Perdonarse a sí mismo

 

 Fuente: http://eusebiogomeznavarro.org/paginadeentrada.html

 

Dorothe Sölle habla de un amigo suyo, un pastor evangélico de Nueva York, que atendía a los reclusos de una cárcel. Un día ingresó en ella un joven negro que había matado a su madre. Al pastor, que sin duda tenía un buen corazón, pero también un deficiente conocimiento del caso, se le vino a la mente toda suerte de disculpas: “Te has criado en Harlem, un barrio en el que abunda la violencia, y has sufrido una fuerte carencia de amor en tu juventud”. Disculpas que no dejaba de repetir, hasta que el muchacho saltó y le dijo: “¡Cállate ya! Yo he matado a mi madre, y eso es grave”. El pastor se quedó mudo, pues lo que el pastor había dicho era que no era culpa de él.

 

Es bueno reconocer la culpa, la falta, el pecado, pero es bueno también estimarse, valorarse y perdonarse.  Hay que ser fuerte para perdonar y cuidar a los otros, pero hay que revestirse de gran valor para perdonarse a sí mismo, para no guardar resentimientos. “Odiar el alma es no poder perdonarse ni por existir ni por ser uno mismo” (G. Bernanos). La primera persona a quien hemos de perdonar es a nosotros mismos, y no nos podemos perdonar a nosotros mismos si no somos capaces de perdonar a los demás y a Dios. En primer lugar, hemos de aprender a darnos cuenta de que el problema no está fuera de nosotros. El segundo paso consiste en mirar en nosotros mismos y reconocer nuestra parte de culpa en aquello que queríamos ver como exterior a nosotros. El tercer paso lo realizará Dios quitándonos la culpabilidad.

 

En Alcohólicos Anónimos se sugiere que la única persona a la que se necesita perdonar es uno mismo; una vez logrado esto, todos los demás serán  perdonados de un modo natural. Perdonándose a uno mismo es más fácil perdonar a los demás. Hugh Prather dice que “el perdón no es un acto inútil de rosado autoengaño, sino más bien el tranquilo reconocimiento de que, bajo nuestros respectivos egos, todos somos exactamente iguales”.

 

El perdón, como todo en la vida, es cuestión de práctica, requiere una decisión, un deseo, un compromiso consciente. Para convertirse en hábito o virtud, necesita repetirse muchas veces para dominarlo, para integrarlo, para sentirlo como algo natural.

 

Cuando uno se ve con amor, esa misma mirada se transmite a los demás y se ve a los otros con amabilidad y estima;  “en otras palabras, según dice Gerald Jampolsky, buscamos su inocencia, no su culpa. Miramos a la persona con el corazón, no con nuestras ideas preconcebidas”. Y cuando esto acontece somos capaces de ver toda la bondad de cada ser humano y obtenemos su máximo rendimiento. Goethe escribió: “Si tratas a una persona según lo que parece, la haces peor de lo que es. Pero si la tratas como si ya fuera lo que tiene capacidad de ser, la haces lo que debería ser”.

 

En su libro Bendición original, Matthew Fox hace notar que el concepto de “Pecado original” se remonta a san Agustín, alrededor del año 354 de nuestra era. “Diecinueve mil millones de años antes de que hubiera pecado sobre la Tierra, había bendición.” Según Fox, las enseñanzas espirituales a lo largo de los tiempos apuntan a la idea de que “el pecado que se oculta tras todo pecado es el dualismo, es decir, la separación, las relaciones sujeto-objeto (…). Consideremos cualquier pecado:  la guerra, el robo, la violación. En cada uno de estos actos se trata  al otro como un objeto exterior a uno mismo (…). Esto es lo que hay detrás de todo pecado”.

 

Cuando estamos separados de nuestro Yo y cuanto más activa es la búsqueda de todo lo externo a nosotros mismos, más culpables nos sentimos. Si no estamos separados del Yo, experimentamos la bendición que es la vida. La culpa nos lleva a una visión estática del mundo como un lugar hostil e injusto. Paul Tililich manifiesta: “En el lenguaje metafórico, deseo decir que aquellas personas que sienten profundamente su hostilidad hacia la vida: La vida te acepta; la vida te ama como una parte separada de ella, la vida desea reunirte con ella, aunque tengas la impresión de que te destruye”.

 

            Para amar al otro y perdonarlo, hay que empezar por amarse y perdonarse a sí mismo. Si hay que amar a los enemigos, el enemigo más fuerte habita, con frecuencia, en nosotros mismos. Amar y perdonar, además de ser un don que se recibe de lo alto, es un aprendizaje que comienza en la familia, en los primeros años. Muchos no consiguen perdonarse, porque cuesta, porque se culpan, porque lo que han hecho creen, en definitiva, que no tiene perdón.