¿Para qué me sirve ser cristiano?
Autor: Eduardo María Volpacchio
¿Alguna vez te ha parecido que no ganás nada con serlo? Es importante saber qué nos ofrece la vida cristiana, para no crearse falsas espectativas y para ir tras lo que sí nos garantiza.
Es frecuente que en momentos de cansancio, frustración o desconsuelo cruce por
la cabeza una pregunta punzante: “Pero entonces, ¿para qué me sirve ser
cristiano?”
Se puede plantear con tonos muy distintos: rebelde, desafiante, desanimado o
dolorido. Puede ser una mera queja, una búsqueda de respuesta, un planteo de
fondo o la declaración enojada de que no sirve para nada
De tono en que se haga y de la respuesta que se le dé, dependerá en muchos
casos, qué tipo de cristiano se sea -santo, tibio o frío- o que se deje de serlo
del todo
Desde una perspectiva quizá utilitarista y desafiante, equivale a la pregunta
sobre el sentido de ser cristiano.
Hay otras preguntas equivalentes. Por ejempl o: ¿para qué me sirve creer en Dios
(o amarlo, o rezar)? ¿qué gano con ir a Misa (o si me confieso, casarme por la
Iglesia)? Y un largo etcétera de otras similares a las que queremos analizar y
responder en este artículo. Preguntas planteadas en términos del interés,
conveniencia o beneficios que me produciría ser o vivir como cristiano. Y que
justificaría el serlo, de manera que sería cristiano precisamente para conseguir
esas ventajas. Y tendría que dejar de serlo si se demostrara que “no funciona”
porque no reporta los beneficios que cabría esperar de él.
Una pregunta importante, que va a la raíz de la
propia identidad cristiana: ¿para qué soy cristiano? ¿Qué espero del
cristianismo? ¿Qué me ofrece?
Una primera respuesta rápida:
Cara a esta vida, y en clave materialista, posiblemente ser cristiano sirva de
poco.
Nosotros esperamos otra cosa mucho más grande: la felicidad perfecta en la vida
eterna.
Ser cristiano, en principio, no nos proporciona más salud, ni más dinero, ni
mejor carácter, ni se nos garantiza el éxito profesional o deportivo o familiar
Obviamente vivir como Dios nos pide -precisamente porque responde a las
exigencias de la naturaleza humana- nos hará mucho bien. Pero no radica en esos
bienes la razón del ser cristiano.
El asunto del fin último
Quien busca, por encima de todo, como objetivo de su vida, cuestiones que
ocurrirán antes de su muerte (ser valorados, triunfar profesionalmente, ganar
plata, pasarla bien, disfrutar de bienestar o cualquier otra cosa del estilo)
posiblemente encontrará en el cristianismo un peso; y fácilmente lo considerará
como un obstáculo para sus objetivos (porque nos “saca” tiempo, exige ser
generosos, honestos, sinceros).
Pero los cristianos (si hemos entendido bien qué es el cristianismo) no somos
cristianos con expectativas solamente terrenales; es decir, para conseguir
beneficios materiales o simplemente temporales.
Con San Pablo estamos convencidos que “si sólo para esta vida tenemos puesta la
esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor
14,19). Es decir, que seríamos muy tontos si fuéramos cristianos primariamente
con la esperanza de ventajas para aquí abajo.
Promesa de vida eterna.
Las cosas claras de entrada. Cristo no es un Mesías temporal: promete la vida
eterna.
Esta es la razón que impidió a los fariseos reconocerlo y aceptarlo. A los
Apóstoles les costó mucho desprenderse de esta visión tempor alista del Reino.
En su amor a Jesús se mezclaban las mejores intenciones con ambiciones
terrenales imbuidas de egoísmo (¡esas discusiones sobre quién sería el mayor
cuando por fin se instaurara el Reino!).
El cristianismo es una gran promesa: pero no una promesa chiquitita sino una
promesa divina: de plenitud, de gloria, de unión con Dios, de divinización en la
participación de la misma vida divina. Una promesa
que trasciende absolutamente esta vida.
Jesús lo repite una y otra vez en el Evangelio: “la voluntad de mi Padre: que
todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el
último día” (Jn 6,40); “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna;
y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54); “Quien cree en el Hijo tiene
vida eterna” (Jn 3,36).
El camino no es fácil: la senda es estrecha, la puerta angosta; hay que llevar
la cruz no de vez en cuando, sino cada día. Requiere entrega, es exigente pero
al fina l nos espera la gloria. Y estamos convencidos de que vale la pena. Bien
experimentado lo tenía San Pablo -quien sufrió mucho en su vida-: “considero que
los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha
de manifestar en nosotros” (Rom 8,18).
El Reino que Jesús predica es el Reino de los cielos. El mismo día de su muerte
Jesús tiene que aclararle a Pilato que su reino no es de este mundo (cfr. Jn 18,
36).
Aquí no hay engaño: no son ventajas temporales lo que se nos ofrece.
El cristiano no busca de Dios primariamente bienes temporales, de los que -para
empezar-hay que estar desprendidos para seguir a Cristo.
Esto resulta patente cuando los judíos admirados y felices por haber comido
gracias al milagro de la multiplicación de los panes lo buscan para hacerlo rey
(con un rey así ¡qué vida maravillosa nos podemos
dar!), Jesús desaparece y corrige su entusiasmo: “trabajad no por el alimento
que perece, sino por el qu e dura hasta la vida eterna” (Jn 6,27).
El mismo Jesús que cura algunos enfermos, nos dice “no temáis a los que matan el
cuerpo pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Lo corporal no es el principal
asunto. Los bienes temporales no deberían ocupar el primer sitio en nuestras
peticiones e intereses. Y cuando los pedimos y buscamos, lo hacemos
siempre subordinados a los bienes espirituales y eternos.
La eternidad llena de contenido esta vida
La vida del cristiano aquí en la tierra está tejida de sucesos temporales y
eternos. Nuestra vida transcurre en el tiempo, pero lo trasciende: se “mete” en
la eternidad. La esperanza de la vida eterna no pone la mirada en un futuro
lejano, sino que impregna la vida cotidiana. No es una huida de los problemas de
esta vida, refugiándose en un posible mundo futuro, en el que se encuentra un
relativo consuelo. No lleva a despreocuparse de las cosas de la tierra, sino que
nos ocupemos de ellas por un motivo más el evado.
Nos impulsa a la conquista de ese Reino que no es de este mundo, precisamente en
las vicisitudes de aquí abajo.
De manera que la vida terrenal necesita la referencia a la eterna. Sin ella se
quedaría vacía. Y la vida eterna se consigue con el compromiso en esta vida.
El Card. Ratzinger explicaba a un grupo de universitarios en España: “Si
perdemos completamente de vista lo eterno, entonces también lo intramundano
pierde su valor, porque se agota en ese breve período en el que vivimos. Por
tanto, también desde un punto de vista humano es necesario abrirse a la
eternidad y abrirse a Dios. Ahora bien, si a partir de ahí se descuida lo
terreno, entonces se ha entendido de forma equivocada a Dios y a la eternidad,
porque precisamente la fe en Dios y la fe en la eternidad lleva a reforzar la
responsabilidad por lo terreno, porque en cada momento de mi vida yo voy creando
eternidad
y si descuido ese devenir terreno, ese hacer eternidad en lo temporal, entro en
una contradicción conmigo mismo. Me parece que eso es lo que tenemos que
aprender: que sin la eternidad no se puede vivir porque el tiempo se queda
vacío, pero que sólo si ese saber de la eternidad llega a llenar plenamente este
tiempo, entonces eso adquiere sentido”
.
Es un ida y vuelta de referencias.
Hemos sido creados para amar, para alcanzar una plenitud a la que se llega por
la entrega de sí. Y en nuestra existencia se verifica la paradoja de que quien
busca egoístamente su felicidad no la encontrará
nunca.
¿Un cristianismo materialista?
Un cristianismo materialista -en el que se recurre a la religión sólo en busca
de beneficios temporales, incluyendo una vaga esperanza futura- no se sostiene.
José P. Manglano recoge un brillante diálogo de Guitton, que aquí sintetizo: -
Richelieu sufría muchos dolores de cabeza y rezaba a Dios que lo librara de
ellos.
- Supongamos, por un instante, que sólo rezara por ello. ¿Qué idea tendría de
Dios?
- Supongo que la de una aspirina celestial.
- Invente la aspirina y Richelieu dejará de rezar. Seguirá creyendo en Dios,
pero el suyo será un Dios ocioso, un Dios que está pero que no tiene ningún
papel en nuestra vida.
Este es el problema. Es lícito, muy bueno, conveniente y necesario acudir a Dios
para la solución de nuestros problemas terrenales -¡es nuestro Padre!-, pero si
sólo acudimos con intereses temporales antes
o después nuestra fe se encontrará en aprietos. Porque es ¡un planteo egoísta y
materialista!
Cuando fallan las expectativas
En nuestros días no es raro encontrar personas que se siente defraudadas por
Dios y por el cristianismo.
Quienes primariamente esperara beneficios temporales de la religión, es posible
que termine desencantado con Cristo.
En efecto, correríamos este peligro si viéramos la vida religiosa en términos de
una contraprestación con Dios: yo cum plo su voluntad, hago lo que El quiere,
voy a Misa, etc. A cambio, El escucha mis oraciones,
me protege del mal, me evita males temporales, hace algún milagrito de vez en
cuando para sacarme de apuros, etc. Cuando la vida transcurre sin sobresaltos,
todo va bien. Pero un problema grave se presenta
cuando Dios no “cumple” su parte (o mejor dicho la parte que a nuestro entender
debería cumplir) o cuando encuentro otra manera de resolver el problema.
En ese caso, uno podría acabar apartándose de Dios, víctima de la desilusión. Es
posible que sienta que Dios le ha fallado, que no ha cumplido con su parte. Y
entonces se sienta con derecho a abandonar la
suya: dejan de rezar, de ir a Misa, de vivir como cristianos, o incluso
abandonan su vocación.
Visitando enfermos en un hospital encontré una mujer que no practicaba la fe,
aunque, como ella misma se ocupó de señalar enseguida, la había vivido
intensamente con anterioridad. Le pregunté qué le había pasa do.
Su respuesta me dejó helado: “Dios me defraudó”. Y pasó a explicarme que ante
una serie de problemas serios había rezado intensamente; y que a pesar de sus
rezos no había pasado nada. Era como decirme: “¿qué quiere que haga? con un Dios
así no voy a ningún lado. No me sirve”.
Es duro que una persona se sienta decepcionada por Dios. Almas que lo dejan
porque sienten que Dios no estuvo a la altura de lo que se esperaba de El…
Son los que -frustrados por no conseguir lo que pedían- preguntan: “¿para qué
sirve rezar?, si muchos no rezan y les va muy bien”. O “¿para qué portarse bien,
qué te reporta?” Igual les sucede a quienes luchan espiritualmente con la
perspectiva de que Dios les hará felices. Cuando sienten que Dios no está
cumpliendo “su parte” del contrato implícito -porque sufren-, se desconciertan y
un terremoto
tira abajo su vida espiritual.
Para evitar equívocos habría que analizar bien qué esperamos de Dios.
Porque podría da rse que esperáramos cosas que Dios no ha prometido Pero en
realidad Dios no ha fallado. Lo que fallaron fueron las expectativas. Esperaron
mal. Secularizaron la virtud de la esperanza:
la “metieron” dentro de esta vida y la “redujeron” a asuntos temporales
(búsqueda de salud, un buen trabajo, dinero, aprobación de exámenes, éxito
profesional, familiar, etc.). Estaban equivocados. Tuvieron la mirada puesta en
Dios cara a bienes temporales (salud, trabajo, apuros económicos, etc.) que Dios
nunca había prometido, y se olvidaron de los eternos (a los que quizás esas
carencias hubieran contribuido). Y no llegaron a enterarse de cómo funciona la
lógica de Dios -única verdadera lógica-.
Las falsas expectativas conducen al desencanto y a la desilusión.
Por eso en realidad se trata de decepciones humanas.
Entonces, ¿para qué me sirve rezar?
Rezar siempre sirve. Principalmente para unirnos con Dios (principal fin de la
oración). Cuando pido algo no trato de “cambiar” la voluntad de Dios, de
convencerlo de que me haga caso, de que tengo razón Le
pido algo porque estoy convencido de que Dios quiere que le pida eso (¡es mi
Padre!). Lo pido porque es bueno, me alegrará la vida, me ayudará a servirlo
mejor, se lo puedo ofrecer: en dos palabras, entra
en sus planes de santidad. Y, al mismo tiempo, como sé que Dios me ama con
locura y no se equivoca, estaré contento cuando juzgue -precisamente porque me
escucha y me quiere- que lo mejor para mí es
no contar con lo que pido.
Alguno argumentará que para creer esto hace falta fe. Por supuesto que sí.
Con Dios todo es cuestión de fe: de creer y confiar en su inteligencia, bondad y
omnipotencia.
Dios escucha siempre. También cuando no entiendo, cuando no puedo escucharlo,
cuando me duele, incluso cuando me enojo. La fe incluye confianza: y esto le da
sentido al dolor, enseña a santificar la cruz.
Dios ama siempre, también cuando no m e da lo que le pido. Dios no se equivoca
nunca, tampoco cuando parece que “piensa” distinto que yo o no lo entiendo.
Obviamente uno de los temas claves de nuestra vida es descubrir el sentido de la
cruz. Tiene sentido, vale mucho. Debemos tratar de buscarlo y encontrarlo.
Si queremos saber qué es lo mejor, busquemos en el Evangelio y encontraremos qué
quiso para sí mismo y para las personas que más amó.
Dios no falla. No puede fallar: si es Dios, lo es de verdad.
Rezo porque amo a Dios. Porque sé que me ama y quiere lo mejor para mí.
Rezo confiado en su voluntad y en su amor. Sé que no me falla, tampoco cuando me
toca sufrir, tampoco cuando no me concede lo que le pido: porque entonces me
concede algo mucho más valioso cara a la vida eterna.
Rezo para unirme a El: lo busco porque quiero estar
con El, encontrar su ayuda, su consuelo, se amor, su paz, su ayuda para ser
mejor hijo suyo. Para ser capaz de darle lo mejor de mí mismo: es lo que me
reclama el amor.
¿Un cristianismo egoísta?
El error del asunto está al comienzo, en la raíz en el planteo.
¿Qué es el cristianismo? Una cuestión de amor.
¿Y para qué sirve amar? Amar es lo más importante en la vida, de lo que
dependerá la felicidad y plenitud de la propia vida. Pero, desde la pregunta
“¿para qué me sirve amar? ¿qué gano si amo?” nunca
conseguiremos amar de verdad.
Hemos de estar atentos porque no se puede amar con un planteo egoísta (y no hay
nadie exento de la tentación del egoísmo). No se puede amar buscando
primariamente qué me aporta ese amor.
Amar a Dios sobre todas las cosas. Ese es el fin. Pero si me planteo “¿para qué
me sirve Dios? ¿para qué quiero amarlo?” estamos comen zando mal el recorrido de
la fe y del amor. Estamos poniendo a Dios en
función de nuestros intereses. Pero Dios no es un sirviente de lujo. Y es
imposible crecer en el amor recorriendo el camino de la búsqueda del propio
beneficio egoistón.
Conclusión
No te hagas esta pregunta porque no tiene sentido. Y cuando se te cruce por la
cabeza, respondele con generosidad, rechazando los planteos mezquinos que
supone. Al mismo tiempo debés saber que ser cristiano sirve “demasiado” (¡es lo
único necesario!).
De hecho Dios y la vida eterna existen
El cristianismo no es una apuesta al futuro, como la de quien jugara a la
lotería a ver si el número le sale. No es un jugarse a ver qué pasa Hay algunos
“pequeños” detalles a tener en cuenta: Dios existe, nos
vamos a morir, nos encontraremos con El, que en su presencia sacaremos cuentas
de cómo hemos usado la vida que nos ha dado
Vivir como si Dios no existiera es fatal sencillame nte porque es una suposición
demasiado falsa: no hay ninguna posibilidad de que no exista.
Vivir como si no fuéramos a morirnos nunca es muy ridículo sencillamente porque
lo único que está claro en nuestra vida es que vamos a morirnos.
¿Entonces, para qué sirve ser cristiano?
Hemos sido creados para amar. El cristianismo realiza el fin de la creación del
hombre: nos conduce a la plenitud para la que existimos y en la que alcanzaremos
la felicidad perfecta. Ahora bien, eso no ocurrirá en esta vida: la felicidad
perfecta consiste en la posesión de Dios, cosa que sucederá en la vida eterna.
Pero esto no significa que cara la vida presente no sirva para nada, y que
estemos “condenados” a aguantarnos una vida cruel consolándonos en lo bien que
lo pasaremos después de la muerte. La vida eterna comienza a realizarse en
germen desde ahora. Esa vida eterna ya se vive aquí. La gracia es una
participación de la vida divina. No se siente, no se mide en términos
económicos, de salud, etc. Tampoco en éxitos profesionales. Pero es más real que
lo que tocamos. Y se mide en términos de amor y de talentos.
El cristianismo da sentido a la vida, le da valor y la “llena” de contenido.
Hace que las cuestiones intramundanas no sean intrascendentes, sino que se abran
a la eternidad. Permite vivir esta vida abiertos a la plenitud, trascendiéndola.
Sin el cristianismo esta vida es muy pobre. Demasiado. Está encerrada en la
inmanencia, en las coordenadas espacio-temporales. La vida sin perspectiva de
eternidad es una película que acaba mal. ¿Cómo se presenta el futuro personal?
Desde una perspectiva de culto al cuerpo, bastante mal: con el paso de los años,
cada vez con menos fuerzas, más enfermos, más limitados hasta la muerte. Las
perspectivas “materiales” no son las mejores. Pero las perspectivas
sobrenaturales son inmejorables, y cada vez son mejores: más cerca de obtener la
vida por la que anhelamos, cada vez más maduros, más sabios, más enamorados, más
llenos de obras de servicio y amor.
La virtud de la esperanza sobrenatural es más necesaria de lo que muchos
imaginan. Nos abre horizontes de plenitud y amor. Llena esta vida de contenido
ya ahora, y nos conduce a la que vale la pena, aquella para la que estamos
hechos, donde se harán realidad las aspiraciones más profundas del corazón
humano.
Pero esperanza sobrenatural, completa. Es mucho más que una vaga aspiración o
deseo: es la certeza de que Dios nos dará lo que nos promete: una vida
eternamente feliz, con El, en la gloria.
Pero ser cristiano sólo cara a esta vida resultaría una estafa cruel. La peor de
las estafas: quitarle lo más valioso, su sentido más profundo, la razón por la
que Dios se hizo hombre, murió, resucitó y ascendió al cielo por nosotros.
En definitiva ser cristiano sirve para:
Descubrir el sentido de nuestra vida (¡para qué vivimos!)
Vivir como Dios quiere y así real izar el sentido de nuestra existencia
Hacer posible una vida plena en el terreno humano
Disfrutar de la amistad con Dios y vivir en intimidad con El
Recorrer el camino la vida eterna y ser santos
Llenar de valor sobrenatural a esta vida terrenal
Alimentar nuestra vida con la Palabra de Dios
Fortalecer nuestra vida con la gracia de los sacramentos
Conseguir el perdón de nuestros pecados
Divinizar nuestra vida comiendo el cuerpo de Dios hecho hombre
Que el Espíritu Santo habite en nosotros como en un templo y santifique nuestra
vida.
Vivir de amor a Dios
Unirnos a Dios y vivir en comunión con El
Además, que su exigencia “saque” lo mejor de nosotros
Abrirnos horizontes de vida eterna
Dar sentido al dolor y a la muerte
Tener la ayuda de la gracia divina
Que nos sostenga con la ayuda de los demás
Y sobretodo sirve para hacernos infinitamente felices en la vida eterna.