NAVIDAD
«Te amo, a ti, mundo; a ti, hombre»

Hoy celebramos la Navidad. Es una costumbre tan piadosa... Un árbol de Navidad con lucecitas, algunos bonitos regalos, el júbilo de los niños y un poco de música navideña, son siempre hermosos y conmovedores. Y si se añade lo religioso para intensificar el ambiente, entonces es todavía más hermoso y conmovedor. Todos tenemos siempre en secreto un poco de compasión de nosotros mismos, y por eso buscamos cierto ambiente pacífico y consolador; algo así como si acariciásemos la cabeza de un niño que llora y diciéndole: no es tan grave, todo se arreglará otra vez.

¿No es más que esto Navidad? ¿Es esto lo principal? O bien, su belleza y sentimentalidad, su tranquilidad e intimidad, ¿no son sino el eco débil del hecho que propiamente se celebra en este día y que acontece en un sitio completamente distinto, mucho más alto: en el cielo; mucho más profundo: en los abismos y mucho más íntimo: en el alma? ¿La alegría y la paz de Navidad son sólo un estado de ánimo al que nos acogemos ilusoriamente, o bien son la exteriorización, la celebración sagrada de un suceso verdadero, al cual nos abrimos con toda la valentía del corazón para que también suceda en nosotros y por nosotros, porque cada vez dicho acontecimiento es verdad y realidad, aunque nosotros no lo queramos reconocer, aun cuando no veamos en él más que un poco de romanticismo pueril y de placidez burguesa?

Navidad es algo más que un estado de ánimo consolador. En este día, en esta santa noche, se trata del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre, de su nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en ilusión. Navidad quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha hecho de la noche de nuestra oscuridad, de nuestra ignorancia, de la noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche. Eso quiere decir Navidad. El momento en que esto sucedió, realmente y por todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta fiesta, en nuestro corazón y en nuestro espíritu.

Si nosotros, hombres, creemos las percepciones corrientes de nuestra ciega vida de cada día, deberíamos llegar, tanto si se trata de cosas importantes o triviales a la conclusión aterradora y desesperante de que nada sucede en el mundo, de que todo es un perpetuo surgir y desaparecer de sucesos, de destinos de pueblos, de aconteceres personales, que por una parte son buenos y alegres, y por otra, la mayoría de las veces, son tristes y malos, y que, en último término, todo gira alrededor de sí mismo, sin finalidad ni dirección, que todo se destroza ciega e irremisiblemente y que los hombres se ocultan la absurda carencia de fin de los acontecimientos cuando angustiadamente rehúsan pensar en el día siguiente. Para nosotros mismos somos un enigma eternamente cruel, un enigma de muerte. Si contempláramos el nacimiento del Niño que celebramos hoy, sólo desde nuestro punto de vista, podríamos exclamar llenos de melancolía y amargura, lo que se encuentra en el capítulo catorce del libro de Job: «El hombre nacido de mujer vive corto tiempo y se harta de miserias. Brota como una flor y se marchita, huye como la sombra y no tiene permanencia.» Por nosotros mismos seríamos como un pequeño punto de luz en una obscuridad sin fronteras que sólo lograría hacer más terribles las tinieblas, seríamos una cuenta que nunca se salda. Seríamos unos seres arrojados en el tiempo, en el que todo se desvanece, obligados a la existencia sin haber sido preguntados, cargados de trabajo y decepción, viviendo el tormento y castigo de la propia culpa, comenzando a soportar la muerte en el momento mismo en que nacemos, inseguros y perseguidos, distrayéndonos engañosamente de todo esto, como niños, con lo que se llama el lado bueno de la vida, pero que no sería, en realidad, sino el medio refinado que cuida de que el martirio y la tortura de la vida no terminen demasiado pronto.

Sin embargo, si decimos con fe decidida, escueta y, por encima de todo, valiente: «¡Es Navidad!», entonces estamos diciendo que en el mundo y en mi vida ha irrumpido un hecho que ha transformado todo eso que llamamos mundo y vida nuestra, que ha acabado con el «nada nuevo bajo el sol» del orador antiguo y con el cruel eterno retorno del filósofo moderno; hecho por el cual nuestra noche, la terrible, fría y desierta noche, puesto que el cuerpo y el espíritu esperan morirse de frío, ha llegado a ser la noche de Dios, la santa noche. El Señor está aquí. El Señor de la creación y de mi vida. Ese Dios no mira ya, desde el eterno «todo en uno y de una vez» de su eternidad, el eterno cambio de mi vida destrozada. La eternidad se hace tiempo, el Hijo se hace hombre, la eterna razón del mundo, lo que da sentido a toda realidad, se hace carne. Y, por ello, se transforman el tiempo y la vida del hombre. Porque Dios mismo se ha hecho hombre. No en cuanto que hubiera dejado de ser el mismo Verbo eterno de Dios con toda su gloria y felicidad incomprensible. Pero se ha hecho verdaderamente hombre. Y ahora a Él mismo le interesa este mundo y su destino. Ahora no es sólo su obra, sino un trozo de Él mismo. Ahora no se limita a contemplar su curso, está incluido en él, como lo estamos nosotros, pesa sobre Él nuestro destino, nuestra alegría terrena y nuestra propia miseria. No necesitamos ya buscarlo en la infinitud del cielo, en la que nuestro espíritu y nuestro corazón se pierden. Desde este momento está Él también sobre la tierra, y las cosas no le son a Él más propicias que a nosotros. No se le otorga ninguna concesión especial, sino que comparte la misma suerte con todos nosotros: hambre, fatiga, enemistad, la amargura de la muerte y de una muerte miserable. Y lo más inverosímil es que la infinitud de Dios reciba y acepte la limitación humana, que la felicidad suprema reciba la tristeza de la tierra, la vida y la muerte. Pero sólo ella, esa oscura luz de la fe, hace nuestras noches claras, ella sola hace las noches santas.

Dios ha llegado. Está aquí. Por eso todo es distinto de como pensamos. El tiempo se ha transformado de eterno fluir en un suceso que con silenciosa y clara finalidad lleva hacia un fin totalmente determinado. Allí nosotros y el mundo nos presentamos ante el rostro desvelado de Dios. Cuando decimos: «¡Es Navidad!», afirmamos que Dios ha dicho al mundo su última, su más profunda y bella palabra en el Verbo hecho carne; una palabra que ya no se puede retirar, porque es la obra definitiva de Dios, porque es Dios mismo en el mundo. Y esta palabra dice: «Te amo, a ti, mundo; a ti, hombre.» Es una palabra completamente inesperada, inverosímil. ¿Cómo se puede pronunciar esta palabra conociendo al hombre y al mundo, que no son más abismo y vacío? Pero Dios, que los conoce mejor que yo, ha pronunciado su palabra al ser engendrado como criatura. Esta palabra de amor hecha carne dice que hay una comunión íntima entre el Dios eterno y nosotros; dice más aún: que existe ya esa comunión (aunque podemos resistir y rechazar este beso de amor). Esta palabra la ha pronunciado Dios en el nacimiento de su Hijo. Y ahora reina una silenciosa tranquilidad en el mundo, y todo el ruido, que se llama orgullosamente historia del mundo y propia vida, es sólo el ardid del eterno amor, que quiere hacer posible una libre respuesta del hombre a su última palabra. Y en ese largo y a la vez corto momento del callar de Dios, que se llama historia después de Cristo, debe el hombre tomar la palabra y, una vez más en la vacilación de su corazón, temblando de amor divino, debe decir a Dios que, como hombre, está a su lado en espera silenciosa: «Yo...» No, no debe decir nada, sino abandonarse silenciosamente al amor de Dios, que está ahí porque ha nacido el Hijo.

Navidad dice: Dios ha venido a nosotros, ha venido de tal manera, que desde ahora puede habitar en nosotros y en el mundo con su propio esplendor terrible y glorioso. Por el nacimiento del niño todo ha quedado transformado.

Desde el centro vital de la realidad, que es el Verbo hecho carne, todo tiende, con la inflexibilidad del amor, hacia Dios, sin que ante Él tenga que quedar el mundo reducido a cenizas por el ardiente fuego de su santidad y justicia. Todo tiempo queda abrazado por la eternidad, por esa eternidad que se convirtió en tiempo. Toda lágrima queda ya enjugada en lo más íntimo, porque Dios mismo las ha llorado y las ha enjugado en sus propios ojos. Toda esperanza está ya en posesión, porque Dios es ya poseído por el mundo. La noche del mundo se ha hecho clara. Nuestra obstinada testarudez y la debilidad de nuestro corazón, no quiere dejar que Dios sea más grande que él, y sin embargo no quiere reconocerlo en un niño recién nacido que yace en un pesebre; nuestro corazón no quiere aceptar que ya la noche ha pasado y el día sin ocaso se abre paso en las tinieblas. Toda amargura es la advertencia de que no se ha descubierto todavía que la única noche santa del mundo ha comenzado ya y que toda felicidad de esta tierra es la confirmación oculta de que ya es Navidad.

La fiesta de Navidad no es, por tanto, poesía o romanticismo pueril. Es la confesión y la fe —que justifica al hombre— de que Dios ha resucitado y ha dicho su última palabra en el drama de la historia, aunque el mundo hable y chille tanto. La fiesta de Navidad sólo puede ser el acto, en la profundidad de nuestro ser, de aquella palabra con la que decirnos un amén creyente al Verbo de Dios que, desde la inmensa eternidad de Dios, ha bajado a la limitación de este mundo y no ha cesado de ser el Verbo de la verdad de Dios y el Verbo de su amor bienaventurado. Cuando no hablan solamente la luz vacilante de los cirios, la alegría y la fragancia del árbol, cuando es el corazón mismo el que dice el «sí» a la infantil palabra de amor de Dios, entonces acontece realmente Navidad, no sólo en el sentimiento, sino en la más patente verdad. Dicha palabra del corazón es llevada verdaderamente por la santa gracia de Dios, por eso la palabra de Dios va a nacer también en nuestro corazón, como decían los antiguos clásicos: Dios mismo viene a nuestro corazón como vino al mundo en Belén, con la misma verdad y realidad; viene a él y lo penetra más profundamente, más íntimamente que hasta ahora. Abramos, pues, las puertas de nuestro corazón de par en par y que entre en su propiedad, como entró por primera vez en el mundo.

Y en ese momento nos dice lo mismo que con su nacimiento lleno de gracia ha dicho a todo el mundo:

Estoy aquí, estoy junto a ti. Soy tu vida, soy tu tiempo, soy la oscuridad de tu vida cotidiana, ¿por qué no la quieres soportar? Lloro tus lágrimas... Llórame las tuyas, hijo mío. Yo soy tu alegría, no temas estar alegre, pues, desde que he llorado yo, la alegría es una actitud vital más adaptada a la realidad que la angustia y tristeza de aquellos que opinan que no tienen esperanza. Soy el término de tus caminos, pues, cuando tú no sabes más, te sientes perdido, ya has llegado junto a mí, loco hijo mío, y no te das cuenta de ello. Estoy en tu miedo, pues lo he sufrido contigo y, según la opinión del mundo, no me he comportado heroicamente. Estoy en la prisión de tu finitud, pues mi amor me ha hecho tu prisionero.. Cuando no sale la cuenta de tus pensamientos y experiencias de la vida, mira, yo soy el resto no encontrado, y sé que este resto, que te quiere traer la desesperación, en realidad, es mi amor, que tú no comprendes aún. Estoy en tu necesidad, pues la he padecido, y, ahora, aunque transformado, no está extirpada de mi corazón humano. Estoy en tus caídas más profundas, pues he comenzado hoy a bajar a los infiernos. Estoy en tu muerte, pues hoy he comenzado a morir contigo, al ser dado a luz, y no me he eximido de esa muerte. No te compadezcas de aquellos que nacieron, como hizo Job, pues todos los que reciben mi salvación han nacido en la santa noche, porque mi santa noche abraza todos vuestros días y noches. Yo mismo, de una manera totalmente propia y completamente personal, me he metido en la terrible aventura que comienza con vuestro nacimiento. Os digo que mi vida no fue más fácil ni menos peligrosa que la vuestra; os aseguro que ha tenido un feliz desenlace. Desde que me hice vuestro hermano, estáis tan cerca de mí como yo mismo. Pues si, como criatura, quiero demostrar en mí y en vosotros, hermanos y hermanas, que yo, creador, no he hecho ninguna experiencia descabellada con los hombres, ¿quién os arrancará de mis manos? Os he recibido al tomar sobre mí una vida humana; como semejante vuestro, como un nuevo comienzo he vencido en mis humillaciones. Todo pesimismo es poco si consideráis el futuro sólo desde vuestro punto de vista. Pero no lo olvidéis: vuestro verdadero futuro es mi presente, que ha comenzado hoy y que nunca se convertirá en pasado. Por eso, pensáis con realismo cuando os atenéis a mi optimismo, que no es utopía, sino la realidad de Dios que yo —el incomprensible milagro de mi amor omnipotente—, incólume y totalmente, he traído al frío estado de vuestro mundo. Estoy aquí, y me iré de este mundo aunque ahora no me veáis. Cuando tú, pobre hombre, celebras la Navidad, di a todo lo que existe, a todo lo que tú eres, una sola cosa... Dime: Estáis ahí. Has venido. Tú has llegado a todas las cosas. Aun a mi alma. A pesar de la testadurez de mi maldad, que no se quiere dejar perdonar. Hombre, di sólo una cosa, y entonces será también para ti Navidad; di solamente: Tú estás ahí. No, no digas nada. Estoy aquí. Y desde ese momento mi amor es invencible. Estoy aquí. Es Navidad. Encended los cirios. Tienen más derecho que todas las oscuridades. Es Navidad, la Navidad que permanece eternamente.

Por Karl Rahner, s.j.

El año litúrgico, HERDER