Pierre Teilhard de Chardin

El medio divino

 

 

 

ÍNDICE

Prólogo

Advertencia

Observación

Introducción

Primera parte: La dinivización de las actividades

1 . Existencia cierta del hecho y dificultad de su explicación. El problema cristiano de la santificación de la acción

2. Una solución incompleta: la acción humana vale, y sólo vale por la intención con que se realiza

3. La solución definitiva: todo esfuerzo coopera a la terminación del mundo in Christo Jesu

a) En nuestro Universo, toma alma es para Dios en Nuestro Señor

b) Y ahora, añadíamos, «en nuestro Universo, donde todo espíritu va a Dios Nuestro Señor, todo lo sensible es, a su vez, para el Espíritu»

c) Podemos ahora aproximar entre sí las premisas mayor y menor de nuestro silogismo, para captar su nexo y la conclusión

4. La Comunión por la acción

5. La perfección cristiana del esfuerzo humano

La santificación del esfuerzo humano

b) La humanización del esfuerzo cristiano

6. El desasimiento por la acción

Segunda parte: La divinización de las pasividades

1 . Extensión, profundidad y diversas formas de las pasividades humanas

2. Las pasividades de crecimiento y las dos Manos de Dios

3. Las pasividades de disminución .

a) La lucha con Dios contra el Mal

b) Nuestra aparente derrota y su transfiguración

c) La Comunión por la disminución

d) La verdadera resignación

Conclusión de las dos primeras partes. Algunos puntos de vista generales sobre la ascética cristiana

1. Asimiento y desasimiento

2. El sentido de la Cruz

3. La fuerza espiritual de la Materia

Tercera parte: El Medio Divino

1 . Los atributos del Medio Divino

2. La Naturaleza del Medio Divino. El Cristo universal y la Gran Comunión

3. Los acrecentamientos del Medio Divino

a) La aparición del Medio Divino. El gusto del ser y la Diafanía de Dios

b) Los progresos individuales del Medio Divino: la pureza, la fe y la fidelidad operantes

c) Los progresos colectivos del Medio Divino. La Comunión de los Santos y la caridad

Epílogo: La espera de la Parusía

Notas

 

 

Sic deus dilexit mundum

Para quienes aman el mundo

 

Advertencia

 

Para poder comprender, en su fondo y en su forma, las páginas que siguen, es necesario que el lector no se deje inducir a error sobre el espíritu con que fueron escritas.

No se dirige este libro precisamente a los cristianos que sólidamente instalados en su fe nada podrían aprender en él. Está escrito para los inquietos de dentro y de fuera, es decir, para quienes, en vez de entregarse plenamente a la Iglesia, la bordean o se apartan de ella con la esperanza de superarla.

A consecuencia de los cambios que, desde hace un siglo, al lado de nuestras representaciones experimentales del Mundo, han modificado también el valor moral de muchos de sus elementos, «el ideal religioso humano» tiende a acentuar tendencias y a expresarse en locuciones que, a primera vista, parecen no coincidir ya con el «ideal religioso cristiano».

De aquí que manifiesten cierto miedo a falsearse o a menguarse, si quedan dentro de la línea del Evangelio, quienes, por la formación o por instinto, perciben, ante todo, las voces de la Tierra.

El fin de este Ensayo de vida, o de visión interior, es probar, mediante una especie de verificación tangible, que semejante inquietud resulta vana, puesto que el Cristianismo más tradicional, el del Bautismo, la Cruz y la Eucaristía, es susceptible de una traducción en la que tiene cabida lo mejor de las aspiraciones propias de nuestro tiempo.

Puedan servir estas páginas para mostrar cómo Cristo, siempre antiguo y siempre nuevo, no ha dejado de ser «el primero» en la Humanidad.

 

Observación importante

No ha de buscarse en estas páginas un tratado completo de teología ascética, sino la simple descripción de una evolución psicológica observada en un intervalo bien determinado. En el curso de una modesta ascensión «iluminativa» se descubre gradualmente al espíritu una serie posible de perspectivas interiores; he aquí lo que hemos pretendido destacar.

Que no extrañe, por tanto, que se haya concedido espacio tan reducido en apariencia al mal moral, al pecado: el alma de que nos ocupamos se supone que se haya apartado de los caminos de la culpabilidad.

Y que tampoco desconcierte el que, explícitamente, no se recurra con más frecuencia a la acción de la Gracia. El tema que aquí se estudia es el Hombre actual, concreto, «sobrenaturalizado», tomado sólo en el terreno de su psicología consciente. Naturaleza y Sobrenaturaleza, influencia divina y operación humana, no tenían por qué ser, por tanto, distinguidas explícitamente. Mas aunque falte su formulación verbal, la cosa se sobreentiende siempre. La noción de la Gracia impregna toda la atmósfera de este relato, no sólo a modo de entidad admitida teóricamente, sino a título de realidad viva.

En efecto, el Medio Divino perdería toda su grandeza y todo su sabor para el «místico», si no sintiera éste, por todo su ser «participado», por toda su alma justificada gratuitamente, por toda su voluntad solicitada y fortificada, que al perder tan completamente pie en el Océano divino, no encontrara, en definitiva, en sí mismo y en el fondo de sí mismo, algún punto de apoyo primero en su acción.

 

Introducción

 

In eo vivimus.

 

En nuestros días, el enriquecimiento y el desasosiego del pensamiento religioso se deben, sin duda, a la revelación que de la grandeza y de la unidad del Mundo se realiza en torno a nosotros y en nosotros. En torno a nosotros, las Ciencias de lo Real dilatan desmesuradamente los abismos del tiempo y del espacio; y descubren incesantemente nuevas ligazones entre los elementos del Universo. En nosotros, bajo la exaltación producida por estos descubrimientos, se desvela y adquiere consistencia un mundo de afinidades y de simpatías unitarias, tan antiguas como el alma del hombre, pero hasta hoy más soñadas que vividas. Sabias y matizadas entre los verdaderos pensadores, ingenuas o pedantes entre los poco cultivados, por todas partes aparecen simultáneamente las mismas aspiraciones hacia un Uno más vasto y mejor organizado; los mismos presentimientos de energías desconocidas y empleadas en ámbitos nuevos. Hoy es casi banal encontrar que el hombre, con toda naturalidad y sin alardes, vive con la conciencia clara de ser un átomo o un ciudadano del Universo.

Este despertar colectivo, semejante al que un buen día hace que cada individuo adquiera conciencia de las dimensiones reales de su vida, ha de tener una profunda repercusión religiosa sobre la masa humana, ya sea para abatir, ya para exaltar.

Para unos, el Mundo se descubre como demasiado grande. El Hombre se halla perdido en semejante conjunto; no cuenta: no nos queda sino ignorar y desaparecer. Para los otros, por el contrario, el Mundo es demasiado bello: es a él sólo a quien hay que adorar.

Hay cristianos (como hay hombres) que se hurtan todavía a esta angustia o a esta fascinación. Las páginas de este libro no les interesarán. Pero hay otros que se asustan de la emoción o de la atracción que produce sobre ellos, invenciblemente, el Astro nuevo que surge. El Cristo evangélico, imaginado y amado dentro de las dimensiones de un Mundo mediterráneo, ¿es por ventura capaz de recubrir y de centrar todavía nuestro Universo prodigiosamente engrandecido? El Mundo, ¿no se halla en vías de manifestarse más amplio, más íntimo, más resplandeciente que el mismo Jehová? ¿No hará que nuestra religión estalle? ¿No eclipsará a nuestro Dios?

Tal vez sin atreverse aún a confesar esta inquietud, muchos (lo sé porque me los he encontrado a menudo y en todas partes...) la sienten, no obstante, absolutamente despierta en el fondo de sí mismos. Para éstos es para quienes escribo.

No intentaré hacer Metafísica, ni Apologética. Con los que quieran seguirme volveré al Ágora. Y allí, todos juntos, oiremos a San Pablo decir a las gentes del Areópago: «Dios, que ha hecho al Hombre para que éste le encuentre -Dios, a quien intentamos aprehender a través del tanteo de nuestras vidas-, este Dios se halla tan extendido y es tan tangible como una atmósfera que nos bañara. Por todas partes Él nos envuelve, como el propio Mundo. ¿Qué os falta, pues, para que podáis abrazarlo? Sólo una cosa: verlo»*.

 

* Al final de su vida el autor volvió sobre El Medio Divino en dos escritos autobiográficos en los que desarrolla lo que entendía por «verlo»: «A lo largo de toda mi vida, por toda mi vida, el Mundo se ha ido poco a poco encendiendo, inflamando ante mis ojos, hasta que en torno a mí se ha hecho enteramente luminoso por dentro... Tal como yo lo he experimentado al contacto con la Tierra: la Diafanidad de lo Divino en el corazón de un Universo que se ha hecho ardiente... Cristo. Su Corazón. Un Fuego: capaz de penetrarlo todo, y que, poco a poco, se extiende por todas partes». (N. de los E.)

 

Este librito, en el que no se hallará sino la lección eterna de la Iglesia, pero repetida por un hombre que cree sentir apasionadamente con su tiempo, querría enseñar a ver a Dios por todas partes: verlo en lo más secreto, en lo más consistente, en lo más definitivo del mundo. Lo que estas páginas proponen y encierran es sólo una actitud práctica, o, más exactamente acaso, una educación de los ojos. No discutamos, ¿queréis? Pero situaos, como yo, aquí y mirad. Desde este punto privilegiado que no es la cima difícil reservada a ciertos elegidos, sino la plataforma firme construida por dos mil años de experiencia cristiana, veréis, con toda sencillez, operarse la conjunción de los dos astros cuya atracción diversa desorganizaba vuestra fe. Sin confusiones, sin mezclas, Dios, el verdadero Dios cristiano, invadirá ante vuestros ojos el Universo. El Universo, nuestro Universo de hoy, el Universo que os asustaba por su magnitud perversa o su pagana belleza. Lo penetrará como un rayo penetra un cristal; y a favor de las capas inmensas de lo creado, se hará para vosotros universalmente tangible y activo, muy próximo y, a la vez, muy lejano.

Si, acomodando la mirada de vuestra alma, sabéis percibir esta magnificencia, os prometo que olvidaréis vuestros vanos temores frente a la Tierra que asciende; y sólo pensaréis en gritar: «¡Todavía más grande, Señor! ¡Sea cada vez más grande Tu Universo para que, mediante un contacto incesantemente intensificado y engrandecido, yo Te sostenga y sea sostenido por Ti! ».

La marcha que seguiremos en nuestra exposición ha de ser muy sencilla. Puesto que, en el campo de la experiencia, la existencia de cada hombre se divide adecuadamente en dos partes: lo que hace y lo que experimenta, consideremos consecutivamente el campo de nuestras actividades y de nuestras pasividades. En cada uno de ellos constataremos, primero, que Dios, siguiendo su promesa, realmente nos espera en las cosas, a menos que no salga desde ellas a nuestro encuentro. Después, admiraremos cómo por la manifestación de su sublime Presencia, no altera la armonía de la actitud humana, sino que, por el contrario, proporciona a ésta su forma verdadera y su perfección. Hecho esto, es decir, habiéndose mostrado las dos mitades de nuestra vida (y por consiguiente la totalidad de nuestro Mundo mismo) llenas de Dios, ya no nos quedará sino inventariar las propiedades maravillosas de este medio extendido por todas partes (¡y, sin embargo, ulterior a todo!), en el que sólo nosotros estamos construidos, para poder, desde ahora, respirar plenamente.

 

Primera parte

 

La divinización de las ACTIVIDADES 1

 

De las dos mitades o componentes en que puede dividirse nuestra vida, la primera, por su posible importancia y por el valor que le conferimos, es el campo de la actividad, del esfuerzo, del desarrollo. Naturalmente, no hay acción sin reacción. Y naturalmente tampoco hay nada en nosotros que, en su origen primero y en sus capas profundas, no sea in nobis sine nobis, como decía San Agustín. Cuando, al parecer, obramos con máxima espontaneidad y fuerza, en parte estamos conducidos por las cosas que creemos dominar. Además, la misma expansión de nuestra energía (por donde se traduce el núcleo de nuestra persona autónoma) en el fondo no es más que la obediencia a una voluntad de ser y de crecer que varía de intensidad y adquiere modalidades infinitas de las que no somos nosotros los dueños. Al comienzo de la segunda parte volveremos sobre estas pasividades esenciales, mezcladas las unas a la médula de nuestra sustancia, difundidas las otras en el juego conjunto de las causas universales, al que llamamos «nuestra naturaleza», o «nuestro carácter», o «nuestra buena suerte». De momento, tomemos nuestra vida con sus categorías y sus denominaciones más inmediatas y más comunes. Todo hombre distingue perfectamente los momentos en que actúa de aquellos en que es objeto de acción. Considerémonos en una de estas fases de actividad dominante, y tratemos de ver cómo a favor y por la extensión total de nuestra acción, lo divino nos presiona, intenta entrar en nuestra vida.

 

 

1. Existencia cierta del hecho y dificultad de su explicación. El problema cristiano de la santificación de la acción

 

Dogmáticamente nada hay más seguro que la posibilidad de santificación de la acción humana: «Cualquier cosa que hagáis, hacedla en nombre de Nuestro Señor Jesucristo», dice San Pablo. Y la más entrañable tradición cristiana ha entendido siempre esta expresión, «en nombre de Nuestro Señor Jesucristo», en el sentido de: en unión íntima con Nuestro Señor Jesucristo. ¿No ha sido el propio San Pablo el que, tras haber invitado a «revestirse de Cristo», forjó, además, en plenitud de sentido, y aun incluso en su letra, la serie famosa de los términos: Collaborare, compati, commori, con-ressuscitare..., en los que se expresa la convicción de que toda vida humana, en cierto modo, ha de hacerse común con la vida de Cristo? Las acciones de la vida de que aquí se trata ya se sabe que no deben comprender tan sólo obras de religión o de piedad (oraciones, ayunos, limosnas, etc.). Lo que la Iglesia declara santificable es la vida humana entera, considerada hasta en esas zonas suyas llamadas las más «naturales». «Cuando comáis o cuando bebáis...» dice San Pablo. Toda la Historia de la Iglesia está presente para probarlo. En conjunto, desde las directrices solemnemente proferidas por la palabra o el ejemplo de los Pontífices y Doctores, hasta los consejos dados humildemente por cada sacerdote en el secreto de la confesión, la influencia general y práctica de la Iglesia se ha ejercido siempre para la dignificación, exaltación y transfiguración en Dios del deber de estado, la búsqueda de la verdad natural, el desarrollo de la acción humana.

El hecho es indiscutible. Pero su legitimidad, es decir, su coherencia lógica con el fondo mismo del espíritu cristiano, no aparece de inmediato. ¿Cómo es posible que las perspectivas del reino de Dios no conmocionen, con su aparición, la economía y el equilibrio de nuestras actividades? ¿Cómo puede el que cree en el Cielo y en la Cruz continuar creyendo sinceramente a costa de las ocupaciones terrestres? ¿Cómo, en virtud de lo que hay en él de más cristiano, puede el creyente entregarse a la totalidad de su deber humano con el mismo ímpetu que si se entregase a Dios? He aquí algo que no está claro a primera vista; y he aquí lo que, en realidad, perturba a muchos más espíritus de lo que imaginamos.

El problema se plantea de la manera siguiente:

Entre los artículos más sagrados de su Credo cuenta el cristiano con que la existencia de aquí abajo se continúa en una vida cuyos goces, dolores y realidad no tienen parangón posible con las condiciones presentes de nuestro Universo. A este contraste, a esta desproporción que bastarían por sí solos para que perdiéramos el gusto y el interés por la Tierra, se añade una positiva doctrina de condenación o desdén hacia un Mundo viciado o caduco. «Consiste la perfección en el desprendimiento. Cuanto nos rodea es despreciable ceniza.» El creyente lee u oye repetir en todo momento estas palabras austeras. ¿Cómo puede conciliarlas con este otro consejo, recibido en general del mismo maestro y, en todo caso, inscrito por la naturaleza en su propio corazón, según el cual es preciso dar a los Gentiles el ejemplo de la fidelidad en el cumplimiento del deber, del empuje y aun del avance en todos los caminos abiertos por la actividad humana? Dejemos a un lado a los tremendistas o a los perezosos que, considerando absolutamente inútil almacenar una ciencia, o bien organizar un bienestar, de los que gozarán centuplicadamente tras su último suspiro, no colaboran en la tarea humana (como se les habrá dicho imprudentemente, cito) más que «con la punta de los dedos». Hay una categoría de espíritus (cualquier «director» ha tropezado con ellos) para los que la dificultad toma la forma y adquiere el valor de una perplejidad continua y paralizante. Estos espíritus, enamorados de la unidad interior, se hallan presos de un auténtico dualismo espiritual. Por una parte, un seguro instinto, confundido con su amor del ser y su gusto de vivir, les atrae hacia la alegría de crear y de conocer. De otra, una voluntad superior de amar a Dios por encima de todo, les hace temer la menor partición, el menor desliz en sus afectos. En las capas más espirituales de su ser se engendra en verdad un flujo y reflujo contrarios debidos a la atracción de dos astros rivales, de esos astros de que se habló al comienzo de este libro: Dios y el Mundo. ¿Cuál de los dos se hará adorar más noblemente?

Con arreglo a la naturaleza más o menos vigorosa del sujeto, el conflicto amenaza con terminar de una de las tres maneras siguientes: o bien el cristiano, rechazando su gusto por lo tangible, se esforzará por no hallar interés más que en los objetos puramente religiosos, e intentará vivir en un Mundo divinizado mediante la exclusión del mayor número posible de objetos terrestres; o bien, molesto por la oposición interior que le frena, echará a un lado los consejos evangélicos, y se decidirá a llevar lo que le parece ser una vida humana y verdadera; o bien -y éste es el caso más frecuente- renunciará a comprender algún día totalmente a Dios o enteramente a las cosas; imperfecto a sus propios ojos, insincero ante el juicio de los hombres, se resignará a llevar una doble vida. No se olvide que hablo aquí de experiencia.

Estas tres soluciones son censurables por diversos títulos. Que uno se haga inauténtico, que se desagrade a sí mismo, o que se desdoble, el resultado siempre es malo, y ciertamente contrario a lo que debe producir auténticamente en nosotros el Cristianismo. Sin duda, hay un cuarto medio posible para evadirse del problema; es darse cuenta de cómo, sin hacer la menor concesión a la «naturaleza», sino por sed de una mayor perfección, existe el medio de conciliar y de alimentar más tarde, uno mediante otro, el amor de Dios y el sano amor del Mundo, el esfuerzo de desprendimiento y el de desarrollo.

Veamos las dos soluciones, la primera incompleta, la segunda total, que pueden darse al problema cristiano de la «divinización del esfuerzo humano».

 

 

2. Una solución incompleta: La acción humana vale, y sólo vale por la intención con que se realiza

 

Reducida un tanto crudamente y en esquema a su esencia, he aquí una primera respuesta dada por los directores espirituales a quienes les preguntan cómo un cristiano decidido a despreciar el Mundo y a guardar celosamente para Dios su corazón puede amar lo que hace -de acuerdo con la idea de la Iglesia de que el fiel debe no actuar menos, sino actuar mejor que el pagano-:

Amigo, para revalorizar tu trabajo humano, que la perspectiva y la ascética cristianas te parecen despreciar, tienes que inyectarle la sustancia maravillosa de la buena voluntad. Purifica tus intenciones, y entonces la menor de tus acciones se hallará saturada de Dios.

Sin duda, la materialidad de tus actos no tiene valor definitivo alguno. El que los hombres descubran una verdad o un fenómeno más o menos, que hagan o no buena música o imágenes bellas, que su organización terrestre esté más o menos lograda, esto carece directamente de importancia para el Cielo. Nada, en efecto, de cuanto atañe a estas creaciones o a estos descubrimientos formará parte de las piedras con que está construida la nueva Jerusalén. Pero lo que constará allí arriba, lo que siempre permanecerá, es el haber obrado en todo conforme a la voluntad de Dios.

Dios no necesita en absoluto, es evidente, de ninguno de los productos de tu industriosa actividad, puesto que todo puede tenerlo sin ti. Lo que exclusivamente le interesa a Dios y, claro está, desea intensamente, es que se haga un uso fiel de la libertad y que se le dé a Él preferencia sobre los objetos que nos rodean.

Comprende bien esto: sobre la Tierra las cosas no te han sido dadas más que como una materia para que te ejercites sobre ella, sobre la cual es preciso que hagas espíritu y corazón como sobre tabla rasa. Estás en un terreno de prueba, en el que Dios puede juzgar si eres o no apto para ser transportado al Cielo, a presencia suya. Estamos de prueba. Por tanto, poco importan ni el valor ni lo que será de los frutos de la Tierra. El problema está en saber si te has servido de ellos para aprender a obedecer y a amar.

No te apegues, pues, a la grosera envoltura de las obras humanas. No es sino paja, combustible, o frágil alfarería. Piensa, en cambio, que en cada una de estas humildes vasijas es posible trasvasar, como si fuera savia o un precioso licor, el espíritu de docilidad y de unión con Dios. Si los fines terrestres en sí mismos nada valen, pueden ser, sin embargo, objeto de amor, puesto que ofrecen la ocasión de dar pruebas de tu fidelidad al Señor.

No pretendemos decir que semejantes palabras se hayan pronunciado alguna vez literalmente. Pero consideramos que reflejan un matiz en verdad común a muchos consejos espirituales; y estamos seguros, en todo caso, de que traducen bastante bien lo que entienden y retienen gran número de auditores y de creyentes al oír determinadas exhortaciones.

Una vez explicado este punto, ¿qué pensar de la actitud que proponen?

Ante todo, semejante actitud contiene una parte enorme de verdad. Con razón exalta el papel inicial y fundamental de la intención, que es ciertamente (lo volveremos a repetir) la llave de oro con la que nuestro mundo interior se abre a la Presencia divina. Enérgicamente expresa el valor sustancial de la Voluntad divina, que para el cristiano (como para su Modelo divino) se convierte ahora en la médula fortificante de todo alimento terrestre. Semejante siempre, bajo la diversidad y la pluralidad de las obras humanas, descubre una especie de medio único en el que podemos instalarnos sin tener para nada que salir nunca de él.

Estos rasgos varios son una aproximación primera y esencial a la solución que buscamos; y pretendemos conservarlos íntegramente en el diseño de la vida interior que vamos a proponer y que será más satisfactorio. Pero nos parecen carentes de una perfección exigida imperiosamente por nuestra paz y nuestra alegría espiritual. La divinización de nuestro esfuerzo por el valor de la intención que implica infunde un alma preciosa a todas nuestras acciones; pero no confiere a su cuerpo la esperanza de una resurrección. Ahora bien, esta esperanza nos es imprescindible para que sea completa nuestra alegría. Ya es mucho poder pensar que si amamos a Dios habrá algo de nuestra actividad interior, de nuestra operatio, que no se perderá jamás. Pero el propio trabajo de nuestros espíritus, de nuestros corazones y de nuestras manos -nuestros resultados, nuestras obras, nuestro opus-, ¿no se «eternizará»?, ¿no se salvará en cierto modo?...

¡Oh sí, Señor, en virtud de una pretensión que has situado precisamente en el corazón de mi voluntad se salvará! Quiero, necesito que así sea.

Quiero, porque me gusta irresistiblemente lo que tu permanente concurso me permite llevar a realidad cada día. Este pensamiento, este perfeccionamiento material, esta armonía, este matiz particular de amor, esta complejidad exquisita de una sonrisa o de una mirada, todas estas bellezas nuevas que aparecen por primera vez, en mí y en torno a mí, sobre el rostro humano de la Tierra, las quiero como a hijos, y no puedo pensar que, en su carne, hayan de morir completamente. Si yo creyera que estas cosas se marchitan para siempre, ¿les habría dado vida jamás? Cuanto más me analizo, más descubro esta verdad psicológica: que ningún hombre levanta el dedo meñique para la menor obra sin que le mueva la convicción, más o menos oscura, de que está trabajando infinitesimalmente (al menos de modo indirecto) para la edificación de algo Definitivo, es decir, Tu misma obra, Dios mío. Esto puede parecer extraño y desmedido a quienes obran sin analizarse hasta el fondo. Y, sin embargo, se trata de una ley fundamental de su acción. Hace falta nada menos que la atracción de eso que se llama lo Absoluto, y hace falta nada menos que Tú mismo para poner en marcha la frágil libertad que nos has dado. En consecuencia, todo cuanto mengua mi fe explícita en el valor celeste de los resultados de mi esfuerzo degrada, irremediablemente, mi poder de obrar.

Señor, haz ver a todos tus fieles cómo en un sentido real y pleno «sus obras les siguen» a tu reino: opera sequuntur illos. Sin esto serán como esos obreros perezosos a quienes no espolea una misión. O bien, si el instinto humano domina en ellos las vacilaciones o los sofismas de una religión insuficientemente iluminada, permanecerán divididos, incómodos en el fondo de sí mismos; y se dirá que los hijos del Cielo no pueden competir, en el campo humano, con los hijos de la Tierra en cuanto a convicción y, por tanto, en igualdad de armas.

 

 

3. La solución definitiva: Todo esfuerzo coopera a la terminación del mundo in Christo Jesu

 

La economía general de la salvación (es decir, de la divinización) de nuestras obras se contiene en el breve razonamiento siguiente:

En el seno de nuestro Universo, toda alma es para Dios en Nuestro Señor.

Mas, por otra parte, toda realidad, incluso material, en torno a cada uno de nosotros, es para nuestra alma.

Así, en torno a cada uno de nosotros, toda realidad sensible es, por nuestra alma, para Dios en Nuestro Señor.

Profundicemos uno tras otro estos tres miembros del presente silogismo. Los términos y su ligazón son fáciles de aprehender. Pero tengamos cuidado: una cosa es haber comprendido las palabras y otra el haber penetrado hasta el mundo sorprendente del que, en su rigurosa calma, nos descubre las riquezas inagotables.

 

a) En nuestro Universo, toda alma es para Dios en Nuestro Señor

 

Esta premisa mayor no hace sino expresar el dogma católico fundamental -el dogma del que todos los demás no son sino explicaciones o determinaciones-. No reclama aquí ninguna prueba, sino que espera, por el contrario, que le confiramos en nuestra inteligencia una vigorosa comprehensión. Toda alma es para Dios, en Nuestro Señor. No nos contentemos con dar a esta destinación de nuestro ser a Cristo un sentido demasiado servilmente copiado sobre las relaciones jurídicas que ligan, entre nosotros, un objeto a su propietario. Su naturaleza es aún mucho más física y profunda. Sin duda, puesto que el Universo consumado (el Pleroma, como dice San Pablo) es una comunión entre las personas (la Comunión de los Santos), nuestro espíritu necesita expresar los lazos por medio de analogías sociales. Sin duda, además, para evitar la perversión materialista o panteísta, que acecha nuestro pensamiento cuando intenta utilizar para sus concepciones místicas las fuentes poderosas, pero peligrosas, de las analogías, a muchos teólogos (más temerosos en esto que San Pablo) no les gusta ver atribuir un sentido demasiado realista a las conexiones que religan los miembros a la Cabeza en el Cuerpo místico. Pero esta prudencia no debe llegar a ser timidez. ¿Queremos comprender con toda su fuerza (la única que las hace bellas y aceptables) las enseñanzas de la Iglesia sobre el valor de la vida humana y las promesas o las amenazas de la vida futura? Entonces, es necesario que, sin rechazar nada de las fuerzas de libertad y de conciencia que constituyen la realidad física propia del alma humana, percibamos entre nosotros y el Verbo encarnado la existencia de lazos tan rigurosos como los que en el Mundo rigen las afinidades de los elementos hacia la edificación de los Todos «naturales».

Inútil buscar aquí una palabra nueva para designar la eminente naturaleza de esta dependencia, en la que se combinan armoniosamente, en un paroxismo, lo que hay de más elástico en las combinaciones humanas y de más intransigente en las construcciones orgánicas. Llamémosla, pues, como se ha hecho siempre, unión mística. Pero que este término, lejos de encerrar una idea cualquiera de atenuación, signifique, por el contrario, para nosotros, fortalecimiento y purificación de lo que contienen, en realidad y en urgencia, las conexiones más fuertes de que en todos los órdenes nos da ejemplo el mundo físico y humano. Podemos avanzar por este camino sin miedo a desbordar la verdad; porque todo el mundo está de acuerdo sobre el propio hecho, aun cuando no lo esté sobre su expresión sistemática, en la Iglesia de Dios: en virtud de la poderosa Encarnación del Verbo, nuestra alma está totalmente entregada a Cristo, centrada sobre Él.

 

b) Y ahora, añadíamos, «en nuestro Universo, donde todo espíritu va a Dios Nuestro Señor, todo lo sensible es, a su vez, para el Espíritu»

 

Formulada de este modo, la premisa menor de nuestro silogismo tiene aspecto finalista que pudiera chocar con los temperamentos positivistas. Sin embargo, no hace sino expresar un hecho natural incontestable; a saber, que nuestro ser espiritual se alimenta continuamente de las innumerables energías del Mundo tangible. Aquí, una vez más, es inútil que intentemos demostrarlo. Lo que hace falta es ver, ver las cosas como son, real e intensamente. Vivimos, ¡ay!, en medio de la red de influencias cósmicas, como en el seno de la masa humana, o como en medio de las miríadas de estrellas: sin tomar conciencia de su inmensidad. Si queremos vivir la plenitud de nuestra humanidad y de nuestro cristianismo, nos es preciso superar esta insensibilidad que tiende a ocultarnos las cosas a medida que se hacen demasiado próximas y demasiado grandes. Vale la pena que hagamos el saludable ejercicio que consiste en seguir, partiendo de las zonas más personalizadas de nuestra conciencia, las prolongaciones de nuestro ser a través del Mundo. Quedaremos estupefactos al constatar cuánta es la extensión y la intimidad de nuestras relaciones con el Universo.

¿Las raíces de nuestro ser? En primer lugar se hunden en el más insondable pasado. ¡Qué misterio el de las primeras células que un día animó el soplo de nuestra alma! ¡Qué síntesis indescifrable de sucesivas influencias, a la que nosotros nos hallamos ya incorporados por siempre! En cada uno de nosotros repercute parcialmente, a través de la Materia, la historia entera del Mundo. Por autónoma que sea nuestra alma, hereda una existencia anteriormente trabajada de una manera prodigiosa por el conjunto de todas las energías terrestres: se encuentra y se une con la Vida a un determinado nivel. Ahora bien, apenas se halla comprometida en el Universo en este punto particular, cuando ya a su vez se siente cercada y penetrada por la marea de influencias cósmicas que ha de ordenar y asimilar. Miremos en torno a nosotros: las olas llegan de todas partes y desde el fondo del horizonte. Por todas las aberturas nos inunda lo sensible con sus riquezas: alimento para el cuerpo y nutrimento para los ojos, armonía de sones y plenitud del corazón, fenómenos desconocidos y verdades nuevas, todos estos tesoros, todas estas excitaciones, todas estas llamadas, salidas de los cuatro puntos cardinales, atraviesan en todo instante nuestra conciencia. ¿Qué vienen a hacer en nosotros? ¿Qué harán incluso si, semejantes a malos trabajadores, los recibimos pasiva o indiferentemente? Se mezclarán a la vida más íntima de nuestra alma para desarrollarla o para envenenarla. Observémonos un instante y nos persuadiremos de ello hasta el entusiasmo o hasta la angustia. Si el más humilde y el más material de los alimentos es ya capaz de influir en nuestras facultades más espirituales, qué decir de las energías infinitamente más penetrantes que transmite la música de los matices, de los sonidos, de las palabras, de las ideas. No hay en nosotros un cuerpo que se alimente independientemente del alma. Todo cuanto el cuerpo ha admitido y ha comenzado a transformar es preciso que a su vez el alma lo sublime. Sin duda lo hace con arreglo a su dignidad y a su manera. Pero no puede escapar a este contacto universal, ni a este trabajo de cada momento. De este modo se va perfeccionando en ella, para su felicidad y por su cuenta y riesgo, el poder particular de comprender y amar, que ha de constituir su individualidad más inmaterial. No sabemos en absoluto en qué proporción y en qué forma pasarán nuestras facultades naturales al acto final de la visión divina. Pero no puede dudarse de que, ayudados por Dios, nos concedemos aquí abajo unos ojos y un corazón, que una transfiguración final convertirá en órganos de una fuerza de adoración y de una capacidad de beatificación especiales para cada uno de nosotros.

Dios no quiere más que las almas, repiten a porfía los maestros de la vida espiritual. Para dar a estas palabras su valor justo, no olvidemos que el alma humana, por muy creada aparte que nuestra filosofía la considere, es inseparable, en su nacimiento y en su maduración, del Universo en que ha nacido. En cada alma, Dios ama y salva parcialmente al Mundo entero, que esta alma resume de una manera particular e incomunicable. Ahora bien, este resumen, esta síntesis, no se nos dan acabados, terminados, con el primer despertar de la conciencia. Nosotros, por nuestra actividad, somos quienes hemos de reunir hábilmente los elementos diseminados por todas partes. El trabajo de alga que concentra en sus tejidos las sustancias esparcidas en dosis infinitesimales por las capas inmensas del Océano -la industriosidad de la abeja que forma su miel con los jugos libados en tantas flores-, no son sino una pálida imagen de la elaboración continua que experimentan en nosotros todas las fuerzas del Universo para convertirse en espíritu.

De este modo, cada hombre, en el curso de su vida presente, no sólo ha de mostrarse obediente y dócil. Por su fidelidad debe construir comenzando por la zona más natural de sí mismo una obra, un opus, en la que entre algo de todos los elementos de la Tierra. A lo largo de todos sus días terrestres, el hombre se hace su alma; y a la vez colabora a otra obra, a otro opus, que desborda de modo infinito, al mismo tiempo que las domina estrechamente, las perspectivas de su éxito individual: la culminación del Mundo. Porque tampoco hay que olvidar esto al presentar la doctrina cristiana de la salvación: en su conjunto, es decir, en la medida en que constituye una jerarquía de almas -que no aparecen sino sucesivamente, que no se desarrollan sino colectivamente, que no se terminarán sino unitariamente-, el Mundo también experimenta una especie de vasta «ontogénesis» con respecto a la cual el desarrollo de cada alma, a favor de las realidades sensibles, es sólo un armónico reducido. Bajo nuestros esfuerzos de espiritualización individual, a partir de toda materia, se va acumulando, lentamente, lo que convertirá al Mundo en la Jerusalén celeste o Tierra nueva.

 

c) Podemos ahora aproximar entre sí las premisas mayor y menor de nuestro silogismo, para captar su nexo y la conclusión

 

Si, como dice nuestro Credo, es verdad que las almas pasan tan estrechamente a Cristo y a Dios, si es verdad, según las comprobaciones más generales del análisis psicológico, que lo sensible pasa tan vitalmente a las zonas más espirituales de nuestra alma, es forzoso reconocer que todo ello no forma sino uno en el proceso que, de arriba abajo, agita y dirige los elementos del Universo. Y empezamos a ver con más claridad levantarse sobre nuestro Mundo interior al gran sol de Cristo-Rey, del Cristo amictus Mundo, del Cristo Universal. Poco a poco, de relevo en relevo, todo acaba por ajustarse al Centro supremo in quo omnia constant. Los efluvios dimanados de este Centro no actúan sólo en las zonas superiores del mundo, allí donde se ejercen las actividades humanas bajo una forma claramente sobrenatural y meritoria. Para salvar y constituir estas sublimes energías, el poder del Verbo encarnado se irradia hasta en la Materia; desciende hasta el fondo más oscuro de las fuerzas inferiores. Y la Encarnación no se terminará más que cuando la parte de sustancia elegida que todo objeto encierra -espiritualizada una primera vez en nuestras almas, y una segunda vez con nuestras almas en Jesús- haya alcanzado el Centro definitivo de su compleción. Quid est quod ascendit, nisi quod prius descendit, ut repleret omnia.

Mediante nuestra colaboración, que Él mismo suscita, Cristo se consuma, alcanza su plenitud, a partir de toda criatura. Es San Pablo quien nos lo dice. Tal vez nos imaginábamos que la Creación acabó hace mucho tiempo. Es un error, porque continúa perfeccionándose y en las zonas más elevadas del Mundo. Omnis creatura adhuc ingemiscit et parturit. Y nosotros servimos para terminarla, incluso mediante el más humilde trabajo de nuestras manos. En definitiva, tal es el sentido y el valor de nuestros actos. En virtud de la interligazón Materia-Alma-Cristo, hagamos lo que hagamos, reportamos a Dios una partícula del ser que Él desea. Con cada una de nuestras obras trabajamos, atómica pero realmente, en la construcción del Pleroma, es decir, en llevar a Cristo un poco de acabamiento.

 

 

4. La comunión por la acción

 

Cada una de nuestras Obras, por la repercusión más o menos remota y directa que tiene sobre el Mundo espiritual, concurre a perfeccionar a Cristo en su totalidad mística. He aquí una respuesta lo más completa posible a nuestra pregunta: ¿Cómo, siguiendo la invitación de San Pablo, podemos ver a Dios en toda la mitad activa de nuestra vida? En verdad que por la operación, siempre en curso, de la Encarnación, lo Divino penetra tan bien nuestras energías de criaturas, que para encontrarlo y abrazarlo no podríamos hallar mejor medio que nuestra propia acción.

Primero, en la acción me adhiero al poder creador de Dios; coincido con él; me convierto no sólo en su instrumento, sino en su prolongación viviente. Y como en un ser no hay nada más íntimo que su voluntad, en cierta manera me confundo, por mi corazón, con el propio corazón de Dios. Este contacto es perpetuo, puesto que actuó siempre; y a la vez, como no sabría hallar límite a la perfección de mi fidelidad, ni al fervor de mi intención, me permite asimilarme indefinidamente a Dios, cada vez más estrechamente.

En esta comunión, el alma no se detiene para disfrutar ni perder de vista el término material de su acción. ¿No es un esfuerzo creador el que adopta? La voluntad de triunfar y una cierta dilección apasionada por la obra que se va a crear forman parte integrante de nuestra fidelidad de criaturas. Por tanto, la propia sinceridad con la que deseamos y perseguimos el éxito para Dios se nos descubre como un nuevo factor, también sin límite, el factor de nuestra conjunción más perfecta con el Todopoderoso que nos anima. Asociados primero a Dios en el simple ejercicio común de las voluntades, nos unimos ahora a Él en el amor común hacia el término que vamos a crear; y la maravilla de las maravillas es que en este término, una vez poseído, tenemos todavía el encanto de encontrar a Dios presente.

Esto resulta inmediatamente de lo que decíamos hace un instante acerca de la interligazón de las acciones naturales y sobrenaturales en el Mundo. Todo crecimiento que yo me confiera, o que yo confiera a las cosas, se cifra en un aumento de mi poder de amar y en un progreso de la feliz ocupación del Universo por Cristo. Nuestro trabajo nos aparece sobre todo como un medio de ganar el pan cotidiano. Pero su virtud definitiva es mucho más alta: por él completamos en nosotros el propósito de la unión divina; y por él también acrecentamos en cierto modo, con respecto a nosotros, el término divino de esta unión, Nuestro Señor Jesucristo. Así, artistas, obreros, sabios, sea cual fuere nuestra función humana, si somos cristianos, podemos precipitarnos hacia el objeto de nuestro trabajo como hacia una salida abierta a la suprema compleción de nuestros seres. En verdad, sin exaltación y sin exageración del pensamiento o de palabra, sino por la simple confrontación de las verdades más fundamentales de nuestra fe y de la experiencia, nos encontramos conducidos a esta comprobación. Dios es accesible, inagotablemente, en la totalidad de nuestra acción. Y este prodigio de divinización no tiene comparación más que con la dulzura con que se realiza la metamorfosis, sin perturbar en nada (non minuit, sed sacravit...) la perfección y la unidad del esfuerzo humano.

 

 

5. La perfección cristiana del esfuerzo humano

 

Ya decíamos que era de temer el que la economía de la acción humana se viera de derecho perturbada gravemente por la introducción de las perspectivas cristianas. La búsqueda y la esperanza del Cielo, ¿no tienden a desviar a la actividad humana de sus ocupaciones naturales, o al menos de eclipsar completamente su interés? Ahora vemos cómo puede, cómo debe no ser así: la conjunción de Dios y del Mundo acaba de realizarse ante nuestros ojos en el campo de la acción. No, Dios no distrae prematuramente nuestra mirada del trabajo que nos ha impuesto Él mismo, puesto que se presenta a nosotros como accesible gracias a este mismo trabajo. No, Dios no hace que se desvanezca, en su luz intensa, el detalle de nuestros fines terrestres, puesto que la intimidad de nuestra unión con Él se halla precisamente en función de la perfección precisa que debemos a la menor de nuestras obras. Ejercitémonos hasta la saciedad sobre esta verdad fundamental, hasta que nos sea tan familiar como la percepción del relieve o la lectura de las palabras. Dios, en lo que tiene de más viviente y de más encarnado, no se halla lejos de nosotros, fuera de la esfera tangible, sino que nos espera a cada instante en la acción, en la obra del momento. En cierto modo, se halla en la punta de mi pluma, de mi pico, de mi pincel, de mi aguja, de mi corazón y de mi pensamiento. Llevando hasta su última terminación natural el rasgo, el golpe, el punto en que me ocupa, aprehenderé el Fin último a que tiende mi profunda voluntad. Semejante a estas temibles energías físicas que el Hombre llega a disciplinar hasta lograr que realicen prodigios de delicadeza, el enorme poder del atractivo divino se aplica a nuestros frágiles deseos, a nuestros microscópicos objetos, sin romper su punta. Esta potencia es exultante y, por tanto, no perturba ni ahoga nada. Es exultante; por tanto, introduce en nuestra vida espiritual un principio superior de unidad, cuyo efecto específico es, con arreglo al punto de vista que se adopte, santificar el esfuerzo humano o humanizar la vida cristiana.

 

a) La santificación del esfuerzo humano

 

No me parece que exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano no pasa de ser un «estorbo espiritual». A pesar de la práctica de la intención recta y de la jornada ofrecida a Dios cotidianamente, la masa de los fieles abriga oscuramente la idea de que el tiempo pasado en la oficina, en los estudios, en los campos o en la fábrica es tiempo sustraído a la adoración. Naturalmente que es imposible no trabajar. Pero es también imposible pretender entonces esa vida religiosa profunda, reservada a quienes tienen holgura para rezar o para predicar todo el día. En la vida es posible recuperar algunos minutos para Dios. Pero las horas mejores quedan absorbidas, o al menos depreciadas, por los cuidados materiales. Bajo el imperio de este sentimiento hay una masa de católicos que lleva una existencia prácticamente doble o fastidiada: necesitan quitarse el ropaje de hombre para sentirse cristianos, y aun sólo así cristianos inferiores.

Después de lo que hemos dicho acerca de las extensiones divinas y de las divinas exigencias del Cristo místico o universal, se ponen de manifiesto la inanidad de estas impresiones y la legitimidad de la tesis, tan cara al Cristianismo, de la santificación por el deber de estado. Sin duda, hay en nuestras jornadas minutos especialmente nobles y preciosos, los de la oración y los sacramentos. Sin estos momentos de contacto, más eficaces o más explícitos, la afluencia de la omnipresencia divina y la visión que de ella tenemos se debilitarían muy pronto, hasta el punto de que nuestra mejor diligencia humana quedaría para nosotros vacía de Dios, aun sin perderse totalmente para el Mundo. Pero una vez conferida esta parte celosamente a nuestras relaciones con un Dios, si puedo decirlo así, encontrado «en estado puro» (es decir, en estado de Ser distinto de todos los elementos de este Mundo), ¿cómo temer que la ocupación más banal, la más absorbente, o la más atractiva, nos fuerce a salir de Él? Repitámoslo: en virtud de la Creación, y aún más de la Encarnación, nada es profano aquí abajo para quien sabe ver. Por el contrario, todo es sagrado para quien distingue, en cada criatura, la parcela elegida de ser, sometida a la atracción del Cristo en vías de consumación. Reconoced, con ayuda de Dios, la conexión, incluso física y sobrenatural, que enlaza vuestro trabajo con la edificación del Reino Celeste, ved al propio Cielo sonreíros y atraeros a través de vuestras obras; y al salir de la Iglesia a la ciudad ruidosa, ya no tendréis sino la sensación de seguir sumergiéndoos en Dios. Si el trabajo os parece insulso o agotador, refugiaos en el interés inagotable y sedante de progresar en la vida divina. Si os apasiona, haced pasar por el gusto de Dios, a quien conocéis mejor y deseáis mejor bajo el velo de sus obras, ese impulso espiritual que os comunica la Materia. Nunca, en ningún caso, «que comáis o que bebáis»... consintáis en hacer nada que antes no hayáis reconocido tenga un significado y un valor constructivo en Cristo Jesús. Esto no es sólo una lección salvadora cualquiera: con arreglo al estado y la vocación de cada uno, es la vía misma de la santidad. En efecto, ¿qué es para una criatura ser santa, sino adherirse a Dios con el máximo de sus fuerzas? ¿Y qué es adherirse a Dios al máximo sino, en el Mundo organizado en torno a Cristo, cumplir la función exacta, humilde o eminente a que, por naturaleza y sobrenaturalmente, se halla uno destinado?

En la Iglesia vemos toda clase de agrupaciones, cuyos miembros se aplican a la práctica perfecta de tal o cual virtud particular: misericordia, desasimiento, esplendor, ritual, misión, contemplación. ¿Por qué no ha de haber también hombres entregados a la obra de dar, con su vida, el ejemplo de la santificación general del esfuerzo humano? ¿Hombres cuyo ideal religioso común fuera explicitar consciente y completamente las posibilidades o las exigencias divinas que encierra cualquier ocupación terrestre? En una palabra, ¿hombres que en el campo del pensamiento, del arte, de la industria, del comercio, de la política, etc., se entregasen a realizar, con el sublime espíritu que exigen, las obras fundamentales que son la armazón misma de la sociedad humana? En torno a nosotros, los progresos «naturales» de que se alimenta la santidad de cada siglo nuevo quedan demasiadas veces abandonados a los hijos del siglo, es decir, a los agnósticos o a los impíos. Inconsciente o involuntariamente, estos últimos colaboran sin duda en el Reino de Dios y en la perfección de los elegidos: sus esfuerzos los recupera, superando o corrigiendo intenciones incompletas o malas, Aquel «cuya Energía es capaz de someterlo todo a sí». Pero esto no es sino un mal menor, una fase provisional en la organización de las actividades humanas. Desde las manos que preparan la masa hasta las que la consagran, la gran Hostia universal no debería ser preparada y manipulada más que con adoración.

Ojalá llegue el tiempo en que los Hombres, alertados al sentido de ligazón estrecha que asocia todos los movimientos de este Mundo en el único trabajo de la Encarnación, no puedan ya entregarse a ninguna de sus tareas sin iluminarla con la visión precisa de que su trabajo, por elemental que sea, es recibido y utilizado por un Centro divino del Universo.

En este momento, a decir verdad, poco distintas serán entre sí la vida del claustro y la vida del siglo. Y en este momento tan sólo la acción de los hijos del Cielo (a la vez que la acción de los hijos del Siglo) habrá alcanzado la plenitud deseable de su humanidad.

 

b) La humanización del esfuerzo cristiano

 

En nuestro tiempo, la gran objeción que se hace al Cristianismo, la verdadera fuente de desconfianza que hace impermeables para la Iglesia bloques enteros de la Humanidad, no son precisamente dificultades de orden histórico o teológico. Es la sospecha de que nuestra religión hace a sus fieles inhumanos.

El Cristianismo -piensan a veces los mejores de entre los gentiles- es malo o es inferior, porque no lleva a sus adeptos allende la Humanidad, sino que los deja fuera y a su margen. Los aísla en lugar de fundirlos con la masa. Hace que se desinteresen, en lugar de hacerles que se apliquen a la tarea común. No los exalta, por tanto: los minoriza y los falsea. Por lo demás, ¿no es esto lo que ellos mismos confiesan? Si por ventura uno de sus religiosos, uno de sus sacerdotes se consagra a investigaciones llamadas profanas, tiene siempre buen cuidado de recordar que no se entrega a estas ocupaciones secundarias más que para acomodarse a una moda o a una ilusión, para demostrar que los cristianos no son los más ignorantes de entre los humanos. En resumen, cuando con nosotros trabaja un católico, tenemos la impresión de que lo hace por condescendencia, sin sinceridad. Parece que se interesa en el trabajo. Pero, en el fondo, por su religión, no cree en el esfuerzo humano. Su corazón no está ya con nosotros. El Cristianismo crea desertores y falsos hermanos: he aquí lo que no podemos perdonarle.

Esta objeción, mortal si fuese verdadera, la hemos puesto en boca de un incrédulo. Pero ¿no tiene su eco aquí y allá, aun en las almas más fieles? ¿A qué cristiano no le ha ocurrido, al experimentar la sensación de que una capa aislante o glacial le separaba de sus compañeros incrédulos, formularse con inquietud la pregunta de si no andaba descarriado, de si, en verdad, no había perdido el hilo de la gran corriente humana?

Pues bien, sin negar que existen (por sus palabras mucho más que por sus actos) cristianos que dan lugar al reproche de que son, si no «enemigos», por lo menos sí «fatigados» del género humano, podemos afirmar, de acuerdo con lo que se ha dicho más arriba sobre el valor sobrenatural del esfuerzo terrestre, que esta actitud procede en ellos de una comprensión incompleta y no, desde luego, de una perfección cierta de la religión.

¿Nosotros desertores? ¿Escépticos sobre el futuro del Mundo tangible? ¿Asqueados del trabajo humano? ¡Qué poco nos conocéis!... Sospecháis que no somos partícipes de vuestras ansiedades, de vuestras esperanzas, de vuestra exaltación en la penetración de los misterios y en la conquista de las energías terrestres. «Tales emociones -decís- no pueden ser compartidas más que por los que luchan juntos por la existencia; ahora bien, vosotros los cristianos hacéis profesión de estar ya salvados.» Como si para nosotros, tanto y aún más que para vosotros, no fuera cuestión de vida o muerte que la Tierra triunfe aun en sus fuerzas más naturales. Para vosotros (y en esto, justamente, no sois todavía bastante humanos, no llegáis hasta el límite de vuestra humanidad) sólo se trata del éxito o del fracaso de una realidad que, incluso concebida bajo los rasgos de cierta superhumanidad, continúa siendo vaga y precaria. Para nosotros, en sentido auténtico, se trata de la compleción y del triunfo del mismo Dios. Hay una cosa tremendamente decepcionante, y en esto estoy de acuerdo con vosotros; y es que muchos cristianos, demasiado poco conscientes de las responsabilidades «divinas» de su vida, viven como los demás hombres, a medio esfuerzo, sin conocer ni el aguijón ni la embriaguez que suscita la promoción del Reino de Dios desde todos los campos humanos. Pero entonces no debéis criticar más que nuestra propia debilidad. En nombre de nuestra fe, tenemos el derecho y el deber de apasionarnos por las cosas de la Tierra. Como vosotros, y aún mejor que vosotros (porque de todos yo soy el que puede prolongar al infinito, conforme a las exigencias de mi querer actual, las perspectivas de mi esfuerzo), yo quiero entregarme, en alma y cuerpo, al sagrado deber de la Investigación. Exploremos todas las murallas. Intentemos todos los caminos. Escrutemos todos los abismos. Nihil intentatum... Dios lo quiere, puesto que ha querido necesitarlo. ¿Sois hombres? Plus et ego.

Plus et ego. No lo dudemos. En este tiempo, en que se despierta legítimamente, en una Humanidad a punto de hacerse adulta, la conciencia de su fuerza y de sus posibilidades, uno de los primeros deberes apologéticos del cristiano es mostrar por la lógica de sus miras religiosas, y aún más por la lógica de su acción, que Dios encarnado no ha venido a disminuir en nosotros la responsabilidad magnífica ni la espléndida ambición de hacernos nosotros mismos. Repito: Nom minuit, sed sacravit. No, el Cristianismo no es como se hace ver, o como se practica a veces, una carga suplementaria de prácticas y de obligaciones que vienen a hacer más duro y más gravoso el peso, de por sí tan pesado, de la vida social, o a multiplicar las trabas, de por sí ya tan paralizantes, de la misma. En verdad es un arma poderosa que confiere una significación, una elegancia y una gracilidad nuevas a lo que ya veníamos haciendo. Indudablemente nos encamina hacia cimas imprevistas. Pero la pendiente que conduce a ellas está de tal manera ajustada a la que ya estábamos subiendo naturalmente, que nada hay en el cristiano más definitivamente humano (como veremos ahora) que su propio desasimiento.

 

 

6. El desasimiento por la acción

 

Todo cuanto acabamos de decir sobre la divinización intrínseca del esfuerzo humano no parece que sea discutible entre cristianos, puesto que para establecerlo nos hemos limitado a tomar en su justo rigor y a confrontar entre sí unas verdades teóricas y prácticas reconocidas por todos.

Sin embargo, algunos lectores, incluso sin hallar un vicio concreto en nuestro razonamiento, acaso se sientan vagamente desconcertados o inquietos ante un ideal cristiano en el que se confiere una parte tan grande a la preocupación por el desarrollo humano y a la conquista de mejoras terrestres. Tengan estos lectores la bondad de no olvidar que tan sólo hemos recorrido la mitad del camino que conduce a la montaña de la Transfiguración. Hasta aquí no nos hemos ocupado más que de la parte activa de nuestras vidas. En breve, es decir, en el capítulo de las pasividades y de las disminuciones, vamos a ver descubrirse más ampliamente los brazos dominadores de la Cruz. Sin embargo, observemos que en la actitud tan optimista, tan amplia, que acabamos de pergeñar, se disimula una renuncia auténtica y profunda. Quien se entrega al deber humano siguiendo la fórmula cristiana, aun cuando exteriormente pueda parecer inmerso en las cuitas de la Tierra, es en el fondo de sí mismo un gran desasido.

En sí, por naturaleza, el trabajo es un factor múltiple de desasimiento para cuantos se entregan a él sin rebelarse, con fidelidad. En primer lugar, implica esfuerzo, victoria sobre la inercia. Por interesante y por espiritual que sea (cuanto más espiritual es, podría decirse), el trabajo es un alumbramiento doloroso. El hombre sólo escapa al terrible aburrimiento del deber monótono y banal enfrentándose con las ansiedades y la tensión interior de la «creación». Crear u organizar energía material, verdad o belleza es un tormento interior que le roba, a quien se aventura en ello, la vida pacífica y replegada, donde propiamente anida el vicio del egoísmo y del apego. No sólo para ser un buen obrero de la Tierra debe el hombre saber abandonar su tranquilidad y su reposo; sino que le es preciso saber renunciar incesantemente, mediante formas mejores, a las prácticas primeras de su industria, de su arte, de su pensamiento. Detenerse a gozar, a poseer, sería una falta contra la acción. Una y otra vez hay que superarse, desprenderse de sí mismo, dejar tras uno, en cada instante, los proyectos más queridos. Ahora bien, siguiendo esta ruta, que no es tan distinta como pueda parecer a primera vista del camino real de la Cruz, el desasimiento no consiste sólo en la sustitución continua de un objeto por otro objeto del mismo orden, como los kilómetros sobre una carretera llana se suceden. En virtud de un maravilloso poder ascendente encerrado en las cosas (que analizaremos más en detalle al hablar del «poder espiritual de la Materia»), cada realidad alcanzada y superada nos permite acceder al descubrimiento y a la prosecución de un ideal de calidad espiritual superior. A quien despliega convenientemente sus velas al soplo de la Tierra, una corriente le fuerza a salir cada vez más a alta mar. Cuanto más nobles son los deseos y las acciones de un hombre, más avidez tiene de las cosas grandes y sublimes. Pronto ni su familia, ni su país, ni el aspecto remunerador de su actividad serán ya plenamente satisfactorios. Necesitará crear organizaciones generales, abrir caminos nuevos, defender grandes Causas, descubrir Verdades, tener un Ideal que sostener y mantener. Así, poco a poco, el obrero de la Tierra deja de pertenecerse a sí mismo. Poco a poco, el gran soplo del Universo, que le penetró por el resquicio de una acción humilde, pero fiel, le dilata, le eleva, le transporta.

En el cristiano, si sabe sacar partido de los recursos de su fe, estos efectos alcanzan su paroxismo y su coronación. Ya lo hemos visto: desde el punto de vista de la realidad, de la precisión, del esplendor del término último que debemos enfocar siempre a través incluso del menor de nuestros actos, nosotros, los discípulos de Cristo, somos los más afortunados de entre los Hombres. El cristiano reconoce que es misión suya divinizar al Mundo en Jesucristo. En él, pues, el proceso natural que impele a la acción humana, de ideal en ideal, hacia objetivos cada vez más consistentes y universales, llega a su plenitud completa gracias al apoyo de la Revelación. En consecuencia, el desasimiento por la acción debe alcanzar en él su máximo de eficacia.

Y esto es absolutamente cierto. Tal como lo hemos concebido en estas páginas, el cristiano es al mismo tiempo el más apegado y el más desapegado de los hombres. Convencido, más que cualquier «mundano», del valor y del interés insondables que se ocultan bajo la más mínima de las conquistas terrestres, el cristiano se halla persuadido al mismo tiempo, lo mismo que cualquier anacoreta, de la nulidad de todo éxito, si se considera tan sólo a éste como una ventaja individual (o incluso universal) fuera de Dios. Dios, y sólo Dios, es a quien busca a través de la realidad de las criaturas.

Para el cristiano, el interés se halla verdaderamente en las cosas, pero en dependencia absoluta de la presencia de Dios en ellas. La luz celeste se hace tangible y accesible para él en el cristal de los seres; pero él sólo quiere la luz; y si la luz se apaga, porque el objeto es desplazado, superado o se desplaza, la sustancia más preciosa no es entonces a sus ojos más que ceniza. Así, hasta en él mismo y en los desarrollos más que personales que se otorga, no es a sí mismo a quien busca, sino al más Grande que él, al que se sabe destinado. En verdad, él ya no cuenta a su propia mirada; ya no existe; se ha olvidado y perdido en el esfuerzo mismo que le perfecciona. No es ya el átomo que vive, sino el Universo que está en él.

No sólo ha encontrado a Dios dentro del campo entero de sus actividades tangibles, sino que en el curso de esta primera fase de su desarrollo espiritual, el Medio Divino que ha descubierto absorbe sus fuerzas en la medida misma en que éstas han conquistado más laboriosamente su propia individualidad.

 

 

 

 

 

Segunda parte

 

La divinización de las pasividades

 

 

El Hombre, al propio tiempo que se ve llevado por el desarrollo de sus fuerzas a descubrir metas cada día más elevadas y amplias para su acción, tiende a hallarse dominado por el objeto de sus conquistas; y como Jacob, en su cuerpo a cuerpo con el Ángel, acaba por adorar aquello contra lo que luchaba. Le subyuga la magnitud de lo que él ha desvelado y desencadenado. Y por su naturaleza de elemento se ve llevado a reconocer que, en el acto definitivo que ha de reunirle al Todo, los dos términos de la Unión son desmesuradamente desiguales. Él, siendo el más pequeño, ha de recibir más que dar. Y es así como se halla preso por lo que pensó apresar.

El cristiano, que es, por derecho, el primero y más humano de los Hombres, se halla más sometido que nadie a la conmoción psicológica que en toda criatura inteligente funde de manera insensible la alegría de obrar en el deseo de sentir, la exaltación de hacerse a sí mismo, en el ardor de morir en otro. Después de haber sido sobre todo sensible a los atractivos de la Unión con Dios mediante la acción, empieza a concebir y a desear una faceta complementaria, una fase ulterior a su comunión: aquella en que no tanto se desarrollará en sí mismo, cuanto se perderá en Dios.

Las posibilidades y la realización de este perfeccionamiento en la entrega no ha de buscarlas muy lejos de sí mismo. Se le presentan en todo instante -le sitian, habría que decir-, en toda la extensión y profundidad de las sujeciones innumerables que nos convierten en servidores más que en dueños del Universo.

Ha llegado el momento de examinar ahora el número, la naturaleza y la posible divinización de nuestras pasividades.

 

 

1. Extensión, profundidad y diversas formas de las pasividades humanas

 

Al iniciar este estudio recordábamos cómo las pasividades constituyen la mitad de la existencia humana. Esta expresión significa sencillamente que todo cuanto en nosotros no se realiza por definición, se siente. Pero esto en nada prejuzga las proporciones con arreglo a las que se dividen en nuestro campo interior acción y pasión. En efecto, las dos partes, activa y pasiva, de nuestras vidas son extraordinariamente desiguales. En nuestras perspectivas, la primera ocupa el primer lugar, porque nos resulta más agradable y más perceptible. Pero, en realidad, la segunda es inconmensurablemente la más extensa y la más profunda.

En primer lugar, las pasividades acompañan sin tregua nuestras operaciones conscientes a título de reacciones que dirigen, sostienen o encuadran nuestros esfuerzos. Y por ello sólo doblan necesaria y exactamente la extensión de nuestra actividad. Pero su zona de influencia se extiende mucho más allá de estos estrechos límites. Si nos fijamos, vemos, en efecto, con cierto estremecimiento, que no ascendemos a la reflexión y a la libertad más que por la finísima punta de nosotros mismos. Nos conocemos y nos regimos aunque sea dentro de un radio increíblemente pequeño. Inmediatamente más allá empieza una noche impenetrable y, no obstante, saturada de presencias: la noche de todo cuanto está en nosotros y en torno a nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros. En esta oscuridad, tan vasta, plena, turbia y compleja como el pasado y el presente del Universo, no nos hallamos inertes; reaccionamos, puesto que experimentamos. Pero esta reacción, que se produce, sin control por nuestra parte, por medio de una prolongación desconocida de nuestro ser, forma también parte de nuestras pasividades, humanamente hablando. En verdad, a partir de cierta distancia, todo es negrura y, sin embargo, todo está lleno de ser en torno a nosotros. He aquí las tinieblas cargadas de promesas y amenazas que el Cristianismo habrá de iluminar y de animar con la Presencia Divina.

En medio de las energías confusas que pueblan esta noche cambiante, nuestra sola aparición determina, inmediatamente, la formación de dos grupos que nos asaltan, y que exigen ser tratados de modo muy diferente. Por un lado, las fuerzas amigas y favorables, que sostienen nuestro esfuerzo y nos dirigen hacia el éxito: son las «pasividades de crecimiento». Por otro, las fuerzas enemigas, que interfieren penosamente con nuestras tendencias, lastran o desvían nuestra marcha hacia el ser-más, reducen nuestras capacidades reales o aparentes de desarrollo: son las «pasividades de disminución».

Enfrentémonos sucesivamente con las unas y con las otras; y considerémoslas cara a cara, hasta que en el fondo de sus ojos, seductores, inexpresivos u hostiles, veamos cómo se enciende la mirada bendita de Dios.

 

 

2. Las pasividades de crecimiento y las dos Manos de Dios

 

Nos parece tan natural el hecho de creer que no pensamos, generalmente, en distinguir nuestra acción de las fuerzas que la alimentan, ni tampoco de las circunstancias que favorecen su éxito. Y, sin embargo, quid habes quod non accepisti? (¿qué posees tú que antes no hayas recibido?). Experimentemos la Vida en nosotros tanto o quizá más que la Muerte.

Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos. Circundemos nuestro ser. Busquemos, afanosamente, el océano de fuerzas que padecemos y en las que nuestro crecimiento se halla como inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra Comunión.

... Así, pues, acaso por vez primera en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!), tomé una lámpara y abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente, y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo, del que surgía, viniendo yo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida.

¿Qué ciencia podrá nunca revelar al Hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de voluntad y de amor de que está hecha su vida? Sin duda, no es ni nuestro esfuerzo, ni el esfuerzo de nadie en torno a nosotros, el que ha desencadenado esta corriente. Tampoco es nuestra solicitud, ni la de ningún amigo, la que puede prevenir en ella un bajón o regular su ebullición. Podemos, poco a poco, trazar a lo largo de generaciones los antecedentes parciales del torrente que nos alza. Podemos, además, mediante determinadas disciplinas o ciertos excitantes, físicos o morales, regular o agrandar el orificio por el que se escapa en nosotros. Pero ni por esta geografía ni por estos artificios podremos llegar a captar las fuentes de la Vida, ya sea con el pensamiento, ya sea con la práctica. Me recibo mucho más que me hago a mí mismo. El Hombre, dice la Escritura, no puede añadir una sola pulgada a su talla. Y todavía menos puede aumentar en una sola unidad el ritmo fundamental que regula la maduración de su espíritu y de su corazón. En última instancia, la vida profunda, la vida fundamental, la vida naciente se nos escapan en absoluto.

Fue entonces cuando, emocionado con mi propio descubrimiento, quise salir a la luz del día, olvidar el enigma inquietante en el entorno confortador de las cosas familiares, volver a empezar a vivir en superficie, sin sondear imprudentemente los abismos. Pero he aquí que, bajo el propio espectáculo de las agitaciones humanas, vi reaparecer ante mis ojos avisados al Desconocido de quien quería huir. Esta vez no se me ocultaba en el fondo de un abismo: se disimulaba ahora bajo la multitud de azares entretejidos, en donde se forma la urdimbre del Universo y la de mi pequeña individualidad. Pero era el mismo misterio: yo lo he reconocido. Nuestro espíritu se conmueve cuando intentamos medir la profundidad del Mundo por debajo de nosotros. Pero vacila también cuando intentamos enumerar las probabilidades favorables cuya confluencia constituye a cada instante el éxito y aun la conservación del menor de los vivientes. Tras la conciencia de ser otro, y aun alguien mayor que yo, hay otra cosa que me ha producido vértigo: la improbabilidad suprema, la inverosimilitud formidable de hallarme yo mismo existiendo en el seno de un Mundo logrado.

En este momento, como cualquiera que quisiese hacer la misma experiencia interior, he sentido que sobre mí planeaba la angustia esencial del átomo perdido en el Universo, la angustia que diariamente hunde las voluntades humanas bajo el número agobiante de los vivientes y de los astros. Y si hay algo que me haya salvado, es escuchar la voz evangélica, garantizada por éxitos divinos, que me decía desde lo más profundo de la noche: Ego sum, noli timere («Yo soy, no temas»).

Sí, Dios mío, lo creo: y lo creo tanto más gustosamente cuanto que en ello no se juega sólo mi tranquilidad, sino mi realización; eres Tú quien está en el origen del impulso, y en el término de esa atracción, a la cual, durante toda mi vida, no hago otra cosa sino favorecer en su impulso primero y en sus desarrollos. Y eres Tú también quien vivifica para mí, con tu omnipresencia (mucho mejor que lo hace mi espíritu por la Materia que él anima), las miríadas de influencias de que en todo instante soy objeto. En la vida que brota en mí, en esta Materia que me sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti, que me haces participar de tu Ser y que me moldeas. En verdad, en la regulación y la modulación iniciales de mi fuerza vital, en el juego favorablemente continuo de las causas segundas, toco, lo más cerca posible, las dos caras de tu acción creadora; me encuentro con tus dos maravillosas Manos y las beso: la mano que aprehende tan profundamente que llega a confundirse en nosotros con las fuentes de la Vida, y la que abraza tan ampliamente que a su menor presión los resortes todos del Universo se pliegan armoniosamente a un tiempo. Por su misma naturaleza, estas felices pasividades que son para mí la voluntad de ser, el gusto por ser esto o aquello, y la oportunidad de realizarse a mi gusto, se hallan cargadas de tu influencia; una influencia que pronto se me aparecerá más distintamente como la energía organizadora del Cuerpo místico. Para comulgar contigo en estas pasividades, con una comunión básica fontanal (la Comunión en las fuentes de la Vida), sólo he de reconocerte en ellas, y pedirte que permanezcas en ellas más y más.

Oh Tú, cuya llamada precede al primero de nuestros movimientos, concédeme, Dios mío, el deseo de desear ser, a fin de que por esta divina sed misma que me has dado, se abra en mí ampliamente el acceso a las grandes fuentes. El gusto sagrado del ser, esta energía primordial, este primero de nuestros puntos de apoyo, no me lo quites, Dios mío: Spiritu principali confirma me. Y Tú, además, Tú, cuya sabiduría amante me forma a partir de todas las fuerzas y de todos los azares de la Tierra, permíteme que esboce un gesto cuya eficacia plena se me aparezca frente a las fuerzas de disminución y de muerte; haz que tras haber deseado, crea, crea ardientemente, crea en tu Presencia activa sobre todas las cosas.

Gracias a Ti, esta espera y esta fe están ya llenas de virtud operante. Pero cómo podré testimoniarte y probarme a mí mismo, mediante un esfuerzo exterior, que no soy de los que dicen tan sólo a flor de labios: «¡Señor, Señor!». Colaboraré en tu acción previsora, y lo haré de modo doble. Primero, responderé a tu inspiración profunda que me ordena existir, teniendo cuidado de nunca ahogar, ni desviar, ni desperdiciar mi fuerza de amar y de hacer. Y luego, a tu Providencia envolvente, que me indica en todo instante, por los acontecimientos del día, el paso siguiente que he de dar, el escalón que he de subir; a esta Providencia me uniré mediante el cuidado de no perder ocasión alguna de subir «hacia el espíritu».

Cada una de nuestras vidas está como trenzada por estos dos hilos: el hilo del desarrollo interior, siguiendo el cual se forman gradualmente nuestras ideas, afectos, actitudes humanas y místicas; y el hilo del éxito exterior, siguiendo el cual nos hallamos en cada momento en el punto preciso en donde convergerá, para producir en nosotros el efecto esperado por Dios, el conjunto de las fuerzas del Universo.

Dios mío, para que me halléis en todo minuto tal cual me deseáis, allí donde me esperáis, es decir, para que me aprehendáis plenamente -por el interior y por el exterior de mí mismo-, haz que jamás pueda yo romper este doble hilo de mi vida.

 

 

3. Las pasividades de disminución2

 

Adherir a Dios, oculto bajo los poderes internos y externos que animan nuestro ser y lo sostienen en su desarrollo, es finalmente abrirse y confiarse a todos los alientos de la vida. Respondemos, «comulgamos» en las pasividades de crecimiento mediante nuestra fidelidad para actuar. Así, por el deseo de experimentar a Dios, nos hallamos llevados al amable deber de superarnos.

Ha llegado el momento de sondear el lado decididamente negativo de nuestras existencias, ese lado en el que nuestra mirada, por lejos que busque, no discierne ya ningún resultado feliz, ninguna terminación sólida para cuanto nos sucede. Que Dios sea aprehensible en y por toda vida parece fácil de comprender. Pero ¿Dios puede hallarse también en y por toda muerte? He aquí algo desconcertante. Y, sin embargo, he aquí lo que es preciso llegar a reconocer, con la mirada habitual y práctica, so pena de permanecer ciegos a lo que hay de más específicamente cristiano en las perspectivas cristianas, y so pena también de escapar al contacto divino por una de las facetas más extensas y más receptivas de nuestra vida.

Las potencias de disminución son nuestras verdaderas pasividades. Su número es inmenso, sus formas infinitamente variadas, su influencia continua. Para fijar nuestras ideas y dirigir nuestra meditación las dividiremos aquí en dos partes, que corresponden a las formas bajo las que ya nos aparecieron las fuerzas de crecimiento: las disminuciones de origen interno y las disminuciones de origen externo.

Las pasividades de la disminución externas son todos nuestros obstáculos. Sigamos mentalmente el curso de nuestra vida y las veremos surgir por todas partes. He aquí la barrera que detiene, o la muralla que limita. He aquí la piedra que desvía o el obstáculo que frena. He aquí el microbio o la palabra imperceptible que matan al cuerpo e infectan al espíritu. Incidentes, accidentes, de toda gravedad y de toda suerte, interferencias dolorosas (molestias, choques, amputaciones, muertes...) entre el Mundo de las «demás» cosas y el Mundo que irradia a partir de nosotros. Y, sin embargo, cuando el granizo, el fuego, los bandidos le quitaron a Job todas sus riquezas y le dejaron sin familia, Satanás pudo decir a Dios: «Vida por vida, el hombre se resigna a perderlo todo, con tal de conservar su pellejo. Toca tan sólo al cuerpo de tu siervo, y ya verás si te bendice o no». No es mucho, en cierto sentido, que se nos vayan las cosas, porque siempre podemos figurarnos que retornarán a nosotros. Lo terrible es evadirnos de las cosas por una disminución interior y además irreversible.

Humanamente hablando, las pasividades de disminución internas forman el residuo más negro y más desesperadamente inútil de nuestros años. Unas nos acecharon y nos apresaron en nuestro primer despertar: defectos naturales, inferioridades físicas, intelectuales o morales, por las que el campo de nuestra actividad, de nuestros goces, de nuestra visión, se ha visto limitado implacablemente desde el nacimiento y para toda la vida. Otras nos esperaban más tarde, brutales como un accidente, solapadas como una enfermedad. Todos, un día u otro, tuvimos o tendremos conciencia de que alguno de estos procesos de desorganización se ha instalado en el corazón mismo de nuestra vida. Unas veces son las células del cuerpo las que se rebelan o se corrompen. Otras son los propios elementos de nuestra personalidad los que parecen discordantes o emancipados. Y entonces asistimos, impotentes, a depresiones, rebeliones, tiranías internas, allí donde no hay influencia amiga alguna que pueda venir en nuestro socorro. Porque si bien podemos evitar más o menos completamente, por fortuna, las formas críticas de estas invasiones, que vienen del fondo de nosotros mismos a matar irresistiblemente la fuerza, la luz o el amor de que vivimos, hay una alteración lenta y esencial a la que no podremos escapar: la edad, la vejez, que de instante en instante nos sustraen a nosotros mismos para empujarnos hacia el fin. Duración que retrasa la posesión, duración que nos arranca a la alegría, duración que hace de todos nosotros unos condenados a Muerte. He aquí la pasividad formidable del transcurso del tiempo...

En la Muerte, como en un océano, vienen a confluir nuestras disminuciones bruscas o graduales. La muerte es el resumen y la consumación de todas nuestras disminuciones: es el Mal -Mal simplemente físico, en la medida en que resulta orgánicamente de la pluralidad material en que nos hallamos inmersos, pero mal moral también, puesto que esta pluralidad desordenada, fuente de todo roce y toda corrupción, se engendra, en la sociedad o en nosotros mismos, debido al falso empleo de nuestra libertad.

Superemos la Muerte descubriendo a Dios en ella. Y lo Divino se hallará con ello instalado en el corazón de nosotros mismos, en el último reducto que parecía poder escapársele.

Aquí, como en el caso de la «divinización» de nuestras actividades humanas, nos encontraremos con que la fe cristiana es absolutamente formal en sus afirmaciones y en su práctica. Cristo ha vencido a la Muerte, no sólo reprimiendo sus desafueros, sino embotando su aguijón. Por virtud de la Resurrección nada hay que mate necesariamente, sino que todo en nuestras vidas es susceptible de convertirse en contacto bendito de las Manos divinas y en bendita influencia de la Voluntad de Dios. En todo instante, y por muy comprometidos que nos tengan nuestras faltas, o por desesperada que sea nuestra situación debido a las circunstancias, podemos reajustar el Mundo en torno a nosotros mediante una reparación completa y continuar favorablemente nuestra vida. Diligentibus Deum omnia convertuntur in bonum. Tal es el hecho que domina toda explicación y toda discusión.

Pero también aquí, como cuando se trató de salvar el valor del esfuerzo humano, nuestro espíritu quiere justificar ante sí mismo sus esperanzas, para mejor abandonarse a ellas.

Quomodo fiet istud? Esta búsqueda es tanto más necesaria cuanto que la actitud cristiana frente al Mal se presta muchísimo a temibles equivocaciones. Una interpretación falsa de la resignación cristiana, así como una falsa idea del desasimiento cristiano, hacen que gran número de Gentiles odien lealmente el Evangelio, porque se les hace antipático.

Preguntémonos cómo, y en qué condiciones, nuestras muertes aparentes, es decir, los despojos de nuestra existencia, pueden integrarse en el establecimiento, en torno a nosotros, del Reino y el Medio divinos. Para ello nos será conveniente distinguir mentalmente dos fases, dos tiempos, en el proceso que termina en la transfiguración de nuestras disminuciones. El primero de estos tiempos es el de la lucha contra el Mal. El segundo, el de la derrota y su transfiguración.

 

a) La lucha con Dios contra el Mal

 

Dice el cristiano cuando sufre: «Dios me ha tocado». Este decir es plenamente verdadero. Pero resume en su simplicidad toda una serie compleja de operaciones, sólo al término de las cuales puede ser pronunciado. Si en la historia de nuestros encuentros con el Mal intentamos separar lo que llaman los escolásticos «instantes de naturaleza», habremos de decir para comenzar todo lo contrario: «Dios desea liberarme de este aminoramiento, Dios quiere que yo le ayude a alejar de mí este cáliz». Luchar contra el Mal, reducir al mínimo el Mal (incluso el simplemente físico) que nos amenaza, tal es sin duda el primer gesto de nuestro Padre que está en los cielos; de otro modo no es posible concebir ni menos amar a nuestro Padre.

Sí, es una visión exacta -y además estrictamente evangélica- de las cosas la de pensar que la Providencia se halla en el curso de las edades atenta a evitar las heridas del Mundo y dispuesta a curarle de sus heridas. A lo largo de los siglos es en verdad Dios, de acuerdo con el ritmo general del progreso, quien suscita a los grandes bienhechores y a los grandes médicos. Es Dios quien anima, aun entre los más incrédulos, la búsqueda de todo lo que alivia y de todo lo que sana. ¿No reconocen los hombres instintivamente esta divina Presencia, ellos, cuyos odios se aplacan y sus objeciones ceden a los pies de cualquier libertador de su cuerpo o de su espíritu? No lo dudemos. En el primer contacto con la disminución no podríamos hallar a Dios de otro modo que detestando lo que nos cae encima y haciendo cuanto esté en nuestra mano para esquivarlo. Cuanto más rechacemos el sufrimiento, en este momento, con todo nuestro corazón y toda la fuerza de nuestros brazos3 más nos adheriremos entonces al corazón y a la acción de Dios.

 

b) Nuestra aparente derrota y su transfiguración

 

Puesto que tenemos a Dios por aliado, estamos siempre seguros de salvar nuestra alma. Pero demasiado bien sabemos que nada nos garantiza que podamos evitar siempre el dolor y aun ciertos fracasos interiores mediante los cuales podemos imaginar que hemos malogrado nuestra vida. En todo caso, a todos nos toca envejecer y morir. Esto significa que, en un momento o en otro, por estupenda que sea nuestra resistencia, percibimos que la presión de fuerzas aminorantes -contra las que estamos luchando- domina poco a poco nuestras potencias de vida y da con nosotros en tierra, físicamente vencidos. Pero ¿cómo podemos ser vencidos, si Dios lucha con nosotros? O bien, ¿qué significa esta derrota?

El problema del Mal, es decir, la conciliación de nuestras decadencias, incluso simplemente físicas, con la bondad y la fuerza creadoras será siempre, para nuestros espíritus y nuestros corazones, uno de los misterios más inquietantes del Universo. Para ser comprendidos, los dolores de la criatura (lo mismo que la pena del condenado) supondrían en nosotros una apreciación de la naturaleza y del valor del «ser participado», que no podemos tener, porque carecemos de términos de comparación. Sin embargo, entrevemos esto: por un lado, la obra emprendida por Dios de unir a Sí mismo íntimamente a los seres creados supone en éstos una lenta preparación, a lo largo de la cual (ya existentes, pero todavía no terminados) no pueden escapar por su naturaleza a los peligros (agravados por una falta original) que lleva consigo la organización imperfecta de lo Múltiple en ellos y en torno a ellos; por otro lado, por el hecho de que la victoria definitiva del Bien sobre el Mal no pueda alcanzarse más que en la organización total del Mundo, nuestras vidas individuales, infinitamente breves, no pueden beneficiarse aquí abajo del acceso a la Tierra Prometida. Somos semejantes a esos soldados que caen en el curso del ataque del que saldrá la Paz. Dios no es vencido una primera vez por nuestra derrota, porque si bien parece que sucumbimos individualmente, el Mundo, en el que revivimos, triunfa a través de nuestros muertos.

Pero este primer aspecto de su victoria, suficiente para afirmar la omnipotencia de su brazo, se completa mediante otra manifestación de su dominación universal, acaso más directa, y sin duda más inmediatamente tangible para cada uno de nosotros. Precisamente en virtud de sus perfecciones4, Dios no puede hacer que los elementos de un Mundo en vías de crecimiento, o por lo menos de un Mundo caído en vías de reascensión, se libren de choques y de disminuciones, incluso morales: necesse est enim ut veniant scandala. Pues bien, se recuperará -se vengará, valga el término- haciendo que el propio Mal, que el estado actual de la Creación no le permite suprimir inmediatamente, sirva a sus fieles para un bien superior. Semejante a un artista que supiera sacar partido de un defecto o de una impureza para lograr, en la piedra que esculpe o el bronce que funde, líneas más exquisitas o un más bello sonido, Dios, con tal que nos entreguemos a Él amorosamente, sin alejar de nosotros las muertes parciales, ni la muerte final, que esencialmente forman parte de nuestra vida, las transfigura al integrarlas en un plano mejor. Y a esta transformación están no sólo admitidos nuestros males inevitables, sino también nuestras faltas, incluso las más voluntarias, con tal de que las lloremos. Para quienes buscan a Dios, no todo es inmediatamente bueno, pero sí es susceptible todo de llegar a serlo: Omnia convertuntur in bonum5.

¿Por qué procesos, a través de qué fases opera Dios esta maravillosa transformación de nuestras Muertes en una vida mejor? Por analogía con lo que nosotros mismos podemos realizar y reflexionando sobre lo que ha sido siempre la actitud y la enseñanza práctica de la Iglesia frente al sufrimiento humano, séanos aquí permitido intentar alguna conjetura.

Puede decirse que la Providencia convierte para sus creyentes el Mal en Bien siguiendo tres modos principales. Puede que un fracaso haga derivar nuestra actividad hacia objetos o hacia un marco más favorables, si bien siempre dentro del plano del triunfo humano que perseguimos. Así se nos representa a Job, cuya felicidad nueva supera a la antigua. Otras veces, y es lo más frecuente, la pérdida que nos aflige nos obligará a buscar la satisfacción de nuestros frustrados deseos en un campo menos material, al abrigo de los gusanos y del moho. La historia de los santos, y en general la de todos los personajes célebres por su inteligencia o su bondad, se halla llena de estos casos en que vemos salir al hombre engrandecido, templado, renovado tras una prueba o incluso una caída, que parecían deber apocarle o derrotarle para siempre. Entonces, el fracaso desempeña para nosotros el papel del timón de profundidad en el avión, o si se prefiere de la podadera para la planta. Canaliza nuestra savia interior, pone de relieve los «componentes» más puros de nuestro ser, de manera que ascendemos más, y más derechamente. El fracaso, incluso moral, se trueca también en éxito, que, aun con toda su espiritualidad, resulta experimentalmente sentido. Ante San Agustín, Santa María Magdalena o Santa Ludivina, nadie duda en pensar: Felix dolor, o Felix culpa. De manera que, incluso hasta en este punto, seguimos «comprendiendo» a la Providencia.

Pero hay casos más difíciles (y precisamente son los más corrientes), en donde nuestra sabiduría queda por completo desconcertada. Observamos en todo instante, en nosotros y en torno a nosotros, disminuciones de ésas que no parece sean compensadas por ninguna ventaja en el plano perceptible: desapariciones prematuras, accidentes estúpidos, debilitaciones que afectan a las zonas superiores del ser. Ante semejantes golpes, el Hombre no se levanta en ninguna dirección apreciable, sino que desaparece o queda tristemente aminorado. ¿Cómo es posible que incluso estas reducciones sin compensación, que son la Muerte en lo que tiene precisamente de mortal, se conviertan para nosotros en un bien? Aquí es donde se manifiesta, en el campo de nuestras disminuciones, el tercer modo de acción de la Providencia, el más eficaz y el más santificante.

Dios ya había transfigurado nuestros sufrimientos haciendo que sirviesen para nuestro perfeccionamiento sentido. Entre sus manos, las fuerzas minimizantes se habían convertido de modo perceptible en el instrumento que talla, esculpe y pule en nosotros la piedra destinada a ocupar un lugar preciso en la Jerusalén celeste. Dios todavía hará más, pues, por efecto de su omnipotencia que cae sobre nuestra fe, los acontecimientos que no se manifiestan experimentalmente en nuestra vida, sino como puros desperdicios, se van a convertir en un factor inmediato de la unión que soñamos establecer con Él.

Unirse es, en todos los casos, emigrar y morir parcialmente en aquello que amamos. Pero si, según estamos persuadidos, esta aniquilación en el Otro tiene que ser tanto más completa cuanto mayor que nosotros sea aquel a quien nos ligamos, ¿cuál no será el desprendimiento requerido para que nos integremos a Dios? Sin duda, la destrucción progresiva de nuestro egoísmo por medio de la ampliación «automática» (ya la analizamos antes) de las perspectivas humanas, unida a la espiritualización gradual de nuestros gustos y de nuestras ambiciones bajo la acción de ciertos fracasos, es forma muy real del éxtasis que ha de sustraernos a nosotros mismos para subordinarnos a Dios. Sin embargo, el efecto de este primer desasimiento sólo consiste en llevar el centro de nuestra personalidad hasta los últimos límites de nosotros mismos. Llegados a este punto extremo, podemos tener la impresión de que nos poseemos en grado sumo, más libres y más activos que nunca. Todavía no hemos franqueado el punto crítico de nuestra excentración, de nuestra vuelta a Dios. Es preciso dar un paso más: ése que nos hará perder pie en nosotros mismos. Illum oportet crescere, me autem minui. Todavía no nos hemos perdido. ¿Cuál será el agente de esta transformación definitiva? Precisamente la Muerte.

En sí la Muerte es una debilidad incurable de los seres corporales, complicada en nuestro Mundo por la influencia de un pecado original. La Muerte es el tipo y el resumen de estas disminuciones contra las que nos es preciso luchar sin poder esperar como resultado del combate una victoria personal directa y a la vez inmediata. Pues bien, el gran triunfo del Creador y del Redentor, en nuestras perspectivas cristianas, es haber transformado en factor esencial de vivificación lo que es en sí una fuerza universal de disminución y de desaparición. Dios, para penetrar definitivamente en nosotros, debe en cierto modo ahondarnos, vaciarnos, hacerse un lugar. Para asimilarnos en él debe manipularnos, refundirnos, romper las moléculas de nuestro ser. La Muerte es la encargada de practicar hasta el fondo de nosotros mismos la abertura requerida. Nos hará experimentar la disociación esperada. Nos pondrá en el estado orgánico que se requiere para que penetre en nosotros el Fuego divino. Y así, su poder nefasto de descomponer y de disolver se hallará puesto al servicio de la más sublime de las operaciones de la Vida. Lo que era por naturaleza vacío, laguna, retorno a la pluralidad, puede convertirse, para cada existencia humana, en plenitud y en unidad con Dios.

 

c) La Comunión por la disminución

 

Dios mío, me resultaba dulce, en medio del esfuerzo, sentir que al desarrollarme yo mismo, aumentaba este apresamiento en que me tienes; y me era dulce, además, bajo el brote interior de la vida, o entre el juego favorable de los acontecimientos, abandonarme a tu Providencia. Haz que tras haber descubierto la alegría de utilizar todo crecimiento para hacerte, o dejarte crecer en mí, acceda tranquilo a esta última fase de la Comunión en el curso de la cual te poseeré disminuyéndome en Ti.

Tras haberte percibido como Aquel que es «un más yo mismo», haz, llegada mi hora, que te reconozca bajo las especies de cada fuerza, extraña o enemiga, que parezca querer destruirme o suplantarme. Cuando sobre mi cuerpo (y aún más sobre mi espíritu) empiece a señalarse el desgaste de la edad; cuando caiga sobre mí desde fuera, o nazca en mí por dentro, el Mal que empequeñece o que nos lleva; en el minuto doloroso en que me dé cuenta, repentinamente, de que estoy enfermo y me hago viejo; sobre todo en ese momento en que sienta que escapo de mí mismo, absolutamente pasivo en manos de las grandes fuerzas desconocidas que me han formado; Señor, en todas estas horas sombrías, hazme comprender que eres Tú (y sea mi fe lo bastante grande) el que dolorosamente separa las fibras de mi ser para penetrar hasta la médula de mi sustancia y exaltarme en Ti.

Sí, cuanto más me incrusta el Mal y más se hace incurable en el fondo de mi carne, a Ti más te cobijo, como un principio amante, activo, de depuración y de liberación. Cuanto más se abre ante mí el futuro como una grieta vertiginosa o un oscuro paso, más confianza puedo tener, si me aventuro sobre tu palabra, de perderme o abismarme en Ti, de ser, Jesús, asimilado por tu Cuerpo.

Energía de mi Señor, Fuerza irresistible y viviente, puesto que de nosotros dos Tú eres infinitamente el más fuerte, a Ti es a quien compete el papel de quemarme en la unión que ha de fundirnos juntos. Dame todavía algo más precioso que la gracia por la que todos los fieles te ruegan. No basta con que muera comulgando. Enséñame a comulgar muriendo.

 

d) La verdadera resignación

 

El análisis anterior (análisis en que hemos intentado distinguir con arreglo a qué fases pueden divinizarse nuestras disminuciones) nos ha permitido justificar ante nosotros mismos la expresión tan grata a todos los cristianos que sufren: «Dios me ha tocado. Dios me lo ha quitado. Hágase su voluntad». Por ella, bajo los males que nos corrompen por dentro, bajo los golpes que nos rompen por fuera, comprendemos cómo podían reaparecer las dos Manos de Dios más operantes y penetrantes que nunca. El mismo análisis tiene otro resultado, casi tan precioso como éste. Con arreglo a lo que antes anunciábamos nos pone a los cristianos en trance de justificar ante los demás hombres la legitimidad y el valor humano de la resignación.

Son muchas las personas honestas que sinceramente consideran y rechazan la resignación cristiana como uno de los elementos más peligrosamente adormecientes del «opio religioso». Tras la falta de gusto por la Tierra, no hay actitud que con más rencor se reproche al Evangelio, que haber extendido esta pasividad ante el Mal; una pasividad que puede llegar hasta el cultivo perverso de la disminución y del sufrimiento. Lo decíamos antes, a propósito del «falso desasimiento»: esta acusación, o sencillamente esta sospecha, son en estos momentos mucho más eficaces para entorpecer la conversión del Mundo que cuantas objeciones puedan proceder de la Ciencia o de la Filosofía. Una religión que se considerase inferior a nuestro ideal humano, fueren cuales fueren los prodigios de que se rodeara, sería una religión perdida. Por tanto, es de importancia suprema para el cristiano comprender y vivir la sumisión a la Voluntad de Dios en el sentido activo, único ortodoxo por lo demás, que antes mencionábamos.

No, para practicar integralmente la perfección de su cristianismo, el cristiano no tiene por qué desertar ante el deber de la resistencia al Mal. Por el contrario, en un primer tiempo, ya lo hemos visto, ha de luchar sinceramente y con todas sus fuerzas, en unión con el poder creador del Mundo, para hacer que todo Mal retrograde, para que nada disminuya ni en él, ni en torno a él. En esta fase inicial, el creyente es el aliado convencido de cuantos piensan que la Humanidad no triunfará si no llega trabajosamente hasta el término de sí misma. Como decíamos al hablar del desarrollo humano, el cristiano se halla más ligado que nadie a la magnitud de esta tarea, puesto que a sus ojos la victoria humana sobre las disminuciones, incluso las físicas y naturales, del Mundo condiciona en parte la terminación y la consumación de la Realidad absolutamente precisa que él adora. Mientras la resistencia sea posible, se armará el cristiano, él, el hijo del Cielo, tanto como los más terrestres de entre los hijos del Mundo, contra aquello que merece ser apartado o destruido.

Entonces llega para él la derrota -la derrota personal que ningún humano puede esperar evitar en su breve cuerpo a cuerpo individual con fuerzas cuyo orden de magnitud y de evolución es universal-. No aflojará la resistencia interior, como tampoco lo hicieron los héroes paganos vencidos. Ahogado, comprimido, su esfuerzo permanecerá tenso. Pero en este momento, en vez de no tener, para compensar y dominar la Muerte que se avecina, más que la oscura y problemática consolación del estoicismo (en el fondo del cual, si se analiza profundamente, se hallará, sin duda, una fe desesperada en el valor del sacrificio como último principio de belleza y de consistencia) verá abrirse ante él un nuevo campo de posibilidades. Esta fuerza enemiga, que le abate y disgrega, si la acepta con fe, puede convertirse para él en un principio amante de renovación. Todo se ha perdido sobre el plano experimental. Pero en el campo llamado sobrenatural existe una dimensión más, que permite a Dios obrar, insensiblemente, el trueque misterioso del Mal en Bien. Dejando la zona de los éxitos y de las pérdidas humanas, el cristiano, por un esfuerzo de confianza en Aquel que es mayor que él, accede a la región de las transformaciones y de los acrecentamientos suprasensibles. Su resignación no es más que un impulso para trasponer, situándolo más alto, el campo de su actividad.

¡Qué lejos estamos, cristianamente lejos, de la demasiado justamente criticada «sumisión a la Voluntad de Dios», que podría reblandecer, destemplar el buen acero de la voluntad humana, blandido contra las fuerzas de las tinieblas y del debilitamiento! Entendámoslo bien, hagámoslo entender: encontrar y hacer (incluso disminuyendo y muriendo) la Voluntad de Dios no es un hallazgo inmediato ni una actitud pasiva. No tendré derecho a pensar que me toca la Mano de Dios si me afecta un mal debido a mi negligencia o a mi culpa6. La Voluntad de Dios (bajo su forma experimentada) no la alcanzaré, en cada instante, si no es al cabo de mis fuerzas, allí donde mi actividad, tendida hacia el mejor-ser (un mejor-ser comprendido con arreglo a las ideas humanas normales), se halle continuamente equilibrada por las fuerzas contrarias que tienden a detenerme o a derrocarme. Si no hago lo que puedo por avanzar o por resistir, no me hallaré entonces en el punto deseado, no sentiré a Dios tanto como podría y cuanto Él lo desea. Si, por el contrario, mi esfuerzo es valiente, perseverante, alcanzaré a Dios a través del Mal, a Dios que es más profundo que el Mal; me aprieto contra Él y en este momento el optimum de mi «Comunión de resignación» resulta coincidir necesariamente (por construcción) con el maximum de mi fidelidad al deber humano.

 

 

Nota de los Editores

 

Resulta interesante unir a estas páginas acerca de la «Divinización de las Actividades y de las Pasividades» las precisiones siguientes, tomadas de una carta en la que Pierre Teilhard, poco antes de la redacción de El Medio Divino, exponía su espiritualidad al P. Auguste Valensin, uno de sus mejores amigos.

«Admito fundamentalmente que la terminación del Mundo no se consuma más que a través de una muerte, una "noche", un retorno, una excentración, y una cuasi-despersonalización... La unión con Cristo supone esencialmente que refiramos a Él el centro último de nuestra existencia, lo cual significa el sacrificio radical del Egoísmo...

(Sin embargo ... )

»-Hace falta absolutamente, para que Cristo domine toda mi vida -toda la vida- que yo crezca en Él, no sólo por las restricciones ascéticas y los desprendimientos supremamente unitivos del sufrimiento, sino por todo cuanto mi existencia comporta del esfuerzo positivo, de natural perfeccionamiento.

»La fórmula del Renunciamiento, para ser total, debe satisfacer esta doble condición:

» 1.º Hacernos superar todo lo que hay en el Mundo.

»2.º Y someternos, sin embargo, a la vez, a colaborar (con convicción y pasión) en el desarrollo de este mismo Mundo.

»En conjunto, Cristo se da a nosotros a través del Mundo que ha de consumarse con relación a Él.

»Note usted bien esto:

»No atribuyo ningún valor definitivo, ni absoluto, a las diversas construcciones naturales. No me gusta su fórmula particular, pero sí su función que consiste en construir misteriosamente, primero lo divinizable, y luego, por Gracia de Cristo que se posa sobre nuestro esfuerzo, lo divino...

»En resumen, el esfuerzo cristiano completo consiste, a mi parecer, en estas tres cosas:

»1.º Colaborar apasionadamente en el esfuerzo humano, con la conciencia de que no sólo por la fidelidad en la obediencia, sino además por la obra realizada trabajamos en la compleción del Pleroma al preparar su materia más o menos próxima.

»2.º Hacer brotar una primera especie de renunciamiento y de victoria sobre el egoísmo estrecho y perezoso del trabajo duro y de la prosecución de un ideal cada vez más amplio.

»3.º Paralelamente a los "plenos" de la vida, querer sus "vacíos", es decir, sus pasividades y sus disminuciones providenciales, por las que Cristo transforma directa y eminentemente en Sí los elementos, la personalidad que hemos intentado desarrollar para Él...

»Despego y esfuerzo humanos se armonizan, pues. Hay que añadir que sus posibles combinaciones son infinitamente variadas. Hay una infinidad de vocaciones. En la Iglesia están Santo Tomás de Aquino y San Vicente de Paúl junto a San Juan de la Cruz. Para cada uno de nosotros hay un tiempo para crecer y un tiempo para disminuir. A veces, domina el esfuerzo humano constructor, a veces la aniquilación mística...

»Todas estas actitudes proceden de una misma orientación interior, de una misma ley, que combina el doble movimiento de la personalización natural del hombre y su despersonalización sobrenatural en Cristo.»

 

 

Conclusión de las dos primeras partes

 

Algunos puntos de vista generales sobre la ascética cristiana

 

Tras de haber vigilado, en las dos mitades activa y pasiva de nuestra vida, los progresos invasores de la divinización, podemos formarnos ahora una visión conjunta de las capas celestes en las que nos ha sumergido esta marea de luz. Tal sería el cometido de la tercera parte de este trabajo.

Pero antes de abandonarnos a la contemplación del Medio Divino, debemos, a modo de resumen, y para mayor claridad, volver sistemáticamente, en algunas visiones de conjunto, sobre la doctrina ascética diseminada por las páginas precedentes.

Lo haremos en tres apartados, cuyos títulos han de ser los siguientes: 1º. Asimiento y desasimiento. 2º. El sentido de la Cruz. 3º. El poder espiritual de la Materia.

 

1. Asimiento y desasimiento

Nemo dat quod non habet. No hay humo perfumado sin incienso. No hay sacrificio sin víctima. ¿Cómo podría el hombre, si no existiera, darse a Dios? ¿Qué posesión sublimaría el hombre con su desasimiento, si tuviera las manos vacías? Esta observación, sencillamente de sentido común, permite resolver en principio un problema que muchas veces, aunque mal, se plantea del siguiente modo: «¿Qué es mejor para un cristiano, obrar o padecer? ¿La Vida o la Muerte? ¿El crecimiento o la disminución? ¿El desarrollo o el encogimiento? ¿La posesión o la renuncia?».

Respuesta general: «¿Por qué separar y oponer las dos fases naturales de un mismo esfuerzo? Vuestro deber y vuestro deseo esencial es estar unidos a Dios. Mas para uniros, primero es necesario que seáis, y que seáis vosotros mismos lo más completamente posible. Pues bien, desarrollaos, tomad posesión del Mundo para ser. Y luego, una vez hecho esto, renunciaos, aceptad el disminuiros para ser de Otro. He aquí el doble y único precepto de la ascética cristiana completa».

Estudiemos un poco más detenidamente los dos términos de este método de acción en su juego peculiar y en su efecto resultante.

 

a) Desarrollaos primero vosotros mismos7 , dice el Cristianismo a los cristianos.

 

Generalmente, los libros espirituales no ponen de relieve este primer tiempo de la perfección cristiana. Sea que sus autores consideren su existencia como demasiado evidente para que tenga que hablarse de ella, sea que su ejercicio les parezca proceder de una actividad demasiado «natural» o incluso demasiado peligrosa para que sea oportuno insistir a su respecto, el caso es que lo silencian o lo dan por supuesto. Error y laguna. Aun cuando fácilmente comprensible para la mayoría de los hombres, aun cuando común, en el fondo, a toda moral laica o religiosa, el deber del perfeccionamiento humano ha sido, lo mismo que todo el Universo, reconquistado, refundido, sobrenaturalizado en el Reino de Dios. Es deber auténticamente cristiano crecer aun ante los hombres y hacer florecer las propias cualidades, incluso las naturales. Es una perspectiva esencialmente católica considerar al Mundo como madurando -no sólo en cada individuo o en cada nación, sino en la totalidad del género humano- un poder específico de conocer y de amar, cuyo término transfigurado es la Caridad, pero cuyas raíces y savia elemental son el descubrimiento y la dilección de todo lo que es verdadero y bello en la Creación. Ya lo hemos explicado detenidamente al hablar del valor crítico de la acción; pero aquí conviene volver sobre ello: el esfuerzo humano, aun en el campo imprecisamente llamado profano, ha de ocupar en la vida cristiana el valor de una operación santa y unificante. Es la colaboración, transida de amor, que prestamos a las Manos divinas ocupadas en embellecernos y prepararnos (a nosotros y al Mundo) para la unión final a través del sacrificio. Entendidos de esta manera, los cuidados del perfeccionamiento y del embellecimiento personales no son más que un don sólo comenzado. Y he aquí por qué, insensiblemente, ese apego que parece manifestarse hacia las criaturas se va fundiendo en un absoluto desasimiento.

 

b) «Y si tenéis algo -dice Cristo en el Evangelio-, abandonadlo y seguidme».

 

El creyente, hasta cierto punto, una vez que entienda el sentido cristiano del desarrollo y haya trabajado por realizarse a sí mismo y por hacer que se realice el Mundo para Dios, apenas necesitará oír este segundo mandamiento para obedecerlo. El que al conquistar la Tierra no ha buscado sino someter un poco más de Materia al Espíritu, ¿no se ha desasido de sí mismo precisamente mientras tomaba posesión de su persona? ¿Y no se ha desasido de sí mismo también aquel que negándose al goce, al menor esfuerzo, a la posesión perezosa de cosas y de ideas, avanza valientemente por la vía del trabajo, de la renovación interior, ensanchando y sublimando sin tregua su ideal? ¿Y aun el que consagra su tiempo y entrega su salud o su vida a algo superior a él, familia que mantener, país que salvar, verdad que descubrir, causa que defender? Todos estos hombres pasan de un modo continuado y continuo del asimiento al desasimiento, porque ascienden fielmente por el plano del esfuerzo humano.

Sin embargo, hay dos formas reservadas de renuncia que el cristiano no abordará más que por invitación o por orden precisa de su Creador. Nos referimos a la práctica de los consejos evangélicos y al uso de disminuciones, que no justifique la búsqueda de un bien superior claramente determinado.

Por lo que concierne a los primeros, no puede negarse que la vida religiosa (que fue hallada y sigue aún practicándose fuera del Cristianismo) puede ser una flotación normal, «natural», de la actividad humana en busca de vida superior. Sin embargo, la práctica de las virtudes de pobreza, castidad, obediencia, representa un principio de evasión allende las esferas normales de la Humanidad terrestre, procreante y conquistadora; y, a este respecto, su generalización, para ser lícita, espera un Duc in Altum que autentifique las aspiraciones que maduran en el alma humana. Esta autorización del Dueño de las cosas se dio de una vez para siempre en el Evangelio. Pero debe ser oída, además, individualmente, por cuantos de ella se benefician: es «la vocación».

La iniciativa compete por entero a Dios todavía con más claridad en el plano de las fuerzas de disminución. El Hombre puede y debe jerarquizar y liberar, mediante alguna penitencia, sus potencias inferiores. Puede y debe sacrificarse a un interés superior que le reclame. Pero no tiene permiso para disminuirse sólo por disminuirse. La mutilación voluntaria, incluso concebida como método de liberación interior, constituye un crimen contra el ser, y el Cristianismo la condena formalmente. La doctrina más segura de la Iglesia es que nuestro deber de criatura es el intento de vivir cada vez más, por lo más alto de nosotros mismos, conforme a las aspiraciones de la vida presente. Tan sólo esto nos afecta. Lo demás pertenece a la Sabiduría de Aquel que por sí solo sabe hacer que surja otra vida de toda muerte.

No nos impacientemos locamente. El Dueño de la Muerte llegará necesariamente muy pronto, y acaso estemos ya oyendo sus pasos. Ni prevengamos su hora, ni tampoco la temamos. Cuando entre en nosotros para destruir -en apariencia- las virtudes y las fuerzas que con tanto cuidado y amor habremos destilado para Él de todas las savias de la Tierra, será como un Fuego amante a consumar nuestra superación en la Unión.

 

c) Así pues, en el ritmo general de la vida cristiana, desarrollo y renuncia, asimiento y desasimiento no son términos que se excluyan mutuamente. Armonizan entre sí, como en el juego de nuestros pulmones la inspiración del aire y su expiración. Son dos tiempos de la respiración del alma, o, si se prefiere, dos componentes del impulso mediante el cual el alma continuamente toma pie en las cosas para superarlas8.

 

Esto es la solución general. En el detalle de los casos particulares, tanto la sucesión de estos dos tiempos, como la alianza de estos dos componentes, se hallan sometidas a infinitos matices. Su justa regulación requiere un tacto espiritual, que es la fuerza y la virtud propias de los maestros de la vida interior. En algunos cristianos, el desasimiento conservará siempre la forma de generosidad y de esfuerzo con que se dobla siempre el trabajo humano noblemente realizado: la transfiguración de la vida será por completo interior. En otros, en el curso de la existencia se producirá una hendidura física o un corte moral que les hará pasar del nivel de la santa vida común a la altura de las renuncias exquisitas y de los estados místicos. Por lo demás, el camino acaba en el mismo punto: el despojo final por la Muerte, a la que acompaña la refundición, y que preludia la incorporación final in Christo Iesu. Y, además, para todos, lo que constituye el éxito de la vida es la proporción más o menos armónica con arreglo a la cual se combinan estos dos elementos -crecer para Cristo y disminuir en Él- según las aptitudes naturales y sobrenaturales implicadas. Evidentemente, tan absurdo sería esforzarse en el desarrollo o en la renuncia ilimitadamente, como en el comer o el ayunar sin tregua. En la vida espiritual, como en todo proceso orgánico, existe para cada individuo un optimum, y tan perjudicial es pretender superarlo como no alcanzarlo9.

Lo que decimos de los individuos puede trasladarse al conjunto de la Iglesia. Es probable que, siguiendo las fases de su edad, la Iglesia se haya visto conducida al punto en que, en su vida general, domina unas veces un mayor cuidado por concurrir al trabajo terrestre, otras una celosa preocupación por señalar la trascendencia final de sus intereses. Lo seguro es que, en todo instante, la salud y la integridad de la Iglesia dependen de la exactitud con que sus miembros realizan, cada uno en su lugar, las funciones que se escalonan entre el deber de dedicarse a las ocupaciones que se consideran más profanas de este mundo y las vocaciones que tienden a la más austera de las penitencias o a la más sublime de las contemplaciones. Todos estos papeles son necesarios. Como un árbol recio, la Iglesia necesita raíces nerviosamente ancladas en la tierra y una fronda serenamente expuesta a pleno sol. De este modo, la Iglesia resume en cada instante, en un acto vital sintético, una gama de innumerables pulsaciones, cada una de las cuales corresponde a un grado o a una forma posible de espiritualización.

Sin embargo, una cosa domina sobre esta diversidad, algo que confiere al organismo en su conjunto (tanto como a cada uno de sus elementos) su fisonomía cristiana distintiva: es el ímpetu hacia el Cielo, el éxtasis trabajoso y doloroso a través de la Materia. Hacía falta recordar (y todavía no hemos insistido bastante sobre este punto) que lo sobrenatural espera y sostiene los progresos de nuestra naturaleza. Pero tampoco debe olvidarse que ni los sublima ni los acaba, en fin de cuentas, si no es en una aparente aniquilación. Esta alianza inseparable de los dos términos: progreso personal y renuncia en Dios; pero a la vez preeminencia constante, y luego final, de lo segundo sobre lo primero, he aquí lo que resume el misterio de la Cruz en su sentido pleno.

 

2. El sentido de la Cruz

 

La Cruz ha sido siempre un signo de contradicción y un principio de selección entre los Hombres. La Fe nos dice que es con arreglo a la atracción o a la repulsión consentidas que aquélla ejerce sobre las almas, como se realiza en la trilla del grano y la cizaña, la separación de los elementos elegidos de los inutilizables en el seno de la Humanidad. En donde la Cruz aparece, inevitables son la efervescencia y las oposiciones. Y aun conviene que el conflicto no se agrave inútilmente debido a un modo provocador y discordante en la predicación de la doctrina de Jesús crucificado. Con demasiada frecuencia se presenta la Cruz a nuestra adoración no como una meta sublime que alcanzaremos superándonos a nosotros mismos, sino como un símbolo de tristeza, de restricción, de repulsa.

Este modo de predicar la Pasión procede, en muchos casos, más que nada del empleo desafortunado de un vocabulario piadoso, en el que las palabras más serias (tales como sacrificio, inmolación, expiación), evacuadas de su sentido por rutina, se emplean con una ligereza y con una despreocupación inconsciente. Se juega con las fórmulas. Pero este modo de hablar acaba por producir la impresión de que el Reino de Dios sólo puede establecerse en el duelo y yendo siempre a contracorriente de las energías y de las aspiraciones humanas. En el fondo, nada hay menos cristiano que esta perspectiva, bajo la apariencia de vocablos fieles. Lo que anteriormente decíamos acerca de la necesaria combinación entre el asimiento y el desasimiento permite conferir a la ascesis cristiana un sentido mucho más rico y mucho más completo.

La doctrina de la Cruz, tomada en su grado superior de generalidad, es la doctrina a que se adhiere todo hombre que esté persuadido de que frente a la inmensa agitación humana se abre un camino hacia alguna salida y que este camino es ascendente. La vida tiene un término; por tanto, impone una dirección de marcha, que se halla orientada, en realidad, hacia la espiritualización más alta mediante el mayor esfuerzo. Admitir este grupo de principios fundamentales supone colocarse entre los discípulos, acaso lejanos y no explícitos, pero auténticos, de Jesús crucificado. Desde esta primera opción se efectúa la separación primera entre los valientes, que triunfarán, y los regalones, que fracasarán, entre los elegidos y los condenados.

El Cristianismo aporta a esta actitud, todavía vaga, precisiones y también prolongaciones. Ante todo, da a nuestra inteligencia, mediante la revelación de un pecado original, la razón de ciertos excesos, desconcertantes, en los desbordamientos del pecado y del sufrimiento. Descubre, luego, a nuestros ojos y a nuestro corazón, para ganar nuestro amor y fijar nuestra Fe, la apasionante, insondable realidad del Cristo histórico, en quien la vida ejemplar de un hombre individual recubre este drama misterioso: el Señor del Mundo que lleva, como un elemento del Mundo, no sólo una vida elemental, sino (además y por ella) la Vida total del Universo que Él se endosa y se asimila al experimentarla por sí mismo. Por la muerte en Cruz de este Ser adorado, en fin, el Cristianismo significa para nuestra sed de felicidad que el Término de la creación no hay que buscarlo en las zonas temporales de nuestro Mundo visible, sino que el esfuerzo esperado de nuestra felicidad ha de consumarse allende una total metamorfosis de nosotros mismos y de cuanto nos rodea.

Así, gradualmente, van agrandándose las perspectivas de la renuncia implicada en el ejercicio de la vida. Y, finalmente, nos hallamos desarraigados, como el Evangelio quiere, de cuanto hay de tangible en la Tierra. Pero este desarraigo se ha ido haciendo poco a poco, siguiendo un proceso que no ha perturbado ni herido el respeto que debemos a las bellezas admirables del esfuerzo humano.

Es absolutamente verdad que la Cruz significa evasión fuera del Mundo sensible, y aun en un cierto sentido, ruptura con ese Mundo. Por los últimos términos de la ascensión a la que nos invita, nos fuerza efectivamente a franquear un nivel, un punto crítico, por el que perdemos pie con la zona de realidades sensibles. Este «exceso» final, entrevisto y aceptado desde los pasos primeros, necesariamente proyecta una luz y confiere un espíritu particulares a todas nuestras andanzas. Y he aquí precisamente dónde yace la locura cristiana a ojos de los «prudentes» que no quieren arriesgar sobre un total «más allá» ninguno de los bienes que actualmente tienen entre sus manos. Pero esta evasión desgarradora fuera de las zonas experimentales, que representa la Cruz, no es más (y así hay que mantenerlo enérgicamente) que la sublimación de la ley de toda vida. Hacia las cimas, brumosas para nuestro mirar humano, a las que nos invita el Crucifijo, ascendemos por un sendero que es la vía del progreso universal. El camino regio de la Cruz es precisamente el camino del esfuerzo humano, rectificado y prolongado sobrenaturalmente. Por haber entendido plenamente el sentido de la Cruz, ya no nos arriesgamos a que la vida nos parezca triste y fea. Tan sólo nos hemos hecho aún más atentos a su inaprehensible gravedad.

En resumen, Jesús en su Cruz es el símbolo y la realidad, conjuntamente, del inmenso trabajo secular que poco a poco eleva al espíritu creado, para traerlo a las profundidades del Medio Divino. Representa (y en su sentido verdadero, es) la Creación que, sostenida por Dios, remonta las pendientes del ser, tan pronto aferrándose a las cosas para tomar en ellas un punto de apoyo, como a veces arrancándose a ellas para superarlas, y compensando siempre, mediante sus dolores físicos, el retroceso que suponen sus caídas morales.

En consecuencia, la Cruz no es cosa inhumana, sino sobrehumana. Comprendamos que desde el origen de la Humanidad actual ella se alzaba ya ante el camino que lleva a las cimas superiores de la Creación. Sólo a la luz creciente de la Revelación, sus brazos, primero desnudos, aparecieron revestidos de Cristo: Crux inuncta. A primera vista, este cuerpo sangrante puede parecernos fúnebre. ¿No es verdad que irradia desde el fondo de la noche? Acerquémonos más. Y nos encontraremos con el Serafín inflamado del Alvernia, cuya pasión y compasión son incendium mentis. El cristiano no ha de desvanecerse en la sombra de la Cruz, sino que ha de ascender hacia su luz.

 

 

Nota de los Editores

En unas páginas -no destinadas como El Medio Divino «a los inquietos de dentro y de fuera»- el Padre Teilhard, en el desbordamiento de una meditación, había expresado libremente la importancia capital por él conferida a la vocación sacerdotal y religiosa, a los consejos evangélicos y a la muerte redentora. Los breves párrafos siguientes dan fe de ello:

«Todo sacerdote, porque es sacerdote, ha dedicado su vida a una obra de salvación universal. Si es consciente de su dignidad, ya no debe vivir para sí, sino para el Mundo, a ejemplo de Aquel para cuya representación ha sido ungido.

»En la medida de mis fuerzas, porque soy sacerdote, quiero a partir de ahora ser el primero en tener conciencia de lo que el Mundo quiere, persigue y sufre; el primero en buscar, en simpatizar, en penar; el primero en dilatarme y en sacrificarme, más ampliamente humano y más noblemente terrestre que ningún otro servidor del Mundo...

»Y quiero, al mismo tiempo, mediante la práctica de los consejos, recuperar en la renuncia todo lo que de llama celeste encierra la triple concupiscencia: santificar, en la castidad, la pobreza y la obediencia, la fuerza encerrada en el amor, en el oro y en la independencia.

»¿Hubo nunca, Dios mío, una Humanidad más semejante en su sangre a una víctima inmolada; más apta, en sus agitaciones internas, para las transformaciones creadoras; más rica en sus explosiones de energía santificable; más próxima, en su angustia, a la Comunión suprema?...

»¡Oh Sacerdotes...! Nunca fuisteis más sacerdotes que ahora, mezclados y sumergidos como os halláis en el dolor y la sangre de una generación; nunca más activos; nunca más directamente dentro de la línea de vuestra vocación...

»Señor, soy tan débil cosa, que no me atrevo a pediros el participar en esta Beatitud. Pero la veo claramente, y la proclamaré:

»Felices aquellos de entre nosotros que, en estos días decisivos de la Creación y de la Redención, son elegidos para este acto supremo, lógica coronación de su sacerdocio: ¡Comunión hasta la muerte con Cristo...!».

(El Sacerdote)

 

3. La fuerza espiritual de la Materia

 

El mismo rayo luminoso que la espiritualidad cristiana plenamente comprendida dirige hacia la Cruz para humanizarla (sin velarla) se refleja sobre la materia para espiritualizarla.

Los Hombres, en sus esfuerzos hacia la vida mística, muchas veces cedieron a la ilusión de oponer brutalmente entre sí, como si se tratara del Mal y del Bien, el cuerpo y el alma, la carne y el espíritu. A pesar de ciertas expresiones corrientes, jamás esta tendencia maniquea fue aprobada por la Iglesia. Séanos permitido, para preparar el último acceso a nuestros puntos de vista definitivos sobre el Medio Divino, reivindicar y exaltar aquello que el Señor quiso revestir, salvar y consagrar: la santa Materia.

La Materia, desde el punto de vista ascético o místico en el que nos hemos situado a lo largo de estas páginas, no es exactamente ninguna de las entidades abstractas que la Ciencia o la Filosofía definen bajo este nombre. Es ciertamente para nosotros la misma realidad concreta que para la Física o la Metafísica, con sus mismos atributos fundamentales de pluralidad, tangibilidad e interligazón. Pero esta realidad buscamos aquí abarcarla toda entera, en su mayor generalidad posible: la tomamos en su exuberancia plena, tal como reacciona no sólo ante nuestras pesquisas científicas o dialécticas, sino ante toda nuestra actividad práctica. La Materia será, pues, para nosotros, el conjunto de las cosas, de las energías, de las criaturas que nos rodean, en la medida en que éstas se presentan a nosotros como palpables, sensibles, «naturales» (en el sentido teológico del término). Será el medio común, universal, tangible, infinitamente móvil y variado, en cuyo seno vivimos sumergidos.

Una vez sentado esto, ¿cómo se ofrece en un primer contacto, a nuestra acción, la Cosa así definida? Bajo los rasgos enigmáticos de una fuerza bifaz.

La Materia, por una parte, es la carga, la cadena, el dolor, el pecado, la amenaza de nuestras vidas. Es lo que lastra, lo que sufre, lo que hiere, lo que tienta, lo que envejece. Por la Materia somos paralizados, vulnerables, culpables. ¿Quién nos liberará de este cuerpo de muerte?

Pero la Materia, al mismo tiempo, es la alegría física, el contacto exultante, el esfuerzo virilizador, la felicidad de crecer. Es lo que atrae, lo que renueva, lo que une, lo que florece. Por la Materia nos hemos alimentado, elevado, ligado al resto del mundo, hemos sido invadidos por la vida. Nos es intolerable ser despojados de la Materia. Non volumus expoliari, sed supervestiri (2Cor 5,4). ¿Quién nos dará un cuerpo inmortal?

El ascetismo gusta de detenerse tan sólo en la faz primera, es decir, la que está vuelta hacia la Muerte; y retrocede diciendo: «¡Huid!» . Pero ¿qué sería de nuestros espíritus, Dios mío, si no tuvieran para alimentarse el pan de los objetos terrestres, el vino de las bellezas creadas para embriagarse, el ejercicio de las luchas humanas para ser fortificados? ¡Qué menguadas energías, qué corazones exangües os ofrecerían tus criaturas, si llegaran a separarse prematuramente del seno providencial en que las habéis situado! Señor, explícanos cómo, sin dejarnos seducir, podemos mirar a la Esfinge. Sin sutilezas de doctrina humana, sino en el simple gesto concreto de vuestra inmersión redentora, dejadnos entender el misterio oculto, también aquí, en las entrañas de la Muerte. Por la virtud de tu dolorosa Encarnación, Señor, descúbrenos y enséñanos luego a captar celosamente para Ti la fuerza espiritual de la Materia.

Tomemos una comparación como punto de partida para nuestras reflexiones. Imaginemos, en las profundidades del mar, que un buceador intenta remontarse a la superficie. O bien figurémonos en el flanco de una montaña cubierta de niebla a un viajero que se dirige hacia la cima bañada de luz. Para cada uno de estos dos hombres, el espacio está dividido en dos zonas afectadas por propiedades contrarias: una, por detrás y por debajo, cada vez parece más sombría; otra, por delante y por encima, se hace cada vez más luminosa. Para el buceador y para el caminante el éxito consiste en elevarse hacia esta última, tomando un punto de apoyo sobre todo lo que le circunda. Además, en el curso de este esfuerzo, la luz aumenta con cada nuevo avance; mientras que el espacio recorrido, a medida que es franqueado, cesa de estar iluminado y se hunde en la sombra. Retengamos estos rasgos distintos. Ellos expresan simbólicamente todos los elementos que nos hacen falta para saber cómo debemos tocar y manipular santamente la Materia.

La Materia no es, ante todo, únicamente el peso que arrastra, el limo que traba, el espino que cierra el camino. Tomada en sí, anteriormente a nuestra posición y a nuestra elección, es simplemente la pendiente que lo mismo puede subirse que bajarse, el medio que sostiene lo mismo que cede, el viento que abate lo mismo que levanta. Por naturaleza, y tras el pecado original, es verdad que representa una constante aspiración hacia la decadencia. Pero también por naturaleza, y a consecuencia de la Encarnación, encierra una complicidad (aguijón o atractivo) para el más-ser, que equilibra o incluso domina la fomes peccati. La verdad completa sobre nuestra situación aquí abajo, por nuestra inserción en el Universo, es que cada uno de nosotros se halla colocado, en sus capas o sobre su pendiente, en un punto particular determinado a la vez por el instante presente del Mundo, el lugar humano de nuestro nacimiento y nuestra vocación individual. Y, a partir de este punto, diversamente situado y elevado, la tarea asignada a nuestra vida es la de subir a la luz franqueando, para llegar a Dios, una serie dada de criaturas, que no son precisamente obstáculos, sino puntos de apoyo que hay que superar, intermediarios que pueden ser utilizados, alimento que tomar, savia que depurar, elementos que hemos de asociarnos y arrastrar con nosotros.

De aquí, y siempre a consecuencia de nuestra posición inicial en las cosas, y a consecuencia, además, de cada una de las situaciones ulteriores ocupadas por nosotros en la Materia, ésta se divide con relación a nuestro esfuerzo en dos zonas: una superada o alcanzada, hacia la que no sabríamos ya volvernos, o sobre la que no sabríamos fijarnos sin descender; es la zona de la Materia tomada material y carnalmente; la otra se ofrece a nuestros nuevos esfuerzos de progresión, de búsqueda, de conquista, de «divinización»; es la zona de la Materia tomada espiritualmente. Y el límite entre esas dos zonas es esencialmente relativo y móvil. Lo que es bueno, santificante, espiritual para mi hermano, que está por debajo o junto a mí en la montaña, quizá es malo, pervertidor, material para mí. Lo que ayer debía a mí mismo concederme, acaso hoy deba negármelo. Y, al revés, los actos que hubieran sido una grave infidelidad para un San Luis de Gonzaga o un San Antonio, quizá yo deba realizarlos precisamente para elevarme sobre las huellas de estos santos. Dicho en otras palabras, ningún alma se une a Dios sin haber recorrido a través de la Materia un trayecto determinado, el cual es en un sentido una distancia que separa, pero en otro sentido es, además, un camino de reunión. Sin determinadas posesiones y ciertas conquistas, nadie existe tal como Dios lo desea. Todos tenemos nuestra escala de Jacob, cuyos escalones están formados por una serie de objetos. No intentemos, pues, evadirnos del Mundo antes de tiempo. Sepamos orientar nuestro ser en el flujo de las cosas; y entonces, en lugar del lastre que nos llevaba hacia el abismo del placer y del egoísmo, sentiremos que de las criaturas surge un «componente» saludable, que, siguiendo un proceso ya señalado, nos dilatará, nos arrancará a nuestras mezquindades, nos impelerá imperiosamente hacia el acrecentamiento de nuestras perspectivas, hacia la renuncia de los sabrosos goces, hacia el gusto por bellezas cada vez más espirituales. La propia Materia, que parecía aconsejarnos el mayor placer y el menor trabajo, se habrá convertido para nosotros en un principio de menor goce y mayor esfuerzo.

Ahora bien, una vez más, lo que constituye la ley de los individuos parece ser un diminutivo, una abreviación de la ley del Todo. ¿Nos engañaríamos mucho pensando que, en su universalidad, el Mundo también ha de recorrer una ruta determinada antes de alcanzar su consumación? No lo dudemos. Si su totalidad material contiene energías inutilizables; si, más desgraciadamente todavía, cuenta con energías y elementos pervertidos de los que lentamente se va separando; más auténticamente aún encierra cierta cantidad de fuerza espiritual, cuya sublimación progresiva in Christo Jesu es para el Creador la operación fundamental que se halla en curso. Actualmente, esta fuerza se halla todavía difundida un poco por todas partes; nada, por humilde o grosero que parezca, deja de contener su huella. El trabajo del Cuerpo de Cristo, viviente en sus fieles, consiste en trillar pacientemente estas fuerzas celestes, en exprimir, sin dejar que nada se pierda, esta sustancia de elección. Poco a poco, la obra se continúa, podemos tener confianza. Gracias a la multitud de individuos y de vocaciones, el Espíritu de Dios se insinúa y trabaja en todos los campos. Es el gran árbol de que hablábamos antes, cuya fronda soleada refina y hace florecer los jugos extraídos por las más humildes raíces. Ahora bien, a medida que la obra avanza, verosímilmente se agotan algunas zonas. En cada vida individual, señalémoslo, el límite se desplaza constantemente hacia arriba, entre la Materia espiritual y la Materia carnal. Análogamente, a medida que se cristianiza, la Humanidad ha de sentir cada vez menos necesidad, para alimentarse, de ciertos alimentos terrestres. Así, la contemplación y la castidad deben tender a dominar legítimamente sobre el trabajo agitado y la posesión directa. Esto es la «deriva» general de la Materia hacia el espíritu. Este movimiento ha de tener su término. Un día, toda la sustancia divinizable de la Materia habrá pasado a las almas; se habrán recuperado todos los dinamismos elegidos; y nuestro Mundo estará dispuesto para la Parusía.

En esta historia general de la Materia, ¿quién no reconoce el gran gesto simbólico del Bautismo? En las aguas del Jordán, figura de las fuerzas de la Tierra, Cristo se inmerge. Las santifica. Y, como dice San Gregorio de Nisa, sale de ellas resplandeciente, elevando consigo al Mundo.

Inmersión y emersión (con participación) en las cosas -y sublimación-, posesión y renuncia (con traspaso) y arrebatamiento: he aquí el movimiento doble y único, que responde, para salvarla, a las provocaciones de la Materia10.

Materia fascinante y fuerte, Materia que acaricias y virilizas, Materia que enriqueces y que destruyes -confiando en las influencias celestes que han perfumado y purificado tus aguas-, me abandono a tus poderosas capas. Ha pasado a ti la virtud de Cristo. Arrástrame con tus encantos, nútreme con tu savia. Enduréceme con tu resistencia. Líbrame con tus arranques. Y, en fin, por toda tú misma, divinízame.

 

 

 

 

 

Tercera parte

 

EL MEDIO DIVINO

 

 

Nemo sibi vivit, aut sibi moritur...

Sive vivimus, sive morimur, Christi sumus.

Nadie vive ni muere sólo para sí.

Sea por nuestra vida, sea por nuestra muerte, a Cristo pertenecemos.

 

 

Las dos primeras partes de este libro no fueron sino la exposición, el análisis y la verificación de estas palabras de San Pablo. En nuestra vida hemos escrutado a su tiempo la parte de la actividad, del desarrollo, de la vida, y luego la de las pasividades, de la disminución, de la Muerte. En torno a nosotros, por todas partes, de izquierda a derecha, por detrás y por delante, por abajo y por arriba, nos ha bastado con superar un poco la zona de las apariencias sensibles para ver surgir y trasparentarse lo Divino. La Presencia divina se ha revelado no ya simplemente frente a nosotros, junto a nosotros. Ha brotado tan universalmente, nos hallamos de tal modo rodeados y traspasados por ella, que ni nos queda espacio en que caer de rodillas ni siquiera en el fondo de nosotros mismos.

Valiéndose de todas las criaturas, sin excepción alguna, lo Divino nos asedia, nos penetra, nos fragua. Lo pensábamos lejano, inaccesible: vivimos hundidos en sus ardientes capas: In eo vivimus... En verdad, como decía Jacob al salir del sueño, el Mundo, este Mundo tangible, por el que arrastramos el aburrimiento y la irreverencia reservados para los lugares profanos, es un lugar sagrado, ¿y no lo sabíamos? Venite, adoremus.

Recojámonos en el seno del éter superior y espiritual que nos baña en su luz vivificante. Intentemos inventariar con delicia sus atributos; luego tratemos de reconocer su naturaleza antes de examinar, en una visión de conjunto, por qué medios podemos abrirnos a sus invasiones cada vez de una manera más amplia.

 

 

1. Los atributos del Medio Divino

 

La maravilla esencial del Medio Divino es la facilidad con la que reúne y armoniza en sí mismo las cualidades que nos parecen ser más contrarias.

Inmenso como el Mundo y más temible que las más inmensas energías del Universo, el Medio Divino posee, sin embargo, en grado superlativo, la concentración y la precisión que constituyen el encanto y la cordialidad de las personas.

Innumerable y vasto, como la onda centelleante de las criaturas que sostiene y sobreanima su Océano, el Medio Divino conserva al mismo tiempo la Trascendencia concreta que le permite reunir sin confusión a su Unidad triunfante y personal los elementos del Mundo.

Incomparablemente próximo y tangible, puesto que nos presiona mediante las fuerzas todas del Universo, el Medio Divino huye tan continuamente de nuestro abrazo, que aquí abajo jamás podemos aprehenderlo, si no es alzándonos hasta el límite de nuestro esfuerzo, elevados por su misma onda: presente y atrayente en el fondo inaccesible de toda criatura, se retira cada vez más lejos, y nos arrastra consigo hacia el centro común de toda consumación 11.

Por el Medio Divino el contacto con la Materia purifica y la castidad florece como sublimación del amor.

En el Medio Divino, el desarrollo lleva a la renuncia. El asimiento a las cosas nos aparta de cuanto tienen de caduco. La Muerte se convierte en una Resurrección.

Ahora bien, si buscamos de dónde pueden venirle al Medio Divino tantas perfecciones sorprendentemente unidas entre sí, descubrimos que todas ellas derivan de una sola perfección «fontanal», que podemos expresar de esta manera: Dios se descubre en todas partes, cuando le buscamos en nuestros tanteos, como un medio universal, en cuanto es el punto último en el que convergen todas las realidades. Cada elemento del mundo, sea el que fuere, no subsiste hic et nunc sino a manera de un cono cuyas generatrices (al término de su perfección individual y al término de la perfección general del Mundo que las contiene) se enlazaran en Dios que las atrae. Por tanto, todas las criaturas, en cuanto lo son, no pueden ser consideradas, en su naturaleza y en su acción, sin que en lo más íntimo y más real de ellas mismas, como el Sol en los fragmentos de un espejo roto, no se descubra la misma Realidad, una bajo la multiplicidad, inasible en su proximidad, espiritual bajo la materialidad. Ningún objeto puede influir sobre nosotros por el fondo de sí mismo sin que sobre nosotros también irradie el Foco universal. Ninguna realidad puede ser captada por nuestra mente, nuestro corazón o nuestras manos en la esencia de lo que encierra de deseable, sin que, por la estructura misma de las cosas, nos veamos obligados a remontarnos hasta la fuente primera de sus perfecciones. Este Foco, esta Fuente están, pues, en todas partes. Precisamente porque es infinitamente profundo y pluriforme, Dios está infinitamente próximo y extendido por todas partes. Precisamente porque es el Centro, ocupa toda la esfera. Exactamente a la inversa de esa ubicuidad falaz, que parece tener la Materia por su extremada disociación, la Omnipresencia divina no es más que el efecto de su extrema espiritualidad. Y a la luz de este descubrimiento podemos reemprender nuestra marcha a través de las maravillosas sorpresas que nos reserva inagotablemente el Medio Divino.

El Medio Divino, por inmenso que sea, es en realidad un Centro. Tiene, por tanto, las propiedades de un centro, es decir, ante todo, poder absoluto y último de reunir (y en consecuencia, de acabar) a los seres en el seno de sí mismo. En el Medio Divino se tocan todos los elementos del Universo por lo que tienen de más interior y definitivo. Poco a poco, sin pérdida y sin peligro ulterior de corrupción, concentran lo que tienen de más puro y de más atrayente. Al encontrarse, pierden su exterioridad mutua y las incoherencias que son el dolor fundamental de las relaciones humanas. ¡Aquí pueden refugiarse aquellos a los que dejan desolados las separaciones, las parsimonias o las prodigalidades de la Tierra! En las esferas exteriores del Mundo, el Hombre en todo instante se siente desgarrado por las separaciones que pone la distancia entre los cuerpos; la imposibilidad de comprenderse, entre las almas; la Muerte, entre las vidas. En todo minuto, además, el Hombre necesita llorar, porque no puede, en el espacio de unos años, seguirlo todo y abarcarlo todo. En fin, se inquieta incesantemente, y no sin razón, ante la loca despreocupación, ante la desesperante opacidad de un medio natural, en el que la mayor parte de los esfuerzos individuales parecen derrochados o perdidos, donde los golpes y los gritos parecen ahogados al punto, sin que despierten el menor eco.

Todo esto es la desolación en superficie.

Abandonemos la superficie. Y sin dejar el Mundo, hundámonos en Dios. Allí y desde allí, en Él y por Él, todo lo tendremos y mandaremos en todo. De todas las flores y las luces que hayamos debido abandonar para ser fieles a la vida, allí un día hallaremos su esencia y su fulgor. Los seres que desesperábamos de poder alcanzar y, aún más, influenciar, allí están reunidos por el vértice más vulnerable, el más receptivo, el más enriquecedor de su sustancia. En este lugar se recoge y se conserva el menor de nuestros deseos y de nuestros esfuerzos, que puede hacer vibrar instantáneamente a todas las médulas del Universo.

Establezcámonos en el Medio Divino. Nos encontraremos en lo más íntimo de las almas y en lo más consistente de la Materia. Descubriremos, con la confluencia de todas las bellezas, el punto ultravivo, el punto ultrasensible, el punto ultraactivo del Universo. Y, al mismo tiempo, sentiremos que se ordena sin esfuerzo, en el fondo de nosotros mismos, la plenitud de nuestras fuerzas de acción y de adoración.

Porque no lo es todo el hecho de que en este lugar privilegiado se agrupen y armonicen todos los resortes exteriores del Mundo. Por una maravilla complementaria, el Hombre que se entrega al Medio Divino se siente por él orientado y dilatado en sus fuerzas interiores con una seguridad que le hace evitar, como si fuera un juego, los escollos demasiado abundantes en donde tantas veces han tropezado las tentativas místicas.

El huésped del Medio Divino, en primer lugar, no es panteísta. A primera vista, las profundidades divinas que nos muestra San Pablo pueden parecerse a los medios fascinantes que despliegan ante nuestra mirada las filosofías o las religiones monistas. En realidad, son muy distintas a éstas, mucho más seguras para nuestras mentes y más dulces para nuestros corazones. El panteísmo nos seduce por sus perspectivas de unión perfecta y universal. Pero en el fondo, aunque fuese verdadero, no nos daría más que fusión e inconsciencia, puesto que al término de la evolución que cree descubrir, los elementos del Mundo se desvanecen en el Dios que crean o que les absorbe. Por el contrario, nuestro Dios lleva hasta el extremo la diferenciación de las criaturas que en él concentra. En el paroxismo de su adhesión, los elegidos hallan en él la consumación de su perfeccionamiento individual. El Cristianismo sólo, pues, salva con los derechos del pensamiento la aspiración esencial de toda mística: unirse (es decir, hacerse Otro) permaneciendo uno mismo. Más atrayente que todos los Dioses-Mundos, cuya eterna seducción recoge y agota depurándola: In omnibus omnia Deus (En pâsi panta Theos), nuestro Medio Divino no se halla sino en los antípodas del falso panteísmo. El cristiano puede lanzarse a él con toda su alma, sin temer que un día pueda encontrarse monista.

Y tampoco debe temer, al abandonarse a estas aguas profundas, perder pie con la Revelación y la Vida, es decir, hacerse ya sea irreal en el objeto de su culto, ya sea quimérico en la materia de sus ocupaciones. El cristiano perdido en las capas divinas no padece en su espíritu ninguna de estas deformaciones reprobadas que padecen el «modernista» o el iluminado.

Es verdad que por su mirada sensibilizada el Creador, y todavía más precisamente (como veremos inmediatamente) el Redentor, se hallan inmersos y dilatados en las cosas hasta el punto de que, siguiendo la expresión de Santa Ángela de Foligno, «el Mundo está lleno de Dios». Pero este engrandecimiento sólo tiene valor ante sus ojos si la luz, que le parece bañarlo todo, irradia a partir de un foco histórico y se transmite a lo largo de un eje tradicional sólidamente preciso. En definitiva, el inmenso encanto del Medio Divino debe todo su valor concreto al contacto humano-divino, que se ha revelado en la Epifanía de Jesús. Suprimida la realidad histórica de Cristo, la Omnipresencia divina que nos embriaga se asemeja a todos los demás sueños de la Metafísica: incierta, vaga, convencional, sin control experimental decisivo para imponerse a nuestras mentes, sin direcciones morales para asimilarse a nuestras vidas. Por tanto, por deslumbrantes que sean los acrecentamientos que dentro de un instante trataremos de discernir en el divino Resucitado, su encanto y su trama de realidad quedarán siempre pendientes de la verdad palpable y controlable del suceso evangélico. El Cristo místico, el Cristo universal, de San Pablo, no puede tener sentido ni valor ante nuestros ojos sino como una expansión del Cristo nacido de María y muerto en la Cruz. De éste saca aquél esencialmente su calidad fundamental de ser incontestable y concreto. Por lejos que se deje uno llevar por los espacios divinos abiertos a la mística cristiana, nunca se sale del Jesús del Evangelio. Por el contrario, se siente necesidad creciente de envolverse cada vez más sólidamente en su verdad humana. No se es, pues, modernista en el sentido condenado del término. Ni tampoco va uno a frustrarse entre los visionarios y los iluminados.

Lo que en realidad constituye el error de los visionarios es confundir entre sí los planos del Mundo, y, por consiguiente, perturbar sus actividades. Para la mirada del iluminado, la presencia divina no alumbra simplemente el fondo de las cosas. Tiende a invadir su superficie y a suprimir, por tanto, su exigente pero saludable realidad. Ni la lenta maduración de las causas próximas, ni la complicada red de los determinismos materiales, ni las infinitas susceptibilidades del orden universal cuentan ya. Pero, a través de este velo inconsútil y de estos hilos delicados, es imaginada la acción divina como apareciendo desnuda y sin orden. Es lo milagroso falso que viene a desconcertar y a desaconsejar el esfuerzo humano.

Hemos mostrado hasta la saciedad que es absolutamente otro el efecto producido sobre la actividad humana por la verdadera transformación del Mundo en Jesucristo. En el seno del Medio Divino, tal como la Iglesia lo revela, las cosas se transfiguran, pero por dentro. Interiormente se bañan en luz, pero en esta incandescencia conservan -y aún mejor exaltan- lo que hay de más definitivo en sus rasgos. No podemos perdernos en Dios más que prolongando allende sí mismas las determinaciones más individuales de los seres: he aquí la regla fundamental mediante la que se distingue siempre al auténtico místico de sus falsificaciones. El seno de Dios es inmenso, multae mansiones. Y, sin embargo, en esta inmensidad no hay para cada uno de nosotros en cada instante más que un lugar posible, aquel en que nos sitúa la fidelidad continuada a los deberes naturales y sobrenaturales de la vida. En este punto, en el que sólo nos hallaremos en el momento deseado si desplegamos, sobre todos los terrenos, nuestra actividad más aplicada, Dios se comunicará con nosotros en su plenitud. Fuera de este punto, y aun cuando continúe envolviéndonos, el Medio Divino sólo existe incompletamente, o no existe en absoluto para nosotros. Sus grandes aguas, si queremos ofrecernos a sus ondas, no nos invitan a un abandono laxo, sino a una lucha constante. Su energía espera y provoca la nuestra. Tal como el mar, en ciertos días, no se aclara más que al contacto con la proa o el nadador que lo surcan, así el Mundo no se ilumina de Dios más que reaccionando a nuestro esfuerzo. Cuando, por el éxtasis o por la Muerte, Dios quiere definitivamente someter y unir a Sí al cristiano, puede decirse que lo transporta sólo rígido por amor y por obediencia por toda la extensión de su esfuerzo.

Podría parecer, entonces, que por un exceso opuesto al del quietismo y del iluminismo, el creyente del Medio Divino recae en los errores de un naturalismo pagano. Por su expectación hacia un nuevo despertar de las facultades de adoración que están adormecidas en el Mundo, por su respeto hacia las fuerzas espirituales todavía inclusas en la Materia, nuestro cristiano podrá parecerse singularmente a los adoradores de la Tierra.

Aquí también, como en el caso del panteísmo, se trata sólo de un parecido externo, como el que se da tantas veces entre las cosas inversas.

El pagano ama la Tierra para gozarla y confinarse en ella. El cristiano, para hacerla más pura y sacar en ella misma la fuerza de su evasión.

El pagano trata de unirse a todo lo sensible para apurar su goce: se adhiere al Mundo. El cristiano no multiplica sus contactos con el Mundo sino para captar o experimentar las energías que llevará o que le llevarán al Cielo. Se preadhiere a Dios.

El pagano piensa que el Hombre se diviniza cerrándose en sí mismo; el gesto final de la evolución humana es, para cada individuo o para el conjunto, el de constituirse en sí mismo. El cristiano ve su divinización sólo en la asimilación por Otro de su perfeccionamiento: la compleción de la vida es, a sus ojos, la muerte en la Unión.

Para el pagano, la realidad universal sólo existe por su proyección sobre el plano de lo tangible: es inmediata y múltiple. El cristiano toma exactamente los mismos elementos: pero los prolonga siguiendo su eje común, que los religa a Dios; con lo cual el Universo, al mismo tiempo, se unifica para él, no siendo atingible más que en el Centro final de su consumación.

En resumen, comparado con las formas principales que ha revestido históricamente el espíritu religioso humano, del misticismo cristiano puede decirse que extrae, sin tomar los elementos malos o sospechosos, todo cuanto circula de más dulce y de más recio en todas las místicas humanas. Se manifiesta en él un gran equilibrio entre el obrar y el padecer, entre la posesión del mundo y su abandono, entre el gusto y el desprecio de las cosas. ¿Por qué habría de extrañarnos esta móvil armonía? ¿No es acaso la reacción espontánea, natural, del alma frente a las excitaciones de un medio que es exactamente, por naturaleza y por gracia, en el que ha sido hecha para vivir y desarrollarse? Lo mismo que en el seno del Medio Divino todos los murmullos creados se funden, sin confundirse, en una Nota única que los domina y los sostiene (la nota seráfica, sin duda, que encantaba a San Francisco), así también, para responder a esta llamada, empiezan a resonar todas las potencias del alma; y sus tonos múltiples, a su vez, se refunden en una vibración inefablemente simple, en la que nacen, pasan y acarician, según los momentos y las circunstancias, todos los matices espirituales de amor y de intelección, de ardor y de calma, de plenitud y de éxtasis, de pasión y de indiferencia, de captación y de abandono, de reposo y de movimiento, como las posibilidades innumerables de una actitud interior, inefable y única.

Si hay palabras que traduzcan mejor que las demás esta embriaguez permanente y lúcida, acaso sean estas dos: «indiferencia apasionada».

Haber accedido al Medio Divino es, en efecto, haber encontrado lo único Necesario, es decir, Aquel que quema, inflamándolo, lo que hubiéramos amado insuficientemente o mal; Aquel que calma, eclipsando con sus fuegos lo que amábamos demasiado; Aquel que consuela, recogiendo lo que ha sido arrancado a nuestro amor o lo que jamás le fue dado. Haber llegado hasta estas capas preciosas es sentir con igual verdad que se tiene necesidad de todo y que no se necesita nada. Todo lo necesitamos: porque el Mundo no será nunca lo bastante grande para suministrar a nuestro gusto de actuar los medios de aprehender a Dios, ni a nuestra sed de sentir la posibilidad de ser invadidos por Él. Y, sin embargo, nada nos hace falta; porque la única Realidad que nos seduce está allende las transparencias en que se refleja, y todo cuanto de caduco se desvanezca entre nosotros dos no hará sino ofrecérnosla más pura. Todo me es Todo y todo me es nada; todo me es Dios y todo me es polvo: he aquí lo que el Hombre puede decir con igual verdad, siguiendo la incidencia del rayo divino.

«¿Cuál es, en su opinión -alguien preguntaba un día-, la mayor de estas dos beatitudes: poseer la Unidad sublime de Dios para centrar y salvar al Universo, o bien tener la inmensidad concreta del Universo para experimentar y tocar a Dios?» No intentaremos salir de esta deliciosa incertidumbre. Pero una vez familiarizados con los atributos del Medio Divino, nos volveremos más atentamente hacia la Cosa misma que nos ha aparecido en el fondo de cada ser, sonriente como un rostro, fascinante como un abismo. Y le preguntaremos: «Señor, ¿quién sois?».

 

 

2. La naturaleza del Medio Divino. El Cristo universal y la Gran Comunión

 

En primera aproximación, es evidente que el Medio, cuya rica y móvil homogeneidad se ha revelado por todas partes en torno a nosotros como una condición y una consecuencia de las actitudes más cristianas (tales como la recta intención y la resignación), se halla formado por la Omnipresencia divina. La Inmensidad de Dios es el atributo esencial que nos permite aprehenderlo universalmente en nosotros y en torno a nosotros.

Esta respuesta, puesto que circunscribe el problema, empieza por satisfacer a nuestra mente. Sin embargo, no confiere todavía a la potencia in qua vivimus et sumus la precisión de líneas de que nos gustaría adornar los rasgos de lo único necesario. ¿Bajo qué forma, propia a nuestra Creación, adaptada a nuestro Universo, la Inmensidad divina se manifiesta y se aplica a la Humanidad? La sentimos cargada de esa gracia santificante que la Fe católica hace circular por todas partes como auténtica savia del Mundo; absolutamente semejante, por sus propiedades, a esa Caridad (Manete in dilectione mea) que la Escritura nos dice permanecerá un día, como único principio estable de las naturalezas y de las fuerzas; absolutamente igual en el fondo a esta maravillosa y sustancial Voluntad divina, cuya médula, presente en todas partes, es el alimento auténtico de nuestras vidas, omne delectamentum in se habentem, Finalmente, ¿cuál es el lazo concreto que une entre sí a todas estas entidades universales y les confiere este último poder de posesionarse de nosotros?

La esencia del Cristianismo consiste en plantear este problema y dar una respuesta a su respecto: «El Verbo encarnado, Nuestro Señor Jesucristo».

Ahondemos gradualmente en aquella investigación que debe justificar ante nuestra mirada esta prodigiosa identificación entre el Hijo del Hombre y el Medio Divino.

Un primer paso, absolutamente indiscutible, consiste en observar que la Omnipresencia divina, en la que nos hallamos sumergidos, es una Omnipresencia de acción. Dios nos envuelve y nos penetra creándonos y conservándonos.

Vayamos ahora un poco más lejos. ¿Bajo qué forma, con qué fin, nos ha hecho el Creador el don, y nos lo conserva, del ser participado? Bajo la forma de una aspiración esencial hacia Él, con vista a la adhesión inesperada que ha de hacernos una misma cosa completa con Él. La acción por la que Dios nos mantiene en el campo de su Presencia es una transformación unitiva.

Avancemos más. ¿Cuál es esta realidad suprema y compleja mediante la cual nos fragua la operación divina? San Pablo y San Juan nos lo han revelado. Es la Repleción cuantitativa y la Consumación cualitativa de todas las cosas; es el misterioso Pleroma donde el Uno sustancial y lo Múltiple creado se unen sin confusión en una Totalidad que, sin añadir nada de esencial a Dios, será no obstante una especie de triunfo y de generalización del ser.

Al fin llegamos a la meta. ¿Cuál es el Centro activo, el Lazo viviente, el Alma organizadora del Pleroma? San Pablo está también aquí para decírnoslo con su gran voz. Es Aquel en el que todo se reúne y todo se consuma; Aquel de quien tiene su consistencia todo el edificio creado; Cristo muerto y resucitado, qui replet omnia, in quo omnia constant.

Unamos ahora el primero y el último de los términos de esta larga serie de identidades. La Omnipresencia divina se traduce, debemos reconocerlo con un rayo de alegría, en nuestro Universo, por la red de fuerzas organizadoras del Cristo total; Dios no hace presión en nosotros y sobre nosotros, por mediación de todas las fuerzas del Cielo, de la Tierra y del Infierno, más que en el acto de formar y de consumar a Cristo salvando y sobreanimando al Mundo. Y como, en el curso de esta operación, Cristo mismo no se comporta como un punto de convergencia muerto y pasivo, sino que es el centro de radiación de las energías que reportan el Universo a Dios a través de su Humanidad, las capas de la acción divina nos llegan al cabo impregnadas de sus energías orgánicas.

El Medio Divino adquiere entonces, para nosotros, el perfume y los rasgos definidos que deseábamos. Reconocemos en él una Omnipresencia que obra sobre nosotros, asimilándonos a él mismo, in unitate Corporis Christi. A consecuencia de la Encarnación, la Inmensidad divina se ha transformado para nosotros en Omnipresencia de cristificación. Todo lo que puedo hacer de bueno, opus et operatio, se halla recogido físicamente, por algo de sí mismo, en la realidad de Cristo consumado. Todo lo que soporto, con Fe y amor, de disminución y de muerte, me hace un poco más íntimamente parcela integrante de su Cuerpo místico. Exactamente es Cristo lo que hacemos o experimentamos en toda cosa. No sólo diligentibus omnia convertuntur in bonum, sino todavía más claramente, convertuntur in Deum, y del todo explícitamente, convertuntur in Christum.

A pesar de las expresiones decisivas de San Pablo (formuladas, no lo olvidemos, para el común de los primeros cristianos), pudiera parecer a algunos que hemos forzado en un sentido realista la noción del Cuerpo místico, o que, al menos, nos complacemos en buscar perspectivas esotéricas. Veamos desde un poco más cerca y constataremos que por un camino distinto hemos llegado, sin más, a confluir en la gran vía trazada en la Iglesia por el culto progresivo de la Santa Eucaristía.

Cuando el Sacerdote dice estas palabras: Hoc est Corpus meum, la palabra cae directamente sobre el pan, y directamente lo transforma en la realidad individual de Cristo. Pero la gran operación sacramental no se detiene en este acontecimiento local y momentáneo. En sustancia se enseña a los niños: a través de todos los días de cada hombre, y de todas las edades de la Iglesia, y de todos los períodos del mundo, no hay más que una sola Misa y una única Comunión. Cristo ha muerto una vez dolorosamente. Pedro y Pablo reciben tal día, a tal hora, la Sagrada Eucaristía. Pero estos actos diversos no son sino los puntos, diversamente centrales, en los que se divide y se fija para nuestra experiencia, en el tiempo y en el espacio, la continuidad de un gesto único. En el fondo, desde los orígenes de la preparación mesiánica hasta la Parusía, pasando por la manifestación histórica de Jesús y las fases de crecimiento de su Iglesia, un solo acontecimiento se desarrolla en el Mundo: la Encarnación, realizada en cada individuo por la Eucaristía.

Todas las Comuniones de una vida constituyen una sola Comunión.

Todas las Comuniones de todos los hombres actualmente vivientes constituyen una sola Comunión.

Todas las Comuniones de todos los hombres presentes, pasados y futuros, constituyen una sola Comunión.

¿Hemos considerado lo bastante la inmensidad física del Hombre y sus extraordinarias conexiones con el Universo para poder actualizar así en nuestras mentes lo que contiene de formidable esta verdad elemental?

Evoquemos, lo mejor que podamos en nuestras mentes, la enorme multitud humana de todos los tiempos y de todos los lugares. Pues bien, por nuestro catecismo, creemos que esta formidable pluralidad anónima experimenta, por derecho (y hasta cierto punto de hecho: ¿quién nos dirá, en efecto, dónde, a partir de los fieles, en el seno de la consanguinidad humana se acaba, por influencia de su Gracia, la difusión de Cristo?), el contacto físico y dominador de Aquel cuyo patrimonio es poder omnia sibi subjicere. Sí, la capa humana de la Tierra se halla, entera y perpetuamente, bajo el influjo organizador de Cristo encarnado. Esto todos lo admitimos como uno de los puntos más seguros de nuestra Fe.

Ahora bien, el Mundo humano mismo, ¿cómo se presenta en la estructura del Universo? Ya lo recordamos (1ª parte, punto 3, apdo b), y cuanto más se reflexione sobre ello, más sorprenderá la evidencia y la importancia de esta constatación: aparece como una zona de transformación espiritual continua, en la que todas las realidades y las fuerzas inferiores vienen sin excepción a sublimarse en sensaciones, sentimientos, ideas, poderes de conocimiento y de amor. En torno a la Tierra, centro de nuestras perspectivas, en cierto modo forman las almas la superficie incandescente de la Materia sumergida en Dios. Desde el punto de vista dinámico, biológico, es tan imposible trazar por encima de ella un límite, como entre una planta y el medio que la sostiene. Si la Eucaristía, pues, influye soberanamente sobre nuestras humanas naturalezas, su energía se extiende necesariamente, por efecto de continuidad, a las regiones menos luminosas que nos sostienen, descendit ad inferos podría decirse. En todo instante, Cristo Eucarístico controla, desde el punto de vista de la organización del Pleroma (que es el único verdadero punto de vista para comprender al Mundo), todo el movimiento del Universo. Cristo per quem omnia, Domine, semper creas, vivificas et praestas nobis.

El control en cuestión es, como mínimo, un último refinamiento, una última sublimación, una última captura experimentada por los elementos utilizables en la edificación de la Tierra Nueva. Pero ¿cómo no llegar más lejos y no pensar que la acción sacramental de Cristo, precisamente porque viene a santificar la materia, influye, aquende lo sobrenatural puro, sobre todo lo que constituye el ambiente interno y externo del creyente, es decir, se marca en todo cuanto llamamos «nuestra Providencia»?

Si esto es así (sencillamente por haber seguido las «extensiones» de la Eucaristía), henos de nuevo sumergidos exactamente en nuestro Medio Divino. En cada realidad en torno a nosotros, Cristo, por quien y en quien estamos formados con nuestra individualidad y con arreglo a nuestras vocaciones particulares, se descubre y brilla como una última determinación, como un Centro, casi podría decirse como un Elemento universal. Al asimilar nuestra humanidad el Mundo material, y al asimilar la Hostia nuestra humanidad, la Transformación eucarística desborda y completa la Transustanciación del pan del altar. Poco a poco, invade irresistiblemente el Universo. Es el fuego que corre por encima de los brezos. Es el choque que hace vibrar al bronce. En un sentido segundo y generalizado, pero un sentido verdadero, las Especies sacramentales están formadas por la totalidad del Mundo, y la duración de la Creación es el tiempo requerido para su consagración. In Christo vivimus, movemur et sumus.

Dios mío, cuando me acerque al altar para comulgar, haz que discierna desde ahora las infinitas perspectivas ocultas bajo la pequeñez y la proximidad de la Hostia, en donde te disimulas. Ya me he acostumbrado a reconocer, bajo la inercia de este pedazo de pan, una potencia devoradora que, siguiendo la expresión de tus más grandes Doctores, me asimila, lejos de dejarse asimilar por mí. Ayúdame a superar el resto de ilusión que tendería a hacerme creer que tu contacto es circunscrito y momentáneo.

Empiezo a comprenderlo: bajo las Especies sacramentales, primeramente a través de los «accidentes» de la Materia, pero también, de rechazo, en favor del Universo entero, me tocas, Señor, en la medida en que este Universo refluye e influye sobre mí bajo tu influencia primera. En un sentido verdadero, los brazos y el Corazón que me abres son nada menos que todas las fuerzas del Mundo juntas, las cuales, penetradas hasta el fondo de ellas mismas por tu Voluntad, tus gustos, tu temperamento, se repliegan sobre mi ser para formarlo, alimentarlo, arrastrarlo hasta los ardores centrales de vuestro Fuego. En la Hostia, Jesús, lo que me ofreces es mi propia vida.

¿Qué podría yo hacer para recoger este abrazo envolvente? ¿Qué, para responder a este beso universal? Quomodo comprehendam ut comprehensus sum? A la ofrenda total que se me hace, sólo puedo responder con una total aceptación. Al contacto eucarístico reaccionaré, pues, mediante el esfuerzo entero de mi vida, de mi vida de hoy y de mi vida de mañana, de mi vida individual y de mi vida aliada a todas las demás vidas. En mí, periódicamente, podrán desvanecerse las santas Especies. Cada vez me dejarán un poco más profundamente hundido en las capas de tu Omnipresencia: viviendo y muriendo, en ningún momento dejaré de avanzar en Ti. Por tanto, se justifica con un vigor y un rigor insospechado el precepto implícito de tu Iglesia de que es preciso siempre y en todas partes comulgar. La Eucaristía debe invadir mi vida. Mi vida debe hacerse, gracias al Sacramento, un contacto contigo sin límite y sin fin; esta vida que hace unos instantes me había aparecido como un Bautismo contigo en las aguas del Mundo, y que ahora se descubre a mí como una Comunión mediante el Mundo contigo. El Sacramento de la vida. El Sacramento de mi vida, de mi vida recibida, de mi vida vivida, de mi vida abandonada...

Por haber subido a los Cielos tras haber descendido a los Infiernos, has llenado de tal modo el Universo en todos sentidos, Jesús, que ahora felizmente nos es imposible salir de Ti. Quo ibo a spiritu tuo, et quo a facie tua fugiam? Ahora estoy segurísimo. Ni la Vida, cuyos progresos aumentan el contacto que sobre mí tienes; ni la Muerte, que me entrega en tus Manos; ni las Fuerzas espirituales, buenas o malas, que son tus instrumentos vivos; ni las energías de la Materia, en donde te has sumergido; ni las irreversibles ondas de la Duración, de las que en última instancia controlas el ritmo y el fluir; ni las insondables profundidades del Espacio que mensuran tu Grandeza; neque mors, neque vita, neque angeli, neque principatus, neque potestates, neque virtutes, neque instantia, neque futura, neque fortitudo, neque altitudo, neque profundum, neque creatura alia12, nada de todo esto podrá separarme de tu amor sustancial, puesto que todo esto no es más que el velo, las «especies» bajo las cuales me tomas para que yo pueda tomarte.

De nuevo, Señor, ¿cuál es la más preciosa de estas dos beatitudes: que todas las cosas sean para mí un contacto contigo, o que seas tan «universal», que pueda sentirte y aprehenderte en toda criatura?

A veces, imaginamos que resultas, Señor, más atractivo a mis ojos si exaltamos de un modo casi exclusivo los encantos, las bondades de tu figura humana de antaño. En verdad, Señor, si tan sólo quisiera amar a un hombre, ¿no me volvería, acaso, hacia esos que me has dado en la seducción de su florecer presente? Madres, hermanos, amigos, hermanas, ¿no los tenemos irresistiblemente amables en torno a nosotros? ¿Por qué ir a solicitarlos en aquella Judea de hace dos mil años?... No; por lo que clamo, como todos los demás seres, con el grito de mi vida entera y aun con toda mi pasión terrena, es algo distinto a un semejante a quien amar: es por un Dios a quien adorar.

¡Oh! Adorar, es decir, perderse en lo insondable, hundirse en lo inagotable, pacificarse en lo incorruptible, absorberse en la inmensidad definida, ofrecerse al Fuego y a la Transparencia, aniquilarse consciente y voluntariamente a medida que se tiene más conciencia de uno mismo, darse a fondo a aquello que no tiene fondo. ¿A quién podemos adorar?

Cuanto más hombre se haga el Hombre, tanta más necesidad sentiré, necesidad cada vez más explícita, más refinada, más exquisita, de adorar.

Oh, Jesús, ¡rompe las nubes con tu relámpago! ¡Muéstrate a nosotros como el Fuerte, el Centelleante, el Resucitado! ¡Sé para nosotros el Pantocrátor que ocupaba en las viejas basílicas la plena soledad de las cúpulas! Nos hace falta nada menos que esta Parusía para equilibrar y dominar en nuestros corazones la gloria del Mundo que se eleva. Para que contigo venzamos al Mundo, aparécenos envuelto en la Gloria del Mundo.

 

 

3. Los acrecentamientos del Medio Divino

 

El Reino de Dios se halla dentro de nosotros mismos. Cuando aparezca Cristo sobre las nubes, no hará sino manifestar una metamorfosis lentamente realizada, bajo su influencia, en el corazón de la masa humana. Apliquémonos, pues, para acelerar su venida, a comprender mejor el proceso siguiendo el cual nace y se desarrolla en nosotros la Santa Presencia. A fin de favorecer más inteligentemente el progreso, observemos el nacimiento y los acrecentamientos del Medio Divino primero en nosotros mismos, y luego en el Mundo a partir de nosotros.

 

a) La aparición del Medio Divino. El gusto del ser y la Diafanía de Dios

 

Sopla una brisa en la noche. ¿Cuándo se levantó? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? Nadie lo sabe. Nadie puede forzar a que sobre él se pose el espíritu, la mirada, la luz de Dios.

Un día el Hombre tiene conciencia de que es sensible a una cierta percepción de lo Divino extendido por todas partes. Preguntadle. ¿Cuándo se ha iniciado este estado en él? No sabrá decíroslo. Todo lo que sabe es que un espíritu nuevo ha atravesado su vida.

 

Empezó por una resonancia peculiar, singularísima, que acrecentaba cada armonía, por una radiación difusa que aureolaba cada belleza... Sensaciones, sentimientos, pensamientos, todos los elementos de la vida psicológica iban entrando en el juego uno tras otro. Cada día estaban más perfumados, más llenos de color, eran más patéticos debido a una Cosa indefinible, siempre la misma Cosa. Después, la Nota, la Fragancia, la Luz vagas empezaron a precisarse. Y entonces empecé a sentir, contra toda convención y toda verosimilitud, lo que había de inefablemente común en todas las cosas. La Unidad se me comunicaba, infundiéndome el don de aprehenderla. En verdad, había adquirido un sentido nuevo, el sentido de una cualidad o de una dimensión nueva. Todavía más profunda: era la transformación que en mí se había operado en la percepción misma del Ser. El Ser, a partir de este momento, se había hecho en cierto modo tangible, sabroso. Dominando sobre todas las cosas con las que se revestía, el propio Ser comenzó a atraerme y a embriagarme.

 

He aquí lo que, más o menos explícitamente, podría referir todo hombre que haya avanzado lo bastante en su capacidad de sentir y de analizarse. Y este hombre acaso sea exteriormente un pagano. Y si resulta ser cristiano, confesará que este cambio interior le parece haberse operado en las partes profanas, «naturales» de su alma.

No dejemos que estas apariencias nos engañen. No nos desconcertemos tampoco por los errores manifiestos en que han caído tantos místicos en sus intentos por fijar o solamente dar un nombre a la Sonrisa Universal. Como toda fuerza (cuanto más rica es) el sentido del Todo nace informe y turbio. A la Realidad que los hombres han presentido tras de las cosas, la sitúan incorrectamente, como niños que abren por vez primera los ojos. Sus tanteos no encuentran muchas veces más que un fantasma metafísico o un ídolo grosero. Mas ¿desde cuándo las imágenes y los reflejos prueban nada contra la realidad de los objetos y de la luz? Las desviaciones panteísticas atestiguan la inmensa necesidad que teníamos de una palabra reveladora, venida de la Boca de Aquel que es. Hecha esta reserva, es cierto que, psicológicamente, el gusto llamado «natural» del Ser es en cada vida la primera aurora de la iluminación divina, el primer pálpito que se percibe del Mundo animado por la Encarnación. El sentido (que no ha de ser por fuerza el sentimiento) de la Omnipresencia de Dios prolonga, sobrenaturaliza la misma fuerza psicológica que, por sus mutilaciones o sus yerros, da los panteísmos13.

Esta constatación de que el Medio Divino se descubre a nosotros como una modificación del Ser profundo de las cosas permite hacer inmediatamente dos observaciones importantes respecto al modo como se introduce su percepción y se conserva en nuestras perspectivas humanas.

En primer lugar, la manifestación de lo Divino no modifica el orden aparente de las cosas, como tampoco la consagración eucarística modifica ante nuestros Ojos las santas Especies. Puesto que el acontecimiento psicológico, en sus comienzos, consiste únicamente en la aparición de una tensión interna o de un brillo profundo, las relaciones entre las criaturas siguen siendo exactamente las mismas. Tan sólo se hallan acentuadas en su sentido. Como esas materias traslúcidas que un rayo encerrado en ellas puede iluminar en bloque, para el místico cristiano el Mundo aparece bañado por una luz interna que intensifica su relieve, su estructura y sus profundidades. Esta luz no es el matiz superficial que puede captar un goce grosero. Tampoco es el brillo brutal que destruye los objetos y ciega la mirada. Es el destello fuerte y reposado, engendrado por la síntesis en Jesús de todos los elementos del Mundo. Cuanto más acabados sean con arreglo a su propia naturaleza los seres sobre los que luce, más próxima y sensible se hace esta irradiación; y cuanto más sensible se hace, tanto más los objetos que baña resultan claros en sus contornos y lejanos en su fondo. Si se puede modificar ligeramente una palabra sagrada, diremos que el gran misterio del Cristianismo no es exactamente la Aparición, sino la Transparencia de Dios en el Universo. Sí, Señor, no sólo el rayo que roza, sino el Rayo que penetra. No vuestra Epifanía, Jesús, sino vuestra Diafanía.

Nada hay más consistente y más fugaz -más mezclado a las cosas y al mismo tiempo más separado de ellas- que un rayo de luz. Si el Medio Divino se manifiesta a nosotros como una incandescencia de las capas interiores del ser, ¿quién nos garantizará la perseverancia de esta visión? Sólo el Rayo mismo. La Diafanía, cuyo goce no hay poder en el Mundo que pueda impedirnos, porque penetra más profundamente que todo poder; por la misma razón, tampoco hay poder alguno en el Mundo que pueda forzar su aparición.

Y he aquí el segundo punto, cuya consideración debe tomarse como fundamento situado en la base de todas nuestras reflexiones ulteriores sobre el progreso de la vida en Dios.

La percepción de la Omnipresencia divina es esencialmente una visión, un gusto, es decir, una especie de intuición de ciertas cualidades superiores de las cosas. Por tanto, directamente no puede obtenerse mediante ningún razonamiento ni artificio humano. Como la vida, cuya suprema perfección experimental representa, sin duda, es un don. Y henos aquí de nuevo remitidos al centro de nosotros mismos, al borde de la fuente misteriosa a la que habíamos bajado (al comienzo de la segunda parte) para observar su flujo. Sentir la atracción de Dios, ser sensible a sus encantos, a la consistencia y a la unidad final del ser, es la más elevada y, a la vez, la más completa de nuestras «pasividades de crecimiento». Por la lógica de su esfuerzo creador, Dios tiende a hacerse buscar y a hacerse percibir por nosotros: Posuit homines... si forte attrectent eum. Su Gracia previsora siempre se halla en suspenso para excitar nuestra primera mirada y nuestra primera oración. Pero, en fin, la iniciativa, el despertar parten de Él siempre; y sean cuales fueren los desarrollos ulteriores de nuestras facultades místicas, no hay progreso que se realice sobre este campo si no es como respuesta nueva a un nuevo don. Nemo venit ad me, nisi Pater traxerit eum.

He aquí, pues, que en el origen de nuestra invasión por el Medio Divino tenemos que situar una oración intensa y continuada, la plegaria que suplica el don fundamental: Domine, fac ut videam. Señor, sabemos y presentimos que estás por todas partes en torno a nosotros. Pero diríase que hay un velo sobre nuestros ojos. Haz que brille por todas partes tu rostro universal: illumina vultum tuum super nos. Que tu brillo profundo aclare hasta las entrañas las oscuridades densísimas en cuyo seno nos movemos. Sit splendor Domini nostri super nos. Y para esto envíanos tu Espíritu, Spiritus principalis, cuya acción inflamada puede sola operar los principios y la perfección de la gran Metamorfosis a la que conduce toda la perfección interior y por la que gime nuestra Creación: Emitte Spiritum tuum, et creabuntur et RENOVABIS FACIEM TERRAE.

 

b) Los progresos individuales del Medio Divino: la pureza, la fe y la fidelidad operantes

 

Ego operor… Pater semper operatur. El encanto (cargado de responsabilidades) del Medio Divino es el de poder adquirir en torno a nosotros una intensidad siempre creciente. Puede decirse que es una atmósfera cada vez más luminosa y más cargada de Dios. En Él, y sólo en Él, se realiza el deseo loco de todo amor: perderse en lo que se ama y hundirse cada vez más en ello.

Puede decirse que son tres las virtudes que concurren con particular eficacia a esta concentración indefinida de lo Divino en nuestras existencias: la pureza, la fe y la fidelidad, tres virtudes en apariencia «inmóviles», pero en realidad tres virtudes activas entre todas y entre todas ilimitadas. Considerémoslas una tras otra, en su función generatriz del Medio Divino.

 

1) La pureza.- La pureza, en el gran sentido de la palabra, no es sólo la ausencia de faltas (que es únicamente el lado negativo de la pureza), ni siquiera la castidad (que sólo representa un señalado caso particular). Es la rectitud y el impulso que en nuestras vidas suscita el amor de Dios buscado por encima de todo y en cualquier parte.

Espiritualmente, es impuro el ser que regodeándose en el placer, o replegándose en el egoísmo, introduce en sí, y en torno a sí, un principio de retraso y de división en la unificación del Universo en Dios.

Por el contrario, es puro quien, de acuerdo con su lugar en el Mundo, hace que sobre su provecho inmediato o momentáneo domine la preocupación del Cristo que ha de consumarse en toda cosa.

Es cada vez más puro quien, atraído por Dios, llega a dar a este ímpetu, a esta travesía, una continuidad, una intensidad, una realidad cada vez mayores, sea que por vocación haya de moverse siempre (aun cuando más espiritualmente cada vez) en las mismas zonas materiales del Mundo, sea que, más generalmente, acceda a regiones en las que lo Divino sustituye poco a poco para él a los demás alimentos terrestres.

Así entendida, la pureza de los seres se mide por el grado de atracción que les lleva hacia el Centro divino, o, lo que viene a ser igual, por la proximidad en que se hallan con respecto de este Centro. La experiencia cristiana nos dice que la pureza se nutre con el recogimiento, la oración mental, la limpieza de conciencia, la pureza de intención, los sacramentos... Contentémonos aquí con exaltar su poder sorprendente de condensar lo Divino en torno a nosotros.

Benson, en uno de sus cuentos, imagina que un «vidente» llega a la capilla apartada en la que reza una religiosa. Entra. Y he aquí que en torno a este apartado lugar, ve de pronto que el Mundo entero se enlaza, se mueve, se organiza siguiendo el grado de intensidad y la inflexión de los deseos de la endeble rezadora. La capilla se había convertido en el polo en torno al cual giraba la Tierra. La contemplativa sensibilizaba y animaba en torno a sí todas las cosas, porque creía; y su fe era operante porque su alma, purísima, la situaba muy cerca de Dios. Esta ficción es una parábola excelente.

La tensión interior de los espíritus hacia Dios puede parecer negligente a los que buscan calcular la cantidad de energía acumulada en la masa humana.

Y, sin embargo, si fuéramos tan capaces de percibir la «luz invisible», como percibimos las nubes, el relámpago o los rayos del sol, las almas puras nos parecerían en este Mundo tan activas, por su sola pureza, como las cumbres nevadas, cuyas cimas impasibles aspiran para nosotros continuamente las potencias errantes de la atmósfera superior.

¿Deseamos que crezca en torno a nosotros el Medio Divino? Demos acogida y alimentemos celosamente a todas las fuerzas de unión, de deseo, de oración que la gracia nos presenta. Por el hecho solo de que aumente así nuestra transparencia, la luz divina que no cesa de hacer presión sobre nosotros irrumpirá con más ímpetu.

¿Hemos pensado alguna vez en el sentido del misterio de la Anunciación?

Cuando llegó el momento en que Dios hubo decidido realizar a nuestros ojos su Encarnación, tuvo necesidad de suscitar antes en el Mundo una virtud capaz de atraerla hasta nosotros. Necesitaba una Madre que lo engendrara en las esferas humanas. ¿Y qué hizo entonces? Creó a la Virgen María; es decir, hizo que apareciera sobre la Tierra una pureza tan grande, que en esa transparencia se concentraría Él hasta aparecer como Niño Pequeño.

He aquí, expresada en sus fuerzas y en su realidad, la potencia de la pureza que hace nacer lo Divino entre nosotros.

Y, con todo, la Iglesia añade, dirigiéndose a la Virgen Madre: Beata quae credidisti. En la fe halla la pureza la realización de su fecundidad.

 

2) La fe.- La fe, tal como aquí lo entendemos, no es sólo, naturalmente, la adhesión intelectual a los dogmas cristianos. En un sentido mucho más rico, es la creencia en Dios cargada de cuanta confianza en su fuerza bienhechora puede suscitar en nosotros el conocimiento de este Ser adorable. Es la convicción práctica de que el Universo, en manos del Creador, sigue siendo arcilla, cuyas múltiples posibilidades Él modela a su antojo. En una palabra, es la fe evangélica, y bien puede decirse que no hay virtud, ni siquiera la caridad, que haya sido recomendada más insistentemente por el Salvador.

Ahora bien, ¿bajo qué rasgos se nos presenta continuamente en las palabras y en los gestos del Maestro esta exhortación? Ante todo y por encima de todo, como una fuerza operante. Intimidados por las afirmaciones de un positivismo no justificado, entibiados, por otra parte, por los excesos místicos de la Christian Science querríamos, a veces, dejar en la sombra esta promesa incómoda de una eficiencia tangible que se asegura a nuestra oración. Y, sin embargo, no podemos disimularla sin sonrojarnos en Cristo. Si no creemos, las olas tragan, el viento sopla, nos falta el alimento, las enfermedades nos abaten o matan, la fuerza divina es impotente o está muy lejos. Por el contrario, si creemos, las aguas son dulce acogida, se multiplica el pan, se abren los ojos, resucitan los muertos, su poder parece que le fuera solicitado a Dios como por una fuerza que lo extiende por toda la Naturaleza. O bien hay que glosar, minimizándolo arbitrariamente, el Evangelio. O bien hemos de admitir la realidad de estos efectos no como transitoria y pasada, sino como perenne y actualmente verdadera. ¡Ah!, guardémonos mucho de ahogar esta revelación de una vivificación posible, en Dios, de las fuerzas de la Naturaleza; muy por el contrario, situémosla resueltamente en el centro de nuestras perspectivas del Mundo, atentos tan sólo a comprenderla bien.

La fe obra. ¿Qué significa esto? ¿Será que la acción divina, ante la llamada de nuestra fe, vendrá a sustituir el juego normal de las causas que nos rodean? ¿Vamos a esperar, como los iluminados, que Dios obre directamente, sobre la Materia o sobre nuestros cuerpos, los resultados hasta ahora conseguidos mediante nuestras industriosas investigaciones?

Evidentemente, no. Ni los encadenamientos interiores del Mundo material o psíquico, ni el deber humano del máximo esfuerzo se hallan amenazados y ni siquiera rebajados por el precepto de la fe. Iota unum aut unus apex nom praeteribit. Bajo la acción transformadora de la «fe que obra», quedan intactas todas las conexiones naturales del Mundo; pero se superpone a ellas un principio, una interna finalidad, casi podría decirse un alma más. Bajo la influencia de nuestra fe, el Universo es susceptible, sin cambiar sus rasgos exteriores, de flexibilizarse, animarse, sobreanimarse. He aquí el «todo» y el «solamente» de la creencia que el Evangelio nos impone formalmente. A veces, esta sobreanimación se traduce mediante efectos milagrosos, cuando la transfiguraci6n de las causas las hace acceder hasta la zona de su «potencia obediencial»; a veces, y más generalmente, se manifiesta por la integración de acontecimientos indiferentes o desfavorables en un plan, en una Providencia superiores.

Ya antes abordamos y analizamos un caso especialmente típico de este segundo modo de divinización del Mundo por la fe (modo que no es menos profundo, ni menos preciso, que los prodigios más conmovedores). Al tratar de las pasividades de disminución, vimos cómo nuestros fracasos, nuestras decadencias, nuestra muerte, incluso nuestras faltas, podían ser por Dios refundidas en mejor bien, transformadas en Él. Éste es el momento oportuno para examinar tal milagro en toda su generalidad y desde el punto de vista particular del acto de fe, que es por nuestra parte la condición providencial del mismo.

El Mundo, la Vida (nuestro Mundo, nuestra Vida), están, sí, en nuestras manos, en las de todos, como una Hostia, dispuestos a llenarse de influencia divina, es decir, de una Presencia real del Verbo Encarnado. El Misterio se realizará. Pero con una condición: que creamos que esto quiere y puede convertirse para nosotros en la acción, es decir, en la prolongación del Cuerpo de Cristo. ¿Creemos? Todo se ilumina y se configura en torno a nosotros: se ordena el azar, el éxito adquiere una plenitud incorruptible, el dolor se convierte en una caricia y en una visita de Dios. ¿Dudamos? La roca se queda seca, el cielo negro, las aguas traicioneras y levantadas. Y podríamos oír la palabra del Maestro ante nuestra vida estropeada: «Hombres de poca fe, ¿por qué habéis dudado?»...

Domine, adjuva incredulitatem meam. Tú mismo lo sabes, Señor, porque humanamente has sentido angustia. El Mundo, en ciertos días, se nos aparece como una cosa espantosa: inmenso, ciego, brutal. Nos zarandea, nos arrastra, nos mata, sin prestarnos atención. Heroicamente, bien puede decirse, el Hombre ha llegado a crear, entre las grandes aguas frías y negras, una zona habitable, en donde casi hay calor y claridad, donde los seres tienen un rostro para mirar, manos para suavizar, corazón para amar. ¡Mas qué precaria es esta mansión! En todo instante, por todos los resquicios, hace irrupción en ella la gran Cosa horrible, esta que nos esforzamos por olvidar, por no pensar que está siempre ahí, del otro lado del tabique: fuego, peste, tempestad, terremoto, desencadenamiento de oscuras fuerzas morales, se llevan en un instante, y sin consideraciones, lo que habíamos construido y ornado penosamente con toda nuestra inteligencia y nuestro corazón.

Dios mío, ya que por mi dignidad humana me está vedado cerrar los ojos sobre todo, como una bestia o como un niño -para que no sucumba a la tentación de maldecir al Universo y a quien lo hizo-, haz que lo adore, viéndote escondido en él. Señor, repíteme la gran palabra liberadora, la palabra que a un mismo tiempo revela y opera. Señor: Hoc est Corpus meum. En realidad, la Cosa enorme y sombría, el fantasma, la tempestad, si queremos, eres Tú. Ego sum, nolite timere. Todo cuanto en nuestras vidas nos espanta, lo que a Ti mismo te consternó en el Huerto, Señor, en el fondo no son más que Especies o Apariencias, la materia de un mismo Sacramento.

Creamos solamente. Creamos con mayor fuerza y más desesperadamente cuanto la Realidad parece más amenazadora y más irreductible. Y entonces, poco a poco, veremos al Horror universal distenderse para sonreírnos primero y tomarnos en sus brazos más que humanos luego.

No, no son los rígidos determinismos de la Materia y de los grandes números los que confieren al Universo su consistencia: son las ágiles combinaciones del Espíritu. El azar inmenso y la inmensa ceguera del Mundo sólo son una ilusión para el que cree. Fides, substantia rerum.

 

3) La fidelidad.- Porque creímos con el corazón puro y muy intensamente en el Mundo, el Mundo abrirá ante nosotros los brazos de Dios. Ahora nos falta echarnos en estos brazos para que se cierre el círculo del Medio Divino en torno a nuestras vidas. Este gesto será el de una correspondencia activa respecto del deber cotidiano. La fe consagra al Mundo. La fidelidad comulga en él.

Para describir dignamente las «ventajas» de la fidelidad, es decir, el papel esencial y final que desempeña en nuestra toma de posesión del Medio Divino, deberíamos repetir aquí cuanto se dijo en las dos primeras partes de este estudio. Es, pues, la fidelidad la que pone en juego los recursos inagotables ofrecidos por toda pasión a nuestro deseo de Comunión.

Por la fidelidad nos situamos y nos mantenemos tan exactamente asidos de la Mano divina, que no formamos sino una sola cosa con ella en el ejercicio de su acción.

Por la fidelidad abrimos en nosotros continuamente un acceso tan íntimo a las voluntades y a los buenos deseos de Dios, que Su vida, como un pan poderoso, penetra y asimila la nuestra. Hoc est cibus meus, ut faciam voluntatem Patris.

Por la fidelidad, en fin, nos hallamos en todo instante situados en el punto exacto donde converge, providencialmente, sobre nosotros el innumerable haz de fuerzas interiores y exteriores del Mundo, es decir, en el único punto en que puede realizarse en un momento dado para nosotros el Medio Divino.

La fidelidad y sólo la fidelidad nos hace posible recibir los avances universales y perpetuos del contacto divino; por ella, y solamente por ella, devolvemos a Dios el beso que Dios nos ofrece continuamente a través del Mundo.

Ahora bien, lo que hay de inapreciable en el poder «comunicante» de la fidelidad, parecido en esto al que poseen la fe y la pureza, es que no conoce límites a su eficacia.

No hay límite por el lado de la obra realizada o de la disminución experimentada: dado que siempre podemos abismarnos cada vez más en la perfección del trabajo realizado o en la utilización mejor de los acontecimientos desagradables. Siempre más capacidad, cuidado, suavidad...

No hay límite, tampoco, por el lado de la intención, que anime el esfuerzo para obrar o para aceptar; puesto que siempre podemos llegar más lejos en la perfección interior de la conformidad. Siempre más desasimiento. Más amor siempre.

Y no hay límite -todavía mucho menos- por el lado del objeto divino: nuestro ser puede agotarse en la alegría de adherirse cada vez más a él. Abandonemos aquí toda imagen de adhesión inmóvil. Resulta insuficiente. Y recordemos esto: Dios no se presenta a nuestros entes finitos como una Cosa ya totalmente terminada a la que hay que abrazar. Para nosotros es el eterno Descubrimiento y el eterno Crecimiento. Cuanto más creemos comprenderlo, más distinto se nos revela. Cuanto más pensamos aprehenderlo, más retrocede atrayéndonos a las profundidades de Sí mismo. Cuanto más nos acercamos a él por todos los esfuerzos de la Naturaleza y de la Gracia, más acrecienta, en un mismo movimiento, su atracción sobre nuestras potencias y la receptividad de nuestras potencias con respecto a esta divina atracción.

Así el punto privilegiado de que hablábamos hace unos momentos, el punto único en donde puede nacer, para cada hombre, en cada momento, el Medio Divino, ese punto no es un lugar fijo del Universo. Es un centro móvil que hemos de seguir como los Magos siguieron a su estrella.

Por un camino o por otro, según las vocaciones, este astro conduce a los hombres de manera muy diversa. Pero todas las pistas que nos señala tienen esto en común: que hacen ascender siempre más arriba. (Ya hemos dicho estas cosas varias veces; pero importa agruparlas una última vez en el mismo haz.) En cada existencia, si es fiel, los deseos mayores suceden a los más chicos; la renuncia priva poco a poco sobre los goces; la muerte consuma la vida. Finalmente, la deriva general a través de lo creado habrá sido para todos la misma. A veces mediante un desasimiento espiritual, a veces mediante uno material, la fidelidad nos lleva a todos, más o menos de prisa, en mayor o menor grado, hacia una misma zona de menor egoísmo y de menor goce, allí donde brilla para la criatura, más extasiada, la luz divina más suficiente y más límpida, allende toda interposición no rechazada, sino franqueada.

Pureza, fe, fidelidad: el Mundo se funde y pliega bajo la acción convergente de estos tres rayos.

Como un fuego violento que se alimenta de lo que normalmente debería apagarlo, como un torrente poderoso que crece con los obstáculos atravesados en su curso, así la tensión engendrada por el encuentro entre el Hombre y Dios disuelve, arrastra, volatiliza a las criaturas y las hace a todas igualmente útiles para la unión.

Alegrías, progresos, dolores, sueños, faltas, obras, oraciones, bellezas, potencias del Cielo, de la Tierra o del Infierno, todo se curva al paso de las ondas celestes. Y todo cede la parte de energía positiva que contiene su naturaleza para contribuir a la riqueza del Medio Divino.

Como esos chorros ardientes que atraviesan sin esfuerzo los metales más duros, el espíritu que los atrae penetra en el Mundo y avanza envuelto en los vapores luminosos de todo lo que sublima con Él.

No destruye las cosas, ni tampoco las fuerzas: las libera, las orienta, las transfigura, las anima. No deserta de ellas: sube apoyándose sobre ellas y arrastrando consigo lo que tienen de elección.

Pureza, fe, fidelidad, virtudes inmóviles y virtudes que operan, en verdad sois, en vuestra serenidad, las energías superiores de la Naturaleza, las que dan al Mundo, incluso al material, su última consistencia y su última figura. Sois los principios conformadores de la Tierra Nueva. Gracias a vosotras, triple aspecto de una misma adoración confiada, «triunfamos del Mundo»: Haec est quae vincit Mundum, fides nostra.

 

c) Los progresos colectivos del Medio Divino. La Comunión de los Santos y la caridad

 

1) Observaciones preliminares sobre el valor «individual» del Medio Divino.- En las páginas anteriores nos hemos ocupado, en realidad, del establecimiento y de los progresos del Medio Divino en un alma, supuesta sola en medio del Mundo, en presencia de Dios: «Y con las demás almas, ¿qué acontece? -habrá pensado más de un lector-. ¿Qué cristianismo es este que pretende edificarse fuera del amor del prójimo?».

El prójimo, vamos a verlo, tiene su lugar esencial en el edificio cuyas líneas intentamos fijar. Pero, antes de introducirlo en nuestras construcciones, era necesario -y ello por dos razones- tratar a fondo el problema de la «divinización del Mundo» en el caso de un solo hombre en particular.

Era preciso, en primer lugar, por razón de método: porque, en buena ciencia, el estudio de los casos elementales debe siempre preceder al esfuerzo de generalización.

Era preciso, además, por razón de naturaleza: porque, por muy extraordinariamente solidarios que seamos los unos con los otros en nuestro desarrollo y en nuestra consumación in Christo Jesu, no por ello dejamos de formar cada cual una unidad natural, cargada con sus responsabilidades y con sus posibilidades incomunicables. Nos salvamos o nos perdemos nosotros mismos.

Era tanto más importante poner de relieve este dogma cristiano de la salvación individual, cuanto que las perspectivas aquí expuestas son más unitarias y más universalistas. No hay que perder nunca de vista que los hombres, de la misma manera que, en las zonas experimentales del Mundo, por muy envueltos que se hallen por dicho Universo representan cada uno de ellos para este Universo un centro de perspectiva y de actividad independiente (de manera que habrá tantos Universos parciales como individuos), análogamente, en el campo de las realidades celestes, por penetrados que nos hallemos del mismo poder creador y redentor, constituimos cada uno un centro particular de divinización (de manera que hay tantos Medios Divinos parciales como almas cristianas).

Ante el mismo espectáculo, en presencia de las mismas posibilidades de percepción o de acción, sabemos que los hombres reaccionan de manera absolutamente distinta con arreglo a los matices o a la perfección de sus sentidos y de su mente, de tal manera que si pudiésemos, por un imposible, emigrar de una conciencia a otra, resultaría cada vez que habíamos cambiado de Mundo. Análogamente, bajo las mismas «Especies» temporales y espaciales, Dios se presenta y se da a las almas con una realidad y una riqueza absolutamente distintas, según la fe, la fidelidad, la pureza que su influencia encuentre. Imaginemos el mismo éxito o el mismo naufragio envolviendo a un grupo humano: este acontecimiento único tendrá tantas facetas, tantas finalidades, tantas «almas» distintas como individuos se hallen afectados por el suceso. Ciego, absurdo, indiferente, material, para quien ni ama ni cree, será luminoso, providencial, cargado de sentido y de vida, para quien ha llegado a ver y a tocar a Dios por todas partes. Existen tantas superanimaciones distintas por parte de Dios de las causas segundas, cuantas confianzas y fidelidades humanas existen. Esencialmente única en su influjo, la Providencia se pluraliza en contacto nuestro, como un rayo de sol se colorea o se pierde en las profundidades de los cuerpos con que se encuentra. El mismo Universo tiene toda suerte de pisos, de compartimientos diversos: In eadem domo, multae mansiones.

Y he aquí por qué repitiendo sobre nuestra vida las palabras que el sacerdote pronuncia sobre el pan y sobre el vino antes de la consagración, debemos rogar cada cual para sí mismo, para que el Mundo se transfigure para nosotros: Ut nobis Corpus et Sanguis fiat D.N. Jesu Christi.

Éste es el primer paso. Antes de ocuparse de los demás (para poder ocuparse de los demás) el fiel debe asegurarse su santificación personal, no por egoísmo, sino con la conciencia segura y amplia de que, por una parte infinitesimal e incomunicable, cada uno de nosotros tenemos que divinizar al Mundo entero.

Cómo es posible esta divinización parcial, ya lo hemos analizado. No nos queda ahora más que integrar el fenómeno elemental y ver en qué medida, mediante la confluencia de Medios Divinos individuales, se constituye el Medio Divino total y reacciona luego, a su vez, sobre los destinos particulares, que abarca, para completarlos. Ha llegado el momento de generalizar nuestras conclusiones multiplicándolas, como al infinito, por la acción de la caridad.

 

2) La intensificación del Medio Divino por la caridad.- Para comprender y medir el poder de divinización que se halla contenido en el amor del prójimo, hay que volver a las consideraciones que hemos desarrollado, sobre todo, al describir la unidad total de la consagración eucarística.

A través de la enormidad del tiempo y de la multiplicidad desconcertante de los individuos, decíamos, se realiza una sola operación: la anexión a Cristo de Sus elegidos; una sola cosa se realiza: el Cuerpo místico de Cristo a partir de todas las potencias espirituales esparcidas o esbozadas por el Mundo. Hoc est Corpus Meum. Nadie en el Mundo puede salvarnos, ni perdernos a pesar nuestro: esto es verdad. Pero es verdad también que nuestra salvación no se hace ni se consuma más que solidariamente con la justificación de toda la «masa elegida». En sentido verdadero, sólo habrá un Hombre salvado: Cristo, Cabeza y Resumen viviente de la Humanidad. Cada uno de los elegidos ha sido llamado para ver a Dios cara a cara. Pero el acto de su visión será vitalmente inseparable de la acción iluminadora y superante de Cristo. En el cielo contemplaremos a Dios, nosotros mismos, pero como por los ojos de Cristo.

Si esto es así, nuestro esfuerzo místico individual espera un complemento esencial de su reunión con el de todos los demás hombres. Definitivamente uno, en el Pleroma, el Medio Divino debe empezar a hacerse uno ya en la fase terrestre de nuestra existencia. Aun cuando el cristiano, ávido de vivir en Dios, confiera a sus deseos toda la pureza, a sus oraciones toda la fe, a su acción toda la fidelidad posibles, todavía se abrirán inmensas posibilidades para la divinización de su Universo. Le faltaría enlazar su obra elemental a la de cuantos obreros le rodean. En torno a él se agolpan los innumerables Mundos parciales con los que se envuelven las diversas mónadas humanas. Necesita recalentar su propio calor en el de todas estas hogueras; comunicar su savia con la que circula por las otras células; recibir o propagar, para el beneficio común, el movimiento y la vida; ponerse a la temperatura y a la tensión comunes.

¿A qué poder está reservado hacer que estallen las envolturas bajo las que tienden a aislarse celosamente, y a vegetar, nuestros microcosmos individuales? ¿A qué fuerza le es dado fundir y exaltar nuestras irradiaciones parciales hasta la radiación principal de Cristo?

A la caridad, principio y efecto de toda unión espiritual. La caridad cristiana, tan solemnemente predicada por el Evangelio, no es más que la cohesión más o menos consciente de las almas, engendrada por su convergencia como in Christo Jesu. Imposible amar a Cristo sin amar a los demás hombres (en la medida en que éstos van hacia Cristo); es imposible amar a los demás (en un espíritu de amplia Comunión humana), sin acercarse a Cristo mediante el mismo movimiento. Automáticamente, pues, por una especie de determinismo viviente, los Medios Divinos individuales, a medida que se constituyen, tienden a soldarse los unos a los otros; y en su asociación hallan un aumento ilimitado de sus ardores. Esta conjunción inevitable se ha traducido siempre, en la vida interior de los Santos, por un desbordamiento de amor hacia todo cuanto en las criaturas lleva en sí un germen de vida eterna. Hemos observado la maravillosa eficacia de la «tensión de Comunión» para aplicar al Hombre a su deber humano y para hacerle extraer vida hasta de los principios más cargados de Muerte; como efecto último tiene el de precipitar al cristiano en el amor de las almas.

El Apasionado del Medio Divino no puede tolerar en torno a sí oscuridad, tibieza, vacío, en lo que debiera estar del todo lleno y vibrante de Dios. Se siente como transido ante la idea de innumerables espíritus ligados a él en la unidad de un mismo Mundo, en torno al cual todavía no está lo suficientemente encendido el Fuego de la Presencia divina. Durante un tiempo pudo creer que para alcanzar a Dios en la medida de sus deseos le bastaba con sólo extender la mano, la suya. Ahora se da cuenta de que el único abrazo humano capaz de abarcar dignamente a lo Divino es el de todos los brazos humanos abiertos a un tiempo para llamar y dar acogida al Fuego. El único sujeto rotundamente capaz de la Transfiguración mística es el grupo entero de los hombres que no forman más que un cuerpo y un alma sola en la caridad.

Y esta coalescencia de las unidades espirituales de la Creación bajo la atracción de Cristo es la suprema victoria de la Fe sobre el Mundo.

Dios mío, te lo confieso, he sido durante mucho tiempo, y aun todavía lo soy, refractario al amor del prójimo. De la misma manera que he gustado ardientemente la alegría sobrehumana de romperme y perderme en las almas a las que me destinaba la afinidad misteriosísima del cariño humano, así también me siento nativamente hostil y cerrado frente al común de todos cuantos me dices que ame. Lo que en el Universo se halla por encima o por debajo de mí (sobre una misma línea, podría decirse), fácilmente lo integro en mi vida interior: la materia, las plantas, los animales y luego las Potestades, las Dominaciones, los Ángeles; no me cuesta trabajo aceptarlo todo ello y me alegra sentirme sostenido en su jerarquía. Pero «el otro», Dios mío, no sólo «el pobre, el cojo, el deforme, el imbécil», sino sencillamente el otro, el otro sin más, ese que por su Universo, en apariencia cerrado al mío, parece vivir independiente de mí y rompiendo a mi ser la unidad y el silencio del Mundo, ¿sería sincero diciendo que mi reacción instintiva no es rechazarlo? ¿Que la simple idea de entrar en comunicación espiritual con él no me es desagradable?

Dios mío, haz que para mí brille tu Rostro en la vida del otro. Esta luz irresistible de tus ojos, encendida en el fondo de las cosas, me ha alcanzado ya sobre todo trabajo factible, sobre todo dolor a atravesar. Dame sobre todo que pueda descubrirte en lo más íntimo, en lo más perfecto, en lo más lejano del alma de mis hermanos.

El don que me reclamas para estos hermanos -el único don de que mi corazón es capaz- no es la ternura colmada de estos afectos privilegiados que dispones en nuestras vidas como el más recio factor creado de nuestro crecimiento interior, es algo menos dulce, pero tan real y aún más fuerte. Entre los Hombres y yo quieres que, con ayuda de tu Eucaristía, aparezca la atracción fundamental (ya oscuramente presentida por todo amor, en cuanto es fuerte) que místicamente convierte la miríada de las criaturas razonables en una especie de Mónada única en Ti, Jesucristo. Muy superior a una simple simpatía personal, quieres que las afinidades combinadas de un mundo para sí mismo y de este mundo para Dios me atraigan hacia «el Otro».

Con ello no exiges de mí nada psicológicamente imposible, puesto que en la masa extraña, innumerable, lo que se me invita a amar es siempre a un mismo Ser personal, el tuyo.

Tampoco me obligas, frente al prójimo, a hacer hipócritas protestas de amor; puesto que la búsqueda de mi corazón no puede alcanzar a tu Persona más que en el fondo de lo que hay de más individual y concretamente personal en cada prójimo, es a este otro sí mismo y no a ninguna vaga entidad a lo que se dirige mi caridad.

No me pides nada falso ni irrealizable, sino, sencillamente, por tu Revelación y por tu Gracia, fuerzas a lo que hay de más humano en nosotros para que tome, al fin, conciencia de sí mismo. La Humanidad dormía -todavía duerme- amodorrada en los goces mezquinos de sus pequeños amores cerrados. Un inmenso poder espiritual dormita en el fondo de nuestra multitud, y sólo aparecerá cuando sepamos forzar las vallas de nuestros egoísmos y elevarnos mediante una refundición fundamental de nuestras perspectivas hasta la visión habitual y práctica de las realidades universales.

Jesús, Salvador de la actividad humana, a la que confieres una razón de obrar; Salvador del dolor humano, al que confieres un valor de vida: sé la salvación de la unidad humana, fuérzanos a que abandonemos nuestras mezquindades y a que, apoyados en Ti, nos aventuremos por el océano desconocido de la caridad.

 

3) Las tinieblas exteriores y las almas perdidas.- La Historia del Reino de Dios es, directamente, la historia de una reunión. El Medio Divino total se constituye por la incorporación a Jesucristo de todo espíritu elegido. Elegido, decimos, lo cual supone que hay elección, selección. No sería comprender bastante cristianamente la acción universal de Jesús considerarla tan sólo como centro de atracción y de beatificación. Precisamente porque es Él quien une, trilla, separa y juzga. En el Evangelio están el buen grano, las ovejas, y la derecha del Hijo del Hombre, y la sala del banquete nupcial, y el fuego que consume de alegría. Pero están también la cizaña, los machos cabríos, la izquierda del juez, la puerta cerrada, la oscuridad exterior; en los antípodas de las llamadas que unen en amor, el fuego que corrompe en el aislamiento. El proceso completo en donde nace gradualmente la Tierra Nueva es una agregación acompañada de una segregación.

En las páginas anteriores, cuando (preocupados únicamente de ascender lo más derechamente posible hacia el Hogar divino y ofrecernos más completamente a sus rayos) manteníamos sistemáticamente vuelta la mirada hacia la Luz, sentíamos en todo instante que tras nosotros había sombra y vacío; la rarefacción o la ausencia de Dios sobre la que quedaba suspendida nuestra marcha. Pero estas tinieblas inferiores, de las que intentábamos huir, hubieran podido muy bien ser una especie de abismo abierto sobre la nada. La imperfección, el pecado, el Mal, la carne, eran sobre todo un sentido retrógrado, la faz invertida de las cosas, que dejaban de existir para nosotros a medida que nos íbamos hundiendo en Dios.

Tu Revelación, Señor, me obliga a creer más. Las fuerzas del Mal, en el Universo, no son tan sólo una atracción, una desviación, un signo «menos», un retorno aniquilante a la pluralidad. En el curso de la evolución espiritual del Mundo algunas Mónadas, elementos conscientes, se han separado libremente de la masa que solicita tu atracción. El Mal se ha encarnado en ellas, se ha como «sustancializado» en ellas. Y ahora hay en torno a mí, entremezcladas a tu luminosa Presencia, presencias oscuras, seres malos, cosas malignas. Y este conjunto apartado representa un desecho definitivo e inmortal de la génesis del Mundo. Hay tinieblas no sólo interiores, sino también exteriores. He aquí lo que nos dice el Evangelio.

Dios mío, entre todos los misterios en que debemos creer, sin duda no hay ninguno que tropiece más con nuestros puntos de vista humanos que este misterio de la condenación. Y cuanto más nos hacemos hombres, es decir, más conscientes de los tesoros que oculta el menor de los seres y del valor que representa el menor de los átomos para la unidad final, más perdidos nos sentimos ante la idea del Infierno. Todavía podemos comprender una recaída en una cierta inexistencia... Pero ¡una eterna inutilización y un sufrir eterno...!

Dios mío, me has dicho que crea en el Infierno. Pero me has prohibido que piense, con certeza absoluta, que algún hombre ha sido condenado. No trataré aquí de considerar a los condenados, ni siquiera buscaré, en cierto modo, saber de su existencia. Aceptando, bajo tu palabra, al infierno, como un elemento estructural del Universo, rezaré, meditaré, hasta que en esta cosa temible aparezca para mí un complemento fortificante, beatificante incluso, dentro de la visión que me has abierto sobre tu Omnipresencia.

Y en verdad, Señor, ¿necesito violentar mi mente o forzar las cosas para percibir en el misterio mismo de la segunda muerte una fuente de vida? ¿Es preciso mirar mucho para descubrir en las tinieblas exteriores un aumento de tensión y una profundización de tu grandeza?

Consideradas en su acción maligna, voluntaria, las fuerzas del Mal ya sé que no pueden perturbar lo más mínimo, en mi ambiente, al Medio Divino. A medida que intentan penetrar en mi Universo, su influencia (si tengo la Fe suficiente) corre la suerte común de toda energía creada; captados, violentados por tu irresistible energía, tentaciones y males se convierten en bienes y avivan las brasas del amor.

Sé también que considerados en el vacío que produce su defección en el seno del Cuerpo místico, los espíritus caídos no podrían alterar la perfección del Pleroma. A cada alma que se pierda a pesar de las llamadas de la Gracia, y que debería estropear la perfección de la Unión común, opones, Dios mío, una de estas refundiciones que en todo instante restauran al Universo y le confieren nuevo frescor y pureza renovada. El condenado no queda excluido del Pleroma, sino de su faz luminosa y de su beatificación. Él lo pierde, pero él no se pierde para el Pleroma.

El Infierno, pues, con su existencia, ni destruye en nada ni en nada estropea el Medio Divino, cuyos progresos, Señor, he seguido en torno a mí con entusiasmo. Siento, sí, que realiza además algo grande y nuevo. Añade un acento, una gravedad, un relieve, una profundidad que de no existir el Infierno tampoco existirían. La Cima no se aprecia bien si no es considerando el abismo que corona.

Siguiendo mis puntos de vista humanos, hablaba antes de un Universo cerrado abajo por la nada; es decir, sobre una escala de magnitudes que terminan, en cierto modo, en un cero. Mas he aquí, Dios mío, que rompiendo las sombras inferiores del Universo, me haces ver que bajo mis pies se abre otro hemisferio, el dominio real, descendiendo ilimitadamente, de existencias, cuando menos, posibles.

¿Acaso la realidad de este polo negativo del Mundo no viene a duplicar la urgencia y la inmensidad del poder con que te fundes sobre mí?

Jesús, dueño tremendamente bello y celoso, cerrando los ojos sobre lo que mi debilidad humana todavía no puede comprender ni, por tanto, soportar, es decir, sobre la realidad de los condenados, quiero hacer que pase a mi visión habitual y práctica del Mundo la gravedad siempre amenazadora de la condenación; no para temerte, Jesús mío, sino para ser más apasionadamente tuyo.

Ya te lo he gritado ahora mismo; no seas para mí, Jesús, sólo un hermano, ¡sé también un Dios! Ahora, revestido de la potencia formidable de selección que te sitúa en la Cima del Mundo como principio de atracción universal y de universal repulsión, me apareces en verdad como la Fuerza inmensa y viviente que buscaba por todas partes, para poder adorarla: los fuegos del Infierno y los fuegos del Cielo no son dos fuerzas diferentes, sino manifestaciones contrarias de una misma energía.

Que no me alcancen las llamas del Infierno, Señor, y que tampoco a los que yo quiero..., que no alcancen a nadie, Dios mío (¡ya sé que me perdonarás esta plegaria insensata!). Pero que, para cada uno de nosotros, sus sombríos reflejos vengan a sumarse, con todos los abismos que descubren, a la ardiente plenitud del Medio Divino.

 

 

 

 

 

Epílogo

 

La espera de la Parusía

 

Segregación y agregación. Separación de los elementos malos del Mundo y «coadunación» de los Mundos elementales que cada espíritu fiel construye en torno a sí en el trabajo y en el dolor. El Universo se transforma y madura en torno a nosotros bajo la influencia de este doble movimiento, todavía oculto en casi su totalidad.

A veces, nos imaginamos que las cosas se repiten, indefinidas y monótonas, en la historia de la Creación. Es porque la estancia es demasiado larga, teniendo en cuenta la breve duración de nuestras vidas individuales; es que la transformación es demasiado amplia y demasiado interna, relativamente a nuestras miradas superficiales y limitadas, para que podamos percibir los progresos de lo que se está haciendo, incesantemente, a favor y a través de toda Materia y de todo Espíritu. Creamos en la Revelación, fiel apoyo (también aquí) de nuestros presentimientos más humanos. Encubierta por las cosas cotidianas, por todos nuestros esfuerzos depurados y salvados, se engendra gradualmente la Tierra nueva.

Un día -nos lo anuncia el Evangelio- la tensión lentamente acumulada entre la Humanidad y Dios alcanzará los límites fijados por las posibilidades del Mundo. Entonces será el fin. Como un relámpago que partiera de un polo a otro polo, la Presencia de Cristo, silenciosamente acrecentada en las cosas, se revelará bruscamente. Rompiendo todas las barreras en donde, sólo en apariencia, la contenían los velos de la Materia y el estancamiento mutuo de las almas, invadirá la faz de la Tierra. Y bajo la acción, al fin liberada, de las auténticas afinidades del Ser, los átomos espirituales del Mundo, llevados por una fuerza en la que se manifestarán las potencias de cohesión propias del mismo Universo, vendrán a ocupar, en Cristo o fuera de Cristo (mas siempre bajo la influencia de Cristo), el lugar de felicidad o de dolor que les designe la estructura viviente del Pleroma. Sicut fulgur exit ab Oriente et paret usque ad Occidentem... Sicut venit diluvium et tulit omnes... Ita erit adventus Filii hominis. Como el rayo, como un incendio, como un diluvio, la atracción del Hijo del Hombre aprehenderá, para reunirlos o someterlos a su Cuerpo, todos los elementos arremolinados del Universo. Ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae.

Tal será la consumación del Medio Divino.

Vano sería especular, nos advierte el Evangelio, acerca de la hora y de las modalidades de este acontecimiento formidable. Pero debemos esperarlo.

La espera, la espera ansiosa, colectiva y operante de un Fin del Mundo, es decir, de una Salida para el Mundo, es la función cristiana por excelencia, y tal vez el rasgo más distintivo de nuestra religión.

Históricamente, la espera no ha dejado de guiar, como una antorcha, los progresos de nuestra Fe. Los Israelitas fueron perpetuos «expectantes»; y también los primeros cristianos. Porque la Navidad que debería, al parecer, haber convertido nuestras miradas y concentrarlas sobre el Pasado, no ha hecho sino llevarlas todavía más hacia adelante. Aparecido un instante entre nosotros, el Mesías no se dejó ver y tocar sino para perderse de nuevo, más luminoso y más inefable, en las profundidades del futuro. Vino. Pero ahora debemos esperarle de nuevo, no ya un grupo elegido tan sólo, sino todos los hombres, y más que nunca. El Señor Jesús no vendrá rápidamente más que si le esperamos mucho. Lo que hará estallar la Parusía es una acumulación de deseos.

Cristianos, encargados tras Israel de conservar siempre viva sobre la Tierra la llama del deseo, tan sólo veinte siglos después de la Ascensión, ¿qué hemos hecho de la espera?

Por desgracia, la prisa un poco infantil, unida a un error de perspectiva, que había hecho creer a la primera generación cristiana en el retorno inminente de Cristo, nos ha dejado decepcionados y nos ha hecho desconfiar. Las resistencias del Mundo al Bien han venido a desconcertar nuestra fe en el Reino de Dios. Cierto pesimismo, acaso sostenido por una idea exagerada de la caída original, nos ha llevado a creer que, decididamente, el Mundo es malo y no tiene remedio... Y así dejamos que el Fuego se apague en nuestros corazones adormecidos. Sin duda recibimos la Muerte individual con mayor o menor angustia. Sin duda, también rezamos y obramos concienzudamente «para que venga a nosotros» el Reino de Dios. Pero, en verdad, ¿cuántos de entre nosotros se estremecen realmente en el fondo de su corazón, por esperanza loca en una refundición de nuestra Tierra? ¿Quiénes son los que navegan, en medio de nuestra noche, pendientes de las primeras luces de un Oriente real? ¿Cuál es el cristiano en el que la nostalgia impaciente por Cristo llega no a hundir (como debiera ser), sino tan siquiera a equilibrar sus cuidados de amor y sus humanos intereses? ¿Dónde está el católico tan apasionadamente vertido (por convicción y no por convención) a la esperanza de la Encarnación, que ha de extenderse, como lo están muchos humanitaristas, a los sueños de una Ciudad nueva? Seguimos diciendo que velamos en expectación del Señor. Pero en realidad, si queremos ser sinceros, hemos de confesar que ya no esperamos nada.

Hay que reavivar la llama a cualquier precio. A toda costa hay que renovar en nosotros el deseo y la esperanza del gran Advenimiento. ¿Pero dónde hallaremos la fuente para este rejuvenecimiento? Ante todo, está bien claro, en un aumento de la atracción ejercida directamente por Cristo sobre sus miembros. ¿Y además? En un aumento de interés descubierto por nuestro pensamiento en la preparación y en la consumación de la Parusía. ¿Y de dónde hacer que brote este mismo interés? De la percepción de una conexión más íntima entre el triunfo de Cristo y el éxito de la obra que intenta edificar aquí abajo el esfuerzo de los hombres.

Nos olvidamos de ello constantemente. Lo sobrenatural es un fermento, un alma, no un organismo completo. Viene a transformar «la Naturaleza»; pero no puede prescindir de la Materia que ésta le ofrece. Si los Hebreos se mantuvieron tres mil años pendientes del Mesías, es porque lo veían nimbado por la gloria de su pueblo. Si los discípulos de San Pablo vivían perpetuamente anhelantes por el Gran Día, es porque esperaban del Hijo del Hombre la solución personal y tangible de los problemas y de las injusticias de la vida. La espera del Cielo no puede existir más que si se encarna. ¿Qué cuerpo podremos darle a nuestra espera de hoy?

Podremos darle el cuerpo de una inmensa esperanza totalmente humana. Consideremos la Tierra en torno a nosotros. ¿Qué acontece a nuestros ojos, en la masa de los pueblos? ¿De dónde viene este desorden en la Sociedad, esta agitación inquieta, estas olas que se hinchan, estas corrientes que circulan y se unen, estos brotes turbios, formidables y nuevos? Visiblemente, la Humanidad atraviesa una crisis de crecimiento. Oscuramente tiene conciencia de lo que le faltaba y de lo que es capaz. Ante ella, lo recordábamos en la primera parte de estas páginas, el Universo se enciende como el horizonte por donde va a salir el Sol. Presiente, sin duda, y espera.

El cristiano, decíamos, como todos los demás hombres, está sometido a esta atracción, y a veces se extraña y otras se inquieta. ¿Su adoración no estará buscando lanzarse sobre un ídolo?

El estudio del Medio Divino -ya terminado- nos permite responder a este temor.

No. No debemos vacilar nosotros, los discípulos de Cristo, en captar esta fuerza que nos necesita y que nos es necesaria. Por el contrario, si no queremos que se pierda y no queremos mustiarnos nosotros mismos, debemos participar de las aspiraciones, de esencia auténticamente religiosa, que hace sentir tan fuertemente la inmensidad del Mundo a los hombres de hoy, la magnitud del Espíritu, el valor sagrado de toda nueva verdad. Bajo esta directriz, nuestra generación cristiana aprenderá de nuevo a esperar.

A través de estas líneas nos hemos ido familiarizando poco a poco con estas perspectivas: el progreso del Universo y especialmente del Universo humano no está en competencia con Dios; ni es tampoco el desperdicio vano de las energías que le debemos. Cuanto mayor sea el Hombre, cuanto más unida se halle la Humanidad, consciente y dueña de su fuerza, la Creación será tanto más bella, la adoración más perfecta, y para las extensiones místicas, Cristo hallará mejor Cuerpo digno de Resurrección. En el Mundo no puede haber dos cimas, como en un círculo no caben dos centros. El Astro que el Mundo espera, sin saber todavía pronunciar su nombre, sin apreciar exactamente su auténtica trascendencia, sin poder siquiera distinguir los más espirituales, los más divinos de sus rayos, es por fuerza el mismo Cristo que esperamos nosotros. Para desear la Parusía basta con que dejemos latir en nosotros, Cristianizándolo, el propio corazón de la Tierra.

¿Por qué, hombres de poca fe, hay que temer o rechazar el progreso del Mundo? ¿Por qué multiplicar imprudentemente las profecías y las prohibiciones: «No vayáis... no intentéis... todo es conocido: la Tierra es vieja y está vacía: ya no se encuentra nada»?

¡Intentarlo todo por Cristo! ¡Esperarlo todo por Cristo! ¡Nihil intentatum! He aquí, precisamente, por el contrario, la auténtica actitud cristiana. Divinizar no es destruir, sino sobrecrear. Jamás sabremos todo lo que la Encarnación espera todavía de las potencias del Mundo. Nunca esperaremos bastante de la creciente unidad humana.

Jerusalén, alza la cabeza. Contempla la inmensa muchedumbre de los que construyen y de los que buscan. En los laboratorios, en los estudios, en los desiertos, en las fábricas, en el enorme foso social, ¿no ves a todos los hombres que padecen? ¡Pues bien, todo cuanto por ellos fermenta -arte, ciencia, pensamiento- todo es para ti! Abre ya los brazos, abre el corazón y recibe, como a tu Señor Jesús, la marea, la inundación de la savia humana. Recibe esta savia, porque, sin su Bautismo, te agotarías sin deseos, tal una flor sin agua; y sálvala, porque sin tu sol se dispersaría locamente en tallos estériles.

¿Dónde están, pues, ahora la tentación excesiva del Mundo, la seducción de un Mundo demasiado hermoso?

Ya no existen.

Bien puede la Tierra asirme ya con sus brazos gigantes. Puede henchirme con su vida y volverme a coger en su polvo. Puede ante mis ojos ornarse de todos los encantos, de todos los horrores, de todos los misterios. Puede embriagarme por su perfume de tangibilidad y de unidad. Puede hacer que me arrodille en la espera de lo que madura en su seno.

Ya no me perturban los sortilegios de la Tierra desde que, para mí, se ha hecho allende ella misma Cuerpo de Aquel que es y de Aquel que viene.

 

El Medio Divino.

 

Tientsin, noviembre 1926-marzo 1927.

 

 

Nota de los Editores

 

En marzo de 1955, es decir, en el último mes de su vida entre nosotros, el Padre Teilhard de Chardin, volviendo sobre El Medio Divino, escribía al comienzo de una última Profesión de Fe:

«Hace mucho tiempo ya que, en La Misa sobre el Mundo, y en El Medio Divino, intenté fijar mi admiración y mi asombro frente a estas perspectivas todavía apenas formadas en mí.

»Hoy, tras cuarenta años de reflexión continua, sigue siendo exactamente la misma visión fundamental la que siento necesidad de presentar y de hacer compartir, una última vez, en su forma más madura.

»Y esto, con menos frescor y exuberancia expresiva que en el momento de mi primer encuentro con ella.

»Pero siempre con el mismo asombro y la misma pasión».

Ninguna obra del gran Creyente puede ser comprendida, pues, si no es dentro de esta «visión fundamental» de El Medio Divino, visión (siempre subyacente cuando no está expresada) de Cristo todo en todos; del Universo movido y compenetrado por Dios en la totalidad de su evolución.

La publicación presente aporta de este modo luz plena al Fenómeno humano.

 

 

 

Notas

 

1. Conviene tener aquí en cuenta muy especialmente lo dicho al final de la Advertencia. Al hablar de «actividad», tomamos el término en su sentido corriente, sin negar absolutamente nada, sino más bien al contrario, de cuanto acontece entre la Gracia y la Voluntad en los círculos infra-experimentales del alma. Una vez más, lo que hay en Dios de más divino es que no seamos nada, de manera absoluta, fuera de Él. La menor tangencia con algo que pudiera recordar el Pelagianismo sería suficiente para destruir al punto, para el «vidente», todos los encantos del Medio Divino.

2. Si al ocuparnos aquí del Mal no hablamos más explícitamente del Pecado, es porque el objeto de estas páginas consiste en mostrar cómo todas las cosas pueden ayudar al fiel a unirse con Dios, no teniendo que ocuparnos directamente de lo que es un acto malo, es decir, un gesto positivo de disminución. El Pecado aquí no nos interesa más que por las debilidades, las desviaciones que dejan en nosotros nuestras faltas personales (incluso lloradas), o bien por los dolores y los escándalos que nos infligen las faltas del prójimo. Ahora bien, desde este punto de vista, el Pecado nos hace sufrir, y así puede ser transformado, lo mismo que los demás dolores. He aquí por qué Mal físico y Mal moral, casi sin establecer distinción entre ellos, están aquí situados en el mismo capítulo de las pasividades de disminución.

3. Sin rebelión y sin amargura, sino con una tendencia anticipada a la aceptación y a la resignación final. Evidentemente, es difícil separar los dos «instantes de la naturaleza» sin deformarlos un tanto en su descripción. Observemos que es evidente la necesidad de este estadio inicial de resistencia frente al Mal, y esto lo admite todo el mundo. Nadie puede considerar como Voluntad de Dios inmediata el fracaso consecutivo a la pereza, la enfermedad contraída por imprudencia injustificada, etc...

4. Dado que sus perfecciones no podrían ir contra la misma naturaleza de las cosas, y que la estructura de un Mundo supuesto en vías de perfeccionamiento, o «en ascensión», resulta del hecho de estar todavía parcialmente desordenado. Un Mundo que no presentara ya rastro o amenaza de Mal sería un Mundo ya terminado.

5. Para los efectos más «milagrosos» de la fe, véase lo que decimos más adelante (3ª parte, apd. 3, punto 1, La pureza). Evidentemente, no intentamos dar aquí una teoría general de la oración.

6. Sin embargo, el mal debido a negligencia mía puede también llegar a ser para mí la Voluntad de Dios si me arrepiento y si corrijo mi actitud de pereza o despreocupación. Todo puede recuperarse y refundirse en Dios, hasta las faltas.

7. Evidentemente, «primero» indica una prioridad de naturaleza, tanto y más aún que una prioridad en el tiempo. En ningún momento se apega el verdadero cristiano pura y simplemente a cosa alguna, porque el contacto que busca con las cosas siempre es un contacto con vistas a sublimarlas o a superarlas. El apego de que aquí hablamos se halla por entero dominado y penetrado de desasimiento. (Léase un poco más adelante en el texto.)

Hay que tener presente que el uso y la dosificación del desarrollo en la vida espiritual son cosas especialmente delicadas, y nada es más fácil que andar buscándose a sí mismo bajo pretexto de crecer en Dios y de amarle. La única protección auténtica contra este peligro de ilusión es el cuidado constante por guardar vivísima (con ayuda de Dios) la visión apasionada de lo Mayor que Todo. En presencia de este supremo interés resulta de por sí insípida e insoportable la sola idea de crecer o de gozar egoístamente.

8. Desde este punto de vista «dinámico» se desvanece la oposición, señalada con demasiada frecuencia, entre ascetismo y misticismo. Nada hay en los cuidados que aporta el Hombre para su perfección personal, que le aparte de su absorción en Dios, desde el momento en que este esfuerzo ascético no es más que la iniciación de una «aniquilación mística». No cabe ya distinguir entre «antropocentrismo» (ascético) y «teocentrismo» (místico), puesto que el centro humano sólo se percibe y es querido en conjunción con (es decir, en movimiento hacia) el Centro Divino. Naturalmente, en la toma de posesión del Hombre por Dios la criatura finalmente resulta pasiva (puesto que se halla súper-creada en la Unión Divina). Pero esta pasividad presupone un sujeto que reaccione, es decir, una fase activa. El Fuego del Cielo ha de ser sobre algo: de otro modo nada será consumido, ni consumado.

9. Resolver el problema fundamental de la utilización de las criaturas diciendo que hay que tender a tomar de ellas lo menos posible en cada caso, es, pues, escamotearlo. Esta teoría del minimum, nacida sin duda de la idea inexacta de que Dios crece en nosotros por destrucción o sustitución, más que por transformación (véase luego la nota 10), o lo que es igual, de que las virtualidades espirituales de la creación material se hallan actualmente agotadas, esta teoría del minimum, pues, acaso sea buena para aminorar algunos aparentes riesgos; pero no nos enseña cómo sacar un rendimiento espiritual máximo de los objetos que nos rodean: en lo cual propiamente consiste el Reino de Dios. La única fórmula absoluta que parece podernos guiar en esta materia es la siguiente: «Amar en el Mundo, en Dios, algo que sea siempre más grande». Lo demás pertenece a la prudencia cristiana y a la vocación individual. Véase lo que más adelante se dirá sobre la utilización que cada uno hace de las fuerzas espirituales de la Materia.

10. Por haber considerado demasiado tan sólo la primera fase, los místicos sensuales, o bien algunos neopelagianismos (tales como el americanismo), han caído en el error de buscar el amor y el Reino divinos en relación sencilla con los afectos y los progresos humanos. Inversamente, por haber considerado demasiado la segunda fase tan sólo, algunos cristianismos ultras no ven elevarse la perfección más que sobre la destrucción de la «naturaleza». El auténtico sobrenatural cristiano, definido por la Iglesia infinitas veces, ni deja a la criatura en su plano ni la suprime: la sobreanima. ¿No es evidente que, por trascendentes y creadores que sean, el amor y el celo de Dios no podrían caer más que sobre un corazón humano, es decir, sobre un objeto preparado (lejana o próximamente) por todos los jugos de la Tierra? Es sorprendente que sean tan pocas las mentalidades que tanto en un caso como en el otro lleguen a captar la idea de transformación. Tan pronto la cosa transformada les parece ser la misma de antes, invariada, tan pronto todo les parece enteramente nuevo. En el primer caso, el Espíritu se les escapa. En el segundo, la Materia. Menos grosero que el primero, el segundo exceso resulta ser, en la práctica, igualmente destructor del equilibrio humano.

11. Alcanzo a Dios en aquellos a quienes amo, en la medida en que ellos y yo nos espiritualizamos cada vez más. Asimismo, le aprehendo en el fondo de la Belleza y de la Bondad, en la medida en que las persigo cada vez más lejos, con facultades incesantemente purificadas.

12. Rom VIII, 38.

13. Dicho en otros términos, y más sencillamente: lo mismo que en el amor de Dios (Caridad), se encuentra, de toda evidencia, el poder humano de amar en estado sobrenaturalizado, pensamos que así también en el origen psicológico del «sentimiento de Omnipresencia» experimentado por el Cristiano, se reconoce el «sentido del Ser universal», de donde han salido la mayor parte de las místicas humanas. Existe un alma naturaliter christiana. Recordemos (cfr. Advertencia) que estas páginas contienen una descripción psicológica, no una explicación teológica, de los estados de alma que se mencionan.