El mejor regalo para tu hijo
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio Córdova
Mateo 3, 13-17
En ese entonces llegó Jesús, que venía de Galilea al Jordán donde Juan, para
ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: "Soy yo el que
necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?" Jesús le respondió: "Déjame
ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia." Entonces le dejó.
Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al
Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que
salía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco."
Reflexión
En más de una ocasión he escuchado estas palabras: “A nuestro hijo no lo vamos a
bautizar porque no queremos imponerle nada; mejor, cuando crezca, que él escoja
qué religión quiere tener”. La verdad, es una grandísima pena que haya padres
católicos que piensen así porque, además de reflejar su escasa formación
religiosa, hacen ver con esos comentarios que no tienen ni idea de lo que es
realmente el bautismo. Si dicen que no quieren imponer la fe a sus hijos,
entonces, ¿por qué no les preguntaron también si querían venir a esta vida o no,
si querían nacer o preferían no haber vivido nunca?
A lo mejor puede sonar esto un poco duro. Pero así es. Los padres de familia que
así piensan tal vez no se dan cuenta de que, al igual que la vida es un don
gratuito que se ofrece al hijo sin condiciones, sólo por amor, con el bautismo
sucede algo bastante semejante. La fe es un inmenso regalo, un don de Dios de un
valor incalculable, y los padres –si son de verdad cristianos— consideran que es
la mejor herencia que pueden dar a sus hijos. Es como si un señor muy rico
quisiera regalar a un niño un millón de dólares y sus padres se opusieran
rotundamente dizque para no “obligar” a su hijo a recibir algo sin su
consentimiento. ¿Verdad que sería el absurdo más grande del mundo, aunque se
hiciera en nombre de una supuesta “libertad”?
Cuentan que san Luis, rey de Francia, cuando alguno de sus hijos pequeños
recibía el bautismo, lo estrechaba con inmensa alegría entre sus brazos y lo
besaba con gran amor, diciéndole: “¡Querido hijo, hace un momento sólo eras hijo
mío, pero ahora eres también hijo de Dios!”. El apóstol san Juan se expresa así,
con inmensa emoción: “Mirad qué gran amor nos ha mostrado el Padre para
llamarnos hijos de Dios. ¡Y lo somos realmente!” (I Jn 3,2). Y un poco más
adelante dice también: “Quien ha nacido de Dios no peca, porque la semilla de
Dios está en él, y no puede pecar” (I Jn, 3,9).
El Evangelio de hoy nos narra el bautismo de Cristo, y nos dice san Mateo que,
apenas Jesús fue bautizado, “se abrió el cielo y vio que el Espíritu Santo
bajaba como una paloma y se posaba sobre Él. Y vino una voz del cielo que decía:
Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. Es entonces cuando el Padre da ante
el mundo ese maravilloso testimonio a favor de Cristo, ratifica solemnemente la
condición divina de Jesús e inaugura con su sello la misión que su Hijo estaba
para iniciar sobre la tierra.
Jesús es el Hijo eterno del Padre, el Hijo por naturaleza, el predilecto por
antonomasia. Pero también nosotros, por una especialísima dignación de Dios y
una predilección de su amor, a través del bautismo, también quedamos
constituidos “hijos en el Hijo” y llegamos a ser hijos de Dios por adopción.
El bautismo es, pues, el sacramento por el que nacemos a la vida eterna y el que
nos abre las puertas del cielo. El mismo Juan nos refiere en su evangelio
aquellas profundas palabras que dirigió Jesús a Nicodemo: “En verdad te digo que
quien no naciere del agua y del Espíritu, no podrá entrar en el reino de los
cielos. Lo que nace de la carne, es carne; pero lo que nace del Espíritu, es
espíritu” (Jn 3, 5-6).
Después de las hermosas fiestas navideñas que todos hemos podido pasar estos
días en familia, hoy la Iglesia quiere celebrando con todos sus hijos la fiesta
del bautismo del Señor. De esta forma, así como Cristo inició su vida pública
con su bautismo, nosotros ahora iniciamos nuevamente la vida “ordinaria”
recordando y reviviendo el bautismo del Señor.
Pero no es sólo una celebración para iniciar el tiempo ordinario. La Iglesia,
como buena Madre, quiere atraer nuestra atención hacia las verdades más
esenciales y fundamentales de nuestra vida. Nos remonta hasta los orígenes de
nuestra fe.
Se cuenta que san Francisco Solano, siendo ya religioso franciscano, fue un día
a visitar su pueblo natal de Montilla, en España. Y, entrando a la iglesia de
Santiago, en donde había sido bautizado, se fue derecho a la pila bautismal, se
arrodilló en el suelo con la frente apoyada sobre la piedra y rezó en voz alta
el Credo para dar gracias a Dios por el don de su fe. Algo casi idéntico repitió
Juan Pablo II, cuando visitó Polonia por primera vez como Papa, en el año 1979.
Acudió de peregrinación a su natal Wadowice y, entrando a la iglesia parroquial,
encontró rodeada de flores la pila bautismal donde fue bautizado en 1920.
Entonces se arrodilló ante ella y la besó con profunda devoción y reverencia.
¡Los santos sí saben lo que es el bautismo!
Gracias a Dios, también nosotros hemos recibido este don maravilloso. Pero,
¿cuántos de nosotros somos conscientes de este regalo tan extraordinario y nos
acordamos de él con frecuencia para darle gracias al Señor, para renovar nuestra
fe con el rezo del Credo y ratificar nuestro compromiso cristiano? El Vaticano
II nos recuerda que, por el bautismo, todos los cristianos tenemos el deber de
tender a la santidad y de ser auténticos apóstoles de Cristo en el mundo: con
nuestra palabra, nuestro testimonio y nuestra acción. ¿Somos cristianos de
verdad? ¿De vida y de obras, y no sólo de nombre, de cultura o tradición?
¡Ojalá que cada día vivamos más de acuerdo con nuestra condición y agradezcamos
a Dios, con nuestro testimonio, el maravilloso privilegio de ser sus hijos
predilectos!