Vamos a dormir.

"Murió sin dolor": eso es lo primero que ha dicho Blanca Marsillach, hija del actor Adolfo Marsillach, fallecido ayer, a los 73 años de edad. Entre los ditirambos propios de los obituarios destaca esta frase, aunque se trata de una frase muy oída. Es estupendo que los enfermos no sufran en sus postrimerías, que se les faciliten todos los paliativos posibles para superar sin dolor físico el dolor psíquico de la separación. Eso sí (y no digo, ni por asomo, que sea el caso de Marsillach), sin que los fármacos te  conviertan en una especie de dormidera inconsciente incapaz de pensar y decidir, al menos mientras no resulte estrictamente necesario.

Además, una cosa es el miedo a la separación de los seres queridos y del mundo que has vivido, y otra cosa la desesperación por el pánico a disgregarse y desaparecer. En otras palabras, que una cosa es el miedo a morir y otra el miedo a la muerte, que es el miedo a la nada.

Mueren nuestros enfermos entre familiares que mienten, amigos que mienten, médicos que mienten y enfermeras que mienten. A los pies del moribundo se escuchan todo tipo de palabras, conceptos y consuelos; todos menos uno: la muerte. Eso es tabú. Naturalmente, el enfermo lo sospecha, pero se trata de evitar que sea consciente de que se va a morir, o de que existe el riesgo cierto de que muera. De esta forma, se le priva de una información vital en el momento más vital.

Las excusas que aconsejan mentir al enfermo son muchas: si él lo quiere saber ya lo preguntará; puede venirse abajo; yo le conozco y sé que no reaccionaría bien, etc. Todas ellas significan algo muy simple: privarle de la libertad de elegir y de la posibilidad de prepararse para el tránsito.

Y el caso es que se trata de un asunto que ni debería ser sometido a discusión. Porque su objeto es la salud del enfermo, la vida del enfermo, y solo él tiene derecho a decidir... incluso a decidir cómo actuaría en el que caso de que se lo explicaran. Los médicos norteamericanos consideran que es su obligación informar al enfermo sobre su salud (algo que más que una reflexión parece una tautología) pero en Europa no, en Europa los profesionales ceden a las presiones de la familia y mienten. Curioso, porque no es la familia quien debe decidir, sólo el enfermo.

Morir con el menor dolor posible es, en efecto, una muerte digna, que nada tiene que ver con la eutanasia, que no es otra cosa que el suicidio con cómplices. Pero ocultar la muerte al moribundo es como ocultar el pan al hambriento: es una memez. Si cree en otra vida, deberá prepararse para ello; si cree que la muerte es el final, la nada, entonces con más razón. Porque una cosa es escribir un libro sobre la muerte (por cierto, hay muy pocos) y otra bien distinta es morir. Una de dos: o mueres engañado o mueres como un hombre libre.

Los revolucionarios franceses tenían el mismo miedo a la muerte que nuestros actuales intelectuales. Danton, camino del patíbulo, se vuelve a sus compañeros y exclama: "Vamos a dormir". Le quedó estupendo, pero lo cierto es que iba a la muerte y murió. Los revolucionarios franceses, esa panda de soberbios enloquecidos a los que hoy alabamos tanto, decidieron que los cementerios pasaran a convertirse en campos de sueño. El historiador Viguerie afirma al respecto que empezaron borrando a Dios de sus mentes y acabaron por borrar la muerte. Bueno, no consiguieron ninguna de ambas cosas, pero lo intentaron. Lo suyo era puro canguelo ante lo inevitable, pero disfrazado de una grave y ampulosa dignidad. Y, como recordaba Chesterton: el demonio se precipitó a los infiernos por la fuerza de la gravedad. 

                                                                    Eulogio López