La Nueva Evangelización. ¿Qué es?
Sentido,
comprensión y explicación acerca de la
Nueva Evangelización.
Autor:
Rino Fisichella | Fuente: www.humanitas.cl
Jesús de Nazaret ha querido la Iglesia para que fuera la continuación viva de su
presencia en medio del mundo. En los dos mil años transcurridos desde aquel
mandato de ir por el mundo entero para anunciar el Evangelio y hacer discípulos
a todos los pueblos de la tierra, la Iglesia nunca abandonó esta obligación tan
esencial para su propia vida. Esta es una misión que se manifiesta sobre todo en
un momento de crisis como el que estamos atravesando. Estamos por entrar en una
nueva era del mundo todavía incierta en sus primeros pasos y que parece vacilar
por la debilidad del pensamiento. Por este motivo, el rol de los católicos
adquiere mayor importancia por la riqueza de la tradición que supimos construir
en el pasado.
El Papa Benedicto XVI ha instituido el 21 de septiembre de 2010, fiesta
litúrgica de san Mateo Apóstol y Evangelista, el Pontificio Consejo para la
Promoción de la Nueva Evangelización. Una intuición verdaderamente “prof
ética” , porque atiende a nuestro presente con la intención de dar una
respuesta significativa a los grandes desafíos que tenemos por delante; y al
mismo tiempo, con clarividencia nos obliga a mirar el futuro, para comprender de
qué manera, la Iglesia deberá desempeñar su ministerio en un mundo sometido a
grandes transformaciones culturales que determinan el inicio de una nueva época
de la humanidad. Con este pensamiento profético, el Papa quiere dar nuevamente
fuerza al espíritu misionero de la Iglesia, sobre todo en aquellos lugares donde
la fe pareciera debilitarse por la presión del secularismo. En un momento como
el actual, somos invitados a ser misioneros con la fuerza de la razón. Mostrar
que ella y sus conquistas no se contraponen a los contenidos de la fe, porque la
búsqueda de la verdad es común, y no se puede aislar en uno solo de sus
componentes; esto es tal vez lo que nuestros contemporáneos esperan.
No será inútil, entonces, partir del concepto mismo de “nueva evangelización” ,
del cual debemos estudiar el sentido, producir una sistemática comprensión y
explicación, sobre todo en el magisterio de los últimos Pontífices, para que no
aparezca como una fórmula abstracta, y sobre todo para que no se piense que en
el pasado reciente la Iglesia se hubiese apartado de lo que constituye su
esencia. El Señor Jesús ha querido su Iglesia para transmitir de manera viva su
Evangelio de generación en generación, sin tener en cuenta ninguna frontera
territorial ni temporal.
Se podrá discutir largamente sobre el sentido de la expresión “nueva
evangelización”. Preguntarse si el adjetivo determina al término no carece de
racionalidad, pero tampoco agota la cuestión. El hecho de que se la llame
“nueva” no pretende cualificar los contenidos de la evangelización que
permanecen iguales, sino la condición y la modalidad en la cual viene realizada.
Benedicto XVI en la Carta Apostólica Ubicumque et semper subraya con
razón que considera oportuno “ofrecer respuestas adecuadas para que la
Iglesia entera se presente al mundo contemporáneo con un arrojo misionero capaz
de promover una nueva evangelización”. Alguno podría insinuar que decidirse
por una nueva evangelización equivale a juzgar la acción pastoral desarrollada
precedentemente por la Iglesia como fracasada por la negligencia puesta o por la
poca credibilidad de sus hombres. Incluso esta consideración no carece de
plausibilidad, sólo que se detiene en el aspecto sociológico en su
fragmentariedad sin considerar que la Iglesia en el mundo presenta rasgos de
santidad constante y de testimonios creíbles que todavía hoy son sellados con la
entrega de la vida. Efectivamente, el martirio de tantos cristianos no es
distinto del ofrecido en el transcurso de nuestra multisecular historia, y sin
embargo es verdaderamente nuevo porque lleva a los hombres de nuestro tiempo, a
menudo indiferentes, a reflexionar sobre el sentido de la vida y el don de la
fe. Cuando desaparece la búsqueda del genuino sentido de la existencia, cuando
se lo sustituye por senderos que asemejan una selva de propuestas efímeras, sin
que se comprenda el peligro que esto significa, entonces es justo hablar de
nueva evangelización. Ella se transforma en una verdadera provocación a tomar en
serio la vida para orientarla hacia un sentido completo y definitivo que
encuentra su verdadera garantía en Jesús de Nazaret. Él, manifestación del Padre
y su revelación histórica, es el Evangelio que todavía hoy anunciamos como
respuesta al interrogante que inquieta al hombre desde siempre. Ponerse al
servicio del hombre para comprender el ansia que lo mueve y proponer un camino
de salida que le brinde serenidad y alegría es lo que se resume en la bella
noticia que la Iglesia anuncia. Por tanto, nueva evangelización, porque nuevo es
el contexto en que viven nuestros contemporáneos, frecuentemente agredidos aquí
y allá por teorías e ideologías trasnochadas.
La secularización
Aparece en el horizonte el gran tema de la secularización, que quisiera exponer
brevemente en sus rasgos más característicos. Ya ha pasado medio siglo desde
cuando veía la luz el “manifiesto” de la secularización moderna propuesto y
modificado sobre las ideas iniciales de D. Bonhoeffer. La ciudad secular del
profesor H. Cox de la Iglesia Bautista estadounidense, y Dios no existe del
obispo anglicano de Woolwich, J. A. T. Robinson, daban a conocer al gran público
las ideas madres de un movimiento que tenía un horizonte más amplio y raíces
mucho más profundas de cuanto conocemos por la influencia en la teología y a
nivel eclesial. El programa se concentraba en torno a la expresión que se ha
convertido en tecnicismo: vivir y construir un mundo etsi Deus non daretur. El
desafío venía a ponerse, en aquella época, sobre un terreno sumamente fértil y
encontraba rápidamente un entusiasmo y receptividad que hoy, con el paso d e los
años, lleva a preguntarse con cuánto espíritu crítico fue recibido y acompañado.
La Iglesia había terminado recientemente su segundo Concilio Vaticano y en el
horizonte ya se dejaban entrever los síntomas de una crisis que llegaría a
cautivar a muchos creyentes; mientras, el Occidente terminaba de vivir la gran
contestación juvenil del ‘68. En una palabra, muchos parecían encontrar en la
idea de la secularización la clave para darle al mundo su autonomía y a la
Iglesia la posibilidad de descubrir la simplicidad de los orígenes. Sin embargo,
no todo lo que relucía era oro.
Etiamsi daremus non esse Deum. La expresión de Grocio aparecía a la
luz. Mirando bien, las interpretaciones iban más allá de la intención del
jusnaturalista holandés. Para el filósofo, en realidad, lo que importaba
demostrar era el fundamento del derecho natural que conservaba todo su valor en
sí mismo al punto de poder sobrevivir sin la demostración de la existencia de
Dios. Sin embargo, pro gresivamente, de la simple enunciación de un principio
teórico la secularización se infiltró en las instituciones hasta llegar a ser en
nuestros días, cultura y comportamiento de masa, al punto que no podemos
percibir sus límites objetivos. Como todo fenómeno, también la secularización
está sometida a la ambigüedad y a la pluralidad de las interpretaciones. Difícil
precisar el verdadero rol que Bonhoeffer desempeñó en este movimiento; mucho más
complejo es aún el tratar de individuar el verdadero sentido de su manifiesto en
la Carta: “Se impone reconocer honestamente el deber de vivir en el mundo como
si no existiese algún Dios, ¡y esto es realmente lo que reconocemos plenamente
delante de Dios! Dios mismo nos conduce a esta conciencia: nos hace saber que
debemos vivir como hombres que pueden arreglárselas sin Él. ¡El Dios que está
con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc.15, 34)! Estamos continuamente en
presencia del Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de Dios” 1
Frente a movimientos de pensamiento que se apoyan sobre conceptos así genéricos
y a menudo utópicos, los equívocos y los extremismos no tardan en aparecer; de
diversas maneras, la secularización degeneró en secularismo, con sus
consecuencias negativas sobre todo en el horizonte de la comprensión de la
existencia personal. Secularismo, de hecho, dice distancia de la religión
cristiana; ésta no tiene y no puede tener ninguna voz en el momento en que se
habla de vida privada, pública o social.
La existencia personal se construye prescindiendo del horizonte religioso, que
queda relegado a un mero sector privado que no debe incidir en la vida de las
relaciones interpersonales, sociales o civiles.
Por otra parte, en el horizonte privado, la religión tiene un puesto bien
delimitado; de hecho ella sólo interviene en parte y marginalmente en el juicio
ético y en los comportamientos. A este punto, decir quela secularización es un
fenómeno religiosamente ne utro significa no captar las consecuencias que se
manifiestan en estos decenios y que tienen sus raíces en el secularismo. De
cualquier manera que se quiera juzgar la autonomía del hombre, ella nunca podrá
ser se parada de su vinculación original con el creador; cortar el cordón
umbilical no puede significar otra cosa que rechazar al que nos ha engendrado.
Una autonomía creatural, en todo caso, debe tener como base la experiencia de la
gratuidad, sin la cual es imposible una comprensión coherente de la identidad
personal. En fin, reducir todo el proceso de la secularización a una crítica del
fanatismo religioso o de la intolerancia significa perder de vista la globalidad
del movimiento y sus diversos rostros con los cuales se ha presentado.
Pasado el entusiasmo que en los años ‘60 había contagiado a muchos, se debe
concluir que el proceso de secularización y secularismo ha identificado
demasiado apresuradamente a Dios como una función sucedánea de la vida. En el
hor izonte contemporáneo, sin embargo, en el que la cultura de la muerte parece
superar a la vida misma, todavía queda por demostrar la tesis de fondo del
secularismo según la cual este mundo ha llegado a ser “adulto” y,
consecuentemente, no tiene más necesidad de Dios.
Uno de los primeros datos que emergen como proyecto del secularismo es el
tentativo espasmódico de obtener la plena autonomía. El hombre contemporáneo
está fuertemente caracterizado por el celo de la propia autonomía y la
responsabilidad de vivir a su manera. Olvidando toda relación con la
trascendencia, se ha vuelto alérgico a todo pensamiento especulativo y se limita
al simple momento histórico, al instante, creyendo ilusoriamente que es verdad
sólo lo que es fruto de la verificación científica. Perdido el vínculo con lo
trascendente y rechazada toda contemplación espiritual, se precipita en una
suerte de empirismo pragmático que lo lleva a apreciar los hechos y no las
ideas. Sin resistencia, cambia ve lozmente su modo de pensar y de vivir y parece
cada vez más como un sujeto en movimiento, siempre listo a experimentar, deseoso
de participar en cualquier juego aun cuando lo supere, sobre todo si lo arrebata
en aquel narcisismo en absoluto velado que lo engaña acerca de la esencia de la
vida. En fin, el proceso del secularismo ha generado una explosión de
reivindicaciones de libertades individuales que llegan a la esfera de la vida
sexual, de las relaciones interpersonales y familiares, del uso del tiempo libre
así como del trabajo, también a la educación, llegando fatalmente a los medios
de comunicación y modificando todo el ámbito de la vida. Por paradójico que
pueda parecer, las reivindicaciones sociales siempre se realizan en nombre de la
justicia y de la igualdad, pero en el fondo siempre se encuentra el deseo de
vivir más libremente a nivel individual; se toleran y soportan mucho más las
injusticias y desigualdades sociales antes que las prohibiciones en la esfera
privada. En suma, se ha creado una situación completamente nueva en la que los
antiguos valores —expresados sobre todo por el cristianismo— se ven sustituidos.
En un horizonte como este, en que el hombre viene a ocupar el lugar central,
criterio de toda forma de existencia, Dios se convierte en una hipótesis inútil
y en un competidor que no sólo hay que evitar, sino en lo posible eliminar. La
revolución antropológica se activa de manera relativamente fácil, cómplice de
una teología débil y de una religiosidad a menudo fundada sólo sobre el
sentimiento e incapaz de mostrar el verdadero horizonte de la fe.
Dios, entonces, pierde su lugar central; la consecuencia que se de- riva, sin
embargo, es que el hombre mismo viene a perder también el suyo. El “eclipse” del
sentido de la vida hace que el hombre no sepa más como colocarse, que no
encuentra más su lugar en la creación y en la sociedad. De alguna manera cae en
la tentación prometeica de pensar ilusoriamente que es él el señor d e la vida y
de la muerte, porque puede decidir el cuándo y el cómo. Una cultura que tiende a
idolatrar la perfección del cuerpo, que discrimina las relaciones
interpersonales de acuerdo con la belleza o la perfección física, termina por
olvidar lo esencial. Se cae así en una suerte de narcisismo constante que impide
fundar la vida sobre valores permanentes y sólidos, para quedarse sólo al nivel
de lo efímero. Nadie, sin embargo, denuncia esta situación como trágica porque
no existe más el ejercicio auténtico de la libertad. El hombre, de hecho,
perdida la relación con Dios, pierde consecuentemente la referencia a la
creación. No es más el centro de la creación, sino una parte cualquiera del
mundo. Por un lado se exalta al hombre a costa de Dios y contra Dios; por otro,
se lo destruye convirtiéndolo en un simple fragmento de la naturaleza. Rota la
armonía con la naturaleza para dar lugar al primado de la técnica, se ha venido
a encontrar frente a un poder que ha violentado la naturale za misma.
Otro conflicto al que se asiste es la pérdida del sentido de responsabilidad.
Este horizonte viene simbólicamente encontrado en la pregunta que Dios dirige a
Caín: “¿Dónde está tu hermano?” Por paradójico que pueda parecer, el secularismo
nacido a la sombra de la responsabilidad plena delante de sí mismo con el
rechazo de la autoridad de Dios, acaba con la destrucción del objetivo que se
proponía. Cerrado en sí mismo, en un individua- lismo exasperado, el hombre de
hoy ha perdido de vista también al otro. Una lúcida expresión de esta situación
se encuentra en la fórmula sartreana les autres son l’enfer . La
ambigua concepción de la libertad, el fuerte subjetivismo que ya no sabe
reconocer el valor de la verdad perenne y, sobre todo, el eclipse del sentido de
Dios, han llevado a olvidar el valor de la vida y al desinterés por el hermano
al punto de comprobar con horror que una so- ciedad que se proclama civilizada y
evolucionada está cada vez más c errada en el círculo de la muerte. En suma, una
cultura secularizada que se pretende autónoma de Dios termina con la pérdida del
sentido mismo de la vida.
Aquí, por tanto, se pone el gran desafío que mira al futuro.
Quien quiere la libertad de vivir como si Dios
no existiera lo puede hacer, pero debe saber lo que le espera; debe tener
conciencia de que esta elección no es premisa de libertad ni de autonomía.
Limitarse a disponer de la propia vida nunca podrá satisfacer la
exigencia de libertad; silenciar forzosamente el deseo de Dios que está radicado
en la interioridad más profunda nunca podrá arribar a la autonomía. El enigma de
la existencia personal no se resuelve rechazando el misterio, sino eligiendo
sumergirse en él (Gaudium et spes 22). Este es el sendero a recorrer; todo atajo
corre el riesgo de perderse en los laberintos selváticos, donde es imposible ver
tanto la salida como la meta a alcanzar.
Nueva evangelización
“El punto crucial de la cuestión es este: si un hombre, empapado de la
civilización moderna, un europeo, puede todavía creer; creer propiamente en la
divinidad del Hijo de Dios Cristo Jesús. En esto, de hecho, está toda la fe”.
Son palabras cargadas de provocación que provienen de uno de los escritores más
significativos del siglo pasado: Dostoievski. Preguntarse si el hombre de hoy
está todavía dispuesto a creer en Jesús como Hijo de Dios comporta
necesariamente la cuestión conexa: si el hombre de hoy siente todavía la
necesidad de la salvación. Aquí está todo el problema para nosotros creyentes,
para nuestra credibilidad en el mundo de hoy; pero también el problema para
cuantos no creen y desean darle un significado pleno a su vida. No encuentro
otra posibilidad fuera de esta cuestión, que impulsa a buscar una respuesta.
Frente a la posibilidad de Jesucristo no se puede permanecer neutral; se debe
dar una respuesta si se quiere dar un sentido a la propia vida. Aquí se
concentran las grandes cuestiones que nos tocan a cada uno de nosotros y la
simple respuesta que la Iglesia ofrece anunciando, como si el tiempo nunca
hubiera pasado, el mismo contenido de los primeros años de nuestra existencia
como cristianos: Jesús, crucificado y resucitado; El que ha pasado en medio de
nosotros, anunciando el reino de Dios y haciendo el bien a cuantos se dirigían a
Él.
Sabemos que estamos en medio de una profunda crisis que se ha convertido en
crisis de Dios. Esquemáticamente se podría decir: la religión sí, pero Dios no.
En donde este “no”, en todo caso, no debe entenderse en el sentido categórico de
los grandes ateísmos. No existen más, permítaseme repetir, grandes ateísmos. El
ateísmo de hoy en realidad puede nuevamente hablar de Dios sin entenderlo
realmente. En síntesis, la crisis actual está determinada del poder y saber
hablar de Dios; el tema no puede dejarnos indiferentes después de casi cincuenta
años del Concilio Vaticano II, que tuvo entre sus principales objetivos el
hablar de Dios al hombre de hoy de manera comprensible. La crisis que vivimos,
entonces, se podría resumir de manera aún más sintética: Dios hoy no es negado,
sino desconocido. Por parte del hombre contemporáneo hay algo de verdadero,
probablemente, en este modo de plantearse el problema en torno al nombre de
“Dios”. En algún sentido se podría decir que se ha pasado de la hipótesis inútil
a la buena posibilidad ofrecida al hombre. Con respecto a esta perspectiva
deberíamos ser capaces de agitar las aguas a menudo demasiado tranquilas de dos
lagos artificiales: el de la indiferencia, que frecuentemente domina el contexto
cultural referido a esta problemática; y el de la obviedad, que evidencia cuánta
ignorancia, a menudo supina, existe acerca de los contenidos religiosos.
Indiferencia e ignorancia, lamentablemente, se encuentran en la base del sentido
común religioso todavía presente, haciendo siempre más débil la pregunta
religiosa y, espe cialmente, la decisión consciente y libre. Retorna
inmediatamente la escena tan familiar de Pablo en las calles de Atenas (Hch. 17,
16-34). No ha cambiado tanto desde entonces. Las calles de nuestra ciudad están
repletas de nuevos ídolos. El interés hacia un muy genérico sentido religioso
parecería tomarse una especie de revancha; expresiones religiosas se multiplican
y frecuentemente están vacías de espesor racional. En algunos casos se sigue el
soplo de la emotividad; en otros, al contrario, diversas formas de
fundamentalismo; ambos no indican otra cosa que la ausencia de espesor
intelectual. Por último, aparecen de nuevo en el horizonte mesías de la última
hora, predicando el inminente fin del mundo. En este contexto hay que
preguntarse quiénes son los nuevos Pablo de Tarso conscientes de ser portadores
de una hermosa novedad que entra en el areópago de nuestro pequeño mundo con la
convicción y la certeza de querer anunciar al “Dios desconocido”.
“Dios”: < /strong> el término está entre los
más usados del lenguaje mundial y, sin embargo, cuántos sentidos diferentes y
tantas veces contrarios entre sí al punto de oponerse mutuamente. Debemos
preguntarnos si Dios existe y qué cosa sea, o quién sea Dios. Preguntas
inevitables que no pueden permanecer sin respuesta. El Dios del que hablamos no
sólo se ha hecho escuchar, sino que se ha hecho uno de nosotros. Y consigo trae
a nuestra vida la respuesta a la pregunta fundamental por el sentido: “Con la
encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre. Ha
trabajado con manos de hombre, ha pensado con mente de hombre, ha actuado con
voluntad de hombre, ha amado con corazón de hombre. Naciendo de María Virgen, él
verdaderamente se ha hecho uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, menos
en el pecado” (GS 22). Ningún pretexto de parte nuestra. Él ha experimentado en
todo nuestra condición humana, sobre todo allí donde ella significa dolor,
sufrimiento, enfermedad, muerte. L a nueva evangelización requiere, entonces, la
capacidad de saber dar razón de la propia fe, mostrando a Jesucristo, el Hijo de
Dios, único salvador de la humanidad. En la medida en que seamos capaces de
esto, podremos ofrecer al mundo contemporáneo la respuesta que espera o que
debemos provocar en él. Como decía Benedicto XVI el día antes de ser elegido
Papa: “En estos momentos de la historia tenemos verdadera necesidad de hombres
que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan a Dios creíble en el mundo...
Tenemos necesidad de hombres que tengan la mirada dirigida a Dios, aprendiendo
de Él la verdadera humanidad. Tenemos necesidad de hombres cuyo intelecto sea
iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de modo que su
intelecto pueda hablar al intelecto de los otros y su corazón pueda abrir el
corazón de los otros.
Solamente a través de hombres tocados por Dios, Dios puede retornar a los
hombres”. La nueva evangelización, por tanto, parte de aq uí: de la credibilidad
de nuestra vida de creyentes y de nuestra convicción de que la gracia actúa y
transforma hasta el punto de convertir el corazón. El mundo de hoy tiene
necesidad profunda de amor, porque conoce desgraciadamente sólo sus grandes
fracasos. Aquí probablemente nace la paradoja que se despliega ante nuestros
ojos y que empuja a la mente a reflexionar sobre el sentido de una tal acción.
La imagen de la nueva evangelización
Una imagen con la que el nuevo dicasterio pretende identificarse, se encuentra
en la Sagrada Familia de Gaudí. Quien la observa en su gravidez arquitectónica
encuentra las voces de ayer y de hoy. A nadie escapa que es una iglesia, espacio
sagrado que no puede ser confundido con ninguna otra construcción. Sus agujas se
dibujan hacia lo alto, obligando a mirar el cielo. Sus pilares no tienen
capiteles jónicos ni corintios y, sin embargo, los reclaman aun cuando se
permiten de andar más allá para rec orrer un espacio de arcos que hace pensar en
una foresta donde el misterio lo invade a uno, sin suprimirlo, llenándolo de
serenidad. La belleza de la Sagrada Familia sabe hablar al hombre de hoy,
conservando al mismo tiempo los rasgos fundamentales del arte antiguo. Su
presencia pareciera contrastar con la ciudad hecha de palacios y calles que al
recorrerlas muestran la modernidad a la que somos enviados. Las dos realidades
conviven y no desentonan; al contrario, parecen hechas la una para la otra: la
iglesia para la ciudad y viceversa. Aparece evidente, entonces, que la ciudad
sin la iglesia estaría privada de algo sustancial, manifestaría un vacío que no
puede ser colmado por cualquier otra construcción, sino por algo más vital que
empuja a mirar a lo alto sin apuro y en el silencio de la contemplación.
Mirar al futuro con la certeza de la esperanza verdadera es lo que nos permite
no permanecer recluidos en una suerte de romanticismo que mira sólo al pasado,
ni ca er en un horizonte de utopía, amarrados a hipótesis que carecen de
garantías. La fe compromete en el hoy en que vivimos, por lo que no corresponder
sería ignorancia o miedo; y a nosotros cristianos no nos está permitido ni lo
uno ni lo otro. Permanecer recluidos en nuestras iglesias podría darnos cierta
consolación, pero tornaría vano el día de Pentecostés.
Es tiempo de abrir de par en par
las puertas y retornar al anuncio de la resurrección de Cristo de la que somos
testigos. Según las palabras del santo Obispo Ignacio en los albores del
cristianismo: “No alcanza con ser llamados cristianos es necesario serlo de
veras” (a los Magnesios, I,1). Si alguno quiere reconocer a los cristianos,
debería poder hacerlo por su compromiso de fe, y no por sus intenciones.