MAL Y OMNIPOTENCIA

Del fantasma abstracto al compromiso del amor

 


A. Torres Queiruga

 

 

El problema del mal ha atormentado y ha llenado de congoja al ser humano. En

particular, el creyente se ha preguntado por qué Dios permite tanto mal como hay en el

mundo, si está en su mano evitarlo. El autor del presente artículo piensa que la cuestión

del mal ha sido mal planteada y que sólo un replanteamiento adecuado puede sacarla

del círculo vicioso en el que se debate. Únicamente partiendo del hecho de que,

prescindiendo de la actitud de fe o de increencia, el mal está ahí, es posible abordar el

problema con realismo y hallar un resquicio por el que penetre un chorro de luz.

Posteriormente, la fe, que no es ajena al problema, podrá aportar, no ciertamente una

solución fácil y prefabricada, pero sí una apertura a la comprensión y a la aceptación

de una realidad que, de lo contrario, resulta opaca y refractaria a toda comprensión.

Mal y omnipotencia: del fantasma abstracto al compromiso del amor, Razón y fe 236

(1997) 399-421

 

El mal se nos presenta como lo que no debería ser y, sin embargo, es:

Consiguientemente, resiste a todo intento de comprensión. De hecho, a lo largo de la

historia, pocos problemas como éste se han prestado a la confusión e incluso a la

contradicción interna.

Esto no debe sorprendernos. Pero tampoco ha de dejarnos en manos de planteamientos

rutinarios. Se impone hacer un esfuerzo de coherencia, replantear el problema y soslayar

el callejón sin salida.

 

El fantasma de la omnipotencia

La relación entre mal y omnipotencia divina tiene algo de paradigmático. Porque, al

focalizar la cuestión en un punto decisivo, pone al descubierto sus incoherencias y

posibles contradicciones. Y porque, al ser un planteamiento que atraviesa toda la

historia del problema, nos permite resituarla en el contexto actual.

En realidad, el gran equívoco que oscurece el planteamiento radica ahí. Pues todo él

queda viciado por la presencia de un auténtico fantasma que lo perturba todo: el de una

concepción imaginaria y acrítica de la omnipotencia divina. Tal concepción constituye

un pre-juicio que tiende a contaminar incluso las posturas más opuestas. Por esto,

cuando se le pone al descubierto, todas las posturas aparecen como caras de una misma

moneda.

Hablar de fantasma no es un capricho. Porque la concepción de un Dios omnipotente

que podría; sin más, hacer cuanto quisiese en el mundo y, por tanto, también eliminar de

él todos los males, llega a nosotros como un constructo imaginario, que hunde sus raíces

tanto en el subsuelo de lo mítico como en el fondo del psiquismo infantil. Eso lo carga

seguramente de una verdad simbólica, que constituye su fuerza y aun su fascinación.

Pero, al ser trasladado sin crítica previa a un contexto conceptual, se convierte en un

fantasma, en un híbrido de imaginación y concepto, incapaz de resistir a la crítica. Fue Epicuro quien propuso un dilema aterrador: o Dios puede y no quiere evitar el mal,

y entonces no es bueno; o quiere y no puede y entonces no es omnipotente. Sin

embargo, mientras la fuerza del dilema pudo ser contrarrestada por la vivencia religiosa,

unida a la plausibilidad social, no surtió efecto. Sólo cuando la quiebra cultural de la

Ilustración convirtió el ateísmo en posibilidad real para el pensamiento, el dilema

levantó cabeza y amenazó con romper las barreras de la vivencia religiosa. Entonces

surgió -acuciante y dramático- el problema de la teodicea. No se trata de escoger entre

distintas variantes de la concepción religiosa, sino del ser o no ser de la religión misma.

Al coincidir con el nacimiento de la modernidad, esta nueva situación ha participado de

sus extremismos polémicos. Sin embargo, la perspectiva histórica actual reclama, no

una "solución" imposible, pero sí un grado indispensable de claridad y coherencia en los

planteamientos. Por esto, lo que vamos a intentar es clarificar algunas cuestiones de

fondo, sin dejar de analizar algunas propuestas concretas.

 

El dilema insuperable

1. Entre el dios impotente y el dios sádico. Como queda dicho, el dilema de Epicuro

desplegó toda su fuerza con el advenimiento de la modernidad. Fue entonces cuando el

carácter irrebatible de la alternativa se hizo del todo evidente y, por consiguiente, no

quedaba más remedio que optar por uno de los extremos. Pierre Bayle, que se resistía a

hacerlo, agudizó la contradicción.Aplicó el dilema al pecado de Adán: si, preveyéndolo,

no lo evitó, falló la buena voluntad de Dios, y si, haciendo todo lo posible, no lo logró,

falló su omnipotencia. Así minó de tal modo las escapatorias religiosas, que bastó el

terremoto de Lisboa para que el dilema resultase, de hecho, conclusivo.

Voltaire será más decidido y escogerá sin rodeos una de las alternativas: la que niega la

omnipotencia. Pero la consecuencia lógica de esa opción se paga cara. Porque, para una

conciencia cultural educada en el monoteísmo, un dios- limitado se convierte en un nodios.

De ahí que, si la consecuencia se mantiene, el ateísmo resulta inevitable.

La otra alternativa -negar la bondad de Dios- no se formula con toda claridad hasta

Cioran: Dios es todopoderoso, pero, visto el predominio del mal en el mundo, hay que

hablar "de un dios desgraciado y malo". La lógica es la misma y entraña igualmente la

negación atea. Pues un dios-malo es también un no-dios.

Por más que tan contradictorio sea un dios-finito como un dios-malo, esto segundo

resulta más difícil de soportar. Por eso Voltaire podía considerarse deista, mientras que

los otros se confesaban ateos.

Una forma de escapar a la lógica implacable del dilema ha sido el dualismo. Si existe un

principio del bien y otro del mal, a éste último se le pueden achacar los males del

mundo, dejando indemne al primero. Una variante más sutil de ese dualismo lo

constituyen aquellas teorías que, como la de Schelling, introducen el mal en el interior

mismo de Dios, aunque declarándolo vencido y reconciliado en su libertad. Estos

intentos fallidos debieran hacer más cautos a los que recurren acríticamente al tema

bíblico de la "ira de Dios" o al aspecto de "lo fascinante y tremendo" en la definición de

lo Santo, que deben conciliarse con la afirmación de que "Dios es amor" (I Jn 4,8. 16). Y es que, para una cultura que ya se "ha atrevido a pensar", la fuerza del dilema no

puede ser contenida ni por el fideísmo filosófico o teológico ni por el voluntarismo

religioso. O se quiebra el dilema en sí mismo, mostrando la inanidad real de su lógica

aparente o, irremediablemente, todos los razonamientos quedan heridos de muerte por

el rigor de la consecuencia.

2. El imposible refugio en un fideísmo encubierto. Las posturas que, pese a todo, se

niegan a sucumbir a la fuerza lógica del dilema cumplen una importante función

religiosa: salvan la confianza radical en Dios, pues intuyen que, en última instancia, ésta

se apoya en una percepción-oscura pero firme de la fidelidad divina. Lástima que, al

negarse a afrontar la dificultad en su propio terreno, incurran en contradicciones

inevitables.

No vale el fácil recurso al "misterio". Pues bajo él se oculta otra realidad: no se trata del

Misterio auténtico, el que nace de la insondable profundidad de lo real, sino del

"misterio" artificial producido por las propias afirmaciones, incapaces de mantener su

coherencia. Así entra en juego una retórica muy típica que, por más que pretenda

preservar la vivencia religiosa, a la larga tiene el inconveniente de exponerla a los

riesgos de la incoherencia.

De ahí dos fenómenos significativos. El primero: las distintas posturas tienden a

refutarse entre sí, pues la inconsecuencia lógica que son incapaces de descubrir en sí

mismas se ve claramente en las otras. El segundo: aunque de una forma encubierta,

todas ellas se ajustan a la estructura del dilema expuesto. Veámoslo concretamente.

La postura más corriente parte primariamente de la omnipotencia abstracta: si quisiera,

Dios podría evitar todo el mal del mundo; si no lo hace, es por "motivos misteriosos";

pero demuestra su bondad en cuanto que después trata de poner remedio aun a costa del

sacrificio de su Hijo. Pero esta salida se debate entre dos alternativas imposibles. O

afirmar teóricamente una verdad que se niega en la realidad: ¿quién, si estuviese en su

mano, no barrería del mundo el hambre de los niños, el dolor irrefrenable o el horror de

las guerras, fuesen cuales fuesen los misteriosos motivos que tuviese para hacerlo? O

exponerse a un cierto cinismo involuntario, pues ¿qué sentido tendría remediar a tan alto

precio un mal que podría haberse evitado previamente?

La otra postura parte primariamente de la bondad divina, desdibujando la omnipotencia

o negándola sin más. Esto segundo es lo que hace, por ej., Hans Jonas, el cual, bajo el

terrible impacto de Auschwitz, argumenta así: de ser evitable tal horror ¿qué razón

podría tener Dios para consentirlo y no evitarlo? Consecuencia: "no podemos sostener

la vieja doctrina de un poder divino ilimitado".Y, tras aludir a la vieja idea cabalística

del Zimzum -Dios limita su infinitud y omnipotencia para dejar lugar a las criaturas

concluye: "¡Este no es un Dios omnipotente!". De ordinario, no se dice tan claro, sino

que, mitigando la expresión, se habla de un Dios que "sufre" o, con Bonhoeffer, de un

Dios "impotente y débil".

Sin embargo, pese a toda su fuerza emotiva, este recurso tampoco resulta coherente. Por

mucho "misterio" en que se envuelvan las expresiones, un dios-limitado en sí mismo

resulta ser un infinito- finito, o sea, una contradicción. Añadirle sufrimiento puede hacer

más asimilable emotivamente la expresión, pero, en realidad, agrava el problema. Desde

perspectivas bien distintas, lo han señalado Metz y Tilliete. Para éste, tal concepción "parte de una intención conmovedora, pero de una reflexión rápida", puesto que "es

preciso saber a qué se expone un antropomorfismo que a la miseria del hombre añade la

impotencia de Dios". Por su parte, Metz se pregunta si ese tipo de discurso "no es

sencillamente una sublime duplicación del sufrimiento y de la impotencia humana", si

no trasfiere a Dios el "mysterium negativo" propio y exclusivo de la creatura, y si esto

"no conduce a una perpetuación eterna del sufrimiento".

Una mirada atenta a la historia percibe que esta situación sin salida de las posturas en su

conjunto reproduce la situación general de la fe a la entrada de la modernidad. Las

posturas extremas reflejan la opción de una razón ilustrada que, renunciando a su

profundidad infinita, se hace funcional y pragmática. Las otras se asemejan al extremo

fideísta, que mantiene la profundidad de la fe, pero sin mediarla con la crítica de la

razón.

Así, el avance de la historia, si impide ignorar las contradicciones, ayuda también a

buscar salidas. La razón ha chocado con sus propios límites, al constatar que,

eliminando a Dios, no por esto ha acabado con el mal, sino que, al contrario, lo ha

agravado hasta los extremos inconcebibles del Gulag, de Hiroshima y del Holocausto. Y

la fe, siempre más lenta, se ve obligada a reconocer lo insostenible de posturas que

constituyen un auténtico "fideísmo insatisfecho".

Esto es tan importante que vale la pena confirmarlo con dos propuestas concretas.

3. Acentuación de la incomprensibilidad y negación de la teodicea. Hace poco Jean

Pierre Jossua publicaba el artículo Repensar a Dios después de Auschwitz (Razón y fe

233, 1996, 65-73). Refiriéndose a la propuesta de Hans Jonas y no sin aludir al dilema

de Epicuro, afirma: en definitiva, se trata del "choque entre los atributos de bondad,

poder y comprensibilidad". Según él, si tenemos en cuenta al Dios de la Biblia, no cabe

negar ni la omnipotencia - Dios es potente para realizar sus designios- ni la bondad -

nota característica del Dios bíblico, que se manifiesta en la compasión de Jesús-. Por

consiguiente, para escapar a la fuerza del dilema, hay que recurrir a la

incomprensibilidad.

Este recurso es justo siempre que esa incomprensibilidad no se introduzca demasiado

pronto. Y esto ocurre cuando se deja de criticar el presupuesto fundamental: el de un

Dios que podría, pero que no quiere. De hecho, Jossua sitúa ya ahí -en este presupuestoel

"misterio". Por esto, aprueba y toma como modelo la actitud de Jossel Rashower,

quien da siempre por supuesto que los horrores del ghetto de Varsovia podrían haber

sido evitados por Dios, pues obedecen a "ese tiempo incomprensible en que el

Todopoderoso desvía su mirada de los que le suplican".

Lo malo es que, si esto fuese así, el dilema renacería con toda su fuerza y no habría

manera de escapar a la alternativa de negar la bondad, si se quiere preservar el poder.

De hecho, no puede sorprender que, al afrontar esta dificultad de fondo, el discurso de

Jossua resulte francamente atormentado y que sus expresiones se hagan conmovedoras,

aunque no convincentes.

Si no se cambian radicalmente los presupuestos no es posible, pues, evitar esta situación

aporética. Lo confirma, por su parte, el intento de Terrence VII Tilley, el cual no ve otra

salida que negar la legitimidad de la teodicea, en la que no ve sino una fuente de males. Apoyándose en la teoría de los "actos de lenguaje", muestra -con razón- que demasiadas

veces se desnaturalizan los textos clásicos sobre el mal, al leerlos desde la abstracción

de un contexto post- ilustrado. Para él, esto es lo que ocurre con la teodicea, que se

convertiría así en un discurso dañino y "destructor", que encubre males reales y crea

otros por vía ideológica.

Aun considerando acertada la alerta hermenéutica del autor, la descalificación de toda

teodicea parece reducir esta propuesta a un pragmatismo fideísta, que se niega a aceptar

las nuevas preguntas nacidas de la modernidad.

Para mí, la clave radica en una conciencia aguda de la inconsistencia de las

argumentaciones corrientes. En todo caso, esto es lo que se deduce del rigor con que

ataca la incapacidad de los esfuerzos actuales por mantenerse la bondad de Dios.

Vale la pena indicar el nervio de su crítica. Se refiere al argumento de que Dios

comparte los riesgos de su creación, lo cual descartaría su responsabilidad moral,

asegurando su bondad. Tilley arguye: "Pero ¿es así? ¿Por qué el hecho de compartir el

riesgo con otros convierte en moral inducir ese riesgo? ¿Disminuye esto nuestra

indignación moral contra el conductor borracho que "comparte el riesgo" de llegar

salvos a casa con los otros en el coche?".

Interesa la crítica en sí misma, pues difícilmente cabe negar su validez, mientras se

mantengan los mismos presupuestos.

4. Transición: necesidad de un nuevo planteamiento. El recorrido anterior por las

diferentes propuestas muestra la necesidad de cambiar el planteamiento de fondo. No

basta una simple operación cosmética. Pues, como queda visto, se ha producido un

cambio en la situación histórica que induce una radicalización de la pregunta.

Actualmente la pregunta no se mueve dentro del ámbito religioso, sino que más bien lo

cuestiona. En realidad, el problema se ha secularizado y la respuesta religiosa es una

entre otras. Esto ha abierto la posibilidad del ateísmo. Pero abre también nuevas

posibilidades para una respuesta religiosa que recupere su especificidad propia.

Intentaré mostrarlo en dos pasos y, para ellos introduciré sendos términos: ponerología

(del griego ponerós -malo-, tratado sobre el mal) y pisteodicea (del griego pistis - "fe" y

dike-justificación-, justificación de la fe, término paralelo a teo-dicea - justificación de

Dios). Según esto, el primer paso -la ponerologíaanalizará el problema en sí mismo,

independientemente de todo cuestionamiento, tanto religioso como ateo. El segundo -la

pisteodicea- expondrá los distintos modos de situarse ante el problema del mal y de

justificarlo.

 

La "ponerología" como mediación indispensable

1. La secularización del problema. La secularización nos obliga a hacer una escala en el

proceso de pensamiento. Porque la nueva situación exige abordar el problema del mal

en y por sí mismo, con anterioridad a cualquier consideración de tipo religioso. De

hecho, el mal atañe a las personas en cuanto humanas, prescindiendo de que sean

religiosas o no. El mal está ahí desde que nacemos. Y nos afecta como daño que hacemos o qué padecemos, como culpabilidad o como desgracia. Las distintas posturas

ante él -religiosas o no- son respuestas específicas a un problema que se nos plantea a

todos.

Antes de responder, se impone, pues, ana lizar los términos del problema, sin dar nada

por supuesto. Unde malum? ¿De dónde viene el mal? ¿Qué mecanismos explican su

eficacia? ¿Cómo se le puede poner remedio? Sólo la inercia de los planteamientos

recibidos de la tradición ha podido frenar el cambio. A otros niveles, lo normal es

buscar la explicación de los fenómenos en el mundo, o sea, en el entramado de causas

que actúan en él. Con el mal no tiene por qué ser distinto. Así, por ej., ante una

inundación lo primero es buscar sus causas naturales; ante un dolor, sus

desencadenantes fisiológicos; ante un crimen, sus motivaciones. Este es el espacio en el

cual se mueven las distintas ciencias.

Con la filosofía debe suceder lo mismo, en su propio plano y contando con los posibles

resultados de las cienc ias. Lo propio del filósofo consiste justamente en profundizar y

situarse en ese nivel radical en el que surge la pregunta por las causas últimas y por las

condiciones de posibilidad de los fenómenos. No se trata de este o aquel mal, sino de la

raíz última de todos ellos. Pero a este nivel una filosofía ubicada conscientemente en un

mundo secularizado debe proceder sin interferencias religiosas, atendiéndose

rigurosamente a los datos extraídos de la realidad.

Para mí, Leibniz fue el primero en iniciar un planteamiento correcto, aunque no siempre

mantuvo la separación de planos. Su contraposición al fideísmo de Bayle y los excesos

racionalistas de su propuesta, unidos a la rutina de los historiadores y al injusto

descrédito que sobre él arrojó el Cándido de Voltaire, ocultaron su verdadero

significado. A pesar de todo, el fondo más original de su propuesta consistió justamente

en hacer posible un planteamiento verdaderamente secular del problema, levantando la

hipoteca religiosa que pesaba sobre él.

Si Leibniz habla de Dios, lo hace a otro nivel distinto del religioso. De entrada, busca la

respuesta en el análisis de la realidad de este mundo. Y la encuentra en la limitación.

Ésta no es el mal y el llamarlo "mal metafísico" no significa -aunque él no siempre haya

sido coherente- que haya que ponerla al lado de los otros males. La limitación es la

condición de posibilidad de todos los males, clasificados -con razón- en "morales" y

"físicos", según que dependan o no de la libertad humana. Un mundo finito conlleva

inevitablemente la existencia del mal.

2. Inevitabilidad del mal. No es posible fundamentar aquí en detalle la afirmación de

Leibniz. Basten las siguientes consideraciones. El hecho de la secularización, al

acentuar la autonomía de las realidades terrenas, muestra que sus límites son

infranqueables. Estos implican necesariamente carencia e insatisfacción, y conflicto. La

sabiduría popular lo expresa bien cuando dice que "nunca llueve a gusto de todos".Y la

filosofía sabe, con Spinoza, que omnis determinatio est negatio (toda determinación es

negación). Hegel acentuará la fuerza de este principio, al concebirlo dinámicamente

como el trabajo inevitable y doloroso de lo negativo en la constitución de la realidad.

Resulta muy difícil escapar a esta evidencia: una realidad finita y en realización es

necesariamente carencia¡ y está inevitablemente expuesta a la conflictividad. En el

mundo natural, unas cualidades excluyen otras y lo que uno acapara tiene que ser a costa de otro. Y lo mismo ocurre con la vida: mors tua, vita mea (tu muerte es mi vida).

También la libertad está sujeta al mismo sino: como limitada que es, no puede ser

totalmente dueña de sí misma y, tanto en el conocimiento de los motivos como en el

esclarecimiento de los condicionamientos, no escapa a la dura necesidad de realizarse

entre ambigüedades, fallos, deficiencias y conflictos.

Esta nueva visión de las cosas se está imponiendo -a mi parecer- en la reflexión

filosófica sobre el problema del mal. Ciertamente que no faltan dificultades. Así, por ej.,

se objeta que, por más que el mal sea inevitable, no lo es o "tanto mal" o el "mal

injustificable" o, al menos, no lo es "en cualquier mundo posible". Sin negar el impacto

emotivo de estas objeciones y aun la fuerza intelectual de la última, la cuestión no puede

zanjarse en abstracto, sino tras un cuidadoso estudio de la realidad concreta. J. Gómez

Caffarena lo expresa muy bien: "Podemos concebir "otro mundo posible", pero, para

afirmar su posibilidad real se requiere más que el concepto".

Consideradas atentamente, estas objeciones tienen todo el aire de soluciones de

compromiso, como típicas resistencias a la entrada de un nuevo paradigma (en el

sentido que Kuhn da a estos términos). Porque el mal, justo porque es "lo que no debe

ser" resulta siempre desmesurado e injustificable. Por otra parte , si es inevitable a causa

de la finitud, cualquier mundo posible estará expuesto a sus embestidas. De haber vida

sensible en otros planetas, tendrá ciertamente sus límites y sus dolores, aunque nosotros

no podamos predecir sus formas concretas.

El imaginario religioso, estimulado por los mitos, crea "paraísos" y el imaginario

infantil que todos llevamos dentro forja un mundo maravilloso en el que el mal no

existe. Pero, a poco que se aplique con rigor, la reflexión ve que esto es imposible y

que, a la postre, un mundo finito-perfecto es un círculo-cuadrado. No se trata, pues, de

este o aquel mundo: el mal afecta a la realidad en cuanto finita.

Sin embargo, esto no significa que la realidad sea mala en sí. Es "buena", pero no de

modo total y acabado. Lo que equivale a decir que es buena-afectada-por-el-mal, pues

ha de irse realizando en lucha contra él, sin poder excluir nunca del todo el fracaso.

Con esto queda enunciado un tema tan difícil como importante: el carácter

constitutivamente procesual de la finitud, el hecho de que "ser finito" entraña el tiempo

como conatus essendi (esfuerzo por ser), tomado como proceso siempre abierto, pero

nunca asegurado, por más que no se rinda nunca en su intento de atajar o aminorar las

ofensivas del mal.

 

Hacia un "concepto" de omnipotencia

Había que hacer ese largo rodeo, si no queríamos continuar dando vueltas a los mismos

argumentos. Con ello, además de resituar el problema en el contexto de un mundo

secularizado, hemos logrado dos cosas: 1) se ha creado una distancia crítica que, al

hacer común el problema, abre la posibilidad paritaria a distintas "pisteodiceas"; 2) al

partir desde abajo, del análisis de la realidad accesible en sí misma, disponemos de un

criterio para abordar con realismo el misterio de la omnipotencia divina. 1. La apuesta de las pisteodiceas. La "ponerología" plantea la necesidad de este

segundo paso. Pues, si la realidad es inevitablemente así, se impone examinar las

consecuencias para su comprensión radic al. ¿Tiene sentido un mundo bueno a su modo,

pero expuesto a tanto horror? Vale la pena una existencia cuyas realizaciones y alegrías

deban contar con tan alto precio de angustia y sufrimiento? La pregunta es universal:

afecta a todos sin distinción y nadie puede escapar a la necesidad de responder a ella.

Justamente las diferencias consisten en la respuesta.

Por eso, aquí hay que tomar la fe en sentido amplio: la "pisteodicea" incluye tanto la

actitud atea como la agnóstica y la religiosa. Representan distintas "fes", es decir,

distintos modos de situarse ante el problema del mal. Y, en principio, todas son

igualmente legítimas y ninguna puede pretender a priori ser la única. Por esto,

sopesados los pros y los contras, cada uno tiene que "apostar" por la visión que le

resulte más convincente.

En este punto, la carga emotiva pesa tan negativamente en el ambiente, que suele fallar

la lógica más elemental. Dos ejemplos. Primo Levi afirma: "Existe Auschwitz, por lo

tanto no puede haber Dios". Pero entonces en pura lógica habría también que decir a la

inversa: "No hay Dios, luego Auschwitz no puede existir". Segundo ejemplo. Según las

noticias de la prensa, en la misa con ocasión de la violación y brutal asesinato de las

niñas belgas, el celebrante comenzaba su ho milía diciendo: "¿Acaso Dios está sordo?

¿Cómo puede consentir esto?" Debería concluir: "Lo consiente, luego está sordo, no

puede existir". Pero entonces ¿cómo continuar la misa?

Naturalmente, estas faltas de lógica requerirían un examen más a fondo. En todo caso,

queda constancia de la importancia de lo que está en juego. De ahí que apelemos a la

pisteodicea que, en este punto, admite dos entradas.

Una, sin suponer ni la fe ni el ateísmo, se pregunta si un mundo tan duramente afectado

por el mal vale la pena y tiene sentido. Muchos ateos ven ahí la razón de su ateísmo.

Pero les quedaría por explicar si entonces, para ellos, el mundo tiene algún sentido o si

simplemente lo consideran absurdo. Otros pueden así llegar a la fe: sólo si Dios existe,

es posible encontrar sentido a un mundo inevitablemente afectado por el mal. Entonces

su tarea consistiría en explicar la coherencia de tal sentido en la intersección de su

experiencia del mundo y de su imagen de Dios.

Cabe también una segunda entrada: supuesta la fe en Dios, mostrar que el mal no rompe

su coherencia. Aunque no parece posible evitar una cierta circular¡dad, aquí me centraré

en el punto decisivo: ¿qué consecuencias tiene la existencia del mal para una justa

comprensión creyente de la omnipotencia de Dios?

2. Una omnipotencia concreta y comprometida. El realismo de la "ponerología" ha

logrado algo decisivo: minar por la base el dilema de Epicuro. Porque, al cambiar el

planteamiento, quedan al descubierto los presupuestos tradicionales. Así ahora aparece

como prejuicio el supuesto fundamental sobre el que descansa la fuerza del dilema: que

el mundo podría ser perfecto. En este caso, si Dios no lo hizo así, tendría que ser o

porque no pudo o porque no quiso. Pero si, previamente a toda opción religiosa o

irreligiosa, un mundo-perfecto resulta una contradicción, el dilema pierde su sentido.

Sería como preguntar si Dios no pudo o no quiso crear círculos-cuadrados. Hablando con propiedad, no es que Dios "no pueda" crear un mundo sin mal, sino que

esto sencillamente "no es posible". Decir que Dios "no puede" hacer círculos-cuadrados

no afirma ni niega nada acerca de su omnipotencia, sino que enuncia únicamente la

inexistencia de un objeto sobre el que poder ejercerla.

La pregunta ha cambiado, pues, radicalmente. Si Dios "quiere" crear, no "puede" (= no

tiene sentido) evitar estas consecuencias en la creatura. Lo contrario equivaldría a

destruir con una mano lo que se ha hecho con la. otra. Como diría Zubiri, no es que

haya algo que Dios no puede hacer, sino que la posibilidad de ser creatura "no da más

de sí". Entonces resulta absurdo preguntar: "¿Por qué Dios no ha creado un mundo

perfecto?". En cambio, sí es legítimo cuestionarse: ¿Por qué Dios, sabiendo que, de

crear un mundo, éste iba a estar inevitablemente mordido por el mal, lo ha creado a

pesar de todo? Ésta es la cuestión. Y todo creyente ha de habérselas con ella.

No desaparecen, pues, ni la hondura del misterio ni la fuerza de la pregunta. Ésta afecta

ahora a la existencia: "¿por qué hay algo y no más bien nada?".Y también al modo de

ser de la existencia: "¿por qué hay algo así y no más bien nada?". Ahora podemos

comprender que esta cuestión afecta a toda nuestra visión de Dios.

Dentro de la pisteodicea cristiana, desde la que estoy hablando, Dios sólo ha podido

crearnos por amor, con el único fin de hacernos partícipes de su felicidad.

Reflexivamente, podemos percibir la coherencia de nuestra fe. Pues vemos que la

historia no es una "prueba" a la que Él nos somete, sino la inevitable "condición de

posibilidad". Para que Dios nos "salve" -nos haga plenos y felices- tenemos que existir y

existir como finitos, como seres que se realizan ellos mismos en la historia de su

libertad. Así que, para existir, no podemos dejar de estar expuestos a todas las amenazas

inherentes a la finitud. Esto significa que, en principio, cualquier mal es posible. Pero el

sentido está asegurado. Porque vivimos envueltos y apoyados por su presencia siempre

activa.

Según esto, el poder de Dios sigue intacto en su inmensidad misteriosa, pero ahora se

nos va desvelando su rostro verdadero. Dios no es "impotente", pero ha dejado de ser el

regidor que todo lo manipula, para revelársenos como el Creador capaz de entregar la

creatura a sí misma. Algo que sólo Él, por ser omnipotente, puede hacer. Su poder

consiste en dejarla ser según su naturaleza intrínseca, aunque no en la indiferencia

apática del dios aristotélico, sino acompañándola con el respeto exquisito a su libertad y

en la entrega de un amor incansable. La experiencia bíblica lo fue comprendiendo

progresivamente hasta llegar al Abbá de Jesús. No se trata, pues, de meras palabras, sino

de una intuición profunda.

Tomar en serio esto nos da acceso a una comprensión religiosa a la vez crítica y abierta

a la hondura del misterio. El mal aparece como afectando realmente a Dios, aunque ya

no en el "plano oscuro" de una naturaleza abismal, sino en la clara mediación personal

de quien se ha hecho vulnerable por amor. Más aún, cabe la osadía de hablar de una

responsabilidad de Dios, pues no habría mal si Él no hubiese creado el mundo. Pero, en

definitiva, ese es el riesgo del amor: que, en vez de quedarse solo en el espléndido

aislamiento de su gloria, ha preferido -hablando antropomórficamente- "complicarse la

vida" por el único motivo de hacernos participantes de su felicidad. Dado que un tratamiento apresurado de las consecuencias de lo expuesto correría el

riesgo de caer en lo banal, prefiero limitarme ahora a una consideración más elemental.

Sólo cabe "comprender" a Dios como Aquél que quiere el bien y sólo el bien para sus

creaturas. El mal, en todas sus formas, se opone idénticamente a Él y a ellas. Existe

porque es inevitable en las condiciones de un mundo y de una libertad finitas. La

omnipotencia divina queda intacta. Pues es la omnipotencia del amor respetuoso que

compadece y acompaña sin descanso ya ahora. Y que reserva la última palabra para

cuando, rotos los límites de la historia, pueda dársenos en la apertura infinita de nuestro

espíritu, logrando algo así como una "infinitización" por comunión personal.

Entonces, en la dialéctica sin cálculo del amor, se operará el milagro definitivo, que

constituye el misterio - incomprensible pero barruntable- de la salvación: todo lo de Dios

será nuestro y todo lo nuestro será de Dios. Y ya no habrá mal, porque "Dios será todo

en todos" (I Co 15,28).

Condensó: MÀRIUS SALA