos en este cuerpo mortal, en nosotros vive la fuerza del pecado y pertenecemos a una figura histórica cuya dirección dominante es fetichista porque deshumaniza y causa víctimas y de hecho es rival de Dios y de su designio. Pero viviendo en este tiempo que pugna por amoldarnos a él, nos hemos entregado sin embargo a la atracción de Jesús resucitado, a la atracción de su paradigma humano, y la presencia de su Espíritu nos capacita para configurarnos con él. Así pues el ser humano nuevo es para nosotros ante todo un horizonte, el horizonte por el que optamos, desmarcándonos del horizonte vigente. Es en segundo lugar un camino, el proceso de transformarnos en esa dirección y el esfuerzo de que la figura histórica cambie de dirección. Este camino es dramático porque tendencias internas y la corriente dominante pugnan en dirección contraria. Por eso sólo se mantiene en la marcha. El talante de este testigo no es voluntarista ni pretencioso. Está basado en la fuerza de Dios y confiesa sin ambages la propia labilidad y pecado. Pero no se resigna a él, no acepta que el pecado lo domine y con humildad y gratitud se esfuerza por tener la mentalidad y los sentimientos de Jesucristo.

Queremos insistir en que el testigo evangeliza porque reúne dos condiciones: echa la suerte con los demás y en muchos aspectos no es como ellos. Lo primero sin lo segundo es una solidaridad vacía porque no trasciende ni transforma. Lo segundo sin lo primero tampoco es buena nueva por su elitismo insolidario. El que es como los demás, es decir el que se deja llevar por el individualismo que es la ideología que segregan las corporaciones trasnacionales, no puede echar la suerte con los demás; por el contrario, los demás son rivales que hay que vencer en la lucha de la competencia. Por su parte el que se cree más cualitativo que la mayoría tiene la tentación de encerrarse en su círculo prescindiendo de los demás. Es buena nueva para los demás el que, esforzándose por vivir una existencia realmente humana, no les da la espalda sino que su humanidad le lleva precisamente a compartir la suerte con ellos en solidaridad discreta, horizontal, valorizadora y potenciadora de los otros.

Así lo hizo el paradigma de humanidad, Jesús de Nazaret, que no consideró su categoría divina como un botín que tenía que salvaguardar ávidamente sino que se despojó de su rango hasta ser tenido como uno de tantos. Más aún, su solidaridad con ellos lo llevó a ser su Mesías con la forma de Siervo. Por eso acabó corriendo la suerte de los esclavos. El testigo del Mesías Jesús no aspira por eso a ser líder mediatizador de otros sino a potenciarlos desde dentro, como la levadura. Un cristiano así es testigo en su familia, en su vecindario, en su lugar de trabajo y también en el ámbito ciudadano y en el político. Es testigo por su calidad humana solidaria, según el paradigma de Jesús.

 

3.3.3 Transformación cultural

Los testigos son buena nueva para la ciudad en cuanto que de modo capilar inducen una transformación cultural superadora. No la inducirán, si su existencia no es cualitativa, pero tampoco si se encierran en su torre de marfil o en la comunidad cristiana. Esta transformación sólo ocurre cuando su hábitat es la ciudad como tal, si se asumen como ciudadanos, si echan la suerte con la ciudad. Esto significa que asumen la cultura de la ciudad como punto de partida. Asumirla nada tiene que ver con aprobarla y menos aún con sacralizarla. Significa que parten de ella. Esa asunción los capacita para percibir por dónde pasa el Espíritu, es decir cuáles son sus elementos más dinámicos, los que poseen más virtualidades humanizadoras. Los testigos señalan esos puntos de apoyo, los aplauden, convocan a potenciarlos y en la medida de sus talentos ellos mismos los desarrollan. Desde esas positividades los testigos son afectados por las negatividades, y así pueden señalar aquellos aspectos de la cultura que hay que superar o corregir para que la virtualidades no se deformen o neutralicen. Incluso al vivir desde lo que la cultura tiene como tesoro cobran autoridad para señalar aquello que deshumaniza y produce víctimas. En estos aspectos negativos los testigos tratan de separarse resueltamente de la cultura ambiental. Pero como su proyecto vital no es meramente evitar lo que deshumaniza, al tratar de crear alternativas superadoras, contribuyen a dinamizar la cultura impidiendo que se cierre sobre sí absolutizándose.

Todo esto lo llevan a cabo los testigos desde su progresiva identificación con el Mesías Jesús. Es, pues, una propuesta cuyo corazón es la mística: esa contemplación diaria de Jesús en orden a proseguir su historia, es decir a tener una relación con su época y cultura equivalente a la que él tuvo con las suyas.

Sin embargo esta relación mística no entraña ningún solipsismo. Por el contrario lleva, como apuntamos, a reconocer el paso del Espíritu de su Señor por la ciudad y a secundarlo. Esto significa que una expresión normal del testimonio consistirá en participar de los sujetos colectivos que llevan adelante los bienes civilizatorios de esta figura histórica y más aún sus bienes culturales. Creo que así está sucediendo en una medida significativa en el primer mundo y también a su modo en el nuestro, aunque esperamos que esta dirección tenga desarrollos mucho mayores.

Hay una especial sensibilidad en estos testigos cristianos en integrarse a grupos que promueven concretamente derechos humanos o en crearlos donde no existen. En nuestros países estos derechos distan mucho de estar reconocidos en la práctica, por eso trabajar en concreto porque se validen adquiere en muchos casos una dimensión política y con mucha frecuencia el trabajo desgastante de los tribunales y la lucha porque mejoren sustancialmente los lugares de reclusión. Con la colaboración decisiva de gente adulta, hay una propensión en gente joven por este tipo de trabajo que, aunque se lleva a cabo organizadamente, está librado en gran medida no sólo a la generosidad sino sobre todo al carisma de los individuos.

Menos significativa es la participación de estos cristianos en lo que se lleva a cabo para desarrollar una cultura de la vida. El tono ligth, incluso frívolo, desde nuestra perspectiva del tercer mundo, de algunos grupos ecologistas del primer mundo retrajo por un tiempo de este empeño. Ahora ya han entrado estas dos convicciones: que la especie más vulnerada y en peligro es la especie humana, y que el deterioro del hábitat afecta sobre todo a los pobres. Desde estas premisas cobra todo su vigor el llamado a la solidaridad con ese sistema de sistemas que es la tierra y la transformación personal para vivir más sobriamente (sin derrochar tanta energía contaminante ni engendrar tanta basura) y con mayor armonía y creatividad. Además de la defensa concreta de los hábitats suburbanos, de los espacios públicos urbanos y otras tareas más específicas. Todavía hemos de recuperar mucho más en nuestra vivencia y teorización cristiana la dimensión creacional del mundo que actualmente lo percibimos aún demasiado objetualizado, y la dimensión creatural de nosotros mismos. Hay cristianos populares, y señaladamente indígenas y afroamericanos, que viven esta dimensión muy maduramente y de ellos debemos aprender.

En lo que más se ha avanzado, sobre todo en las comunidades cristianas populares (CEBs), es en la práctica de la democracia como cultura. Este modo de relacionarse (tener en cuenta a los demás, escucharlos, tratar de componer las diversas demandas, discutir lo que uno cree conveniente basado en argumentos y aceptar cambiar de opinión cuando valen más los de otros, ser capaz de disentir sin que implique romper con el contendiente o el grupo...) se va convirtiendo en una segunda naturaleza y así se difunde en la familia, en el círculo de amigos, y también en las relaciones laborales, vecinales y ciudadanas y en las relaciones políticas.

 

3.3.4 El testimonio en la política

Todavía hay no poca resistencia a dar el paso a lo laboral, ciudadano y político por la honda convicción de que esos espacios estaban contaminados por una práctica político partidista clientelar, antidemocrática, mediatizadora y por eso corruptora de las personas. La gente popular tiene muy metido que la política (no con mayúsculas sino con minúsculas, como ellos dicen) es algo sucio que no tiene redención. Son demasiadas las experiencias de ilusiones vanas y de fracasos y han dejado como precipitado esa convicción de fondo.

En este campo habría que insistir en dos aspectos complementarios. El primero es que la comunidad cristiana como tal no puede meterse en política con minúscula, ni en el caso de que los que la lleven a cabo procedieran todos de ella y hubieran asumido la política como compromiso cristiano. El segundo aspecto es que la comunidad cristiana debe promover y acompañar las vocaciones al servicio de las organizaciones ciudadanas y las vocaciones políticas. Es cierto que hoy por hoy en la mayor parte de nuestros países es éste un terreno minado en el que no se puede ir sólo con generosidad y buenos principios sino que es decisiva la capacidad de recoger expectativas, de aunar esfuerzos, establecer alianzas, gerenciar y arrostrar grandes dosis de ambigüedad sin perder el rumbo. No se suele ligar la vocación política al testimonio evangelizador que se nos pide a los cristianos; pero, si falta esa dimensión, se nos puede echar en cara que algo fundamental falla en nuestro compromiso con la ciudad.

En contra de lo que venimos proponiendo está la resistencia de los cristianos de los tres primeros siglos a meterse en este ámbito y la pésima experiencia de la época de la cristiandad. La razón de la abstención es el carácter escatológico de la existencia cristiana que impedía servir a dos señores ya que lo político se presentaba también como absoluto. La dimensión religiosa era la manifestación de la sacralización de lo político, no el problema en sí. La consistencia de ese planteamiento se pone de manifiesto en que el precio que pagó la Iglesia al asumir la grandiosa idea de la cristiandad (el imperio y luego los reinos cristianos) es su desescatologización. Se pierde la tensión al futuro porque su carga sacral se ha desplazado al orden presente estatuido en nombre de Dios.

Aceptando este razonamiento se podría argüir que la secularización de la política, al liberarla de esa pretensión trascendente, permite que un cristiano la asuma en su relativa positividad, en su desnuda funcionalidad, no sólo sin colidir con su fidelidad de fondo sino como expresión de ella. Hay que decir que ésa fue la percepción del Vaticano II que por eso propuso este campo a la caridad cristiana como lo venimos sosteniendo nosotros. Pero tenemos que poner en evidencia que esta saludable secularización proclamada dista mucho de asumirse en al práctica. La realidad es que las corporaciones trasnacionales se asumen a sí mismas como entidades en sí y para sí, y por eso luchan con éxito por poner a su servicio la política y por moldear desde sus intereses la opinión pública. Este carácter idolátrico y más aún fetichista de las corporaciones mediatiza el ejercicio democrático, conspira contra su sentido más profundo que es la constitución de una cultura de la democracia y la degrada al simulacro, a la manipulación, a que los políticos obren por encargo de ellas y no al servicio de los ciudadanos, y a que éstos no logren percibir sus intereses más permanentes sino que sean llevados a asumir el punto de vista de las corporaciones.

Con esta constatación no queremos desmentir nuestra propuesta de que uno de los campos del testimonio cristiano tiene que ser el campo ciudadano y político; por el contrario queremos poner en claro que ahí se ejercita privilegiadamente tanto el carácter profético de este testimonio que pone en claro el designio de Dios para una situación y desenmascara lo que se le opone, como su carácter sapiencial que con arte verdaderamente espiritual trata por todos los medios de encontrar caminos superadores, aceptando de antemano que la superación no equivale a instaurar una situación escatológica sino a pasar de una situación muy mala a otra menos mala o de una más mala que buena a otra más buena que mala, pero sin poder y ni siquiera pretender salir nunca de la ambivalencia de lo histórico.

 

3.3.5 El testimonio de Jesús de Nazaret

El segundo campo del testimonio cristiano en la ciudad es la proclamación de Jesús de Nazaret, de su Dios y del designio de él para la realidad histórica que es que aceptemos su soberanía espiritual (es decir no exterior sino mediante el Espíritu: Ez 3,27; Sal 51,12-14) hasta que establezca su reino. Ante todo queremos enfatizar que éste es el segundo campo del testimonio, no el primero. Así mismo fue sintetizada la vida de Jesús: lo que él hizo y dijo" (Hch 1,1). Los hechos de Jesús, son la anticipación del futuro, ejercicio efectivo de la soberanía de Dios y gérmenes del Reino. Los hechos, como acontecimientos que modifican la realidad histórica, dan que hablar ya que necesitan que se los inscriba en un horizonte en el que cobren su sentido. Las palabras de Jesús configuran ese horizonte hacia el que apuntan sus acciones y que les dan su sentido preciso. Las palabras son, pues, imprescindibles. Pero vienen en segundo lugar. No estamos de acuerdo con esa orientación teológica que hace del cristianismo una cuestión de sentido. Para nosotros la luz cristiana es la luz de la vida (Jn 8,12): al seguir en fe el camino de Jesús va brotando sentido como resultas del caminar, de la transformación de la realidad propia y circundante. Es lo que dice el poeta: "ciego sigo la voz/ y me nacen ojos".

Lo mismo ocurre en el testimonio cristiano. Es cierto que los testigos aluden a las acciones de Dios; pero sus palabras son vacías si no siguen aconteciendo esas acciones, que son para los oyentes los referentes concretos de esas palabras. Ya insistimos que si en un momento de la historia no hay mujeres y varones nuevos es que en ese momento Jesús no está resucitado. Ya que la resurrección designa al poder victorioso de Dios no sólo sobre la muerte (la de Jesús) sino sobre nuestro pecado. Esto es lo que significa que Jesús en la resurrección ha sido constituido Señor. Sólo lo es, si tiene gente que escucha su voz y lo sigue.

Pero los hechos necesitan de las palabras para que se decante su sentido. Todos los hechos son ambivalentes. También los de Jesús, que por eso mismo están a merced del conflicto de las interpretaciones. Así lo subraya con mucho vigor el cuarto evangelio a propósito de la multiplicación de los panes o de la curación del paralítico de la piscina o del ciego de nacimiento. Claro está que hechos reiterados componen una trayectoria, es decir van decantando un sentido y a la larga ahí está la congruencia del testimonio. Por eso dice Jesús a los dirigentes que no tienen excusa porque si no le creen a él sí tienen que creer las obras que hace que, si uno no tiene mala fe, hacen presente al Dios de Israel que pasa salvando; y así lo percibe la gente, como se complace en subrayar Lucas.

Pero la palabra es imprescindible si los hechos no son sólo hechos de uno que remiten a uno como a su fuente sino los hechos de Dios en el testigo y en la situación, que envían por tanto no sólo al mensajero sino al que lo envió. En el testigo sus obras son obras de la fe, son su fe que actúa en la solidaridad, son el resultado de la transformación operada al entregarse al Dios de Jesús, al dejarse atraer por Jesús, al seguir el movimiento del Espíritu dentro de él y en el ambiente.

Hay que hacer notar que hoy las palabras son creíbles en cuanto no son de oficio, en cuanto son la comprensión adecuada de una experiencia, la comunicación del secreto que motoriza una vida. Claro está que si el cristiano es un verdadero testigo su confesión no versará ante todo sobre su resonancia subjetiva sino sobre la actuación en él de la comunidad divina, una actuación no solipsista ni aleatoria sino inscrita en una tradición. Será precisamente la actualización de esa tradición, que remite, pues, a experiencias anteriores y a otras concomitantes. Será un verdadero acto de tradición con la responsabilidad que ello comporta. Ahí está el carácter eclesial de este testimonio de los individuos cristianos.

Esto es muy necesario subrayarlo y sobre todo fomentarlo en la práctica, porque vivimos un clima que podríamos caracterizar como de gnosticismo en el sentido de experiencias privadas (de uno o de alguien a quien uno concede crédito) que se validan por la preferencia que uno les da, experiencias aleatorias en las que se esfuma la mediación histórica en el sentido de que en ellas la historia no es fuente sino mera cantera de la que cada quien extrae lo que le inspira en cada momento. Frente a esta actitud el testigo cristiano no sólo acepta que su experiencia sea discernida sino que lo busca, como Pablo, para evitar que sus esfuerzos no resulten inútiles (Gal 2,2). Esa pretensión de fidelidad, de resultar un testigo fehaciente, es la actitud que caracteriza al individuo cristiano cuando habla de lo que trae entre manos en su vida.

Existe, pues, la proclamación oficial de los responsables de la comunidad cristiana, y existe la proclamación de los individuos cristianos autorizada por el peso de su vida y la capacidad que muestren de hecho en trasmitir un conocimiento vivo de la comunidad divina, de su designio para la realidad histórica y de su actuación específica en la situación y de sus requerimientos a las personas concretas. Son dos proclamaciones distintas, pero el ideal es que en la práctica estén lo más coordinadas posible en el sentido de que los responsables tengan en cuenta la práctica de los testigos y su explicitación verbal (para lo que ayudará enormemente que ejerciten ellos mismos su condición cristiana) y que los testigos inscriban su vida en las directrices más gruesas de la comunidad. Aunque complementariamente hay que insistir en que la comunidad no puede ser totalitaria y debe dejar amplio margen para los carismas personales y enriquecerse con ellos.

Si venimos insistiendo en que la proclamación de los individuos cristianos debe constituir un verdadero acto de tradición, estamos asentando que los responsables deben dedicar gran parte de sus desvelos en trasmitir esta Tradición en la comunidad cristiana, de modo que los individuos cristianos no sólo estén animados por el genuino espíritu cristiano sino que tengan el conocimiento básico de esta Tradición, que como histórica que es sólo puede entrar por el oído, por el estudio, por el aprendizaje específico. Hay aquí una tarea insoslayable, que requiere de gran creatividad dada la premura del tiempo en la ciudad.

 

CONCLUSIONES

Las conclusiones que extremos de este trabajo son muy elementales en su formulación, pero muy exigentes si queremos realizarlas.

1. El perfil más visible del sujeto que es la Iglesia debe segur siendo la institución eclesiástica. Pero para que se constituya en sujeto evangelizador y para que contribuya decisivamente en la cualificación de los demás sujetos eclesiales, tiene que integrarse al pueblo de Dios. El único camino para hacerlo es entablar relaciones horizontales y mutuas con el resto del pueblo de Dios, poniendo en funcionamiento su ser cristiano, que es anterior a su función y más básico que ella. Los cristianos tenemos que aprender a hacernos cristianos juntos en una medida mucho mayor que la actual. Hacernos cristianos juntos es llevarnos los unos en fe de los otros, amarnos como hermanos y ayudarnos en los diversos aspectos de la vida cristiana. Sólo en cuanto los obispos, los curas y las religiosas y religiosos vayan siendo cristianos con los demás, podrán cumplir su función con ellos evangélicamente y se habilitarán para recibir los dones de los seglares. Si la institución eclesiástica no camina en esa dirección, quedará a merced de la lógica institucional y se corporativizará a imagen de las corporaciones trasnacionalizadas. Ya ha empezado a hacerlo. Sin una conversión en este punto crucial su objetivo real no será evangelizar sino conservar y acrecentar su nicho en el mercado, de decir satisfacer las preferencias de la gente. Pero, si actúa desde el seno del pueblo de Dios, se capacitará para emprender una pastoral de conjunto, planificada a la altura del tiempo, pero no mimética sino según la índole de lo que tiene que transmitir. No se basará, pues, en proyectos de un cuerpo especializado sobre una masa para lograr en ella los objetivos de la corporación sino en procesos que incumben por igual a evangelizadores y a evangelizandos.

2. La afirmación del Vaticano II de que la Iglesia es el pueblo de Dios debe hacerse verdad mucho más densamente que lo que lo es en la actualidad. Es decir que la Iglesia debe constituirse en pueblo de Dios. Para eso quienes tienen el espacio ocupado (la institución eclesiástica) deben dar lugar, y los demás ocuparlo. Los cristianos debemos constituir un cuerpo social mucho más visible. La Iglesia toma cuerpo como comunidad con el reconocimiento mutuo y la acción recíproca de sus miembros. Ahora bien, la comunidad tiende a convertirse en una abstracción si no existen comunidades. Desde Puebla a Ecclesia in America se viene hablando de la Iglesia como comunidad de comunidades. Pero ¿cuántos vienen trabajando en esta dirección? Casi nadie. Y es porque la comunidad cristiana es personalizada. Requiere que la tarea de ser cristiano sea la tarea que define la vida. No hay muchos, ni entre la institución eclesiástica, que estén dispuestos a un compromiso tan totalizador. Y sin embargo la mayor contribución que la Iglesia puede dar a la ciudad es constituirse a sí misma como un espacio abierto de circunlocución en el que sus miembros interactúen con libertad espiritual edificándose mutuamente. Esta comunidad será fermento de comunitariedad y sociabilidad en la ciudad, levadura para que se realice como espacio abierto y compartido. La prueba de que la comunidad cristiana no es compensatoria y excluyente es que apoye a las organizaciones de base de los excluidos.

3. Existen ciertamente cristianos que son testigos de Jesús, de su Dios y de su reino, con su vida y con su palabra. Ellos más que nadie han fraguado el cristianismo latinoamericano y lo han sostenido y vivificado hasta hoy. Se los encuentra en todos los estratos sociales, pero sobre todo en el pueblo pobre. Y sin embargo el divorcio entre la religiosidad, más viva hoy que hace cuatro o tres décadas, y la vida, impide que este testimonio sea lo que dé el tono. Hay mucho que hacer en este campo para evangelizarnos. A diferencia de los años sesenta y setenta existe hoy en nuestro medio una religiosisdad a flor de piel, pero bastante difusa. Aunque es cierto que muchas veces está más atenta a las propias experiencias que a la religación con la fuente de la vida y el sentido, también lo es que se debe intentar un camino con estas personas y más aún con otras que buscan entregarse de corazón a ese Dios entrevisto. Muchas de estas personas no encuentran en la Iglesia mujeres y varones de Dios, guías fraternos, que los inicien en el misterio cristiano. Hay un déficit de experiencia cristiana en la institución eclesiástica latinoamericana. Por eso muchos seglares tienen que vivir su cristianismo en soledad y muchos conciudadanos buscan en otras fuentes porque no encuentran en la Iglesia cómo saciar su sed. Este punto tiende a ser paliado cuando se hacen planes pastorales. A veces se tiene la impresión de que el activismo eclesiástico es un expediente para no tener que encarar a Dios seria y responsablemente. De ahí depende en definitiva la evangelización de las grandes ciudades porque el individualismo reinante sólo puede ser superado por la oferta que hace la comunidad divina al individuo para que, respondiendo, se constituya en persona: entable relaciones constituyentes con sus conciudadanos y al comunicar la vida que recibe consiga él su plenitud.

4. Para esta tareas tan recias contamos con la experiencia de las décadas pasadas en las que gente altamente significativa de la jerarquía asumió su condición de cristiano, de paciente pastoral, luchó por convertirse y ser testigo fehaciente. Y desde ahí, siendo como buenos pastores dechados de su grey, conociendo a los suyos y dándose a conocer por ellos, hicieron de feligresías dispersas y pasivas pueblos movilizados por la esperanza cristiana, que en una situación de pecado se atrevieron a testimoniar el futuro con sus existencias renovadas. Se hizo presente la comunidad cristiana y surgieron comunidades muy vivas, fermento en sus ambientes. Esta Iglesia altamente significativa estimuló a muchas personas a asumir sus compromisos familiares, laborales, vecinales, cívicos y políticos. También provocó resistencias y rechazos. Y vino la pasión en nuestra Iglesia, participación de la pasión del pueblo pobre y de Jesús de Nazaret.

Nos hemos levantado en estas décadas y lo vivido es prenda de esperanza. Si actuamos también hoy con fidelidad creativa seremos luz y levadura en nuestras grandes ciudades.