¿PARA QUÉ SIRVE HOY LA LEY NATURAL?
 

Por  Jesús Ortiz López

Arvo Net, Madrid 25.04.2006

 

El pensamiento moderno ha cuestionado la ley natural como algo ajeno  que impediría la realización del hombre: J.P.Sarte afirmó que no existe naturaleza humana, porque no hay Dios que pueda haberla pensado. Algunos han planteado la necesidad de una ética común por consenso que sea ajena a las creencias religiosas, ya que se trataría de alcanzar una alianza de civilizaciones. Y la pregunta es: ¿para qué sirve hoy la ley natural?

 

El código más antiguo del mundo

 

La joven alemana Sophie Scholl contribuyó con su sacrificio a la caída del nazismo, actuando como una nueva Antígona que se opone a las leyes injustas con la ley más antigua del mundo, la ley natural. En febrero de 1943 Sophie y su hermano Hans fueron detenidos por lanzar hojas de propaganda antinazi en la universidad. Después de tres días de interrogatorio fueron juzgados, junto un amigo suyo, y condenados los tres a muerte en la guillotina. La sentencia se ejecutó al día siguiente. Este suceso real ha sido llevado recientemente a la pantalla cosechando importantes premios y opta a los Oscar como película en lengua no inglesa. En el interrogatorio ella pregunta: «¿Por qué me castigan?» Y a la respuesta: «¡Es la ley!» ella replica:  «La ley se puede cambiar, la conciencia no». Mientras el interrogador la tacha de ser poco realista, ella responde: «Lo que digo tiene que ver con la realidad y la costumbre, con la moral y con Dios», pero sólo recibe la tajante respuesta: «Dios no existe». Y así vemos que, por encima de las apariencias, queda una vencedora y un vencido, a la vez que advertimos que la violencia procede de la falta de religión.

            Si nos retrotraemos al siglo V antes de Cristo encontramos al personaje de Antígona que se enfrenta al tirano Creonte porque reconoce el valor trascendente de las leyes de naturaleza que sostienen el desarrollo histórico. Entre el tirano y la valerosa joven se produce un diálogo que hace chocar la ley natural con la voluntad arbitraria del poder: «No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron». Esa actuación de Antígona muestra que las normas éticas no son creación de los hombres ni dependen esencialmente de una época determinada de la historia, puesto que aparecen como una realidad anterior objetiva fundada en la ordenación de la naturaleza y de la condición humana, que remiten a los dioses.

            También Cicerón, en el siglo I antes de Cristo, consideraba la ley natural como ley suprema que fundamenta el derecho «que es común a todos los tiempos y ha nacido antes de haberse escrito ninguna ley ni constituido ninguna ciudadanía». Por ello esta ley conocida por los hombres es la medida para valorar las leyes humanas, y así unas serán justas y otras sólo serán utilitarias: «De manera que no hay en absoluto justicia si no hay naturaleza y la que se establece por razón de una utilidad, se anula por otra utilidad»[1]. Así vemos que en toda época el derecho se apoya en la naturaleza y sólo por excepción intenta contradecirla, con grave riesgo para la sociedad y para la libertad de las personas, como ocurre en nuestra época al intentar aislar el derecho positivo de la ley natural.

 

Interrogantes permanentes

            Nuestro mundo acelerado se caracteriza más por las preguntas que por las respuestas y, aunque preguntar suele ser el comienzo del conocimiento, la sabiduría  sólo se alcanza al encontrar las respuestas. Por eso redescubrir hoy la ley natural es una necesidad para conocer la identidad del hombre y poder mirar al futuro sin empezar continuamente desde cero. El reconocimiento y valoración actual de los derechos humanos tiene un fundamento más sólido que los acuerdos cambiantes entre los poderosos del mundo, y no puede ser otro que la condición creatural del ser humano, dotado de una naturaleza abierta a la trascendencia, paso obligado para reconocer a Dios y recuperar el lenguaje común que llama a las cosas por su nombre: naturaleza humana, alma, ley natural, amor humano, matrimonio, virtud, fidelidad, etc.

            Son  muchos los interrogantes de nuestro mundo fragmentado pero quizá el más radical sea el de saber si el hombre es un ser autosuficiente, que carece de un origen cierto y de un fin propio, o es criatura ontológicamente limitada que reclama su fundamento. En este sentido, cualquiera puede advertir que para navegar y llegar a un destino, es preciso mantener la buena orientación, y por ello hay que conocer el Norte, que sitúa al resto de los puntos cardinales. Así, en la vida humana, sólo desde la conciencia de criaturas pueden encajar todas las dimensiones de la persona y de la sociedad, permitiendo mantener el rumbo, que a todos beneficia. En dependencia de esta orientación respecto al origen y el fin está el trato del hombre con sus semejantes, que pueden ser considerados en su dignidad personal o tratados como medios para los proyectos de los más poderosos. Por eso el entonces cardenal Ratzinguer ha explicado que la racionalidad de la ley natural permite ser abordada también desde una antropología cristiana sin menoscabo de su universalidad: «La razón práctica –o moral- es razón en su más alto sentido, porque penetra en el misterio específico de la realidad con mayor profundidad que la razón experimental. Esto significa que la fe cristiana no es limitación ni obstáculo para la razón, sino que –por el contrario- sólo ella está en condiciones de habilitar a la razón para el cometido que le es propio»[2].

 

Ética común y creencias religiosas

            El pensamiento moderno ha cuestionado la ley natural como algo heterónomo cuando piensa que impediría la realización del hombre, como afirmaba el filósofo Sartre[3]. Otros pensadores han planteado la necesidad de una ética común por consenso, pero ajena a las creencias religiosas, para orientar nuestro mundo globalizado, aunque paradójicamente está más fragmentado en los bienes y valores básicos. Sostienen que ninguna verdad privada puede aducirse para criticar una verdad pública, con la intención de lograr la convivencia entre distintas religiones, y naturalmente también para poner orden en el comportamiento humano. Algunos consideran que deberíamos evolucionar hacia una nueva generación de religiones sin pretensiones de verdad, quedando sometidas al principio ético de verdad; sin embargo, pienso que los presupuestos ideológicos que los sustentan tienen un concepto reductivo de la religión como un hecho cultural sin trascendencia alguna.

            Además, las mal llamadas «guerras de religión» han sido en realidad guerras del poder humano que utiliza la religión y la ley positiva ignorando la ley natural y la naturaleza misma de la religión. Por ejemplo, hablando de las guerras europeas en el siglo XVI, el historiador Suárez reconoce que: «Los príncipes mostraron interés en sostener a los grupos diferentes porque en ellos veían la posibilidad de aumentar su propio poder. Frente a Carlos V los luteranos esgrimieron el principio de “cuius regio eius religio” que autorizaba a los poderes temporales a asumir la dirección y gobierno en las cuestiones espirituales. Esta tendencia no se dio únicamente en las Iglesias reformadas; también los monarcas católicos aspiraban a que se les sometieran las estructuras eclesiásticas»[4].

            El entendimiento entre religiones y culturas me parece más bien una cuestión de diálogo sincero sobre la base de la identidad y del sentido. Se parece a lo que ocurre con las vidrieras de las catedrales vistas desde fuera o desde dentro,y por tanto de modo distinto, de lo cual no se puede deducir que todas las perspectivas y opiniones serían equivalentes porque cada uno vería una parte de la verdad[5]. Ahora bien, para no hacer del diálogo un engañoso relativismo sobre la verdad es preciso añadir que las dos posturas no son equivalentes, porque las vidrieras son una realidad con un sentido determinado por su finalidad en el ámbito religioso de la catedral. No están para ser vistas por fuera, ni siquiera por dentro como en un museo, porque son sencillamente un elemento más de un conjunto de significado religioso para contribuir a las celebraciones litúrgicas de esa comunidad cristiana en la catedral. Si se prescinde de su naturaleza, de su finalidad, y de su función, pierden su sentido y se convierten en una pieza de museo. En definitiva, hay que reconocer que no todo es relativo y por eso el creyente puede razonar a cualquiera que su «verdad privada» puede ser verdad universal, a condición de razonar con seriedad y buscar sinceramente la visión de conjunto, como ha hecho Ratzinger con Habermas, D’Arcais o M.Pera, entre otros muchos, incluídos judíos y musulmanes durante su primer año de pontificado.

            La búsqueda de una ética común es muy encomiable pero tropieza con el problema del fundamento. ¿Puede ser universal una ética basada en el consenso humano? Si esta utopía se lograra alguna vez ¿quién nos garantiza que algunos no romperán la baraja al día siguiente? Con esto no rechazamos la importancia de la ética, concebida en su genuina realidad como desarrollo de la ley moral natural: participación de la ley divina en la criatura racional. No olvidemos que la ley natural es descubierta por el hombre y ofrece una amplia base de diálogo cara al bien común de la humanidad. Por tanto, es la religión quien funda a la ética, y la metafísica sustenta su objetividad. Quienes construyen esa ética común hacen bien en buscar la racionalidad de la ley natural pero su principal escollo consiste en desvincularla de la condición creatural, perdiendo así el fundamento y la teleología del hombre. Se vislumbra una solución cuando se supera una idea formalista de la ley natural, una concepción del hombre clausurado en sí mismo, para recuperar el lenguaje común, la ideas comunes, que llama a las cosas por su nombre: naturaleza humana, ley natural, alma, virtud, matrimonio.

            En suma, la ley natural es el código más antiguo del mundo, anterior a cualquier ley positiva porque está inserta en la ontología de la persona; sin embargo la ley natural es ordenación de la razón y no puro biologismo, y debe ser entendida desde una antropología trascendental, como viene haciendo el Prof. L. Polo[6]. Que no consiste en extrapolar el ser al hombre sino en desvelar el ser de la persona humana, distinto del ser de la ontología, porque es ser segundo o coexistente, es decir abierto, tanto hacia su intimidad como hacia fuera. Y así la ley natural se descubre como constitutiva del hombre, pues no se añade a su ser como no lo hace la gravitación a los cuerpos terrestres. Por ello, desde el sentido de su ser, que podemos llamar sentido común, el hombre puede reconocer en cada época la ley natural como teonomía participada[7]: una norma que no se ha dado a sí mismo sino que viene de su fundamento y a la vez de su libertad.


[1] CICERÓN, M.T. De legibus, nn. 19 y 43

[2] RATZINGER, J. Una mirada a Europa, 1991, p. 58-59.

[3] «No existe naturaleza humana, porque no hay Dios que la pueda haber pensado». SARTRE,J.P. L’existencialisme est un humanisme, París, 1946, p. 22. Cfr. MUMMA, H. El existencialista hastiado, Vozdepapel, Madrid, 2005, p. 130.

[4] SUÁREZ, L. Cristianismo y europeidad, Eunsa, 2003, p. 112-115.

[5] Cfr. MARINA, J.A. Dictamen sobre Dios, Anagrama 2001, p. 66.

[6] «El ser humano es el segundo ser, no en el sentido en que se habla de filosofías segundas o derivadas sino en el sentido de que no puede ser el único. El ser humano no puede ser el único ser; más aún, excluye de sí la unicidad. En términos de co-existencia, el ser humano es compatible con el ser principial (que no es segundo, sino justamente primero), a la vez que en él estriba la ampliación trascendental. La co-existencia connota la compatibilidad y la ampliación; según esa noción, tomada en sentido trascendental o radical, se vincula la antropología trascendental con la metafísica».  POLO, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Eunsa 1999

[7] Cfr. JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, n. 41.