Educar al niño y al adolescente:
principios básicos


Tomás Melendo Granados
Catedrático de Metafísica
Universidad de Málaga


En un artículo anterior expuse los principios que a mi modo de ver deben orientar la labor formativa de padres y profesores. Se trataba de preceptos fundamentales, que conviene tener en cuenta siempre, a lo largo de toda la labor educativa.

Ahora me propongo añadir otras ideas rectoras, menos universales, aplicables de forma exclusiva o predominante a las primeras etapas del crecimiento de nuestros hijos. Tampoco en este caso aspiro a ser exhaustivo. Pretendo tan solo «iluminar» con algunos breves fogonazos —casi a modo de estrellas fugaces— la actitud más conveniente con los chicos durante sus años inaugurales, desde el nacimiento hasta la adolescencia.

Comencemos, pues, distinguiendo tres fases en el desarrollo infantil:

1. Hasta la escolarización

· En el seno materno

Como han demostrado las técnicas más avanzadas, la educación del niño comienza incluso antes de su nacimiento. Ya en el útero percibe y resulta influido por los estados de ánimo de la madre: sobre todo por el cariño con que lo acoge o, si fuera el caso, por la ansiedad o incluso el rechazo que su gestación provoca. En consecuencia, los meses que vive en el seno materno son bastante decisivos para el despliegue de su carácter y personalidad.

Y, como insinuaba, lo que marca «la diferencia» es la serenidad y el gozo de la madre, influidos a su vez, y en ocasiones determinados, por la actitud del padre hacia su futuro hijo y por la delicadeza y el mimo con que trata a su esposa: los detalles de cariño más allá de lo habitual; el esfuerzo con que facilita su reposo, supliéndola si es preciso en tareas que de ordinario realiza ella; la comprensión y el apoyo incondicional ante las preocupaciones que, sobre todo las primeras veces, provoca el embarazo; los ratos tranquilos de reposada conversación e intercambio de opiniones; los «sueños» y «novelas» que forjan sobre el hijo que va a venir…

· Llantos y rabietas

Hacia los nueve meses de haber sido procreado, una vez que ve la luz del mundo, conviene prevenirse ante un miedo excesivo a que el niño llore; no es necesario cogerlo inmediatamente en brazos y acunarlo. El llanto es parte de su lenguaje y hay que aprender a interpretarlo a tenor de las circunstancias. Puede tratarse de malestar, hambre o de incomodidad; pero también de impaciencia, de melancolía, de rabia o de capricho.

En este caso, aun cuando resulte muy difícil de aplicar, está vigente de un modo especialísimo la que puede considerarse como primera y más fundamental norma de toda educación: el bien del hijo es mucho más importante y debe ser tenido más en cuenta que el nuestro: que nuestra tranquilidad, que nuestra «buena conciencia», que la sensación de «estarlo haciendo bien» y poniendo todos los medios a nuestro alcance, que el hecho de evitarnos un mal rato…

Aplicado al caso concreto que acabo de mencionar, y con la prudencia que la situación exige, el «saber aguantar» durante algunos días el llanto del chiquillo, aunque sintamos que se nos parte el corazón, puede constituir uno de los bienes de más calibre que le otorgamos en esos primeros años:

a) porque el pequeño, al advertir —¡y lo advierte, aunque nos resulte difícil de creer!— que los padres no los toman en cuenta cuando no tienen un motivo justificado, eliminará esos lloros… saliendo él mismo a corto plazo beneficiado; y

b) porque los padres, liberados de las tensiones que esa excesiva atención genera, mantendrán la imprescindible y reconfortante calma y estarán más descansados y en mejores condiciones de transmitir al recién nacido esa misma tranquilidad y de atenderlo con paz y eficacia cuando verdaderamente lo requiera.

· Dejarle hacer… y crecer

A medida que se va abriendo al mundo, el niño experimenta una apremiante necesidad de moverse, de probar, de explorar, de comunicar. Esto reclama de los padres no poca paciencia. Sin duda, para la madre, es más cómodo y menos «arriesgado» darle de comer, lavarlo, vestirlo...; pero entonces, en lugar de desarrollar el espíritu de iniciativa y la autonomía del pequeño, disminuye su autoestima, favorece su pereza, e incluso puede provocar la denominada oposición negativa: irritación, agresividad, o bien inseguridad, abulia, rechazo a crecer...: el niño está recibiendo el mensaje de que «no es capaz» de realizar unas acciones que realmente sí puede —¡y debe!— llevar a cabo por sí mismo.

En definitiva, los educadores han de saber adaptarse un tanto para que florezcan en el niño el gusto y la alegría de sentirse activo y útil. Lo cual constituye otro de los principios más radicales de la educación… también muy difícil de poner por obra, y que cabría enunciar así: lo que la persona que intentamos formar pueda hacer por sus propios medios, debemos permitir (o incluso exigir) que lo realice… aun cuando eso lleve consigo una cierta zozobra por nuestra parte, ante la inseguridad del resultado o incluso el descalabro que pueda originar; una aparente pérdida de tiempo, puesto que nosotros lo haríamos antes y mejor; un mayor esfuerzo, ya que resulta mucho más penoso —¡pero también más formativo!— enseñar a realizar algo («hacer hacer») que efectuarlo uno mismo, etc.

Solo ofreciendo «oportunidades de desarrollo» ponemos a nuestros hijos en condiciones de que efectivamente crezcan… y experimenten el sano orgullo de que no «están de sobra», sino que tienen una función en este mundo.

· Para superar el egoísmo

Es también tarea de los padres ayudar al niño a ir saliendo de su natural egocentrismo. A veces deberán soportar sus insistentes peticiones y retrasar el cumplimiento de lo que desee. De lo contrario, si ceden de inmediato a sus caprichos lo estarán preparando para una «insatisfacción crónica» de por vida.

Hoy en día no es infrecuente que los padres, muy ocupados por otros menesteres, «sustituyan» la atención personal a sus hijos por regalos y concesiones, anticipándose incluso a que ellos los soliciten. De esta suerte, en lugar de transmitirles la convicción de que son unos privilegiados y deben estar agradecidos porque, además de la vida, han recibido y reciben de continuo y gratuitamente muchos bienes de los que otros tantos niños carecen, creamos en ellos el convencimiento de que «tienen derecho a todo».

Y, así, no solo los transformamos en unos déspotas o pequeños tiranos, sino que cuando, con el correr del tiempo, les sean negados justamente privilegios o beneficios que en realidad no merecen, se sentirán tremendamente frustrados e incluso albergarán una especie de resentimiento universal ante esa sociedad que les niega sus «derechos». ¡Y no digamos nada si llegan a ser objeto de alguna auténtica injusticia…!

Otorgar al niño cuando es pequeño todos sus antojos, no enseñarle a privarse incluso de lo que a veces le es necesario, equivale a destinarlo a un futuro de continuo desengaño, de infelicidad e incluso de depresión inducida.

· Fomentar su justa independencia

En los primeros años, la relación madre-hijo es un idilio de ternura, absolutamente imprescindible también para el bebé. Son ya muchos los experimentos que prueban que los niños que crecen al amparo de sus madres, incluso en situaciones límite como podría ser una prisión, se desarrollan mejor desde el punto de vista físico y psíquico que aquellos otros atendidos por especialistas en las mejores condiciones materiales… pero privados del calor y la ternura que solo una madre puede aportar.

Sin embargo, a medida que el niño crece también la relación debe cambiar: con el paso del tiempo la madre ha de modular su insaciable deseo de mimos, besos y caricias... y nunca, si se diera el caso, intentar sustituir las injustísimas desatenciones de un marido rutinario y apoltronado por las del hijo: el amor a este solo puede ejercer plenamente sus funciones beneficiosas cuando es el resultado y la prolongación del que los padres se tienen entre sí.

Por otro lado, si no sabe controlarse, la madre puede hacer que más tarde sus hijos se sientan insuficientemente queridos, pues las carantoñas que de críos les satisfacían ahora les resultan incluso molestas. Y que desarrollen a su respecto una actitud ambigua, pero siempre negativa:

a) por un lado, no son capaces de separarse de ella y valerse por sí mismos; y

b), por otro, al percibir que le resultan indispensables, la tiranizan y la maltratan.

2. Los primeros años de escuela

· «Ya voy a la guardería»

La entrada en el colegio o la guardería puede representar un momento delicado en la vida del niño y repercutir sobre el futuro rendimiento escolar. No es raro que los padres vivan el comienzo de las clases del chico con ilusionada satisfacción, como el inicio de una gran carrera (y a veces como una «liberación» de los cuidados del niño, que les roba parte de su tiempo). Pero el chiquillo tal vez la vivencie como la salida de su incontrastado reino infantil. La consecuencia puede ser un rechazo claro e inconsciente, que en ocasiones se manifiesta en aparente retraso o en concretas incapacidades escolares.

Los padres han de saber conjugar con prudencia el incremento de las atenciones al chico, que en ningún caso debe sentir que ha sido abandonado, y la fortaleza para hacerle comprender que inicia una nueva etapa y para que la viva con todas sus consecuencias, evitando las concesiones indulgentes («hoy hace frío, mejor que no vayas a la escuela», «la profesora no te trata bien», «tus compañeros son malos»…), que nacen de una malentendida compasión y ningún bien originan al chiquillo.

· Compartir sus experiencias

En cualquier caso, es oportuno hablar a los niños del colegio o del jardín de infancia antes de que comiencen a asistir a él, pero sin el exceso de énfasis que lo convertiría en un suceso de vital importancia… incrementando las repercusiones negativas que a veces (¡no es necesario que ocurra!) ese cambio puede provocar.

Más bien, con picardía y mano izquierda, habría que lograr que los críos lo deseen como una fuente de satisfacciones y de intereses y nuevos logros: conocer a futuros amigos, aprender cosas que hasta el momento no sabían, desarrollar habilidades antes inexistentes, empezar a «ser mayores» porque ya son capaces de valerse por sí…

Salta a la vista el error de utilizar la escuela como advertencia correctiva, diciendo por ejemplo, «¡Me gustaría verte cuando estés en el colegio, entonces sí que te harán portarte como debes!». No solo se haría muy difícil que los chicos sintieran atracción hacia aquello que aún desconocen, sino que los padres que así razonan estarían minando de raíz su propia autoridad y ascendencia.

· No dejar de ser padres

Resulta muy conveniente conocer el colegio de nuestros hijos junto a ellos y acompañarles en las emociones que experimentan. Asimismo es importante, dentro de las posibilidades de cada familia, escoger bien el centro educativo. Entre los criterios de elección, hoy más que nunca resulta vital la existencia de un clima lo más recto (y cristiano) posible, propicio para el desarrollo humano y espiritual de los chicos: pero sin olvidar jamás que ni siquiera el mejor de los colegios exime a los padres de su compromiso y actuación educativa: conocer bien a sus hijos, tratarlos, orientarlos o re-orientarlos...

De hecho, uno de los factores que mayor daño está causando en las nuevas generaciones es la actitud combinada de:

a) unos padres que, con más o menos conciencia y voluntariedad (y de ordinario por dejadez presuntamente «justificada» por la falta de tiempo), reniegan de su condición de educadores natos e insustituibles, siempre responsables del desarrollo de sus hijos; y

b) ciertos gobiernos que se arrogan el derecho de educar como algo propio —no delegado de los padres—, y manipulan la educación con fines de partido… a veces en oposición neta a los ideales y convicciones de las familias que les han encomendado a sus hijos, incluso en temas —como la educación religiosa o de la sexualidad— de exclusiva competencia paterno-materna.

· Mostrarse disponibles

También en esta etapa, para conocer bien al niño, además de observarlo, hay que conversar con él, lo cual implica auténtica y no fingida disponibilidad… aunque esto implique un recorte de nuestros caprichos, de nuestro merecido descanso, o incluso de nuestro trabajo (no, sin embargo, salvo en situaciones muy excepcionales, de la atención debida al otro cónyuge… que acabaría por repercutir negativamente en el propio niño) .

No será tiempo perdido que la madre ¡y el padre! dediquen de vez en cuando un rato por las noches a hablar con el hijo una vez acostado. A menudo, estos momentos favorecen la confidencia. Escuchad sus preguntas, acaso inesperadas, sin nerviosismos o deseos de superar cuanto antes el mal trago. Intentad responder con gracia y pertinencia, aprovechando la ocasión para reforzar el nexo afectivo que lo anime más tarde, cuando se presenten dificultades y problemas mayores, a dirigirse a vosotros con confianza. O simplemente cantad juntos, contaos chistes y divertios, pues el clima de alegría y buen humor es una de las claves más determinantes en la educación y en la buena marcha de cualquier familia.

· La tele y otros «intrusos»

Una vez en este punto, no cabe olvidar un personaje importante de la «familia», de enorme incidencia educativa: la televisión y todos sus «derivados o sucesores», como el ordenador, Internet, las videoconsolas…

Personajes que nos invaden, que ejercen una fuerte sugestión y tienden a aislar al espectador, provocando incluso enfermedades psíquicas ya bien comprobadas y, en cualquier caso, alejándolo de la realidad concreta en que de hecho se mueve.

Multitud de estudios ponen de manifiesto los daños causados por el excesivo protagonismo de la televisión, en especial entre los niños. Son corrientes las quejas de los padres ante el influjo negativo que estos y otros medios, que las modas y los usos sociales… ejercen sobre sus hijos. Sin embargo, habría que tener en cuenta una «ley» casi física: el ambiente exterior «entrará» en el hogar en la proporción exacta en que nosotros lo dejemos vacío; por el contrario, si sabemos llenar nuestra vida de familia, resulta prácticamente imposible que en ella «se cuele» nada inconveniente, por la sencilla razón de que no quedará espacio libre…

De ahí que los padres, sabiendo aprovechar también cuanto de positivo ofrece la nueva tecnología, deban en primer término llenar el hogar no sólo de cariño, sino de actividades mucho más provechosas, atrayentes y educativas que las que nos ofrecen de ordinario esos otros medios: excursiones en común, tertulias amenas y formativas, «clubes» de papiroflexia, de juegos de manos, de lectura o teatro, juegos entre los hermanos o con sus amigos… y un largo etcétera, que depende de las habilidades y aficiones de cada cual.

Claro que todo ello requiere esfuerzo y dedicación por parte de los padres, mientras que instalar a los chicos delante de la tele o la videoconsola los deja en libertad para dedicarse a sus cosas… o para instalarse también ellos delante de la caja boba o del ordenador.

Por eso, y porque la atracción de tales medios es muy fuerte, los padres —además de dar ejemplo de sobriedad en su uso— han de ejercitar una cierta disciplina y vigilancia, evitando sobre todo que los breves momentos de vida familiar de las comidas sean sacrificados al pequeño ídolo de la televisión, eligiendo los programas más convenientes y estableciendo un horario o alguna otra regla práctica para la utilización de la tele y aparatos similares.

Por otro lado, a medida que los hijos crezcan, les ayudará el cultivar su sentido crítico, su sensibilidad ética y su buen gusto, hablando juntos de los programas, juzgándolos y seleccionándolos mediante un intercambio de ideas que, en lugar de sustituirlo, estimule el diálogo familiar.

3. La adolescencia

· ¡Llegó el momento tan temido!

El día en que el niño más afectuoso, bueno y simpático se torne arisco, rebelde, insolente, contradictorio e insoportable, no hay ni que asustarse ni que preguntarle por qué actúa de ese modo, ni que llevarlo al médico. Simplemente hay que caer en la cuenta de que ha entrado en la pubertad, edad ciertamente crítica... «sobre todo para los padres».

Digo esto con cierta ironía, pero con total convencimiento. El hecho de que en mi hogar haya habido hasta siete adolescente —¡seis de ellos simultáneos!—, junto con la observación de lo que ocurre en familias amigas, me ha conducido a advertir con claridad que, por decirlo de manera un tanto paradójica, la adolescencia está «pensada» sobre todo para que los padres maduremos, crezcamos como personas y, en definitiva, avancemos en el camino de la santidad, más fiados en Dios que en nuestras propias fuerzas.

Sobre todo cuando, en buena parte como fruto de nuestro empeño, los hijos han llevado una vida que nuestros amigos califican como «ejemplar», el ver que al llegar a cierto tramo del camino parece que «se nos van de las manos» y empiezan a adoptar actitudes que no son de nuestro gusto, constituye un medio eficacísimo para «devolvernos a nuestro sitio»: sobre todo, para descubrir de veras —y no solo en teoría— que es Dios el auténtico forjador de su carácter y para abandonarnos en Sus manos, sabiendo que Él los quiere mucho más y mejor que cualquiera de nosotros.

Aclarado lo cual, hay que reconocer que la adolescencia acarrea también problemas al chico y a la chica. Pero tal vez convenga tener en cuenta que, para ellos, está llena de fascinación, además que de malestar y molestias; de expectativas, además que de inseguridades; de sueños, además que de temores… En cualquier caso, cuidémonos mucho de olvidar que todos los chicos y las chicas tienen derecho a llegar a ese periodo y «navegar y naufragar» durante un tiempo en él… como asimismo hemos llegado —y hemos salido— cada uno de nosotros.

· Un periodo de crecimiento

La transformación de esos años es a la vez fisiológica y espiritual. En esa edad se cae en la cuenta de ser «persona», dotada de vida interior; se descubre y se escruta la propia intimidad con la fascinación y el temor con que se explora un territorio nuevo, que además nos pertenece por completo. De aquí la extrema atención del adolescente hacia su «yo» que puede parecer egoísmo y narcisismo.

Todo lo cual, con independencia de los inconvenientes que de ordinario lleva aparejados, es fundamentalmente positivo. Como veremos de inmediato, el chico o la chica están alcanzando por ver primera, en el ámbito psicológico y ético, la estricta condición de persona… aun cuando de un modo todavía muy imperfecto y repleto de zozobras y ambigüedades.

Vale la pena no perder de vista esta perspectiva, lo mismo que el carácter normalmente pasajero de esta etapa, si queremos eliminar dramatizaciones que solo conseguirán hacer más oscura y dolorosa la senda que nuestros hijos están transitando.

· Dejando de ser niños… para comenzar a ser «otra cosa»

Por lo común, la adolescencia comienza a los once o doce años para las chicas, y uno o dos años más tarde para los chicos, y dura de dos a cuatro años. Aunque en la actualidad, y sobre todo en algunos lugares, tiende a adelantar su comienzo… y a retrasar su término, hasta el punto de que se han vuelto comunes expresiones como «eternos adolescentes», padres y madres… o incluso abuelos que no han abandonado esa condición.

De ordinario, según apunté, se trata de una crisis de crecimiento y emancipación: todo en el adolescente le impulsa a no seguir siendo ese niño que hasta ahora los suyos conocían, pero tampoco desea ser un adulto según los modelos que tiene frente a él: rechaza ser como se querría que llegara a ser, y teme transformarse en un ideal que de hecho anhela al tiempo que desconoce. Por eso intenta, antes que nada, «no ser».

De ahí el espíritu de contradicción, que es en el fondo la única posible forma provisional de ser algo completamente nuevo… que no sabe bien qué es. Por eso el adolescente puede rechazar de los adultos hasta las más mínimas observaciones, consejos, peticiones de información sobre sus actividades, juicios sobre su comportamiento: en todo siente la amenaza de ser definido y él querría ser indefinible.

· … y acabar siendo ellos mismos

Existe, sin embargo, otra razón de fondo y tremendamente positiva para ese repudio universal. Hasta el momento, con los matices pertinentes, el chico o la chica se han guiado por lo criterios paterno-maternos o, en todo caso, exteriores a ellos.

Mas obsérvese bien: el único modo de que tales normas lleguen a ser propias —cosa del todo necesaria para una existencia adulta y responsable— es recusar por completo todo aquello que se considera ajeno e impuesto, para construir y apropiarse su personal escala de valores.

Por lo común, si desde el nacimiento hasta el momento de la crisis la educación del chico ha sido la adecuada, si ha habido diálogo e interés real por parte de los padres, si se ha huido de la imposición arbitraria y razonado los motivos de cada comportamiento… el joven acabará adoptando como propias —en el más hondo sentido de la expresión— unas directrices similares a las de su familia, aunque mucho más maduras.

De lo contrario, resulta difícil prever en qué puede desembocar todo el proceso. De ahí que convenga prestar atención a dos verdades muy serias, pero que expresaré con un toque de humor:

a) ningún hijo «nace» adolescente; tenemos al menos diez años antes de la etapa temida para ganarnos su amistad y poner las bases de una personalidad sana y coherente;

b) en los tiempos que corren, ningún padre debería preocuparse gravemente por un hijo hasta que, pasada la barrera de los cuarenta, aún no hubiera sentado cabeza.

· ¿Contradictorios e incomprensibles?

Dando un buen salto atrás, la edad fronteriza de la adolescencia suele ir acompañada de un humor inestable y de irritabilidad: casi ningún adolescente se encuentra a gusto, antes que nada, con la persona que le resulta más cercana e inevitable: él mismo.

Por otro lado, las manifestaciones externas de cariño por parte de los mayores parecen molestar al adolescente, que se siente tratado como un crío, pero al mismo tiempo es muy susceptible respecto a cualquier falta de atención o muestra de indiferencia: casi sin advertirlo, proyecta sobre la actitud de los adultos el concepto empobrecido y ambiguo que tiene de sí mismo.

En su pretensión de ser esa persona mayor que aún ignora, se defiende de la propia sensibilidad y de la necesidad de ternura ostentando dureza y cinismo.

Ya no es la edad de las grandes amistades, sino del grupo: parece que solo en él, entre sus semejantes, interpretando todos el mismo papel con tácita complicidad, se siente seguro.

· Lo que podemos hacer

a) Crecer nosotros mismos. Una vez que se toma conciencia de todo esto, ¿cómo comportarse con un adolescente para poder vivir juntos y ayudarle?

Ante todo con mucha más madurez que él. Como aplicación muy concreta de lo que antes sostenía —que la adolescencia está pensada más que nada para los padres—, cuando el muchacho o la muchacha cambia nosotros no podemos quedarnos atrás: debemos cambiar con ellos, pegar un auténtico estirón, dar un salto de calidad.

Si el adolescente ya no quiere salir con nosotros, si comienza a mostrarse cerrado y molesto, es menester que nuestra presencia se haga más discreta y, sobre todo, evitar cualquier reproche por no ser ya cariñoso o simpático… «¡cómo cuando eras más pequeño!».

Habrá que estar atentos y tener detalles con él, pero sin hacerlos pesar ni darle nunca la impresión de que se le vigila o se está mendigando su cariño. Es normal que no venga a mostrarnos su intimidad. De nada sirve decirle que se abra, que la madre o el padre son sus mejores amigos. Habrá que buscar las ocasiones de diálogo y de confidencia —habitualmente muy breves, circunstanciales y esporádicas— pero sin jamás forzarlas.

b) Y ayudarles a crecer. El justo deseo de autonomía que se desarrolla en el adolescente debe ser bien apreciado y favorecido, sin demasiado miedo, aunque también sin confundir autonomía con ausencia de lazos.

Para él es importante sentir que goza de nuestra confianza, que se le estima. Los padres, por otro lado, no han de presuponer en su comportamiento una intención malévola que en realidad no existe, siendo más bien fruto del mismo desconcierto del chico.

De ordinario, no es oportuno suprimir las causas de su inseguridad o de sus preocupaciones, resolviéndole nosotros sus problemas. A menudo una ayuda no necesaria significa de hecho una limitación y una humillación para quien la recibe. El resultado sería un aumento de su ambivalente y nunca voluntariamente manifestada sensación de insuficiencia, que le impediría aprender por medio de su experiencia personal. Por eso, cuando se estime oportuno proporcionarle un apoyo extra, es bueno que él busque junto con vosotros la solución y se sienta responsable de lo decidido.

Actuando de esta forma, la adolescencia, en la que no cabe evitar sobresaltos y turbulencias, podría muy bien transcurrir sin esos «visos dramáticos» que a menudo la acompañan… y culminar con una maduración nada traumática y bastante definitiva del chico o de la chica.

 

 

Tomás Melendo Granados

Catedrático de Filosofía (Metafísica)

Director Académicos de los Estudios Universitarios sobre la Familia

Universidad de Málaga (UMA), España

tmelendo@eresmas.net

www.masterenfamilias.com