Navidad

 

No es el tiempo en el que más se reza,

sino en el que más se compra. 

 

No es el tiempo en el que más nos arrodillamos,

sino en el que más nos adornamos y nos divertimos. 

 

No es el tiempo en el que vivimos pendientes

de la señal de la estrella para encontrar al niño Dios,

sino pendientes de los anuncios de la televisión

y la propaganda para encontrar lo que deseamos

adquirir y lo que queremos estrenar. 

 

¡Qué alteración de vida, qué frenesí en las calles,

qué tumulto en la tiendas!  ¡Cuánta vanidad, compromisos,

felicitaciones y endeudamientos!

 

¡Cuanta sofocación y cuántos movimientos

llenan la tierra! ¡Y qué soledad, qué desolación,

qué intima paz llenan la gruta de Belén! 

 

Las tiendas se abarrotan porque todos quieren “cosas”. 

Y la gruta está vacía porque pocos quieren fe. 

 

Todos están adorando su dinero y desperdiciando

la riqueza de su salvación. 

 

¡Qué contagio colectivo produce la sed insaciable de “tener”! 

Y qué lejos de todo parecen los preocupados por “ser”,

por entrar en su Navidad interior y ofrecer amor. 

 

Hay culto de comercio, no adoración de Dios. 

 

Hay religión de banquetes, no fuego de pesebre. 

 

Hay fe de postalitas, no de espíritu divino. 

 

Hay luces de foquitos, no de corazones encendidos. 

 

Se abren las puertas para Dios ¡y entra el mundo! 

Abren los salones para los ricos y se olvidan de los pobres

y de los tristes. Se pregona la gran verdad y parece

una gran mentira. Suenan las campanas, se prenden

los arbolitos, se aturden los hombres, todos comprometidos

con la sociedad pero desprevenidos del Salvador del Mundo. 

 

Vivimos con sentido porque Cristo nace.

Ahí comienza nuestra salvación. Creemos con seguridad

porque se hizo hombre para traer una doctrina. 

Caminamos con dirección porque desde su nacimiento

nos trajo luz para mirar y eje para sostenernos.

 

Pero nuestro afán es de mucho supermercado y poco templo,

muchas vidrieras y pocas “figuras”, muchos festejos… y poca reflexión. 

Mucho trono, pero muy poco rey, mucho buscar y buscar

sin encontrar con qué llenarse. 

 

Como si el alma fuera un paquetito con moño de regalo,

y el corazón, un ornamento de vitrina, y Dios,

una bonita historia sin trascendencia en nuestra vida. 

 

Todos se apresuran a cumplir las órdenes de la moda

y de la sociedad, y pocos se detienen a meditar

en el mandamiento del amor y en el sentido del misterio. 

 

Todos, en una doble Navidad, en un doble ramaje,

una doble cara, una doble postura, una doble antena.

Como si Cristo y el mundo moderno

se pudieran encasillar juntos para pasar la Navidad. 

 

Hay cosas que no pueden fundirse ni empatarse, ni confundirse. 

Cosas que se excluyen. 

 

Porque no puedes arrodillarte y a la vez desenfrenarte. 

No puedes rezar en la iglesia y a la vez aplaudir

el vicio fuera de ella; mirar el cielo y enlodar la tierra;

pararte en el mundo y disfrazarte de lo que te convenza. 

 

No puedes decir que nace Cristo mientras tú te diviertes,

te insensibilizas, te disipas, te duermes. 

 

Cristo estableció el amor. Cristo cambió las costumbres

por la conversión de la vida, y planeó la libertad

del cristiano y la luminosidad de la vida. 

 

No hay más que una Navidad y un Nacimiento para llenar

los rincones de tu alma. No hay más que un niño Dios

para llevar la luz al fondo de tu corazón. 

No hay más que una estrella para cuidar tus pasos. 

 

Y si quieres proteger tu vida,

no hay más que esa gruta para resguardarte. 

 

Hoy es el día de los niños, de las tradiciones,

de los pobres, de los desamparados. Del perdón espontáneo,

de la plegaria tibia, del corazón fuera del pecho,

de vaciar las alforjas, de pedir perdón… 

 

¡Y lucirse en la caridad del Señor!

 

Zenaida Bacardí de Argamasilla

Libro: Con las Alas Abiertas