Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 2: Pedro ¿roca?
¿Qué pasó a esta Roca? En un momento de flaqueza, Pedro resquebrajó su Roca.
I. MÁS QUE AMOR A PEDRO LE FALTÓ VALENTÍA
Quiso dar vida por Cristo, pero a la hora de la hora fue cobarde, tuvo miedo,
prefirió salvar su pellejo.
Pedro en el laboratorio de su corazón tenía dos sentimientos mezclados: amor y
miedo.
Porque amaba a Cristo, no huyó después de que Jesús fue atado y apresado. Y
porque estaba atenazado por el miedo siguió a Jesús de lejos.
Porque tenía miedo, negó a Jesús tres veces, cobardemente. Pero porque amaba a
Jesús, salió fuera y lloró amargadamente su pecado de traición al Maestro.
¡Qué distinto a Judas!
Esa mirada tierna y misericordiosa de Jesús: “Y Jesús lo miró”, se le clavó en
lo profundo del corazón de Pedro; pero no era una mirada de reproche sino de
compasión. Una mirada que pareció decirle: Simón, yo he rogado por ti. Fue una
mirada alentadora, misericordiosa. Una mirada que le decía: “Pedro, ¿a dónde
vas? No te separes de mí. Sígueme.
Le miró con la misma ternura que cuando le llamó a seguirle. Vaya que conocía
Pedro esa hermosa y cautivadora mirada de Jesús. Con esa mirada, Pedro
comprendió la gravedad de su pecado.
No creamos que la caída de Pedro fue leve. No. Pedro cayó en un pecado
gravísimo.
Conocía a Jesús.
Era el primer Papa, por tanto, el jefe del grupo.
Fue distinguido por Jesús como uno de los tres discípulos predilectos.
Mintió con juramento, maldijo.
Cayó muy hondo.
Pero lo hermoso de Pedro es que se arrepintió, si abrió al amor de Jesús, a ese
sol espléndido de Jesús y volvió la claridad a su alma.
II. REFLEXIONEMOS
¿Por qué Pedro cayó de esa manera? ¿Por qué fue tan cobarde? ¿Por qué negó a
Jesús tres veces?
Principalmente, confió mucho en sí mismo. Es lo que llamamos pecado de
presunción: “yo no te abandonaré jamás... aunque todos, yo no... estoy dispuesto
de ir contigo a la muerte”. Se hacía el valiente, el vanidoso, el presuntuoso,
muy pagado de sí mismo, creidillo.
En segundo lugar, se durmió en la oración. Es decir, aflojó en la oración.
Cuando uno afloja en la oración, automáticamente pierde fuerza y peso
espiritual. Y sin fuerzas, cualquier viento o contrariedad me derrumba.
En tercer lugar, porque se metió en la boca del lobo, en el atrio, donde estaban
aprovechando la leña del árbol caído. ¡Qué imprudente!
¡Presunción, desidia, imprudencia!
III. ¿CÓMO SALIÓ DE TODO ESTO?
La
mirada de Cristo.
El
canto del gallo.
El amor
de su corazón.
La mirada de Cristo le hizo reflexionar donde estaba caído.
El canto del gallo le lanzó fuera del peligro.
El amor de su corazón le hizo llorar amargadamente, con un corazón arrepentido.
¡Le había fallado al Maestro, al Amigo, al Señor, al Buen Pastor!
La Roca de Pedro, comenzó a tener grietas. ¿Por qué nos extrañamos a lo largo de
la historia de la Iglesia? Los instrumentos que Jesús escoge son débiles. Desde
el punto de vista exclusivamente humano, hubiera tenido Jesús razones para
excluir a Pedro, para excluirnos a nosotros. Pero Jesús mira el corazón
contrito, humillado, humilde, arrepentido... y Él nos da su perdón y su gracia.
Señor, danos el don de contrición para llorar nuestras faltas y pecados. Danos
dolor de amor por haberte ofendido. Y ayúdanos a levantarnos, a acercarnos a ti,
a pedirte perdón y a volver a comenzar. Amén.
03
Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 3: Anás
I. Entremos ahora en la casa de Anás, el suegro del Sumo Sacerdote Caifás.
Había sido sumo Sacerdote también.
Llevaban a Jesús maniatado, descalzos los pies, gacha la cabeza, conducido con
la soga que sujetaba su cuello, como un animal. Era a las tres o cuatro de la
mañana de ese Viernes terrible.
Había en torno a él risas y cuchicheos de satisfacción: la cosa había resultado
en realidad más fácil de lo que todos se esperaban.
Iban llegando a la casa de Anás gentes intima de los pontífices, envueltos en
blancas vestiduras.
II. Lo llevaron a Anás para hacer tiempo, dado que el proceso en casa de
Caifás, su yerno, tenía que comenzar por regla general de día.
Anás, pues, lo juzgaría privadamente mientras se organizaba oficialmente el
tribunal.
Anás había convertido a su familia en una gran mafia de la que el, Anás, era el
padrino todopoderoso.
Anás, aunque para los judíos era el Sumo Sacerdote, no ejercía el cargo. Se lo
había dejado a su yerno Caifás.
Anás era un hombre puntilloso en el cumplimiento externo de sus funciones; pero
escéptico y agnóstico; pues no cría en nada que no redundara en interés
personal.
III. Ahora están frente a frente: Anás y Jesús. Anás le estudia a Jesús.
Y se pregunta qué podía haber inducido a este desconocido a creerse el Salvador
del mundo.
Se alegró de no ser él, Anás, quién debía juzgarle. Y comenzó a hacerle muchas
preguntas:
¿Qué era lo que predicaba?
¿Dónde lo había aprendido?
¿Quiénes eran sus discípulos?
¿Qué pretendía hacer con ellos: una sociedad secreta?
Jesús digno, dueño de sí mismo: “Yo siempre he hablado públicamente y ante todo
el mundo. He predicado siempre en las sinagogas y en el templo, donde todos los
judíos se reúnen. A escondidas nunca he dicho nada. ¿Por qué me interrogas a mí?
Interroga a quienes me han oído, pregúntales qué es lo que yo he dicho. Ellos lo
saben” .
La respuesta de Jesús desde el punto de vista jurídico era perfecta: según el
derecho judío un acusado no tenía que dar testimonio de sí mismo; sólo era
válida una acusación sobre testigos ajenos y fidedignos. Jesús, pues,
descalificaba así a Anás por salirse de los procedimientos legales.
Un silencio embarazoso siguió a las palabras de Jesús. Anás no se esperaba esto.
Anás estaba acostumbrado a otro tipo de actitudes en sus súbditos: sumisión,
desaliento, servilismo, miedo.
¡Y este campesino se atrevía a dejarle públicamente en ridículo! Con una punta
de clarísima ironía le recordaba cuáles eran los verdaderos procedimientos
legales.
Anás se sintió desarmado... y no quiso que aquella “insolencia” quedara sin
respuesta o sin castigo.
Y quien no tiene razones, ¿a qué se atiene? A la violencia. Uno de sus siervos,
tal vez mirado por el mismo Anás, dio una bofetada a Jesús, golpeándole en plena
boca: “¿así respondes al pontífice?”.
Era la primera vez que una mano humana golpeaba físicamente a Jesús. Antes, en
el huerto, había sufrido empellones. Luego había sido arrastrado por tirones de
soga. Ahora era su propio rostro quien conocía la violencia humana.
Jesús, quedó digno, sereno. Miró, tal vez a Anás, esperando que reprochara
aquella acción indigna. Era bajo y cobarde golpear a un hombre maniatado; era
injusto tratar a un simple acusado como a un criminal convicto y confeso.
Anás se sintió satisfecho de aquella villanía... que le sacó de su gran apuro.
Por eso Jesús se volvió discretamente a quien le había golpeado y con una
impresionante dignidad dijo mansamente: “Si he hablado mal, dime en qué. Y si he
hablado bien, ¿por qué me pegas?
Si antes, se sintió humillado Anás; ahora mucho más. ¿Quién era ese hombre que
respondía mansamente, con lógica y calma asombrosa?
“Este hombre no siente miedo frente a mí”. ¿Quién será?
Y en verdad, sintió miedo Anás. Ese extraño pavor supersticioso que domina a los
ilustres la primera vez que se encontraban con alguien verdaderamente más grande
que ellos.
Prefirió, por ello, desembarazarse cuanto antes de él. Se levantó nervioso. Y
dio órdenes de que se lo devolvieran a Caifás, su yerno, que era, en definitiva,
el verdadero responsable de este absurdo e injusto juicio.
Anás pasará a la historia como el prototipo de hombre que hace valer sus
derechos de “autoridad jubilada”, para humillar a los demás, darse
importancia... y como no pudo, recurrió a la violencia baja y propia de
villanos.
Y Jesús nos da ejemplo de mansedumbre ante quienes nos traten con despotismo,
violencia e injusticia. Sólo así, seremos más grandes que quien se rebaja a
tales procedimientos indignos.
04
Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 4: Caifás
De Anás, le llevaron a Jesús atado a Caifás. Ya había preparado testigos falsos
para deponer contra Jesús. Buscaban febrilmente algún testimonio para darle
muerte, y no lo encontraban. Hay prisa por acabar cuanto antes. Todo el proceso
contra Jesús está lleno de prisas. Además estaba dispuesto al revés: primero han
condenado al reo y después buscan argumentos y testigos, a modo de artificio
jurídico, que sostengan la condena. ¡Al menos que hubiera apariencias de
legalidad! ¡Hipócritas!
Todo venía además muy forzado: ese día era una jornada de grandes preparativos,
porque al atardecer los judíos celebraban la cena pascual.
I. Comenzó el juicio religioso, probablemente al amanecer de ese Viernes
fatídico y terrible, muchos atestiguaban en falso contra Él; pero ni siquiera
eran concordes las renuncias ni tenían peso.
Uno sacó una frase sobre el templo que quizá podría convencer al tribunal, ya
demasiado predispuesto a aceptar cualquier acusación, aunque fuera traída de los
pelos: “Este dijo: Destruid este templo...”
¡Qué triste! Ese tribunal religioso que debería hacer justicia, salvar al
justo... hace todo lo increíble para condenar a Jesús al tres veces Santo y
Justo. ¡Qué grave pecado el de los Sumos Sacerdotes! Pecado de asesinato,
deicidio; pecado de mentira, de calumnia, de falso testimonio. Pecado de
injusticia, de envidia, de rabia, de burla, de falta de caridad, de blasfemia...
toda la furia del infierno desatada en este tribunal religioso donde
supuestamente se debería defender a Dios y sus derechos.
Dios pisoteado... calumniado... atropellado... injuriado. Triste. Triste. Pero
así fue.
¿Quién le defendía?
II. El juicio no avanzaba, pues no encontraba un verdadero acuerdo entre los
testigos. Y eso que habían pasado varios, comprados... ¡Y ni aún así!
Y Jesús callaba. ¿Cómo va a hablar con estos impostores, con estos mentirosos,
con estos hipócritas? No quiso desperdiciar el tesoro de sus palabras, pues
caerían en saco roto, en corazón empedernido, en mente torcida. No quiso
hablar... No quiso lanzar sus perlas a los cerdos, pues las pisotearán y las
destruirán.
Jesús callaba. El silencio de Jesús debió crear un clima entre algunos de los
miembros del Sanedrín allí presentes:
-“¿Seguro que este hombre es un malhechor, un alborotador, un pervertido?
Miremos a Caifás, el Sumo Sacerdote, nervioso y preguntando a Jesús: “¿No
respondes nada a lo que éstos atestiguan contra ti?”
Jesús callaba. ¡Sagrado silencio de Jesús! Impresiona esta figura callada del
Señor a lo largo de la Pasión.
Jesús no hablará nada ante Herodes y apenas lo hará ante Pilato. Mudo ante
Barrabas, ante esos soldados excitados que le flagelan, se burlan de él.
¡Qué verdad tenía Isaías al profetizar: “como manso cordero, llevado al
matadero; no abrió la boca”!.
Jesús viene a redimirnos no con palabras, palabras, palabras... sino con obras,
hechos con amor y en silencio. Aprendamos de Jesús a callar, a no perder la paz
y la serenidad.
¡Cuantas pequeñeces nos sacan de quicio! ¡Cuántos malos ratos que hubiéramos
podido evitar con un poco más de paciencia y mortificación interior! Hagamos el
propósito de no quejarnos y de ofrecer las pequeñas humillaciones de la
convivencia ordinaria. Así imitamos el silencio magistral de Jesús.
III. Al ver que Jesús no habla ¿qué hizo Caifás?
Ya sabemos cómo era Caifás. Ante el milagro que hizo Jesús de Lázaro muerto y
revivido, se corrió la voz. Y fue Caifás el que dijo: “Vosotros no sabéis nada,
ni reflexionáis que os interesa que muera un solo hombre por el pueblo y no que
muera toda la nación”.
Ese era Caifás, un hombre orgulloso, expeditivo, frontal, tajante, práctico,
seguro de sí mismo. Un hombre más político que ético; le interesaba la religión
del “interés”, dispuesto a practicarla, aunque tuviera que pasar por encima de
la muerte, mientras le proporcionara tajada.
Este era Caifás: un juez que pronunció la sentencia, mucho antes de que el
juicio comenzara.
Y ahora, arrogante, se levanta y le pregunta: “¿No oyes todas las cosas que
dicen los testigos de ti?”.
Jesús callaba. Su silencio echaba en cara todas las sartas de mentiras que
dijeron. Caifás se puso nervioso. No quiso quedar en ridículo. Y como no dio
resultado el testimonio de los testigos, se sale de la ley preguntando: “Si tú
eres el Mesías, dínoslo de una vez”.
IV. Ahora sí hablo Jesús. Él es su propio testigo. Testigo sereno, sin
aspavientos, sin dramatizaciones.
Jesús sigue dominando la situación: ¿Para qué queréis que os lo diga? Si os lo
dijera, no me creeréis: si os preguntare, no me contestaréis. Jesús sabe que no
es la verdad lo que Caifás busca.
Jesús prosigue: “El Hijo del hombre estará sentado desde ahora a la diestra del
poder de Dios”.
Caifás está nervioso. No quiere frases profundas. Quiere una confesión tajante.
Por eso, le vuelve a formular de nuevo la pregunta, con energía y sin dejar
posibilidad de escapatoria: “Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú
eres el Mesías, el Hijo del Bendito”.
El momento es solemne.
Si Jesús dice que sí, es un blasfemo, porque siendo hombre, se hace Dios. Y esto
es motivo de condena.
Jesús, aun sabiendo lo que le iba a venir encima, juró en nombre de Dios vivo:
“Tú lo has dicho”.
Y comienza en la sala el asombro y el escándalo. ¿Cómo puede este pobre hombre,
sucio, hundido, maniatado, atreverse a decir que es el Hijo de Dios?
Y prosigue Jesús: “Y yo os aseguro que veréis al Hijo del Hombre sentado a la
diestra del poder y viniendo sobre las nubes del cielo”.
Estallaron en gritos. Y Caifás acude al gesto que mejor expresaba el escándalo:
se llevó las manos al cuello y desgarró de arriba abajo sus túnicas.
Y al gesto acompaña el grito: “Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de
testigos? Todos vosotros acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?”.
V. Condenan a Jesús por hacerse Hijo de Dios. No tanto por hacerse
Mesías, el Libertador. Este asunto lo debía despachar Pilato, no el Sanedrin
Estos Sumos Sacerdotes no aceptaban que Dios saliera de sí mismo y viniera a
este mundo en forma humana. Ellos seguían aferrados a ese Dios demasiado
trascendente y lejano. No podrían concebir a un Dios cercano al hombre, con voz
humana, con gestos humanos, con rostro humano.
Un Dios que busca la oveja perdida, el pecador arrepentido... simplemente no
cabía en sus casillas.
Todos chillaron: “Reo es de muerte” No era necesaria la votación nominal.
VI. ¿Qué tenemos que evitar de Caifás?
Su religión estaba al servicio de su poder y prestigio. La religión no le hizo
humilde servidor, sino motivo de soberbia y egolatría. Usó a Dios para sus fines
egoístas.
Evitemos en nuestra vida el convertir la religión en escalafón para nuestras
ambiciones terrenales y para nuestros egoísmos.
VII. ¿Qué tenemos que imitar de Jesús ante Caifás?
El silencio, ante la humillación.
La sinceridad, aunque nos cueste la vida.
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Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 5: Pilato
Ya los sumos sacerdotes decidieron la muerte de Jesús, el asesinato del hombre
más justo de la historia.
Ahora se encaminan al palacio del gobernador Pilato para sacarle la ejecución,
dado que sólo el poder civil podría dar muerte a alguien. Estaban seguros de
lograrla, porque sabían que Pilato era débil.
Le llevaron con el punto más fuerte: “Jesús se dice el Mesías”. Para un romano,
esa palabra oía a revolución inminente.
Y se lo llevaron tempranito, antes de que el tribuno Pilato comenzase las
audiencias habituales.
Pero mientras se hacía completamente de día, Jesús esperó.
Serían entre las 6 y las 8 de la mañana cuando llegaron ante Pilato. Hicieron
bajar a Pilato de su cómodo asiento y estancia, porque los sumos sacerdotes
judíos no podrían subir para no con contaminarse, dado que era la casa de un
pagano. ¡Qué hipocresía! No querían contaminarse para poder conocer la Pascua,
y, sin embargo, tenían el corazón pervertido, contaminado de odio, malquerencia
y el deseo de matar a un inocente
I. ¿QUIÉN ES ESTE PILATO?
Nos encontramos ante una de las figuras más enigmáticas de la historia, un
personaje con tantos con tantos rostros.
Era el quinto procurador romano, que dirigió Palestina, desde que Roma se adueñó
de estas tierras.
Es una persona con doble personalidad. Por una parte muestra un enorme
desinterés y casi un fastidio de verse mezclado en un asunto que no le interesa
y que considera una querella intestina con el seno de un pueblo -el judío- al
que desprecia. Por otro lado -y aquí está la otra personalidad- parece gustarle
el tener la ocasión de mostrarse superior a sus enemigos, los sacerdotes judíos.
Le agrada el que tengan que acudir a él, humillarse, y parece paladear el placer
de retrasar su respuesta a lo que le piden.
Al exterior, como buen político, parece frío e indiferente: por eso, pregunta,
inquiere, da la impresión de estarse haciendo el interesante. Podía haberse
limitado, sin más, a confirmar la sentencia del Sanedrín, pero prefiere comenzar
de nuevo el juicio desde el principio: ¿qué acusación traéis contra este hombre?
Los sacerdotes judíos esperaban que se limitara a firmar, sin hacer más
historias.
Pero Pilato es astuto: “Si, os molesta a nosotros, juzgadle según nuestra ley”.
Este Jesús no me ha alborotado el país, es pacífico, no tengo quejas de mis
policías. ¡Un punto a favor de Pilato!
Los Sumos Sacerdotes judíos tienen muy claro su objetivo: dar muerte a Jesús
desembarazarse de Jesús. Por eso lanzan acusaciones –ya no tanto religiosas
(¿qué le interesaban a Pilato?) sino políticas y sociales: “Lo hemos hallado
amotinando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César y diciendo qué él
es el Mesías rey”. ¡Parte mentira y parte verdad!
Los argumentos están bien elegidos para impresionar al gobernador Pilato.
Pilato es astuto e investiga a fondo y pide al reo.
II. SE ENCUENTRA PILATO CON JESÚS
A solas sin esa jauría de acusadores.
Comienza Pilato con una pregunta: “¿Tú eres el rey de los judíos?”.
Jesús declara que su realeza trasciende las instituciones humanas. No viene a
hacer competencia al César. Su reino no es de este mundo.
Ya se daba cuenta Pilato de que Jesús era un rey distinto.
Viene sin hombres, sin gloria, sin vestimenta fina... sin escolta... deshecho.
No cede al entusiasmo de las multitudes.
No se deshace en elogios de Roma, para ganarse puntos.
Sí, Jesús es Rey. ¡Pero muy distinto a los reyes de aquí abajo! Su trono fue
primero un pesebre en Belén... y después una cruz.
De esta primera entrevista con Jesús, Pilato sacó esta conclusión: este hombre
es inocente, no encontró en él ninguna culpa.
Le dejó sólo y salió para decir, a los judíos “yo no encuentro nada”
Los judíos seguían incitando a Jesús contra Pilato. Pilato vuelve a entrar y le
pregunta “¿no dices nada?”.
Jesús guardaba silencio. Este silencio le confirmó aún más en la inocencia del
acusado.
Salió el gobernador otra vez y comprobó la diferencia entre la serenidad del reo
y la exaltación y falta de ponderación de quienes pedían su muerte.
Pilato estaba plenamente convencido de la inocencia de Jesús; y así lo manifestó
por tercera vez: “No encuentro en Él ningún delito”.
En el comienzo del juicio estaban claramente a su favor. Después, por cobardía,
irá cediendo terreno, hasta encontrarse completamente perdido.
El Señor será finalmente condenado por un hombre cobarde, que no quiso
enemistarse con Roma, para no perder el puesto de gobernador.
Pilato si hubiese querido, podría haber encontrado abundantes testigos que
habrían probado la inocencia de Jesús.
Aquel ciego.
Aquel paralítico.
A la chica resucitada... Todos los de Naín.
Todos los que fueron testigos de la multiplicación de los panes.
Pero Pilato no estaba preocupado por la verdad y la justicia; quería salir del
enredo. Estaba ya harto. Además, no quería perder puntos ante Roma.
III. ¿QUÉ DEBEMOS APRENDER DE PILATO?
1° Pilato fue cobarde. No debemos ser cobardes, como Pilato. Tendremos muchas
ocasiones en la vida para ser valientes y no dejarnos llevar por “el qué dirán”.
Hay que pedir a Dios la valentía de los primeros seguidores de Jesús que
eligieron dar la vida por Jesús, antes que traicionarle, herirle, fallarle.
2° Pilato no supo aceptar la verdad. Para él la realeza no es verdad, sino
poder.
Que nosotros seamos amigos de la verdad, busquemos y defendamos la verdad por
encima de todo...
Pero Pilato quiso darse un respiro y mandó al reo, al enterarse de que era
galileo, al palacio de Herodes, rey de Idumea del sur de Judea, pero que mandaba
en la Galilea, al norte. Por ese entonces Herodes estaba haciendo una visita a
Jerusalén.
06
Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 6: Herodes
Vamos al palacio de Herodes, el zorro.
¿Cómo estaría Jesús? Cansado físicamente, psicológicamente deshecho.
Parecía un juguete que se iban pasando de mano en mano.
Herodes había oído hablar de Jesús. Pero como siempre vivía en su palacio,
cómodo, entre desenfrenos y orgías, nunca vio a Jesús por los caminos.
Hagamos el retrato de Herodes.
I. Estaba ansioso de oír a Jesús
Pero era sólo curiosidad; pues era un hombre supersticioso, sensual,
frívolo. Pretendió servirse de Jesús como diversión de la fiesta.
Quiso sacarle algunos números de magia milagrera, le hizo mil preguntas.
Preguntas para satisfacer a su corte ansiosa de novedades, que rompieran
la monotonía de sus desenfrenos y aburrimientos.
Pero Jesús no le respondía nada ¡Qué contraste entre la verbosidad de
Herodes y el silencio de Jesús!
Jesús ha hablado:
- Con maestros de Israel, como Nicodemo.
- Con escribas y fariseos.
- Con el mismo Pilato.
- Con el ciego que pedía limosna.
- Con la mujer samaritana.
- Con pobres y potestades.
No rechazó nunca a nadie. Buscó el diálogo con las gentes. A todos les
hablaba en su lenguaje.
Pero a Herodes no le habló. Jesús no venía con sus milagros a divertir,
sino a salvar.
Él, que era La Palabra y estaba sediento de conversar con los hombres,
calla; ¿Por qué? ¿Es que no me oyen?
¡Dios no habla, cuando es tratado como una cosa más!
Señor, yo sé que no hay mejor interlocutor que Tú; nadie nos ha escuchado
con tanta atención que Tú; nadie nos ha tomado tan en serio que Tú. Tus
palabras son las más enriquecedoras, acertadas, alentadoras. Una sola
palabra tuya, Señor, sana, aquieta, consuela, purifica, orienta. El
diálogo contigo siempre enriquece y llena de paz.
Pero a Herodes no le dirigiste ni una sola palabra. No quisiste
desperdiciar ni una de tus sagradas palabras con ese pobre hombre Herodes,
que no tenía fondo, ni valores humanos, ni éticos, ni religiosos. Sólo
vivía para sus placeres y fiestas.
A un metro de Jesús... y no sabía a quién tenía adelante. ¡Qué lastima!
II. ¿Qué debemos evitar de Herodes?
Herodes tenía un alma hueca, llena sólo de diversiones, de juergas, de
orgías. Cuidar nuestras diversiones y fiestas, no sea que nos vaciemos
tanto que después el Señor, ni siquiera se digne dirigirnos una sola
palabra como le pasó a Herodes.
Tratemos con más respeto a Jesús en la Iglesia, en la misa, con el
silencio, la atención, la concentración.
Aprovechemos el Sagrario para intimar con Jesús y hablarle de nuestras
cosas íntimas y profundas, hasta hacerle a Jesús el amigo íntimo de
nuestra alma.
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Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 7: Barrabás
Herodes, enfurecido porque Jesús no le hizo caso, no le divirtió... le manda a
Pilato de nuevo, pero con una capa blanca, como indicando que allá va un loco.
¿Quién será el verdadero loco?
Y se encontró de nuevo Jesús con Pilato. La primera cosa que hizo Pilato en esta
segunda entrevista con Jesús fue reconocer la inocencia de Jesús, pero de esta
manera: “Así que, después de castigarle, lo soltaré”. ¿Por qué lo va a castiga,
si es inocente Jesús?
Además el castigo no era una pena leve, sino la terrible flagelación:
Le desnudaron.
Le azotaron Su Sacratísimo Cuerpo... hasta dejarlo lleno de cicatrices,
ensangrentado.
Pilato pensaba que con este escarmiento esos judíos y sumos sacerdotes se
quedarían conformes. ¡Qué va! Ellos querían a toda costa la muerte de Cristo, y
esta muerte en la cruz, que era el suplicio más horrible e infamante en ese
entonces.
Pilato seguía inventando nuevas maneras de soltar a Jesús. Se acordó, que cada
año, por la Pascua, soltaba un preso, el que pedían, para demostrar benevolencia
y clemencia. Pensó Pilato que el pueblo votaría a Jesús. Pero los sumos
sacerdotes ya habían hecho su campaña para que no votaran a Jesús, sino al otro,
a Barrabás.
No creamos que fue una muestra de amor de Pilato. No. Era, más bien, una forma
mezquina de dejar en libertad a un inocente. No le liberaba en razón de la
justicia, sino por el privilegio de la Pascua. El hecho mismo de compararle con
Barrabás, un bandolero, criminal, asesino, significaba una grave ofensa a Jesús.
Al oír Pilato que la gente pidió a Barrabás, se quedó helado. “¿Y qué haré con
Jesús llamado el Cristo?”.
¡Qué pregunta tan importante! Con esta pregunta Pilato abdicaba prácticamente de
su potestad de juez y se la regalaba a una multitud enloquecida.
Aquella turba había perdido todos los frenos, más de la mitad de esa turba era
partidaria de Barrabás, que estaban allí por el indulto pascual.
Se oyeron aquellas voces terribles que golpearon con tanta fuerza al alma del
Señor: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!
¿Por qué? -se preguntaba Pilato. Puro rencor, envidia. No había otras razones.
¡Es el pago de tanto amor, de tantos desvelos de Jesús para con los hombres! ¡No
le querían! ¡Le odiaban!
¡Jesús y Barrabás! El Señor, con la cabeza baja, codo a codo con el asesino. El
mismo Barrabás estaba admirado por haber sido preferido al dulce Maestro de
Galilea.
Crecía el tumulto, y Pilato tuvo miedo. Quiso quitarse de encima a esta turba
enfurecida.
Pero aún no quería ceder a la multitud y buscó una nueva componenda: se volvió a
los guardias que escoltaban a Jesús y les mandó que lo azotaran, al mismo tiempo
que daba órdenes de que soltaran a Barrabás.
Pilato fue cediendo poco a poco. No fue él quien mandaba... le mandaron los
demás ¡Cuántas veces nos pasa a nosotros que no somos nosotros los que mandamos
en nuestra vida, nuestra inteligencia y voluntad, lo más noble que tenemos, sino
la peor parte de nosotras: nuestras pasiones, miedos!
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Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 8: Los soldados de Pilato
Pilato mandó flagelar a Jesús con el fin de mover a compasión a la turba en un
último intento de liberarlo de la muerte. Era tan brutal este castigo que estaba
prohibido por ley aplicarlo a los ciudadanos romanos. Los judíos no daban más de
40 golpes. Pero Jesús fue azotado por romanos o mercenarios, y éstos no tenían
límites. Dependía de la resistencia de los verdugos.
Utilizaban el flagellum de correas, que solía tener en sus extremos huesos o
bolas de plomo, e incluso puntas de hierro, que se clavaban en las carnes del
azotado.
El reo era atado por las muñecas a una columna baja, quedando el pecho apoyado
sobre la parte superior y las espaldas desnudas para recibir los golpes, que
alcanzaban hasta el vientre y el pecho, y aun el rostro. A veces la flagelación
causaba la muerte del desgraciado.
En la Sábana Santa se aprecia que las huellas de la flagelación de Jesús se
hallan distribuidas por todo el cuerpo, y no sólo por la espalda. Pueden
contarse hasta 90 golpes de flagelo.
Jesús quedó deshecho y temblando. Sentía la vergüenza de la desnudez. Su cuerpo
era el de un hombre. Su miedo el de un hombre. Su soledad, en medio de esa
jauría era soledad de un hombre. Sangraba por todas partes. El cabello, tal y
como se ve en las huellas de la Sábana Santa, está lleno de regueros de sangre,
unos finos y otros más gruesos. Toda la cabeza se halla repleta de pequeñas
heridas punzantes, causadas por la corona de espinas que cubría hasta lo más
alto del cuero cabelludo hiriendo todo él, desde la frente hasta la nuca. Los
regueros de sangre más gruesos, corresponden a las principales venas y arterias
cerebrales, de la frente y la sien.
Él había dicho: “amad a los que os odian”. Silbó el cuero del látigo en el aire.
“Haced el bien a los que os maldicen... ofreced la mejilla izquierda a quienes
os abofeteen en la derecha”.
Después de la flagelación, vinieron las burlas; le escupían, le ponen en la mano
una caña... le quitaban la caña, le golpeaban la cabeza... le daban bofeteadas.
Le humillaron como a un tonto que no se defendía.
El más hermoso de los hijos de los hombres perdió su belleza, hecho un gusano.
Cuando estemos mal, o suframos, tengamos a este Jesús sufriente como compañía.
Él nos mirará con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas y
olvidará sus propios dolores para consolar los nuestros.
Rápido nuestra alma recuperará la paz y la serenidad, y encontraremos fuerzas
para seguir adelante.
La gente esperaba fuera. Entonces salió Pilato y les mostró a Jesús. Apenas se
tenía un pie. Estaba desfigurado, encogido por los golpes, el rostro con la
saliva de los soldados y lleno de cardenales por las bofeteadas y los palos.
Llevaba un manto de púrpura y la corona de espinas.
Y les dijo Pilato: “Ahí tenéis al hombre, el hombre peligroso que decís
vosotros. ¿Qué daño puede hacer?”.
Nada más verlo los sumos pontífices comenzaron a gritar con gran violencia:
¡Crucifícalo, crucifícalo!
Pilato les respondió: Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues yo no encuentro
culpa en él. El procurador se ha venido abajo por completo. No esperaba esta
reacción de la multitud.
En medio de la confesión, los judíos sacan a relucir el verdadero motivo por el
que le había condenado el Sanedrín: decía ser el Hijo de Dios, el Mesías
esperado.
Pilato se lavó las manos y dijo: “Soy inocente de esta sangre”. Sus manos
inocentes, pero su boca condenó a Jesús. Su cooperación en la muerte de Cristo
fue cooperación formal... la material se la dejó a sus soldados.
¡Jesús condenado a muerte!
Jesús deseaba esta hora... para esto había venido. Va a la muerte con toda
lucidez. Por encima de sus dolores físicos y morales desea cumplir la voluntad
de su Padre y así rescatar a los hombres del pecado.
Obedeció a su Padre hasta dar la vida en la Cruz.
Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 9: Camino al Calvario
I. El PESO DE LA CRUZ
Con la cruz a cuestas, este Cordero inocente, va camino al degüello.
Llevaba el palo transversal de la cruz, atado por detrás sobre los omoplatos.
Este peso y esta posición, con los brazos sujetos al palo, hacían bascular
terriblemente a Jesús cuando andaba. En esta postura le resultaba difícil
mantener el equilibrio, con lo que caía con frecuencia al suelo, siempre de cara
y sin poder protegerse con las manos, parando el golpe con la nariz y el rostro.
En la Sábana Santa se descubrieron unas grandes contenciones y cardenales, y
unos arañazos largos y profundos en la zona alta de la espalda, por culpa de ese
palo transversal. ¡Por si hubiera sido poco la flagelación, los azotes!
Muchos le miraban con pena y desconcierto; para otros, el cortejo de aquel
condenado a muerte, tenía un cierto aire festivo.
A muchos los conocía. Eran hombres y mujeres a quienes había hecho algún
milagro, algún favor, algún beneficio. ¡Qué ingratos somos los hombres! ¡Qué
rápidamente nos olvidamos de quienes nos han hecho algún bien!
¡Qué dolor para Jesús! Al peso de la cruz se une el peso de la ingratitud, del
desprecio, de la humillación. Y todo esto le hace caer varias veces.
De nosotros esperaba compasión, ayuda, solidaridad... y sólo recibió desprecio,
desinterés y ofensas.
Pero durante este trayecto penoso y terrible, encontró el alivio, el consuelo de
su madre, de Juan, de Simón de Cirene, y de unas buenas mujeres.
II. EL ENCUENTRO CON SU MADRE
Quedó sobrecogida por el estado en que se encontraba su Hijo. Al principio casi
no lo reconoció... por las caídas, los golpes, la falta de aliento y de agua.
El dolor de María alcanzó la cima en la Pasión, donde participó de modo singular
de la Redención llevada a cabo por su Hijo.
¿Qué se dijeron María y Jesús? Se miraron. Quizá intercambiaron alguna palabra.
Su madre animó a su Hijo para que siguiera adelante en el camino de la cruz.
Cada corazón, el de María y el de Jesús, vierte en el otro su propio dolor. El
de ambos estaba lleno de amargura, de pena, de dolor.
“¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable
a mi dolor!”.
María contempla la soledad de su Hijo. Casi todos le han abandonado. Y le
consuela a su Hijo. ¡Qué dulce consuelo! ¡Cómo alivió a Jesús este encuentro con
su madre!
¡Jesús esperaba y deseaba este encuentro! ¡Cuántos recuerdos de infancia! Belén,
Egipto, Nazaret... ahora la quiere aquí, en el Calvario.
Yo también la necesito a María es esos momentos de oscuridad, de noche, de
dificultad, de dolor. Cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así
tengo yo que clamar: ¡No me dejes, madre!
III. SIMEÓN DE CIRENE
Jesús estaba muy débil y se veía tropezar con frecuencia. Parecía que no iba a
llegar a la cima. Y quienes le habían condenado tenían mucho interés en que
llegase con vida hasta la cruz. Querían un hombre crucificado, no un cadáver
para enterrar.
Por eso, a uno que pasaba le obligan a llevar el travesaño. Le obligan, porque
no hubo nadie con entrañas.
¿Dónde estaban los apóstoles para echarle una mano? Nadie se presentó.
Jesús sintió alivio físico, con la ayuda del Cireneo . Le agradeció con una
mirada, con un gesto. Primero, la llevó con enojo y fatiga... y poco a poco, su
ira se derretía ante los ojos mansos y serenos de aquel hombre que, nada tenía
que ver con los condenados corrientes. Primero, enojo. Después piedad, y
finalmente amor.
Simón nunca llegó a imaginar que aquel sería el día más grande de su vida.
¡Ayudó al Hijo de Dios en su camino hacía la cruz! Podemos pensar que
participaría en el descendimiento y estaría cerca de María.
Yo también puedo ser Cireneo de Jesús, ayudando a quién lleva una cruz más
grande que la mía.
IV. LAS SANTAS MUJERES
“Lloraron y se lamentaban por él”. Más no podían hacer. No tenían ni voz ni
voto.
Jesús se despreocupa de su dolor, y las consuela. Siempre olvidado de sí mismo y
volcado a los demás. ¡Cuánto nos cuesta a nosotros esto! Nuestro dolor nos hunde
y nos cierra a los demás.
La tradición nos habla de la Verónica. ¡Otro consuelo para Jesús! Cada vez que
yo enjugo el rostro de algún hermano necesitado, se lo hago a Jesús y en mi alma
queda estampada la figura de Cristo.
V. EL BUEN LADRÓN
Cuánta verdad se esconde detrás de las palabras: “He venido a buscar a los
pecadores”. No desaprovechó ni un minuto de su vida para abrir su corazón al
pecador.
Ahora, ya en la cruz, se encuentra con dos ladrones. O mejor, estos ladrones
tienen la suerte de encontrarse con Jesús ahí, en el Calvario.
Nadie que se acerque a Jesús queda indiferente: o le acepta y le ama, o le odia
y le desprecia. No hay término medio.
Uno de ellos, es mal ladrón, se une a los insultos de todos, con blasfemias. No
dejó que Cristo tocase la profundidad de su alma. No se abrió a Jesús y a su
cruz salvadora, sanadora, purificadora. Se cerró. El otro, el buen ladrón, se
abrió a Jesús.
En primer lugar le llama el ladrón le llama con el dulce nombre de Jesús. ¡Qué
familiar le resulta Jesús! Sin duda que había oído hablar de él. ¿Quién no había
oído hablar de Jesús en ese tiempo? ¿Y también en este tiempo?
En segundo lugar, le pide al menos un recuerdo en el Reino: “Acuérdate de mí,
cuando llegues a tu Reino”. Quiere decir que es un judío creyente, que había
tenido un proceso de conversión progresivo, que culminaba ahora aquí junto a la
Cruz de Cristo, junto a Cristo en la cruz. El dolor y el encuentro con Cristo
Crucificado le había empujado a la conversión moral y religiosa. Para
convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha
bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.
Estas palabras del ladrón fueron un gran consuelo para Jesús. Y realmente este
ladrón robó un pedazo de cielo y el corazón de Jesús. Sus palabras fueron para
Jesús una bocanada de oxígeno en aquella tarde cerrada a todo consuelo.
Y Jesús no sólo le promete un recuerdo, sino que le da el don de los dones: el
cielo: “Hoy estarás conmigo...” ¡Qué misericordia la de Jesús!
Un ladrón arrepentido fue el primer santo canonizado por el mismo Jesús. ¡Qué
bien aprovechó este hombre su última oportunidad!
El fruto y el premio a nuestros sufrimientos, si los unimos a Jesús, es el
cielo. Y el cielo es estar con Jesús, disfrutando de su presencia suave, tierna
y llena de amor. ¡EL cielo es un premio!
VI. EL CENTURIÓN
Jesús acaba de morir, después de una terrible agonía. Y ocurren fenómenos
extraordinarios: las tinieblas cubren hasta la hora nona, el velo del templo se
rasgó en dos partes, la tierra tembló y las piedras se partieron. Todo esto
revela la magnitud de la muerte de Jesús. Dice san Jerónimo que las tinieblas
expresan el luto del universo por su Creador, la protesta de la naturaleza
contra la muerte injusta de su Señor.
El velo que se rasga significa que concluyó la antigua ley.
Las multitudes, al ver todo esto, se llenaron de temor. Tomaron conciencia de
que algo muy grande había sucedido. Muchos se volvían a la ciudad golpeándose en
el pecho.
El centurión, romano, que había ejecutado la sentencia se llenó de un santo
temor que hizo una hermosa confesión: “Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios”.
Fue un santo temor lo que le llevó a la fe, o al menos, a los inicios de la fe.
También algo muy grande había sucedido en su alma: un terremoto, el velo cayó...
y se abrió el cielo en su corazón.
El centurión es uno de los primeros frutos de la muerte de Cristo en aquellos
mismos que le habían crucificado.
¡Qué duda cabe que se bautizaría y sería un cristiano que guardó como un tesoro
las pertenencias de Jesús que le habían tocado en suerte en el reparto!
¡Cuántos hombres necesitan como este centurión un terremoto en el alma, como un
aviso, para que crean en Jesús!
¡Cuántos tenemos el alma dura como piedra, y necesitamos este terremoto que
rompa nuestra piedra!
Necesitamos ese santo temor, que nos haga comprender la gravedad de nuestro
pecado, como ofensa a Dios nuestro Señor, y la posibilidad real que tenemos de
perder a Dios eternamente, si no cambiamos de vida.
Y al santo temor hay que añadir el amor.
El amor nos hará apresurar los pasos hacía Dios, y el santo temor nos hará ir
mirando adónde ponemos los pies para no caer.
VII. JOSÉ DE ARIMATEA Y NICODEMO
Dos hombres ricos. Fariseos cumplidores de la ley. Abiertos a la verdad. Pero
miedosos. Les comía el respeto humano.
Se dieron cuenta de que el juicio de Jesús tenía cariz injusto... y no movieron
prácticamente un dedo. Tal vez, alguna frase para ablandar al tribunal, pero
nada eficaz. Tenían miedo.
En vida, nada por Jesús.
Y una vez muerto, se desviven por Jesús.
La regala José su jardín y un sepulcro.
Y Nicodemo le trae aromas y su dolor y pena.
Son prototipos de los cristianos cobardes, que temen el que dirán, que aman más
su fama y su pellejo que a Jesús, que ciertamente no arriesgan nada por Jesús.
Ciertamente José no había dado el consentimiento a la sentencia del Sanedrín. Es
verdad. Pero tampoco hizo nada eficaz para salvar a Jesús. ¿Por qué ahora tanta
diligencia para ofrecer su jardín, un sepulcro nuevo, un lienzo sin estrenar?
Nicodemo lo mismo: llevó mirra y áloe en abundancia. ¡33 Kilos! Un gesto de
piedad. Está bien. Pero, ¿y en vida?
Tal vez la muerte de Jesús le fue abriendo a la fe. Y después fueron discípulos
audaces de Cristo.
10
Personajes de la Pasión
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Capítulo 10: Personajes de la Pasión: Conclusión
El sufrimiento y la Pasión de Cristo no han terminado.
Cada vez que pecamos conscientemente estamos renovando la Pasión de Cristo, su
Getsemaní y su Calvario, la flagelación y la coronación de espinas, los golpes y
los insultos.
¿Cuándo dejará Cristo de sufrir? Cuando nos decidamos a serle fieles, cueste lo
que cueste. Cuando nos decidamos a ser santos, santos de verdad, en nuestro día
a día, y en el cumplimiento de nuestros deberes de estado, y en la fidelidad a
los mandamientos de Dios.
Cristo tiene corazón y por eso sufre cada una de nuestras ingratitudes y
desprecios. Y no hay derecho. Él es el Amigo incondicional, el Salvador de
todos. Nunca nos ha ofendido en nada. ¿Por qué vamos a herirle nosotros?
Recuerda lo que le dijo Jesús a santa Margarita María de Alacoque: “Mira este
Corazón que tanto ha amado a los hombres y no recibe de ellos sino ingratitudes
y desprecios; al menos tú, ámame”.
Te lo dice a ti y a mí: “Al menos tú, ámame”.
Cristo quiere amigos que le amen, que le echen una mano en la gran empresa de la
redención de la humanidad. ¿Serás tú uno de ellos? ¿O quieres ser uno de tantos
que le clavan espinas en su noble cabeza, le escupen su cara sacrosanta, se ríen
de Él villanamente, le azotan cruelmente su bendito cuerpo, y pisotean su sangre
purificadora?
No te desalientes si hasta ahora no has sido un amigo fiel de Cristo. Puedes
serlo desde hoy, si quieres.
Acércate a Cristo, pídele perdón desde lo más hondo de tu corazón, y proponle
seguirle, amarle, defenderle y hablar de Él por todas partes.
Sé tú consuelo para Cristo. Enjúgale su rostro con tu vida fervorosa. Dile que
prefieres morir antes que ofenderle gravemente.
Entonces, sí puedes llamarte auténtico amigo de Cristo, el Hijo de Dios vivo.