Nuestro ángel de la guarda
Autor: P. Fernando Pascual LC
Fuente: Catholic.net
Necesitamos renovar nuestro trato afectuoso y sencillo con nuestro ángel de la guarda que está a nuestro lado y nos ayuda de mil modos.
Muchos tienen la costumbre de hablar con su
ángel de la guarda. Le piden ayuda para resolver un problema familiar, para
encontrar un estacionamiento, para no ser engañados en las compras, para dar
un consejo acertado a un amigo, para consolar a los abuelos, a los padres o
a los hijos.
Otros tienen al ángel de la guarda un poco olvidado. Quizá escucharon, de
niños, que existe, que nos cuida, que nos ayuda en las mil aventuras de la
vida. Recordarán, tal vez, haber visto el dibujo de un niño que camina,
cogido de la mano, junto a un ángel grande y bello. Pero desde hace tiempo
tienen al ángel “aparcado”, en el baúl de los recuerdos.
De grandes es normal que hablemos a los niños de su ángel de la guarda. Nos
sería de provecho pensar también en nuestro ángel que está a nuestro lado y
nos ayuda de mil modos.
Es verdad: Dios es el centro de nuestro amor, y a veces no tenemos mucho
tiempo para pensar en los espíritus angélicos. Podemos, sin embargo, ver a
nuestro ángel de la guarda no como una “devoción privada” ni como un residuo
de la niñez, sino como un regalo del mismo Dios, que ha querido hacernos
partícipes, ya en la tierra, de la compañía de una creatura celeste que
contempla ese rostro del Padre que tanto anhelamos.
Necesitamos renovar nuestro trato afectuoso y sencillo, como el de los niños
que poseen el Reino de los cielos (cf. Mt 19,14), con el propio ángel de la
guarda. Para darle las gracias por su ayuda constante, por su protección,
por su cariño. Para sentirnos, a través de él, más cerca de Dios. Para
recordar que cada uno de nosotros tiene un alma preciosa, magnífica,
infinitamente amada, invitada a llegar un día al cielo, al lugar donde el
Amor y la Armonía lo son todo para todos. Para pedirle ayuda en un momento
de prueba o ante las mil aventuras de la vida.
Necesitamos repetir, o aprender de cero, esa oración que la Iglesia, desde
hace siglos, nos ha enseñado para dirigirnos a nuestro ángel de la guarda:
Ángel del Señor, que eres mi custodio,
puesto que la Providencia soberana me encomendó a ti,
ilumíname, guárdame, rígeme y gobiérname en este día.
Amén.